Materialismo, Navidad y religión



La adoración de los pastores, por El Greco


© Diego Cibrián Gala
Publicado en Izquierda Hispánica


Existe entre muchos auto-considerados miembros de «la izquierda» una extendida corriente de opinión en torno a las festividades que componen la Navidad consistente en negarles su importancia, reducirlas a un mero evento sociológico de hipocresía consumista y excesos de todo tipo o incluso, entre una ínfima minoría consecuente, en no celebrarlas o parodiarlas. Un ejemplo muy obvio del último caso se dio en la pasada Nochebuena [en España] cuando la cadena televisiva Cuatro –conocida en España por pertenecer al grupo empresarial Prisa y, por tanto, al ámbito de influencia mediática del PSOE– emitió la celebérrima película de los humoristas británicos Monty Python: La vida de Brian.
Naturalmente, en España esta tendencia de rechazo forma parte de una larga tradición anticlerical, hoy descafeinada aunque muy presente, que caló hondo desde finales del siglo XIX entre diversos partidos, sindicatos y agrupaciones políticas del ámbito radical republicano, socialista y anarquista. En buena medida, este profundo antagonismo en una sociedad paradójica y tradicionalmente conocida en la historia por ser blasón y espada del catolicismo durante la Edad Moderna, aparte de deberse a la obvia tensión dialéctica vivida en todo el ámbito occidental tras las revoluciones burguesas ilustradas y la muerte del Antiguo Régimen, vino reforzada por la influencia de las corrientes más liberales de la francmasonería en un contexto de descomposición imperial que propició una visión pesimista sobre la capacidad de la nación para volver a formar parte de la primera línea de la política internacional y equiparar sus logros socioeconómicos, comerciales, industriales, científicos y educativos a la experiencia adquirida por sus vecinos septentrionales. Este atraso se achacaba de forma muy acusada, y no sin parte de razón, a la profunda influencia de la Iglesia Católica en todos los ámbitos de la sociedad, como bridas que pretendían someter al corcel de un «progreso» indomable.
Sin embargo, la acusada miopía idealista de muchos miembros nacionales de las distintas generaciones de izquierda no les permitió ver la importancia sociológica de instituciones tan enraizadas en la católica España, lanzándose a construir la casa por el tejado en una, en ocasiones literal, guerra sin cuartel a todo aquello que oliera a incensario. Esto les granjeó abundantes enemistades entre amplios sectores de la sociedad que, en principio, podrían haber apoyado muchas de sus posiciones políticas y que acabaron por darles la espalda en momentos críticos de la historia española, tal como pueden representar los últimos compases de la II República.
En Izquierda Hispánica seguimos una filosofía materialista heredera de la Academia clásica y del racionalismo moderno e ilustrado, sin obviar importantes aportaciones intermedias y, por supuesto, el propio materialismo histórico de Marx y Engels. Somos ateos, sí, y no de cualquier clase. No decimos no creer en Dios por no haberse hallado evidencia científica de su existencia (ateísmo existencial), algo que en nuestra opinión no anula su posibilidad de forma nítida, sino que directamente consideramos la propia idea de Dios como un conjunto ilógico de propiedades contradictorias incapaz de acontecer, en tanto que no puede existir nada que sea causa de sí mismo, infinito y personal o egoiforme al mismo tiempo, así como resulta inverosímil suponer una totalidad monista simplísima que no anegue su propia creación, que por otra parte surge de una Nada imposible, o una mente omnisciente que desborde la propia materia que hace posible la misma consciencia. Negamos la propia esencia de Dios (ateísmo esencial) y lo reconocemos como una idea emanada de una larga tradición evolutiva de cultos religiosos sobre la que ahora no cabe extenderse.
No obstante, y dicho esto, consideramos también como materialistas que las instituciones sociales desbordan la condición superestructural que les atribuía el economicismo propio del marxismo más vulgar y que, más allá de estar relacionadas causalmente de forma unívoca con el trabajo y las relaciones de producción económica – sin negar sus evidentes conexiones (y sus desconexiones)–, constituyen y alimentan la propia conciencia racional sobre el Mundo de los sujetos operatorios dentro de las sociedades donde tienen vigencia, pudiendo desarrollar sus propias dialécticas. Efectivamente, toda forma institucional de cierta trascendencia (desde la asamblea y el Estado hasta el rito religioso, pasando por la familia, la gramática, la táctica y el armamento militar, las costumbres gastronómicas, el arte o la programación televisiva) configura los cimientos estructurales de generaciones de nuevos sujetos socializados bajo su influencia y de sus relaciones entre sí, además de condicionar el trato entre las distintas sociedades en sus conflictos interinstitucionales.
Es indudable que la religión católica, junto con la filosofía escolástica, durante muchos siglos ha prolongado la racionalidad objetivista de los Platón y Aristóteles, constituyendo el puente entre la Antigüedad clásica y la Modernidad ilustrada y lidiando con sofismos gnósticos y subjetivistas de distinto calado –hoy exitosos expandiendo los valores individualistas de las sociedades capitalistas protestantes- durante buena parte de su existencia, además de haber servido y seguir sirviendo aún en buena medida como cemento de cohesión moral en la edificación de las distintas sociedades políticas a través de tradiciones, ritos, instituciones oficiales, calendario y preceptos éticos de conducta, siendo que estos últimos invaden muchas de las concepciones y códigos del derecho positivo contemporáneo. Su influencia es tal que pretender borrarla en su totalidad de un plumazo, aparte de imposible por mucho que se conciba a la educación pública como el bálsamo de Fierabrás que todo lo puede en la socialización institucional, es de poco a nada inteligente y, en ocasiones, incluso indeseable. Huyendo del utopismo de la revolución instantánea y nihilista, y siguiendo a Maquiavelo o al propio Lenin («Un revolucionario ha de saber cuándo ha de ser reformista y cuándo ha de ser revolucionario»), debemos tomar a los hombres y las repúblicas tal como son y no tal como supuestamente debieran ser según las ideas de algún iluminado.
En tanto que los hombres no nacen como tabula rasa ni son partículas atómicas libres con las que se pueda experimentar en un laboratorio aislado, se han de tener en cuenta aun en procesos transformadores tanto sus tendencias instintivas como su socialización familiar mediante costumbres, tradiciones y códigos compartidos, pues la cohesión social sirve al buen orden del Estado, especialmente en periodos convulsos o revolucionarios. Tal como explicábamos en otro artículo (Izquierda Hispánica ante una teoría de la Revolución Política):

«Asimismo, queremos ser contundentes en nuestro posicionamiento sobre lo que creemos han de ser los pilares de cualquier teoría revolucionaria política sin manchas nihilistas, es decir, hay que determinar qué es lo que se conserva y qué es lo que se destruye en el proceso revolucionario. En este sentido, la vida de los ciudadanos y algunas instituciones básicas son, sin lugar a dudas, los componentes esenciales a conservar en dicho proceso, lo que podríamos denominar el Principio de Conservación de la Revolución Política. Por esta razón, pensamos que la revolución política ha de ser de algún modo «conservadora» si no quiere caer en el nihilismo, aun cuando las consecuencias del proceso de transformación, más o menos lento, puedan ser radicales en sus resultados, subvirtiendo el orden establecido».


Tomadas estas precauciones, cabe entonces decir que la Navidad como institución en nuestra sociedad católica no sólo es de suma importancia para los creyentes al conmemorar la encarnación de Dios en el hombre haciéndole partícipe de su divinidad y razón, algo fundamental en el desarrollo filosófico posterior que hace del cristianismo una religión de gran racionalidad objetivista y consideración hacia el sujeto. Además, es reflejo de su correlato natural en el solsticio de invierno, al comenzar a remontar el sol en el horizonte y ganar horas de luz en el hemisferio norte, como anuncio de esperanza sobre el porvenir y el retorno de la vida en primavera. Esta tradición festiva, que pasó en el Imperio Romano de formar parte de las Saturnales y el culto al Sol Invictus a ser institución fundamental del cristianismo, influye sobre la psicología de muchos sujetos que encuentran en la Navidad un momento de reflexión y balance sobre la cosecha del año vencido, y de recogimiento con los seres queridos aguardando la entrada del nuevo. Ignorar o despreciar esta tradición, vaciarla de contenido copiando las costumbres de otras sociedades como culto a la «diferencia» y el consumo especializado, ya sea con la típica pose orientalista o con la imitación de las navidades capitalistas americanas del Santa Claus de la Coca-cola, o tratar de borrarla de cualquier manera, constituye un ataque a toda una herencia histórica de creencias, tradiciones y sentimientos compartidos por infinidad de españoles, a una parte importante de los cimientos de su cohesión social.
El político inteligente que quiera combatir la superstición religiosa deberá ser muy prudente al tratar de transformar o eliminar determinadas instituciones, y deberá saber que más vale una sustitución muy lenta y paulatina (o incluso la conservación) de la forma de una institución de cierta trascendencia que destruirla por completo ignorando a los sujetos que operan en el mismo medio que él pretende transformar sin asumir consecuencias. Tal como decía Robespierre en plena Revolución Francesa:

«El movimiento que se ha hecho contra el culto católico ha tenido pues dos grandes objetivos. El primero, reclutar la Vendée, alienar a los pueblos de la nación francesa y emplear la filosofía de la destrucción de la libertad. El segundo, turbar la tranquilidad pública y distraer todos los espíritus, cuando es necesario reunirlos todos para asentar los fundamentos inamovibles de la revolución.
«Hay hombres que quieren ir más lejos, que con el pretexto de querer destruir la superstición quieren hacer del mismo ateísmo una especie de religión. Todo filósofo, todo individuo puede adoptar sobre el particular la opinión que le plazca. Insensato será quien crea que por esto comete un crimen; pero el hombre público, el legislador, sería cien veces más insensato si adoptara semejante sistema. La Convención nacional lo proscribe. La Convención nacional no es un fabricante de libros, un autor de sistemas metafísicos; es un cuerpo político y popular encargado de hacer respetar no solamente los derechos, sino el carácter del pueblo francés».

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