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Sábado, 10 de Septiembre de 2016

Adiós a Gustavo Bueno, el Platón de nuestros tiempos

Gustavo Bueno en 2006 (gentileza: Fundación Gustavo Bueno)


Publicado en diario Los Andes (Argentina) y en El Catoblepas (España)

a historia está hecha de pasado. Esto suena a verdad ridícula, por lo flagrante, y sin embargo toma relevancia cuando sucede lo inusual: cuando uno descubre, recién instalados, los cimientos sobre los cuales grandes edificios habrán de levantarse.
La muerte, el domingo 7 de agosto, del filósofo español Gustavo Bueno (1924-2016) nos pone frente a este espectáculo: el de haber sido contemporáneos de un hombre del que van a hablar las próximas generaciones. Haber vivido en los tiempos de Bueno es como haber sido contemporáneo de Platón.
La estela del pensamiento de Bueno comenzó, para muchos, en 1970, cuando la editorial Ciencia Nueva de Madrid publicó un libro titulado El papel de la filosofía en el conjunto del saber. Pocos acaso podían predecir que era el primero de una serie que iba camino a la construcción paulatina de un sistema filosófico con pocos parangones: una elaboración que iba a poner a Bueno a la altura de titanes filosóficos como Platón, Aristóteles, Santo Tomás, Descartes, Spinoza, Kant, Hegel o Marx.

El materialismo filosófico
Dos años más tarde de su «ópera prima», Bueno iba a publicar Ensayos materialistas, un portento de 470 páginas que sentaría las bases ontológicas de su filosofía, y que en ese libro, ya se autoimponía un nombre: el «materialismo filosófico». Allí Bueno establecía, contra el materialismo dialéctico vigente y contra todos los espiritualismos, una nueva manera de entender la materia. Su descubrimiento –así lo llamaba el mismo filósofo–, era que había dos planos: el de la materia general (indeterminada) y el de la materia especial (mundana). Esta última está compuesta por tres géneros que conforman el «aspecto del mundo»: la materia física (M1), la materia psicológica (M2) y la materia ideal o esencial (M3).
Esa pluralidad de la materia era un hallazgo brillante, que hacía derrumbar el gran ingrediente metafísico (en sentido peyorativo) de otras filosofías: el monismo. Porque, decía Bueno inspirándose en la symplokéde Platón, ni todo está relacionado con todo (monismo) ni todo está desconectado de todo. Y es gracias a eso que podemos conocer el mundo.

Dedicatoria de Gustavo Bueno al autor
de este artículo, en un ejemplar
de La fe del ateo
Un portentoso sistema
Ya puesta la piedra basal, ontológica, Bueno avanzó hacia la gnoseología, y lo hizo con su brillante y monumental Teoría del cierre categorial, que es una lección contra las baratijas pseudofilosóficas de muchos fundamentalistas científicos.
Luego, el filósofo siguió por la antropología, con notables artículos y libros, entre los que destaca una filosofía de la religión que aún sorprende, y que pone el origen de lo religioso en los «númenes» bestiales, algo que se entiende con la fórmula: «El hombre creó a Dios a imagen de los animales».
La obra que contenía ese estudio (El animal divino) se completó luego con otras como Cuestiones cuodlibetales sobre Dios y la religión y La fe del ateo. Dio con ellas, también, una definición de su ateísmo que descolocó a los incautos, ateos y creyentes por igual.
Bueno siguió trazando arquitectónicamente su sistema, y también abarcó la ética (destacan sus libros El sentido de la vida y El mito de la felicidad), la economía y la estética. Y, por supuesto, también se metió con la política, dejando como principales, entre muchas, dos obras en espejo: El mito de la izquierda y El mito de la derecha. En ellas deja en claro, con su célebre capacidad trituradora de conceptos, que hoy en día la distinción derecha-izquierda carece de sentido.

Un filósofo en el barro
La imagen que podemos hacernos de Gustavo Bueno con este esbozo podría ser la de un «intelectual» (palabra que le repugnaba), que desde su torre de pensamiento pontifica contra la especie humana. Nada más alejado de la realidad.
El filósofo, que había nacido en Santo Domingo de la Calzada (La Rioja) y estudiado en su ciudad, en Zaragoza y en Madrid, había comenzado como profesor de un instituto secundario de señoritas en Salamanca. Pero luego ganó una cátedra en la Universidad de Oviedo (Asturias), donde se instaló para siempre, y desde donde irradió su obra y creó su escuela, que hoy tiene seguidores diseminados por el mundo.
En Oviedo también, vivió episodios que mostraron su entereza. Allí fue perseguido por el franquismo, que lo consideraba «marxista». Allí bajó una vez a las profundidades de la tierra para dar un discurso memorable a los mineros asturianos. Allí sufrió atentados de la «izquierda» y de la «derecha» (le arrojaron un tarro de pintura una vez, que por poco lo deja ciego). Allí también forjó discípulos que comenzaron a ramificar su filosofía. Allí fundó y dirigió publicaciones, como la notable El Basilisco.
Pero, como decíamos, Gustavo Bueno jamás le rehuyó al combate cuerpo a cuerpo con las cuestiones candentes de la actualidad. Así, se dedicó a hablar nada menos que del programa Gran Hermano y a participar de tertulias televisivas que muchos españoles hoy recuerdan, dada la vehemencia, claridad y el carácter polémico de lo que Bueno era capaz de volcar en un medio tan repelente a la filosofía como la pantalla catódica.
Esa presencia mediática fue a veces vista con desconfianza. No por nada un colega le protestó una vez al riojano que «trivializara» a la filosofía llevándola a la TV. Bueno le dio una respuesta memorable: «¿Y cuántos teoremas has demostrado tú mientras tanto?».
Con esas apariciones televisivas –y con artículos que dejaban muchas veces «heridos ideológicos» a diestra y siniestra– el filósofo alcanzó una fama popular que le granjeó enemigos y admiradores.
Entretanto, como a hombre de dos siglos, le tocó convivir con nuevas tecnologías. Y fueron estas las que algunos de sus seguidores (especialmente su hijo, Gustavo Bueno Sánchez) utilizaron para comenzar a difundir su pensamiento. Establecida una fundación que lleva su nombre a poco que le llegó una jubilación forzada por cuestiones ideológicas, la obra de Bueno empezó a difundirse en la red con revistas digitales como El Catoblepas y con la difusión de numerosas de sus obras y videos didácticos del propio filósofo.

Gustavo Bueno en plena escritura. Última foto del filósofo, tomada
por su nieto, Lino Camprubí (18 de julio de 2016).


El legado de un gigante
Esa difusión de su obra es la que patentiza, como nunca, la potencia y la potencialidad, valga el juego de palabras, que su filosofía encierra. Sucede que el materialismo filosófico tiene tal capacidad «lumínica» que se asemeja a una herramienta, a un cincel, a un microscopio o a un martillo. Con él se trabaja para avanzar sobre lo pedregoso del mundo de las ideas. Con él también se pone en evidencia a ciertas concepciones delirantes y divagantes de la filosofía contemporánea, muchas de las cuales ocupan con ocio autosatisfactorio las cátedras universitarias.
Como a todo individuo finito, la muerte biológica hubo de llegarle a Bueno, y esto sucedió a sus 91 años, cuando aún continuaba trabajando, escribiendo y polemizando con la misma lucidez de siempre. Su muerte llegó a los dos días del fallecimiento de su esposa. Ese gesto, involuntario quizá, mostró que «nada de lo humano le era ajeno». Ni siquiera el amor, o más bien, el dolor que el amor ausente causa.
Con el punto final de su vida, la obra de Bueno queda en evidencia, como un legado. Un legado al que ni siquiera le hace falta esperar que corra el río de la historia. Es tan contundente que nos dice a gritos que con él ha muerto no ya el filósofo más importante de la lengua española (sí, más que Balmes, que Unamuno, que Ortega y Gasset): con él ha muerto el Platón de nuestro tiempo.

Martes, 29 de Octubre de 2013

Materialismo y ciencia

Segundo volumen de la biblioteca Bunge que edita Laetoli. Mario Bunge es uno de los filósofos de la ciencia más importantes que hay en la actualidad, dicho de otro modo, si quieres adentrarte en el mundo de la filosofía de la ciencia, las obras de Bunge son de obligada lectura.

En este segundo volumen, Bunge nos habla del materialismo, pero el materialismo en cuanto ontología, no en cuanto ideología. Por citar al propio Bunge, para que nos resuma en que consiste el materialismo ontológico:

El materialismo no es una filosofía única, sino una familia de ontologías o doctrinas extremadamente generales acerca del mundo. Lo que todas ellas tienen en común es la tesis de que cuanto existe realmente es material. O dicho negativamente, que los objetos inmateriales, tales como las ideas, carecen de existencia independiente de los objetos materiales, tales como los cerebros.

El materialismo, obviamente, se da de bruces con otras concepciones tales como el dualismo, concepción que critica Bunge en varios puntos del libro. Bunge muestra como el materialismo ontológico es la ontología que mejor encaja con la ciencia. Muestra también como determinadas posturas, como que la mente no puede explicarse desde una concepción materialista, están equivocadas, es más, él mismo utiliza un capitulo para montar una teoría materialista de la mente. Entre el resto de capítulos de la obra, cabe destacar, al menos, para quien esto escribe, un par de capítulos, que son los dedicados a realizar unas criticas contundentes a la dialéctica y a la teleología.

Lo dicho, Bunge es una referencia dentro de la filosofía, y en concreto dentro de la filosofía de la ciencia. En este volumen muestra como el materialismo ontológico es la mejor opción, es decir, aquella que mejor encaja con nuestro conocimiento científico del mundo. Responde algunas de las criticas y limitaciones que se esgrimen contra esta ontología, demostrando que no son acertadas, al mismo tiempo que construye teorías materialistas para la mente o la cultura.


Martes, 26 de Febrero de 2013

El catolicismo, en crisis

Vacío, por Matteo Bertelli (en DeviantArt)
 
 
Por Santiago Armesilla
Publicado en su página web.
 
El retomar la redacción de mi tesis doctoral hace que no actualice la web con comentarios más a menudo estos días. Sin embargo, ahora que tengo algo de tiempecito puedo comentar sin duda la noticia del mes, la cual afecta a los más de 1.100 millones de católicos (esto es, de bautizados) que en el Mundo existen.


Unos 1.100 millones de bautizados por el Santo Sacramento, de los cuales desconozco el número real de practicantes fieles (de esos que realizan ceremonias católicas todos los días de su vida o de vez en cuando), desconociendo por igual, aunque intuyendo que son bastantes, el número de ateos católicos (categoría filosófica y sociológica rechazada por el propio catolicismo, por motivos obvios) y agnósticos católicos, los cuales niegan la existencia y/o la esencia de Dios (e incluso su idea), pero son, lo afirmen o lo nieguen, personas cuya forma de ver el mundo está totalmente influida y conformada por una cultura católica. En España hay mucho ateo católico, y también mucho agnóstico católico (podría haber más categorías, como "new age católico", como el magufo JJ Benitez), cuya «fe en la Razón frente a la superstición» se nota en su anticlericalismo: el peso mayoritario y casi único de sus críticas a la religión se la lleva la Iglesia Católica Apostólica y Romana, costándoles mucho trabajo, bien por pereza intelectual, bien por buenismo políticamente correcto (buenismo de bueno, no de Bueno) y relativismo o pluralismo cultural, la crítica a otras religiones con igual vehemencia, como el mahometanismo o el protestantismo, todo ello debido en buena medida a que son ateos y agnósticos católicos también muy influidos por las ideologías dominantes de las democracias de mercado pletórico: el liberalismo y la socialdemocracia.

Lo cierto es que el catolicismo está en crisis. La renuncia de Benedicto XVI (no se producía una renuncia papal desde 1455) ha sido todo un terremoto. Las especulaciones están a la orden del día, y no dejarán de estarlo jamás, pues la especulación ideológica es algo que siempre ha rodeado a la Iglesia Católica, como a toda institución importante a nivel cultural y político, y más del calado de esta, con una vida de más de 2000 años (recordemos la cita bíblica -Mateo 16:13-18-: «Viniendo Jesús a la región de Cesarea de Filipo, preguntó a sus discípulos, diciendo: ¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del Hombre? Ellos dijeron: Unos, Juan el Bautista; otros, Elías; y otros, Jeremías, o alguno de los profetas. El les dijo: Y vosotros, ¿quién decís que soy yo? Respondiendo Simón Pedro, dijo: Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente. Entonces le respondió Jesús: Bienaventurado eres, Simón, hijo de Jonás, porque no te lo reveló carne ni sangre, sino mi Padre que está en los cielos. Y yo también te digo, que tú eres Pedro, que significa piedra, y sobre esta piedra edificaré mi iglesia; y las puertas del Hades no prevalecerán contra ella»). Esta cita bíblica es el fundamento divino de la santidad cristiana de la Iglesia Católica, por mucho que les pese a los protestantes, que afirman erróneamente que el catolicismo pasa de la Biblia. No pasa, sencillamente tan importante es la Biblia como la tradición (las cosas que se hacen en torno a la Biblia, en torno a la figura de Jesucristo) tanto antes de su existencia como después. Y en el después, la tradición es eminentemente la desarrollada, a través de diversas obras, de diversas instituciones, por la Iglesia Católica Apostólica y Romana.

Dicho esto, y volviendo a la renuncia de Joseph Ratzinguer, los motivos de su renuncia son, a mi juicio, obvios: su estado de salud cada vez más precario, precarizado por disgustos como los del caso «Vatileaks» o por los bochornosos y criminales casos de pederastia masiva ocultados durante décadas por la curia católica. Casos de abominación sexual que ni el polémico Compendio Moral Salmaticense Según la Mente del Angélico Doctor, de Marcos de Santa Teresa, ha podido, con todo su poder moral (sic) evitar o suprimir. Un compendio moral que condena la homosexualidad como «pecado contra natura» (la sodomía en general), pero no explícitamente la pedofilia y la pederastia. Pues se condena el estupro pero no la pedofilia o la pederastia, hablando de un genérico y abstracto "modus innaturalis concubandi", en el que se incluyen y se explican como pecados las poluciones (las pajas), la sodomía o la bestialidad (la llamada zoofilia). Este solo hecho, esta falla en este tratado moral, por mucho que pueda fastidiar a sus defensores más acérrimos, muestra las fallas grandes, que explican muchas cosas –muchas aberraciones éticas, morales y políticas en el seno del «pueblo de Dios»–, acerca de la moral sexual de la Iglesia Católica, una moral sexual que le está costando la pérdida de credibilidad y de fieles evidente que todos, incluidos los ateos católicos, deben reconocer. Una moral sexual que, como muestra este Compendio Moral..., es, como ya dijo el materialista Alfonso Fernández Tresguerres, «un error desde el punto de vista biológico y una irresponsabilidad desde el punto de vista moral».
Dicho esto, creo que, por el bien de la Iglesia Católica en particular, e incluso por el bien de la racionalidad en general, esta institución de más de 2.000 años necesita renovarse, en un proceso cuyas influencias no solo tienen que venir desde dentro de ella, sino también desde fuera. El nuevo Papa que venga, y los que le sucedan, si no quieren que el catolicismo sufra aún más un proceso de descomposición y degeneración análogo al que sufrió en su momento el comunismo (cuya Roma fue Moscú), deben renovar completamente el catolicismo, dándole la "vuelta del revés" sin abandonar sus dogmas básicos que son perfectamente defendibles y fundamentales para su recurrencia histórica institucional. Renovación que incluya, también y necesariamente, la revisión de tratados morales como el del Angélico Doctor que actuales ateos católicos, antiguos progresistas anticlericales malconvertidos al catolicismo sociológico, jalean como si fuesen fans de Justin Bieber.
En definitiva: fuera de la Iglesia Católica no hay salvación, pero la salvación de la Iglesia Católica depende tanto de dentro como de fuera de ella.
Jueves, 19 de Abril de 2012

El conflicto entre ciencia y religión


José Manuel Rodríguez Pardo explica que «el conflicto entre Religión y Ciencia es en realidad una disputa al nivel de las concepciones que sobre la ciencia mantienen distintos grupos, no sobre las verdades científicas, que serían ‘comunes a todos los pueblos’».
Jueves, 9 de Febrero de 2012

Confrontando el cerebrocentrismo


Lunes, 3 de Octubre de 2011

El cerebro como pseudoexplicación



Las teorías neurobiológicas de la conciencia

© Carlos López Marbán
Publicado en El Catoblepas

Crítica de las teorías neurobiológicas de la conciencia, entendiendo que son incapaces, por su fisicalismo grosero, de dar cuenta de lo que pretenden explicar


Resulta un tópico muy socorrido en círculos científicos definir el siglo XXI como «el siglo del cerebro». Se defiende que el estudio de su estructura y funcionamiento debe aportar datos fundamentales para la comprensión no sólo del comportamiento humano (es común hablar de «las bases neurológicas de la conducta») sino además, y particularmente, del fenómeno de la conciencia. Se buscan de este modo bases neurológicas para dar cuenta de cuestiones consideradas hasta ahora parte del campo de estudio de otras categorías, como la psicología, las ciencias sociales o las ciencias humanas. La búsqueda pasa a considerarse, además, tema central e imprescindible para un correcto cierre de estas disciplinas, llamadas genéricamente neurociencias (o neurociencia, en claro intento unificador{1}):

«Dilucidar el origen biológico de la conciencia parece ser un tema crucial de las neurociencias, a tal punto que puede sostenerse que mientras no se esclarezca la génesis de la autognosis, de la conciencia, del "yo", la neurobiología parecerá trunca e indefinida.» Dr. Sergio Ferrer Ducaud. Academia de Medicina de Chile. [1]

Estas posiciones científicas se ofrecen como materialistas (por oposición a otras tachadas de espiritualistas o metafísicas) aunque en realidad no suelen superar un fisicalismo reduccionista y simple. El materialismo que defienden es decididamente monista y precisamente por ello, como veremos, incapaz de dar cuenta cabal del problema de que se trata. Un destacado neurocientífico, Rodolfo Llinás, afirma que para comprender la naturaleza de la conciencia el requisito primordial es disponer de una perspectiva apropiada:

«así como la sociedad occidental, sumida en el pensamiento dualista, debe cambiar de orientación para captar las premisas elementales de la filosofía monista, también es necesario un cambio fundamental de perspectiva para abordar la naturaleza neurobiológica de la mente».[2]

Lo cierto es que el tema se ha convertido en recurrente y ha trascendido el ámbito estrictamente científico, constituyéndose como lugar común en todo tipo de publicaciones, tertulias, programas divulgativos, &c. Un ejemplo que desarrolla lo que decimos, extraído de un portal generalista de Internet, es el siguiente:

«La conciencia humana se genera en la parte posterior del córtex cerebral. Descubiertos los mecanismos neuronales que permiten al cerebro darse cuenta del entorno y de los procesos subjetivos. El córtex es la región del cerebro que genera la conciencia del entorno y de uno mismo, según una investigación que describe por vez primera los mecanismos neuronales del psiquismo humano. Aunque la investigación sobre la formación de la conciencia está aún en un estado primitivo, sus autores consideran que las facultades de nuestro cerebro pueden explicarse totalmente por la interacción de las células nerviosas.» [3]

Como se puede apreciar, se considera la conciencia una facultad del cerebro, cuya explicación puede encontrarse, en última instancia, en la interacción de sus neuronas.

Verdad es que la información se codea con otras de la talla de: «la ciencia ya experimenta con híbridos que son mitad hombres, mitad animales»; «las comunidades de insectos generan sus propios estados policiales» o «el Universo inicial era líquido». Pero esto no supone tanto un menoscabo a la validez de las teorías neurobiológicas de la conciencia cuanto la evidencia de que han pasado a formar parte del acervo «científico» popular.

La perspectiva neurobiológica parece haberse convertido en el acercamiento idóneo para aquellas personas que, no admitiendo ya enfoques religiosos o mentalistas, buscan una explicación «científica» a las realidades humanas «más profundas». Todo lo cual viene a ofrecerse, por supuesto, en consonancia con el «espíritu laicista» propio de los tiempos que corren. Se ha sustituido, en alguna medida, la creencia religiosa por una ingenua fe en la Ciencia, de modo que no puede sino confiarse en ella para que descubra las causas últimas de la conducta, la subjetividad o la conciencia.

Los modelos de los científicos
Francis Crick –premio Nobel en 1962 por su descubrimiento, junto a James Watson, de la estructura del ADN– a la manera habitual de otros científicos que alcanzan éxito en sus respectivos campos de estudio, pretende resolver «de un plumazo» cuestiones que llevan siglos siendo debatidas. Tras años de dedicación a tareas experimentales y empíricas decide, ya jubilado, «resolver científicamente» el problema de la conciencia, para lo cual se ve obligado a trabajar con ella de un modo grosero y reduccionista.{2}

En su libro La hipótesis sorprendente. La búsqueda científica del alma,[4] Crick afirma que «la conciencia es una banal fusión de neuronas del cerebro». Además, recuerda al lector que «tú, tus alegrías y tus penas, tus recuerdos y tus ambiciones, tu sentido de identidad personal y libre albedrío, no son de hecho más que el comportamiento de un gran agregado de células nerviosas y las moléculas que se les asocian». La conciencia no se entiende como algo propio de la persona, ni siquiera del organismo, sino exclusivamente del cerebro: un epifenómeno, un producto que brota de una determinada arquitectura neuronal. Se considera una propiedad emergente, que no puede ser explicada únicamente por las partes cerebrales, ni siquiera por su interacción, sino sólo por la estructura total del sistema. No es el funcionamiento el que la genera (la mente no es función del cerebro) sino el orden espacial que alcanzan los componentes del sistema nervioso humano en un momento dado de su evolución. Lo que parece obviarse o preterirse, es que esa misma evolución del sistema nervioso sólo ha sido posible por el funcionamiento del organismo como un todo.

La conciencia se entiende entonces como conocimiento (por ejemplo, de «tus alegrías, tus penas», &c.) pero éste, desde la perspectiva reduccionista neurológica de Crick, sólo puede entenderse a su vez como un conjunto de procesos de aferencia sensorial que dan lugar a actos motores, así como sus correspondientes patrones neurales jerárquicos donde quede «representado». Esto es lo que defiende también la psicología cognitiva: el conocimiento no es una acción, directa y necesariamente ligada a sus consecuencias (para uno mismo y para otros) sino un proceso que ocurre a nivel neurológico. El conocimiento es algo diferente y previo a su manifestación, entendiendo que puede comprobarse verdaderamente su existencia con técnicas de neuroimagen; en otras palabras: mediante la observación de una pantalla digital donde diferentes zonas encefálicas cambian de color en función de lo que hace un sujeto.



Observando la conciencia
De modo que la conciencia (el conocimiento) se intenta explicar (y medir{3}), por sus correlatos cerebrales, aunque sea obvio que los cambios que ocurren a este nivel se producen tanto al conocer algo como al des-conocerlo (o conocerlo de modo erróneo). El cerebro nunca deja de «hacer cosas» y la más profunda ignorancia acerca de cualquier cuestión requiere también de sus correspondientes transformaciones neuronales; perseverar en el error, de modo contumaz, también supone una ardua labor neuronal (con sus correspondientes «patrones neurales») sin que esto nos permita afirmar que quien actúa de modo repetidamente erróneo esté aprendiendo. Tan consciente se es, por otra parte, de algo real como de una ilusión o una alucinación. Se produce aquí una confusión entre procesos apotéticos, que requieren distancia con los objetos (e implican relaciones alotéticas, es decir, relaciones de otros sujetos con las mismas o similares situaciones) y procesos paratéticos. Porque si el conocimiento tiene sentido, lo tiene en cuanto que aquello que se conoce es también conocido por otros. Los cambios neuronales que ocurren cuando realizamos cualquier aprendizaje son precisamente los que no se pueden compartir con los demás (sin perjuicio de que ellos mismos, a su vez, puedan convertirse en objeto de conocimiento común).

Las teorías de Gerald Edelman, por su parte, se presentan como dotadas de una complejidad de la que carecen las de Crick. Las diferencias fundamentales serían, por un lado, la introducción de la interacción, con la que intenta superarse la explicación emergentista y, por otro, el concepto de mapa. Para el filósofo John Searle, de la Universidad de Berkeley, la teoría neurobiológica de Edelman es la más profunda y completa por su idea de «mapa neuronal»: «la primera idea esencial para Edelman es la noción de mapa. Un mapa es una capa de neuronas del cerebro, los puntos de la cual están vinculados sistemáticamente con los puntos correspondientes de una capa de células receptoras, como la superficie de la piel o la retina del ojo. Los mapas pueden también vincularse con otros mapas.» [5] Sin embargo, Crick ya hablaba de circuitos en los que las neuronas entran en contacto, formando patrones más o menos estables de intercambio electro-químico. Aunque la idea de mapa parece más flexible, menos estructural, lo cierto es que también Crick afirmaba que la sincronía neuronal es temporal, no de estructuras. De modo que la supuesta diferencia entre ambas teorías es más bien una similitud constante en este tipo de enfoques: su carácter representacional.

Edelman parte de sus trabajos sobre inmunología, por los que recibió el Nobel de Medicina en 1972, en los que defiende que el funcionamiento del sistema inmunológico no depende de un repertorio fijo de anticuerpos sino de una selección de aquellos que mejor se adaptan a la estructura de los cuerpos extraños: los seleccionados se replicarán en la cantidad necesaria para combatirlos. El sistema se presenta entonces como selectivo, en el sentido darwiniano del término. Su teoría de la selección del grupo de neuronas (TNGS) [6] concibe el funcionamiento del cerebro del mismo modo selectivo-evolutivo, a tres niveles: en el desarrollo biológico, conforme se completan las conexiones neuronales más básicas, que garantizan y regulan las funciones fisiológicas necesarias para la existencia (troncoencéfalo y sistema límbico); mediante la experiencia, que permitiría incorporar nuevas conexiones (corteza y tálamo); y en la dimensión de re-entrada o comunicación en ambos sentidos.

El primer nivel hace referencia a una selección primaria, que consolidaría una codificación genética determinada, sólo posible por lo que Edelman denomina lucha topobiológica (lucha de especies por «ocupar el espacio») y que no es sino otra forma de decir «lucha por la vida». La segunda sería una selección secundaria de los grupos neuronales, que llevaría a la formación de mapas o patrones en los que se «dibuja» la memoria, de modo flexible, mediante sincronizaciones neuronales temporales (se trata, en suma, de apelar a la plasticidad sináptica y de hacer referencia a la ontogénesis en vez de la filogénesis del nivel anterior). La re-entrada, por último, sería un proceso dinámico en el que la constante interacción entre sistemas (límbico y tálamo-cortical) permitiría categorizar las nuevas percepciones y modificar los mapas, siempre a partir de la memoria de valor, que impondría unos límites{4}.

El aprendizaje se explicaría por la consolidación de algunos de estos patrones, lo que sólo es posible en la medida en que la información del medio permanezca estable, ya que de otro modo los patrones mismos habrían de variar. La posibilidad misma de aprendizaje está determinada por la regularidad de la estimulación ambiental, de modo que los «mapas» son copias o representaciones del exterior, a pesar de la apelación a los circuitos autoorganizativos, las re-entradas, &c. El problema de los modelos interaccionistas es que intentan superar el fisicalismo simple (la conciencia se explica por leyes físico-químicas, de orden neuronal) introduciendo la idea de interacción con el mundo físico externo al cerebro, pero para ello necesitan postular un representacionismo que duplica el mundo, mediante los «mapas neuronales». El mundo ha de representarse de algún modo para que el cerebro pueda trabajar con él, de manera que se cae de nuevo en el dualismo externo/interno típico del mentalismo (contra el que se construyen precisamente estos modelos) pero sustituyendo ahora la mente por el cerebro.

De modo que la interacción se vuelve fundamental para Edelman porque con ella intenta superar el emergentismo simple de Crick (la conciencia emerge, como epifenómeno, al llegar a cierto nivel de organización cerebral). Pero al introducirla, lo único que hace es «recordarnos» que el cerebro «está» en el cuerpo (pero el cerebro no «está», sino que «es» cuerpo) y éste, a su vez, inmerso en su medio ambiente (aunque más que inmerso en el medio, diríamos que él mismo es medio para otros cuerpos y éstos, a su vez, para él), operando los tres de forma integrada. Habría entonces un intercambio constante entre la información de los sentidos corporales –a través de los cuales se «accede» al mundo– y todo aquello que es recordado e imaginado (y que está en el cerebro en forma de «mapa»). Ahora bien, la conciencia misma sólo es posible, según Edelman, gracias a las interacciones reentrantes entre el tálamo y la corteza.

De modo que se introduce el entorno y el cuerpo pero la explicación recae de nuevo en el sistema nervioso. El mundo entorno parece más bien una excusa para el desarrollo de la capacidad cerebral de autoorganización y reconocimiento de patrones; mientras que el cuerpo se ofrece casi como una extensión ortopédico-biológica del cerebro hipostasiado, necesaria sin duda para que éste pueda manipular el medio. Frente a todo esto, habría que decir que es más bien el cuerpo, en su integridad, el que actúa y el que se hace consciente en su actividad, de modo que la conciencia es siempre operatoria. No se niega, por supuesto, la importancia del sistema nervioso en esta actividad, pero puesto que los neurocientíficos son tan amantes de las metáforas, quizá habría que comenzar a presentar el cerebro más bien a la manera de una centralita telefónica automática que como un director ejecutivo que tomara decisiones.

Edelman diferencia también, frente a Crick, entre conciencia primaria y conciencia superior. La primera sería propia de los animales{5}: conciencia de «escenas» o experiencias concretas, sin sucesión temporal; mientras la segunda sería específicamente humana, sustentada en su capacidad simbólica (que incluye el lenguaje y la conciencia de sí). La conciencia superior requeriría del desarrollo del aparato laríngeo de fonación y de las áreas del lenguaje del hemisferio izquierdo (Wernicke y Broca). Pero Edelman reduce la explicación de esta conciencia a un nuevo circuito interactivo, ahora entre las áreas que realizan la conversión simbólica (las ya referidas del lenguaje) y las preexistentes de la conciencia primaria, [7] de modo que no se evita el dualismo ya referido y el «yo» se entiende, no de un modo operatorio, sino como otra representación cerebral, esta vez conceptual, narrativa, posible porque el «mapa» neuronal no es ahora únicamente espacial o jerárquico («escenas») sino también temporal o sincrónico («narraciones»). En palabras de Vicente M. Simón, ahora se tiene la capacidad de «construir modelos de la realidad que permitan su manejo conceptual sin requerir la presencia de la realidad misma. La posibilidad de trabajar con estos modelos fuera del tiempo real (sic) es lo que hace posible escapar a la tiranía del presente recordado a la que se hallan sometidos aquellos seres que sólo poseen conciencia primaria». [8] Pero esta temporalidad o «emancipación de la tiranía» de la «realidad en tiempo real», no se consigue por la recursividad de las operaciones de un yo socialmente constituido, sino gracias a la sincronicidad de la circuitería neuronal.



Representacionismo
Desde una perspectiva monista y representacional, defendiendo también la interacción y la sincronicidad neuronal como mecanismos explicativos, Rodolfo Llinás afirma que el cerebro es la estructura que interactúa con la «información del medio», captándola, almacenándola, transformándola y transmitiéndola en diversas formas, desde movimientos hasta emociones. Este autor defiende que la conciencia existe ya en los organismos biológicos más primitivos (lo que viene a coincidir con las ideas de Teilhard de Chardin) por lo que la conciencia específicamente humana sería resultado de la evolución filogenética del sistema nervioso. La conciencia no surge del cerebro tras alcanzar éste una determinada estructura, sino que, en realidad, es el sistema nervioso mismo (todo organismo con sistema nervioso la tiene). La respuesta de contracción de una esponja a una estimulación directa sería ya una forma de conciencia. La conciencia humana sería más compleja únicamente porque es más complejo su sistema nervioso. La conciencia se puede entender entonces de una manera geológica, con diferentes capas; o como una ciudad, construida con diversos materiales a través de las épocas. Su arqueología incluiría una capa prehistórica, una capa medieval, una capa renacentista, etc. Desde estas perspectivas neo-teilhardianas cada uno de nosotros llevaría dentro de su sistema nervioso la historia entera de la biología del planeta. Este es el frívolo mecanismo explicativo que subyace a argumentos que presentan desde la psicopatía hasta la violencia doméstica como causadas por un supuesto «cerebro reptiliano».

Estas teorías y otras, como las de Howard Bloom{6}, se convierten en deudoras de las concepciones espiritualistas de Teilhard de Chardin y de las ideas de noosfera o esfera humana: esfera de reflexión y de invención consciente. Pero estos autores amplían de modo generoso el concepto, extendiéndolo a todos los niveles de complejidad de la materia viva, en defensa de una «conciencia planetaria» o «mente de la Tierra» (cuando el biólogo Francisco Varela conoció a Humberto Maturana, con el que trabajó durante años, le señaló que su interés era «el psiquismo del universo», a lo que Maturana respondió: «Muy bien, has llegado al lugar correcto. Comencemos por el ojo de la paloma») [9]. En realidad, estas teorías se ofrecen en lógica consonancia con otras que consideran el planeta como un ser vivo: si vive y respira, ¿por qué no va a tener también conciencia? El caso de Maturana y Varela{7} tampoco es diferente, no sólo por que sus ideas están teñidas de un espiritualismo panteísta muy latinoamericano, sino porque tampoco superan los problemas ya reseñados de las teorías de Edelman. Así, aunque Varela dirija atinadas críticas hacia otras teorías representacionistas (a las que acusa de kantianas) y solipsistas (donde podríamos encajar, por ejemplo, la de Crick) [10] sus propias teorías intentaron superar estos límites con conceptos como el de «clausura operacional del sistema nervioso», cuyo mayor «mérito» es introducir la acción como determinante del estado particular del sistema nervioso en cada momento. La (casi) siempre preterida conducta del organismo se recupera, poniéndola al mismo nivel que el estado mental o cerebral, de modo que ambos se co-determinan (sujeto y mundo se co-determinan, dice también la psicología cognitivista de Bandura). Pero esta co-determinación, que se ofrece pretenciosamente con el término enacción, tomado de la filosofía, no es sino otra forma de nombrar la interacción: al fin y al cabo, el conocimiento sigue estando en el cerebro, aunque éste se vincule circularmente a la acción. El sujeto de conocimiento sigue siendo el cerebro hipostasiado, no la persona o el organismo como un todo.

El «último grito» en concepciones fisicalistas de la conciencia y que pretende ir más allá (o, para ser exactos, más abajo) del nivel neurobiológico, son las teorías que buscan la explicación de la conciencia en la mecánica cuántica. El autor más conocido de este enfoque es Roger Penrose, físico famoso por sus trabajos junto a Stephen Hawking sobre la relatividad general, en los que desarrollaron los teoremas de las singularidades espacio-temporales. Al modo ya referido de Crick y otros científicos, no duda en proponer una explicación de la conciencia desde su propio campo de estudio, la física cuántica.

Afirma Penrose que no podemos hallar la respuesta al problema de la conciencia en el nivel de las neuronas porque éstas son demasiado grandes: son ya objetos explicables mediante la física clásica. Como ésta no resuelve el «problema fuerte» de la neurociencia (como pasar de las conexiones neuronales a la experiencia de la conciencia) decide buscar aún más adentro: debemos escrutar el interior de la neurona y encontrar allí una estructura denominada citoesqueleto, que mantiene unida la célula y es el sistema de control para su funcionamiento.

El citoesqueleto contiene diminutas estructuras llamadas microtúbulos, los cuales desempeñan un papel decisivo en el funcionamiento de las sinapsis. La hipótesis que propone es la siguiente: «según el modo de ver que provisionalmente propongo, la conciencia sería alguna manifestación de este estado citoesquelético interno, cuánticamente trabado, y de su participación en la interacción entre niveles de actividad cuánticos y clásicos.» [11] Los microtúbulos fueron un hallazgo del anestesista Stuart Hameroff y otros investigadores de la Universidad de Arizona. En estas microestructuras «se detecta una anulación de la actividad ordinaria cuando los pacientes son anestesiados. Los microtúbulos contienen proteínas cuyo tamaño sí entraría dentro de lo que es la escala en la cual se producen fenómenos cuánticos. De modo que tales fenómenos serían amplificados por los microtúbulos a la escala (biológica, no física, y menos cuántica) de las neuronas.» [12] Las consideraciones de Penrose a favor de estas entidades celulares como factores explicativos de la conciencia se apoyan en pseudo-argumentos del siguiente jaez: [13]

  • Estas entidades existen en todo tipo de células, con lo que habría una explicación para los comportamientos «complejos» de seres «simples» sin sistema nervioso desarrollado (el paramecio, por ejemplo)
  • Puesto que cada neurona contiene una cantidad enorme de microtúbulos, el poder de computación del cerebro se incrementaría en un factor de 10 a la 13
  • Dentro del microtúbulo podría existir un estado especialmente ordenado del agua (agua «vicinal») que podría ayudar a mantener el estado de coherencia cuántica buscado.
  • La acción de los anestésicos generales podría interferir en la actividad microtubular, hipótesis apoyada por el hecho de que estos anestésicos también actúan sobre seres simples como amebas o paramecios.

Como recuerdan Robles y Caballero, Penrose piensa en la «alternativa cuántica» al «descubrir» que los procesos cerebrales no pueden ser replicados por ningún ordenador. Pero, en realidad, no se explica muy bien qué tiene que ver todo este entramado con la conciencia. En realidad, el modelo cuántico peca de los mismos errores que los anteriores: el dualismo y el fisicalismo más reduccionista y simple: todo, incluso la conciencia, puede ser explicado mediante leyes físicas (aunque sean las de la física cuántica).

El empeño de Penrose (y el de tantos otros investigadores de la neurociencia) se asemeja al de un obrero que cayera con su pala en un gran agujero. El hombre no sabe como salir de allí y la pala no le ayudará a conseguirlo, pero es la única herramienta que tiene a su alcance y además sabe usarla con destreza, de modo que comienza a cavar con ella. Cuanto más cava más se hunde, pero aún piensa ilusionado que si sigue intentándolo conseguirá su objetivo. Los neurocientíficos trabajan con sus herramientas, convencidos de que si aún no han explicado la conciencia (con sus propias herramientas y en sus propios términos) es porque sus investigaciones están todavía en los primeros estadios. Por suerte para ellos, parece que ya no se puede «cavar más abajo» de los microtúbulos.

Todos estos modelos parten de un error habitual y común, que resulta de considerar el cerebro como la base de la conciencia. El mejor ejemplo de esta falacia son las teorías de Searle, que defiende de modo tajante que «deberían darse por sentados los fenómenos mentales [...] de la misma manera que uno da por sentados los fenómenos digestivos en el estómago».[14] Este autor considera que la diferencia mente/cuerpo no es ontológica sino epistemológica (conocimiento en primera persona frente a conocimiento en tercera persona). La mente no es sino una cualidad o propiedad del cerebro, producto de su microestructura; pero aunque causada por mecanismos «micro» (impulsos electroquímicos, por ejemplo) no puede ser explicada en términos de esos mismos mecanismos. Se pretende buscar una explicación científica de la conciencia (considera muy importantes las teorías de Edelman) pero a la vez se rechaza que la objetividad científica pueda decir nada interesante respecto a ella. Se busca una objetividad diferente (frente a la científica) para explicar el reino de la mente, que sería el de la subjetividad y la apariencia: esto es así debido a que la ontología de los estados mentales es una ontología de primera persona, distinta a la del resto de hechos físicos. De modo que aunque los estados mentales son, en última instancia, físicos, no pueden estudiarse del mismo modo pues su realidad consiste en su apariencia: son como a cada uno le parece que son. El resto de los hechos físicos, en cambio, se presentarían con una diferencia entre la realidad de lo que se percibe y su apariencia. Como no se puede acceder científicamente a esos estados mentales, puesto que son subjetivos (no pueden ser científicamente objetivables) ha de hacerse por métodos indirectos: observando las conductas apropiadas y buscando los registros fisiológicos subyacentes, para atribuir al sujeto los correspondientes estados mentales. En resumidas cuentas, lo que llevan haciendo los enfoques reduccionistas (neurológicos, neurobiológicos, cognitivos, &c.) desde hace mucho tiempo. Las teorías de Searle son un buen soporte filosófico (con su correspondiente carga ideológica) para este tipo de pseudoexplicaciones cientifistas.



Contra todo ello habría que decir que:

  • como es habitual en explicaciones que se pretenden monistas, no se demuestra en ningún caso que «lo macro» sea un rasgo de lo «micro» o que emerja de él
  • aunque se rechaza el fisicalismo, afirmando que la conciencia no puede explicarse por leyes físicas, no se da una alternativa válida para entenderla; así que, en realidad, a pesar de la importancia que se le concede, no se explica
  • aunque se niegue, la supuesta diferencia epistemológica primera/tercera persona esconde un dualismo de dos ontologías diferentes (físico/mental)
  • la pretensión de estudiar de modo objetivo el ámbito de la subjetividad sería en cualquier caso descabellada, pues si la realidad subjetiva fuese la pura apariencia perceptiva, no puede analizarse en términos objetivos, que se fundamentan precisamente en verdades en las que el sujeto queda anulado
  • el ámbito de la subjetividad y la conciencia no puede entenderse formado por percepciones puras, previas, sobrevenidas e indubitables sino como operatorio, que trabaja a nivel de fenómenos (y apariencias)

La alternativa a Searle –y con él a todas las concepciones neurobiológicas que hemos visto– pasa por considerar la conciencia como operatoria; la operación como corporal, sobre todo de tipo manual y fonético (no reducible, pues, al cerebro o al sistema nervioso); y al cuerpo mismo como formando parte de una totalidad de cuerpos. La conciencia es entonces necesariamente relacional, evitándose de este modo las falsas relaciones:

percepción/apariencia → mundo físico
percepción=apariencia → «mundo mental».

Se puede afirmar ahora que la percepción subjetiva no es apariencia sino conocimiento verdadero y que sólo se convierte en apariencia en tanto lo que se percibe obstaculiza el conocimiento de lo que se conoce, tal como es conocido por otros sujetos. «Las apariencias implican la relación de un sujeto a más de dos objetos o disposiciones objetivas. El concepto de apariencia implica un componente práctico (obstrucción o facilitación) en relación a un sujeto operatorio, al margen del cual el concepto de apariencia se desvanece». Los fenómenos, por el contrario, «implican la relación de un objeto o disposición de objetos a más de un sujeto».[15] De modo que la conciencia no es una manifestación, epifenómeno o rasgo del sistema neuronal sino una operación, en todo caso, de una totalidad corpórea que actúa junto, frente, a través o en contra de otras.

Otras maneras de decir conciencia
Desde aproximaciones neurobiológicas puede entenderse también la conciencia, con pretensiones explicativas más modestas, como «alerta» o «vigilancia». Se alude entonces al grado de activación córtico-reticular o «arousal», que se despliega en una escala que va desde la vigilancia («estar despierto») hasta el sueño, pasando por distintos niveles intermedios (somnolencia). Por supuesto, el paso de un «estado de conciencia» a otro (alerta-sueño) es un hecho repetido y común a lo largo de la vida de una persona, convirtiéndose en problemático cuando deja de producirse (insomnio, narcolepsia{8}) o no lo hace con la suficiente fluidez. Lo cierto es que lo importante aquí es «estar alerta», independientemente de aquello ante lo que se está alerta (abstrayendo el medio).

También se utiliza desde esta perspectiva el término «lucidez», definido como la capacidad general de percibir el entorno y responder a él, pero también en ocasiones como «claridad de ideas» o «claridad de juicio», ofreciéndose entonces como su contrario la llamada «confusión mental». Su valor de uso (desde parámetros exclusivamente neurobiológicos) ha de residir en su sentido de adecuada percepción y respuesta al mundo entorno, mientras que la apelación a ideas claras o juicios correctos nos remite ya a otros planos explicativos de la conciencia{9}. La «lucidez» puede aceptarse si se ofrece como la necesaria contrapartida biológica (funcional-adaptativa) de la activación neurológica («alerta»), pero de ningún modo como «claridad de ideas», ya que el salto entre ambas concepciones no es meramente cuantitativo.

La lucidez implica de algún modo la luz, que ilumina los objetos a distancia con los que actuar (el entorno al que adaptarse) y ante los que se pone en marcha la alerta o vigilancia{10}, es decir, supone ver y actuar con claridad; no tanto pensar o juzgar con acierto. Tener «ideas claras», en cambio, requiere operaciones con conceptos, lo que supone un mundo social y culturalmente organizado, que no puede ser reducido a la escala neurobiológica.

En este sentido de percepción y respuesta al entorno se ofrecen los diferentes «estados confusionales» que recoge la investigación psicopatológica al uso, en una escala entre la lucidez y el coma:

  • Lucidez: conciencia normal
  • Estado oniroide: la persona está despierta pero le cuesta diferenciar entre lo real y lo imaginado
  • Estado crepuscular: se actúa de modo automático, sin poder dar cuenta de lo que se está haciendo
  • Torpor: dificultad para razonar y contestar con claridad, sin que haya sueño
  • Estupor: la persona está despierta pero no contesta (mutismo) ni se mueve (acinesia)
  • Obnubilación: sólo se reacciona ante estímulos fuertes
  • Sopor: la capacidad de reacción es ya muy pequeña
  • Coma: sólo hay actividad vegetativa, no cortical

En el estado oniroide, la respuesta se ve entorpecida por la influencia de estímulos imaginados (oníricos), de modo que, aunque se reacciona al medio, éste aparece «contaminado» por dichos estímulos. El llamado estado crepuscular, habitual en epilépticos, no es un constructo unívoco, ya que se utiliza para dar cuenta de un nivel de conciencia que puede fluctuar desde una total desconexión del medio hasta cierta capacidad de respuesta parcial. Pero en general suele referirse a niveles de conciencia prácticamente normales, en los que sólo llama la atención el cambio de comportamiento, que se convierte en extraño o extravagante{11}. Las conductas y movimientos automáticos y las acciones que, tras las crisis, se describen como involuntarias, se vuelven habituales. En cualquier caso, aunque en la epilepsia se producen déficit a nivel neuronal{12}, lo relevante es que estos comportamientos no resultan adaptativos, no hay lucidez y se presenta confusión y desorientación, así como lentitud en las respuestas verbales y en la ejecución de órdenes sencillas.

Los conceptos de conciencia usados hasta ahora nos sitúan, entonces, en la dimensión organísmica (individual) y lo hacen de un modo complementario. En otras palabras, el concepto de alerta (vigilancia) pone el énfasis en la activación nerviosa (componente «neuro») necesaria para una correcta o adaptada responsividad del organismo al medio (lucidez), que sería el componente «bio» del par neurobiológico{13}. Sin perjuicio de que puedan ofrecerse ambos por separado (abstrayendo el otro término del par) aunque tampoco debe llegarse a la conclusión de que lo neurológico es la base de lo biológico: la funcionalidad adaptativa del organismo en su medio es la que determina el desarrollo del sistema nervioso, tanto a nivel filogenético como ontogenético. Una explicación en términos neuronales de la conciencia como lucidez resultaría errónea, aunque sólo fuera por insuficiente.

El problema de estos conceptos es que resultan tautológicos. Se define la conciencia como «estar despierto» o «darse cuenta del entorno» pero esos términos no son sino formas diferentes de afirmar que el sujeto es o está consciente. Lo que habría que cuestionar entonces es la necesidad de denominar como conciencia, de manera confusa, lo que ya se rotula de otras maneras.

La autoconciencia como conciencia objetiva
Otro término que suele utilizarse desde perspectivas de corte neurobiológico, entendiéndolo como una dimensión de conciencia diferente a las anteriores, es el de autoconciencia o «conciencia de uno mismo». El asunto es que si se entiende como tal autoconciencia una adecuada capacidad de reacción al «mundo interno», no hay entonces entre este mundo y el «externo» más que una diferencia de localización de los estímulos: la autoconciencia sería una forma de lucidez o reactividad. Un animal que pone en marcha unas pautas de búsqueda de alimento ante señales propioceptivas de hambre está siendo consciente (reaccionando con lucidez). Un bebé que responde llorando ante este mismo tipo de señales está reaccionando también conscientemente. Este tipo de conciencia no nos sitúa, pues, ante un significado diferente, sino que nos remite al que ya hemos calificado de tautológico («conciencia es darse cuenta de las cosas»).

Intentando establecer una concepción de conciencia (autoconciencia) que sea exclusiva de la sensación interna, sin que se pueda hablarse de reacción o respuesta, el profesor de filosofía del MIT Ned Block (94, 95) [16] [17] distingue entre conciencia-P (P-consciousness) y conciencia-A (A-consciousness o conciencia de acceso). Defiende que la primera es una conciencia estrictamente fenoménica o experiencial{14} («la conciencia-P es la experiencia») mientras la segunda tendría ya una funcionalidad, al integrarse en la relación del sujeto con el mundo. Pero lo que no explica Block es de qué modo podemos conocer la existencia de esta conciencia si no es precisamente a través de dicha relación. Aun más (utilizando el ejemplo anterior) si sabemos que el animal tiene hambre, no es porque leamos en su interior (intus-legere){15} ni porque intentemos percibir la situación como él, situándonos en su «campo fenoménico», sustituyéndole de algún modo al proyectar sobre él nuestra propia subjetividad operatoria{16}, sino porque percibimos el conjunto de sus operaciones:

«Es la construcción de una exterioridad: cuando percibo el movimiento de un animal como un "zarpazo", no penetro en su interior, sino que inserto el segmento percibido de su movimiento en una trayectoria de conjunto.» Bueno (80) [19]

El «campo fenoménico» en el que nos situamos no es el del animal (o el bebé) sino que es el mundo mismo, el mundo construido a escala operatoria humana en el que el término hambre tiene significado. La cuestión es que si existiese esa conciencia «pura», entendida como «pura percepción» o «pura experiencia» sin funcionalidad, sería inaccesible.

«...no hay posibilidad de separar el orden sensible del orden inteligible, las percepciones de los pensamientos o, si se quiere, las intuiciones de los conceptos. Toda intuición contiene a la vez un concepto y todo concepto contiene una percepción.» Bueno, op. cit. [20]

Así pues, la «autoconciencia», entendida como «lucidez» o responsividad a estímulos corporales internos, requiere, en realidad, de una construcción «desde fuera», apotética. Los «estímulos internos» se hacen conscientes cuando se ofrecen a distancia: sea la distancia entre diferentes partes del cuerpo, sea la distancia a que se ofrecen las operaciones para el observador.{17} En cambio, los procesos paratéticos del organismo (celulares, neuronales, &c.) se dan precisamente a nivel automático, inconsciente. Por ello, como dijimos, los procesos neurológicos resultan insuficientes por sí mismos para explicar la percepción y respuesta adecuada al entorno (incluyendo en él lo que hay «bajo la piel»). El «mundo interno» de la sensaciones estimulares corporales no puede presentarse, entonces, como un modo diferente de conciencia.

Sin embargo, cuando se habla de autoconciencia, el sentido que se suele utilizar es diferente, haciendo hincapié no tanto en uno mismo como fuente de estimulación, sino más bien en el conocimiento de lo que uno hace y lo que uno es: «conciencia sobre la propia conciencia». El propio Block (1994, pág. 213) la define como «la posesión de un concepto de yo (self) y la habilidad para utilizar este concepto para pensar acerca de uno mismo»{18}. Las anteriores «dimensiones de conciencia» son, por decirlo así, basales, en el sentido de que si se ven alteradas, se verá alterado el comportamiento en su conjunto, pero esto no significa que la autoconciencia pueda ser explicada por ellas. Esta dimensión hace referencia ya a operaciones verbales, específicamente humanas (lenguaje doblemente articulado) que suponen una equivalencia funcional entre los conceptos y las situaciones (y otras operaciones no-verbales). Al modo como la conciencia, entendida como lucidez, no puede entenderse sin el entorno (no puede explicarse por el sistema nervioso, aunque lo suponga), la autoconciencia no puede reducirse a las anteriores dimensiones de conciencia, ya que requiere de un mundo organizado socialmente, que es el que proporciona precisamente el significado de las operaciones verbales. En este sentido, la autoconciencia puede entenderse como la forma de conciencia específicamente humana, la forma misma en que «se manifiesta como activo el ser social del hombre...» (Bueno, op. cit., pág. 85)

En una crisis epiléptica que curse con un estado crepuscular, se ofrece como alterada la autoconciencia, pero esto no nos obliga a afirmar que la epilepsia sea un problema de comprensión del «yo» o un trastorno psicológico (un error cognitivo, una inadecuada conducta verbal) sino más bien que la capacidad de dar cuenta de lo que uno hace requiere, como cualquier otra conducta, de un adecuado funcionamiento general del sistema nervioso; sin que ello signifique que el buen funcionamiento pueda, por sí mismo, explicar dicha capacidad (o cualquier otra conducta). Al modo como, por ejemplo, una lesión nerviosa puede causar parálisis en una mano, sin que eso nos diga nada acerca de la «parálisis del guante» que podía «sufrir» una histérica, cuyo sistema nervioso funcionaba perfectamente.

En este sentido, «el trastorno mental se vería [...] como el despliegue de una serie de acciones recíprocas entre diversos actores y no [...] como algo debido al presunto disfuncionamiento de algún mecanismo interno. Se entiende que los trastornos mentales presuponen una cultura que organiza tanto el funcionamiento normal de la vida como el mal funcionamiento cuando sea el caso» (Marino Pérez Álvarez, La contingencia generalizada-discriminada como drama.) [21]

Podemos establecer, pues, tres modos diferentes de decir la conciencia, que serían los siguientes:

  • Capacidad de alarma (arousal): atención, alerta, exhibida por animales con sistema nervioso, con aprendizaje (conductas aprendidas) o sin él.
  • Lucidez (awareness): darse cuenta del entorno, mostrada por animales con sistema nervioso desarrollado, pero no por animales con conductas innatas, sin aprendizaje.
  • Autoconciencia (consciousness): darse cuenta del Mundo y percibir las propias conductas, integradas en él. Requiere lenguaje doblemente articulado.

Pero la cuestión, entonces, es que el funcionamiento de esta autoconciencia, nos remite a la cultura que será la que determine su buen funcionamiento, y nos aleja radicalmente de cualquier posible explicación reduccionista de corte neurobiológico.

Si utilizáramos aquí una escala figurada de autoconciencia, su extremo sería el insight o «toma de conciencia», entendido, no a la manera de la Gestalt, como un descubrimiento súbito{19} sino a la manera freudiana, como una interpretación, aunque el «material a interpretar» no haya que buscarlo en las profundidades del psiquismo sino en la profundidad del mundo (a lo lejos). Pero este material se presenta ya organizado y la propia interpretación (o interpretaciones) está dada socialmente, por lo que no puede depender de la estructura (o la función) del cerebro ni de la mera adaptación biológica a un nicho ecológico, sino que descansa en un mundo social previamente organizado (grupos, clases, instituciones). La autoconciencia, como conciencia específicamente humana, no puede ser entendida ya de un modo subjetivo, sino trascendiendo lo individual; es, en suma, una «conciencia objetiva»:

«[...] el concepto de "conciencia objetiva" (conciencia social, supraindividual, no en el sentido de una conciencia sin 'sujeto', sino en el sentido de una conciencia que viene impuesta al sujeto en tanto éste está siendo moldeado por otros sujetos del grupo social). Y debe ser desconectado del concepto de conciencia subjetiva, que nos remite a una conciencia individual, perceptual, distinta y opuesta a la conciencia objetiva.» [22]

En el otro extremo de la escala no estarían las conductas automáticas del epiléptico (o del sonámbulo), ni la incapacidad básica de sentir dolor o ver un objeto{20} (todo ello depende del funcionamiento correcto de otros niveles de conciencia) sino más bien la incapacidad para comprender el funcionamiento general de las cosas, la pérdida del contacto con el sentido común (el sentido de los otros), la idiotez moral. Por ello resulta tan absurdo pretender explicar lo que trasciende los cuerpos individuales, lo que está más allá de la piel, desde perspectivas reduccionistas que miran hacia dentro de ella, incluso cuando se ofrece la interacción como contrapartida.

Las explicaciones, no ya de corte neurobiológico, sino incluso las psicológicas, en el sentido estrictamente conductual-funcional del término (no en el psico-histórico) resultan insuficientes para explicar la conciencia (específica) humana, por lo que se hace necesaria una explicación que tenga en cuenta su carácter supra-individual. La conciencia se da en el conocimiento compartido con otros, es un «saber con» (cum-scire), como la define Ferrater Mora en su Diccionario de Filosofía[23]. Saber compartido y moldeado por otros incluso cuando se da «dentro de una sola persona, con referencia a los diversos hechos o actos de su vida» (ibídem). Precisamente, este carácter de la conciencia supraindividual que «se vuelve hacia dentro», hacia uno mismo, es el que nos permite hablar de conciencia psicológica y de conciencia moral (la voz de la conciencia) pero sólo porque se reflexiona sobre los propios actos en cuanto que se ajustan mejor o peor a modelos genéricos culturales de comportamiento (psicología) o a patrones de normas y valores propios de grupos específicos (moral), sin perjuicio de que ambos tipos de reflexión puedan interseccionar o confundirse entre sí. La razón para el auge de la neurociencia o ciencia cognitiva quizá haya que buscarlo entonces en motivaciones de tipo ideológico, que escapan ya al objetivo de este trabajo. [Puede verse al respecto el artículo de Robles y Caballero anteriormente citado.]

De modo que el «concepto de yo (self) y la habilidad para utilizar este concepto para pensar acerca de uno mismo» al que hacía referencia Block, es un producto social, fruto además de una cultura muy determinada, la cultura moderna occidental. Lo que nos dota de una identidad individual, de la conciencia de uno mismo, del yo reconocible, claro y distinto, es precisamente, por decirlo con términos de la psicología conductista, el refuerzo de los otros. La identidad misma es el refuerzo social. Pero también lo social nos enfrenta a otros y, de ese modo, a nosotros mismos, en tanto que integrados y moldeados por grupos diferentes, en cuanto que sometidos irremediablemente a planos contradictorios, a trayectorias contrapuestas, a desajustes, a conflictos. La conciencia no ha de entenderse entonces de un modo correlacional, como propia de un sujeto, un organismo (o un cerebro hipostasiado) que es «consciente del entorno que le rodea», sino en un sentido relacional, entendiendo a la persona enclasada en grupos que lo someten a conflicto de modo inevitable:

«La conciencia se nos define entonces, por tanto, como ese mismo conflicto, cuando en un punto individual, se llegan a hacer presentes los desajustes o las inconmensurabilidades [...] asociados a diversos grupos, de los cuales los individuos forman parte. La conciencia es algo así como una percepción de diferencias y, por tanto, es siempre conciencia práctica (operatoria).» [24]

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Referencias

[1] http://www.uchile.cl/instituto/medicina/boletin/boletinxxxv

[2] Rodolfo Llinás (2003), El cerebro y el mito del yo. El papel de las neuronas en el pensamiento y el comportamiento humanos, Editorial Norma, Bogotá.

[3] http://www.tendencias21.net/index.php?action=article&id_article=67982

[4] Francis Crick (2003), La hipótesis sorprendente. La búsqueda científica del alma, Editorial Debate.

[5] John R. Searle, «Los misterios de la mente I y II», artículos publicados en la revista Vuelta, nº 231 y nº 232, febrero y marzo 1996, México.

[6] G. M. Edelman (1990), Bright air, brilliant fire. On the matter of mind, Basic Books, Nueva York. Este libro es una sistematización de las teorías de este autor, recogidas en tres libros anteriores: Neural darwinism (1987); Topobiology (1988) y The remembered present (1989).

[7] Traducción de Carlos Muñoz Gutiérrez del capítulo 10 de Wider than the sky, (2004), «The phenomenal gift of consciousness». Yale University Press. http://serbal.pntic.mec.es/~cmunoz11/index.html

[8] Vicente M. Simón (2000), «La conciencia humana: integración y complejidad», Psicothema, vol. 12, nº 1, págs. 15-24

[9] Francisco Aboitiz, «Sincronía, conciencia y el "problema duro" de la neuro-ciencia»:, Rev. Chil. Neuro-Psiquiat., 2001; 39: 281-5.

[10] Francisco Varela (1990), Las ciencias cognitivas: tendencias y perspectivas, Editorial Gedisa, Barcelona.

[11] R. Penrose (1996), Las sombras de la mente, Crítica, Barcelona.

[12] F. J. Robles & V. Caballero, «Mentalismo mágico y sociedad telemática», Cuaderno de materiales, nº 18.
http://www.filosofia.net/materiales/num/num18/Mentalismo1.htm

[13] R. Penrose, op. cit.

[14] John R. Searle (1996), El redescubrimiento de la mente, Crítica, Barcelona.

[15] http://symploke.trujaman.org/index.php?title=Apariencia
Enlace

[16] N. Block (1994), «Consciousness», En S. Guttenplan (Comp.), A Companion to the Philosophy of Mind, Blackwell, Oxford.

[17] N. Block (1995), «On a confusion about a function of consciousness», Behavioral and Brain Sciences, 18, 227-247.

[18] T. Nagel (1974), «What Is It Like to Be a Bat?», Philosophical Review, 83 (4) 435-450. En N. Block, O. Flanagan y G. Güzeldere (comps.), The Nature of Consciousness, MIT Press, Cambridge, MA.

[19] Gustavo Bueno (1980), El individuo en la historia. Comentario a un texto de Aristóteles, Poética, 1451b. Discurso inaugural del Curso 1980-81, Universidad de Oviedo, pág. 79.

[20] Gustavo Bueno, Op. cit., págs. 60-61.

[21] http://www.metapsicologia.com/articles.php?do=viewart&id=9&cat=10

[22] Pelayo García Sierra, Diccionario filosófico [297]

[23] José Ferrater Mora (1976), Diccionario de filosofía, Alianza Editorial, Madrid.

[24] Pelayo García Sierra, Diccionario filosófico [302]

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Notas
{1} Carlos Muñoz Gutiérrez, en un artículo en el que comenta las teorías de Edelman dice: «podemos entonces decir que una ciencia nueva ha colonizado el ámbito del saber, ha colocado a sus gentes en instituciones y ha creado hogares donde habitar. Desde muchas direcciones, a través de muchos caminos se llega a esta nueva ciudad que se ha llamado neurociencia o ciencia cognitiva. http://aparterei.com

{2} James Watson no le va a la zaga: en una entrevista en la BBC de Londres afirmó, sin rastro de ironía, que la estupidez humana es una enfermedad y que algún día logrará ser curada.

{3} Se postula un factor genético de inteligencia (G de Spearman) o una «inteligencia fluida», frente a otra «cristalizada» o cultural (Cattell). Pero, si existiera inteligencia tal ¿cómo podría accederse a ella? Se habla de test libres de influencias culturales (matrices de Raven, por ejemplo) como si el mero hecho de responder a un test no fuese ya algo cultural. La inteligencia debe entenderse como algo normativo, relacionado siempre con diversos niveles de acceso a patrones culturales por parte de distintas personas.

{4} Edelman le confiere a este sistema básico una «memoria de valor», entendiendo así que la configuración primaria «recuerda» aquello que es bueno para el mantenimiento vital del organismo. La percepción se categoriza entonces (buena/mala) antes de pasar a modificar el mapa.

{5} También la del hemisferio cerebral derecho del hombre: si se realizara una callosotomía, debería presentar una conciencia inmediata y sucesiva, que es supuestamente la conciencia de un animal.

{6} Para este autor, hay un «cerebro global» que no es sólo humano sino que está tejido entre todas las especies. Una masa mental que anuda los continentes, los océanos y los cielos.

{7} Varela impulsó un paradigma de investigación llamado «neurofenomenología», en el que intentó conciliar la investigación neurobiológica y su experiencia relacionada con la práctica budista.

{8} Personas con lesiones en la formación reticular pueden llegar a dormir durante días.

{9} Salvo que entendamos que un animal que se adapta adecuadamente hace 'juicios' o tiene 'ideas'.

{10} Muchos animales no necesitan, obviamente, de la luz para desarrollar sus conductas adaptativas, pero se entiende que el concepto está construido a la escala funcional humana.

{11} De hecho, suele ser habitual en crisis epilépticas, pero es fácil que en ocasiones se diagnostique como un trastorno psiquiátrico.

{12} En concreto, una hipersincronización neuronal, que extiende la actividad nerviosa de unas neuronas a otras, como una mancha de aceite.

{13} Se entiende que las situaciones de falta de lucidez o alerta son 'normales' y se presentan en muchas situaciones (tras un sueño profundo, una comida copiosa o un shock momentáneo) pero se ofrecen como patológicas cuando se hacen estables, cuando se convierten en verdaderos 'estados de conciencia'.

{14} En palabras de Nagel: «lo-que-se-siente» (what-it's-like) (Nagel, 1974) [18]

{15} Lo que sería mentalismo.

{16} El concepto de 'empatía' de la psicología humanista.

{17} Incluso cuando el observador es uno mismo: los métodos introspeccionistas de la psicofísica requerían de la comunicación verbal de lo sentido y sus resultados estaban viciados por el entrenamiento previo.

{18} Aunque considera que cae dentro del ámbito de las explicaciones del conexionismo, la neurociencia cognitiva, &c.

{19} Un cambio perceptivo, a partir de un cambio neurológico, fruto a su vez de un cambio físico en el entorno, en función todo ello de un isomorfismo universal postulado ad-hoc precisamente para justificar el insight

{20} V.g.: en el blindshigt o visión ciega, producida por lesiones en el área visual primaria, se pierde la conciencia de percepción visual, aunque queda cierta capacidad de discriminación no consciente.
Jueves, 1 de Septiembre de 2011

Sobre «Neurociencia» y Psicología



Se pretende explicar a qué se debe el continuo incremento de neurocientíficos en el tratamiento de cuestiones psicológicas y delimitar la Psicología frente a las «Neurociencias»


© Aitor Álvarez Fernández

Publicado en El Catoblepas


1. Planteamiento de la cuestión


En los últimos tiempos la presencia e influencia de neurólogos, biólogos, psiquiatras y profesionales de diferentes gremios (todos los cuales se presentan bajo el rótulo genérico de «neurocientíficos») en los debates acerca de las cuestiones psicológicas ha experimentado un considerable aumento.

Bajo el pretexto de estudiar «científicamente» la conducta humana todos estos profesionales tratan de aportar sus conocimientos especializados, en nombre de la tan pretendida «interdisciplinariedad», en pro de un mayor avance de «la» ciencia. Sin embargo, esta pretensión, en último término, se encuentra sustentada por una falta de delimitación gnoseológica del campo de la Psicología que da pie a que en sus discusiones y planteamientos prácticamente «todo el mundo tenga algo importante que decir y, principalmente, que aportar». Ahora bien, ¿acaso un físico, un matemático o un economista no pueden estudiar «científicamente» la conducta humana? De ser así, ¿por qué en los textos, facultades y discusiones sobre Psicología su presencia es prácticamente inexistente?

2. La concepción de la Filosofía de los neurocientíficos
En líneas generales, los neurocientíficos, amparados por el fundamentalismo científico tan en auge en nuestros días, consideran que el desarrollo de las ciencias contemporáneas ha puesto fin a la especulación filosófica que, a diferencia de ellas, no permitía conocer nada con seguridad, lo cual ya lleva implícita, necesariamente, una posición filosófica. La Filosofía es un saber sustantivo que se ocupa de una serie de cuestiones de índole «especulativa» que se alejarían de nuestra realidad más inmediata (dominada por la ciencia) y, por tanto, de escasa importancia para nuestros problemas cotidianos.

En todo caso, cabría agradecer a la Filosofía el planteamiento de ciertos problemas que han abierto la vía para fructíferas investigaciones científicas. Los tradicionales problemas filosóficos (mente/cuerpo, naturaleza del Alma, &c.) encontrarán, por fin, una solución definitiva desde el campo de «la ciencia»{1}. La filosofía, en último término, quedará reducida a biología, fisiología o neurociencia; muestra de ello sería el nuevo «híbrido» sacado de la manga por un grupo de «prestigiosos neurocientíficos» como Patricia y Paul Churchland, Antonio y Hanna Damasio, Daniel Denett, Pablo Argibay, &c. y cuyo nombre («neurofilosofía») refleja inequívocamente la situación que estamos presentando. Veamos, como ejemplo, la manera en que Damasio «soluciona definitivamente» algunos de los problemas que considera definitorios de la tradición cartesiana y que en la actualidad seguirían vigentes:

Antonio Damasio, en su intento por «superar de una vez por todas» el dualismo cartesiano trata de elaborar una concepción de las actividades psicológicas en la que el cerebro tomaría el relevo de su antecesor, el cógito cartesiano (a pesar de las reticencias que presenta contra él). Considera Damasio que:

«y puesto que sabemos que Descartes imaginó que el pensar es una actividad muy separada del cuerpo, celebra la separación de la mente, la cosa pensante (res cogitans) del cuerpo no pensante, el que tiene extensión y partes mecánicas (res extensa)»(Damasio, 2001, pág. 261).

Sin embargo, llega a afirmar cosas tales como:

«el cuerpo contribuye al cerebro con algo más que el soporte vital y los efectos moduladores», «el cerebro del lector ha detectado una gran amenaza (...) e inicia varias cadenas complicadas de reacciones bioquímicas y neurales», «pero usted no diferencia claramente entre lo que ocurre en su cerebro y lo que ocurre en su cuerpo»(Damasio, 2001, pág.261), ¡en un capítulo titulado El cerebro centrado en el cuerpo!

¿Qué tipo de sujeto es ese «usted»? ¿Una nueva modalidad del cógito, un «individuo flotante» o algo por el estilo? No es difícil percatarse de que nuestro Premio Príncipe de Asturias es presa de una concepción cerebrista según la cual el cerebro poseería un estatuto ontológico diferente al resto del cuerpo. Es obvio que el cerebro no puede considerarse como algo distinto y al margen del cuerpo a pesar de que ello sirva, entre otras cosas, para beneficio económico de muchas editoriales (a este respecto no hay más que recordar el inmenso éxito editorial de obras como El alma está en el cerebro).

Una cuidadosa lectura de las Meditaciones metafísicas y del Discurso del método permitirá advertir al lector el grado de «precisión» en la interpretación de Damasio acerca de lo que él considera el error de Descartes:

«la separación abismal entre el cuerpo y la mente, entre el material del que está hecho el cuerpo, medible, dimensionado, operado mecánicamente, infinitamente divisible, por un lado, y la esencia de la mente, que no se puede medir, no tiene dimensiones, es asimétrica, no divisible; la sugerencia de que el razonamiento, y el juicio moral, y el sufrimiento que proviene del dolor físico o de la conmoción emocional pueden existir separados del cuerpo. Más específicamente: que las operaciones más refinadas de la mente están separadas de la estructura y funcionamiento de un organismo biológico» (Damasio, 2001, pág. 286).

El famoso cogito ergo sum en que Damasio fundamenta este planteamiento forma parte de una «concepción práctica de la filosofía» (primum vivere) donde la importancia del cuerpo no es inferior a la de la conciencia. Además, Descartes parte de esta expresión para construir los cimientos de un racionalismo crítico en el que se establezcan las condiciones y límites de nuestro conocimiento (de lo que, por cierto, nada dice Damasio). Por otro lado, un análisis comparativo de las cuatro reglas del método y de las cuatro reglas de la moral pone de manifiesto que las actividades propias del terreno metódico (que Damasio atribuye al cógito) y las del terreno moral (que Damasio deja del lado del cuerpo) obedecen a principios, si bien materialmente diferentes, formalmente semejantes. No podemos extendernos ahora en el tratamiento de estas cuestiones pero recomendamos al lector interesado consultar los textos de Vidal Peña. Por otro lado, este error de Descartes (cuya corrección, al parecer, hubo de esperar a los importantes avances de la ciencia de finales del siglo pasado) ya había sido advertido y corregido por Espinosa (casi cuatro siglos atrás) quien defendió la existencia de una única Sustancia con infinitos atributos y que produce infinitas cosas de infinitos modos y no sólo en el ámbito del pensamiento y de la extensión.

En otro orden de cosas, Damasio «descubre la pólvora» (ante el gran reconocimiento y admiración por parte de muchos de sus colegas) al considerar que los sentimientos y las pasiones son el motor de nuestras actuaciones, las cuales no solo se deberían a los cálculos de una supuesta razón «fría» y abstracta; más aún, dicha racionalidad no funcionaría por sí sola sino que continuamente se vería influida por los sentimientos, pasiones y emociones. Ahora bien, en toda la Historia de la Filosofía se pueden encontrar numerosos ejemplos que ya han enfatizado esta cuestión pero que la falta de espacio nos impide presentar (Heráclito, Platón, Aristóteles, las escuelas helenísticas, San Agustín, Santo Tomás, &c.).

¿A qué viene entonces esta reivindicación? ¿No podría acaso estar motivada, en último término, por el desprecio a los planteamientos ofrecidos por la Historia de la Filosofía tan de moda en los científicos actuales{2} (y de lo que, incluso, algunos se llegan a vanagloriar)?

Sin embargo, llegados a este punto, quisiéramos reivindicar, dialécticamente, desde el materialismo, la «teoría del marcador somático» ofrecida por Damasio (aun teniendo en cuenta su carácter metafísico) como una oposición a las teorías dualistas y mentalistas (que contaminan buena parte de los planteamientos psicológicos actuales) en defensa de una concepción unitaria del organismo. La importancia de la posición de Damasio, pues, se encontraría, a nuestro juicio, no ya tanto en sus aspectos positivos (de cuyo reduccionismo metafísico y carácter cerebrista hemos venimos advirtiendo) sino en su oposición a otras posiciones cuasi-místicas o metafísicas (la mente como algo inmaterial, aparatajes cognitivos sustantivados, &c.) En este sentido dialéctico, no podemos sino reconocer a Damasio su enorme acierto (independientemente de que sus implicaciones pudieran circunscribirse al plano del ejercicio o de la representación) en la reivindicación de un filósofo materialista como Espinosa frente a un filósofo de cuño metafísico como Descartes para los debates sobre Psicología en nuestro presente.


3. La concepción de la Ciencia de los neurocientíficos

Todo neurocientífico (biólogos, neurólogos, fisiólogos, &c.) posee, necesariamente, una concepción acerca de la ciencia (con independencia de la génesis por la que haya llegado a ella o de que sea consciente de sus implicaciones); de ahí que, necesariamente, estén ejercitando una filosofía de la ciencia a pesar de que no sean capaces de representársela y que, por tanto, no sean conscientes de ello. La posición predominante de los neurocientíficos obedece a esquemas positivistas de índole descripcionista según los cuales el objetivo último de sus investigaciones consistirá en describir los hechos que ocurren en el sistema nervioso ante diferentes situaciones. Esta concepción supone que los «hechos» se le aparecen al investigador por sí mismos, al margen de sus operaciones, con lo que quedarán exentos de toda posible «contaminación» derivada de las actividades del científico pudiendo, por ende, presentarse como la verdad indiscutible (dado que «lo ha dicho la ciencia» o, mejor aún, «nos hemos limitado a contemplar cómo la ciencia ha hecho que la verdad aflorase ante nuestra atónita mirada»).

En el terreno psicológico, la actividad de los neurocientíficos se caracteriza por atenerse a los «hechos», los cuales no serán otra cosa que conexiones neuronales o reacciones químicas a partir de las cuales la conducta humana quedará explicada en todas sus vertientes. Muestra de ello sería la posición de Damasio en El error de Descartes quien, tomando la problemática en torno a los sentimientos como hilo conductor, los acaba reduciendo a circuitos nerviosos:

«Empezaré considerando los sentimientos de las emociones (...). Todos los cambios que un observador externo puede identificar y muchos otros que un observador no puede, como el pulso acelerado del corazón o el tubo digestivo contraído, el lector los percibió internamente. Todos estos cambios están siendo señalados continuamente al cerebro a través de terminales nerviosos que le aportan impulsos procedentes de la piel, los vasos sanguíneos, las vísceras, los músculos voluntarios, las articulaciones, etcétera. En términos neurales, el trecho de retorno de este recorrido depende de circuitos que se originan en la cabeza, cuello, tronco y extremidades, atraviesan la médula espinal y el bulbo raquídeo hacia la formación reticular y el tálamo, y siguen viajando hacia el hipotálamo, las estructuras límbicas y varias cortezas somatosensoriales distintas en las regiones insular y parietales. Estas últimas cortezas, en particular, reciben una relación de lo que está ocurriendo en nuestro cuerpo, momento a momento, lo que significa que obtienen un «panorama» del paisaje siempre cambiante de nuestro cuerpo durante una emoción»(Damasio, 2001).

4. Crítica a la concepción de la Filosofía de los neurocientíficos

La filosofía no es un saber sustantivo con un campo de fenómenos propio, antes bien, es un saber de segundo grado cuyo alimento constante se encuentra en los materiales que le proporcionan las diferentes ciencias positivas o saberes de primer grado. Los importantes resultados arrojados por la investigación científica en los últimos tiempos plantean problemas filosóficos que no se pueden responder desde la inmanencia de las propias categorías científicas. El importante desarrollo de la neurociencia, en este sentido, producirá efectos sobre la filosofía bien distintos a los pronosticados por el nuevo gremio de «neurofilósofos».

La labor de la filosofía será, pues, más importante que nunca pues más complicados serán los problemas derivados de la prolija investigación científica (aborto, anticoncepción, clonación, implantes tisulares, transplantes, &c.). La misión de la filosofía consistirá, principalmente, en frenar o demoler, haciendo uso de un sistema (y no de manera gratuita), las pretensiones fundamentalistas e ideológicas emanadas del gremio de científicos. De lo contrario, de no ser por la crítica filosófica, la dualidad cerebro/cuerpo (a la que aludíamos más arriba) o la consideración de que «todo es genética» o «todo es química» pasarían desapercibidas para el gran público, amparadas por la autoridad científica de sus defensores; en efecto, ¿cómo sostener que el cerebro es una entidad ontológicamente diferente al cuerpo? ¿Acaso no es un órgano, como pudiera serlo el hígado o el corazón, con unas funciones de integración bien delimitadas en el conjunto del organismo? ¿Cómo afirmar que todo es genético? Si todo fuera genético, los resultados de las elecciones podrían anticiparse mediante un análisis del genoma de los votantes de tal manera que los miembros de los partidos con menor intención de voto no dudarían en solicitar una modificación del mismo. En caso de que todo fuera química, como Gustavo Bueno le respondió a Severo Ochoa, habría que determinar si las palabras de un texto se unen por enlace iónico o por enlace covalente. ¿Existe acaso alguna diferencia significativa entre estos dos tipos de monismos (genético y químico) y la filosofía de los milesios (el argé como agua, apeiron o aire)? Tal es, pues, el nivel filosófico de muchos de los científicos más prestigiosos de la actualidad.

5. Crítica a la concepción de la Ciencia de los neurocientíficos

Su teoría de la ciencia general asume que los hechos se presentan de forma intuitiva al científico cuya labor se limitará a describirlos e integrarlos en un corpus de datos y observaciones. La verdad sería entendida como aletheia, desvelamiento. Sin embargo, los «hechos» no existen por sí mismos dado que no son nada al margen de las operaciones, interpretaciones, &c. de los sujetos (en este caso, los neurocientíficos). Los mecanismos de comunicación neuronal, por ejemplo, no son un «hecho» que se hizo evidente por sí mismo sino que su verdad es resultado de la integración de variados cursos operatorios{3} en una identidad sintética. Así ocurre en las demás ciencias como, por ejemplo, en la Física donde el número de Rydberg (tomado por Bohr para la construcción de su modelo atómico) no resulta de observaciones empíricas sino de manipulaciones sutiles por parte de los investigadores.

Su teoría acerca de la ciencia psicológica, en particular, adolecería, como hemos ejemplificado anteriormente, de un reduccionismo mediante el cual se pretendería explicar el comportamiento de los sujetos operatorios, exclusivamente, en base a mecanismos biológicos, reacciones químicas, &c. Tomando como punto de partida las operaciones de los sujetos se pretenderá efectuar un regressus hacia mecanismos no-operatorios (sinapsis neuronales, niveles de neurotransmisores, &c.) que se considerarán en términos aliorrelativos (de causa-efecto) respecto a nuestras operaciones. Esta reducción del sujeto nos conduciría a un mundo absurdo caracterizado por unos esquemas de causalidad que impiden la imputación de responsabilidad a las actuaciones de los sujetos. Ni que decir tiene que muchos sujetos tratarían de aprovecharse de las ventajas jurídicas que les confiere este tipo de ideología alegando (como trató de hacer, mutatis mutandis, el esclavo de Zenón) que su actuación criminal se debe a un repentino y «misterioso» desequilibrio en sus niveles de neurotransmisores ante lo cual no les quedaba otra opción. Claro que siempre quedará la posibilidad de que el juez les imponga una fuerte condena justificada en que una mayor activación de su formación reticular durante el juicio le ha determinado a hacerlo.
Con todo ello no estamos negando que el sujeto operatorio sea un sujeto biológico (¿qué iba a ser si no?) sino las pretensiones de muchos neurocientíficos de reducir la Psicología a sus correlatos biológicos. Cuando alguien se siente triste o padece «depresión», tendrá un déficit serotoninérgico. Ahora bien, lo que pretendemos constatar es que no se sentirá triste a consecuencia de presentar un déficit serotoninérgico sino que este último será consecuencia de las circunstancias que le han conducido al estado de tristeza. Todas nuestras acciones y sentimientos deben tener un correlato biológico dado que, en caso contrario, no podrían ser positivas. Pero su explicación deberá acudir a otro tipo de consideraciones (objetivos del sujeto, circunstancias biográficas y contextuales &c.).



6. Propuesta de una alternativa desde el materialismo filosófico

Hasta aquí hemos insistido en la necesidad de evitar cualquier tipo de reducción de la Psicología a Biología. Ahora bien, ¿cuál es nuestra propuesta para delimitar los fenómenos psicológicos de los fenómenos biológicos? Para ello nos serviremos de dos distinciones propuestas por Gustavo Bueno en su Teoría del cierre categorial, a saber, la distinción entre relaciones apotéticas y paratéticas y entre situaciones α y β operatorias.

6. 1. La distinción apotético/paratético. Implicaciones:

«Apotético designa la posición fenomenológica característica de los objetos que percibimos en nuestro mundo entorno en tanto se nos ofrecen a distancia, con evacuación de las cosas interpuestas (que, sin embargo, hay que admitir para dar cuenta de las cadenas causales, supuesto el rechazo de las acciones a distancia)» (García, 2001). El término «paratético» es el correlativo de «apotético» y hace referencia a lo que se encuentra en contigüidad.

Las operaciones de un sujeto son siempre apotéticas mientras que sus correlatos biológicos siempre serán paratéticos. En el primer caso estaríamos hablando de Psicología, en el segundo caso de fisiología. Veamos un ejemplo para aclarar la cuestión. Cuando un chico llora porque se le ha metido una pequeña piedra en el ojo estaríamos hablando de fisiología dado que existe una contigüidad física entre el ojo del que brotan las lágrimas y la piedra que provoca dicha reacción. Por el contrario, cuando ese mismo chico llora al contemplar que la chica de la que se encuentra enamorado se está besando con otro chico estaríamos hablando de Psicología dado que la situación que provoca su conducta de llorar no se encuentra en contigüidad con él. Este par de conceptos nos permite evitar la dualidad «dentro/fuera» derivada de una Psicología en primera persona (introspeccionista) lo cual, dicho sea de paso, impediría su consideración científica.
Lo apotético no debe ser identificado a secas con lo distal (que se opone a proximal). Las terminaciones nerviosas que llegan hasta nuestros pies son distales respecto del encéfalo sin que por ello quepa decir que son apotéticas. En cambio, el mesencéfalo sería una división básica del Sistema Nervioso Central proximal al diencéfalo.

El criterio de las relaciones apotéticas goza de gran potencia en la delimitación del campo de la Psicología frente al campo de la Biología. Ninguna ciencia puede establecer su campo en torno a un único término u objeto dado que, en caso contrario, no se podrían realizar operaciones. No cabrá decir, por tanto, que la Biología sea la Ciencia de la Vida dado que, ¿cómo se iba a operar con la Vida tomada en abstracto? Los biólogos operarán con células, ácidos nucleicos, &c. que serán los términos del campo de la Biología a partir de los cuales se establecerán diferentes relaciones. Otro tanto de lo mismo ocurrirá en el caso de la Psicología. No podremos sostener que la Psicología sea, como etimológicamente pudiera parecer, la Ciencia del Alma, dado que nos encontraríamos ante el mismo e irresoluble problema que en el caso anterior. Otro tanto de lo mismo ocurriría al defender que la Psicología es la Ciencia de la conducta o que su objeto es la conducta dado que ¿cómo operar sobre la conducta? En la aplicación de las técnicas de modificación de conducta, por ejemplo, el psicólogo no operará sobre la conducta sino sobre los términos que participan en su ejecución a fin de que la conducta del sujeto pueda moldearse en la dirección deseada.

El campo de la Psicología deberá contar, pues, con al menos dos clases de términos (con sus correspondientes subclases), a saber, los términos subjetuales y los términos objetuales presentados de manera conjunta y dialéctica, esto es, los sujetos psicológicos serán términos en la medida en que vayan referidos a un objeto apotético el cual, a su vez, cobrará estatuto de término en caso de que vaya referido a un sujeto psicológico.

«Cada sujeto psicológico lo concebiremos como asociado internamente, por estructura, a un sistema de objetos apotéticos» (Bueno, 1995) lo cual nos permitirá reconstruir las conductas teleológicas, muy presentes en la Psicología, de manera no-mentalista. De este modo, la finalidad de las operaciones de los sujetos formalmente considerados, lejos de atribuirse a supuestas y misteriosas planificaciones mentales, se explicará a partir de los objetos apotéticos correspondientes a los sujetos psicológicos. Cuando estos términos subjetuales (los sujetos psicológicos) se consideran materialmente (atendiendo a circuitos y conexiones nerviosas, producción de hormonas y neurotransmisores, reacciones inmunológicas, &c.) pasarán a pertenecer al campo de la Biología. Por otro lado, en el momento en que los objetos no se consideren en relación a los sujetos psicológicos y, por tanto, no sean apotéticos, pasarán a formar parte de los campos de otras Ciencias como la Geometría, la Geología, la Física, &c.

6. 2. La distinción entre situaciones α y β operatorias

Las situaciones α operatorias son propias «de aquellas ciencias en cuyos campos no aparezca, formalmente, entre sus términos, el sujeto gnoseológico o, también, un análogo suyo riguroso» (Bueno, 1992). Las situaciones β operatorias son propias «de aquellas ciencias en cuyos campos aparezcan (entre sus términos) los sujetos gnoseológicos o análogos suyos rigurosos» (Bueno, 1992). Esta distinción nos permite considerar el peculiar estatuto gnoseológico que caracteriza a la Psiquiatría dentro del marco de discusión que venimos planteando acerca de las relaciones gnoseológicas entre la Psicología y las disciplinas englobadas bajo el rótulo de «Neurociencias»{4}.

¿Cuáles son los términos del campo de la Psiquiatría (en caso de que existiese)? ¿Los circuitos y conexiones neuronales que, a consecuencia de su mal funcionamiento, son los responsables de la situación del paciente? ¿Las operaciones desadaptativas de los pacientes que acaban por producir desequilibrios químicos en el cerebro? En el primer caso, nos encontraríamos ante una situación α operatoria donde las operaciones de los sujetos se explicarían a partir de conexiones nerviosas y reacciones químicas. En el segundo caso, nos encontraríamos ante una situación β operatoria donde las operaciones de los sujetos se explicarían a partir de la consideración formal de este. Teniendo presente que la Neurología es la Ciencia cuyo campo estaría constituido por los elementos del Sistema Nervioso y que se encargaría del tratamiento de las posibles alteraciones que pudieran surgir en él y que la Psicología es la Ciencia encargada, como dijimos anteriormente, de analizar las operaciones de los sujetos (previa consideración formal de los mismos) en relación a los objetos apotéticos, ¿qué lugar le queda a la Psiquiatría? ¿O es que acaso nos la pretenden vender, por decirlo al modo hegeliano, como una síntesis superadora de la Neurología y de la Psicología? Desde la Teoría del cierre categorial la Psiquiatría carecería de campo gnoseológico propio encontrándose en una permanente situación de indefinición gnoseológica. En primer lugar, no tendría unos términos propios y nítidamente definidos con los que realizar operaciones mientras que, en segundo lugar, se encontraría en un «eterno» medio camino entre las situaciones α y β operatorias{5}.

En esta situación de clara indefinición gnoseológica (a medio camino entre la Neurología y la Psicología o entre las metodologías α y β operatorias) la Psiquiatría se encontraría en una situación similar a la del asno de Buridán quien, teniendo a un lado varios montones de avena y al otro lado varios cubos llenos de agua, acabó muriendo por desnutrición dado que nunca fue capaz de saber si tenía hambre o sed y, por consiguiente, si debía decidirse por comer la avena o por beber el agua (en este sentido, podríamos decir, para terminar, que los autores de La invención de trastornos mentales han realizado frente a la Psiquiatría una actuación semejante a la que la diosa Némesis, mutatis mutandis, llevó a cabo frente a Narciso quien, incapaz de dejar de mirar atónitamente su propia imagen{6}, acabó falleciendo).

* * *

Referencias bibliográficas

Bueno, G. (1992), Teoría del cierre categorial, vol. 1. Oviedo: Pentalfa.
Bueno, G. (1994), Consideraciones relativas a la estructura y a la génesis del campo de las «Ciencias Psicológicas» desde la perspectiva de la teoría del cierre categorial. En Simposium de Metodología de las Ciencias Sociales y del Comportamiento (págs. 17-56). Universidad de Santiago de Compostela.
Bueno, G .(1995), ¿Qué es la ciencia?. Oviedo: Pentalfa.
Bueno, G. (1995), ¿Qué es la filosofía?. Oviedo: Pentalfa.
Damasio, A. (2001), El error de Descartes. Barcelona: Crítica (orig. 1994).
Damasio, A. (2005), En busca de Spinoza. Barcelona: Crítica.
Dawkins, R. (2002), El gen egoísta. Barcelona. Salvat.
Descartes, R. (1980), Discurso del método. Barcelona: Orbis (orig. 1637).
Descartes, R. (2005), Meditaciones metafísicas. Oviedo: KRK (orig. 1642).
Espinosa, B. (2003), Ética. Madrid: Alianza (orig. 1677).
García, P. (2001), Diccionario filosófico. Biblioteca filosofía en español.
González Pardo, H., Pérez Álvarez, M. (2007), La invención de trastornos mentales. Madrid: Alianza.
Pérez Álvarez, M. (2003), Las cuatro causas de los trastornos psicológicos. Madrid: Universitas.
Peña García, V. (1981), «Descartes, razón y metáfora», Arbor, 53, 27-35.
Peña García, V. (1982), «Acerca de la razón en Descartes: reglas de la moral y reglas del método», Arbor, 52, 23-39.
Punset, E. (2006), El alma está en el cerebro. Madrid. Santillana.



Notas

{1} Muchos psicólogos consideran su escisión gremial respecto a los filósofos como algo sumamente beneficioso para su nueva ciencia dado que, una vez liberada de las garras del pensamiento «teórico-especulativo», podrá ocuparse enteramente de los problemas «prácticos» (prescindiendo de vanas disquisiciones filosóficas) que realmente interesan a la gente y permiten ayudarle (¿?).

{2} ¿Quién no ha oído a ningún fundamentalista científico afirmar cosas tales como «bueno, pero eso ya es filosofía», «nada nada, eso son cuestiones e ideas filosóficas, sin embargo lo que la ciencia dice es esto»?

{3} Descubrimiento de las dendritas por Otto Deiters, introducción del carmín, el añil y el cloruro de oro como medios de tinción por parte de Von Gerlach, descubrimiento de la reacción negra por Golgi, crítica a su reticularismo por Ramón y Cajal, estudios sobre la conducción de la electricidad en animales como los efectuados por Moruzzi y Magoun, &c..

{4} Las reacciones que la publicación de La invención de trastornos mentales (escrito por Héctor González y Marino Pérez) ha suscitado por parte de una Sociedad de Psiquiatría da buena cuenta de la necesidad del tratamiento de estas cuestiones (véase La Nueva España del pasado 2 de Diciembre); en efecto, la falta de argumentos para rebatir las propuestas de los autores ha llevado a algunos miembros de dicha Sociedad a replicar de la siguiente manera: «Hablar de la invención de las enfermedades mentales en un país donde hay más de 400.000 personas que sufren esquizofrenia no sólo es frívolo, es inmoral. Seguramente es una mezcla de ignorancia-se trata de personas que no tienen contacto alguno con los miles de afectados que en Asturias sufren un trastorno mental severo-y de intereses espurios, bien personales o corporativos».
En primer lugar, diremos que los autores de este libro nunca hablan de una invención propiamente dicha (ex nihilo) sino de la construcción operatoria de una suerte de cultura clínica que envolverá las operaciones de los sujetos (pacientes e, incluso, clínicos tanto psicólogos como psiquiatras). Este contexto clínico determinará el estatuto asignado a nuestras vivencias y operaciones. Aunque podamos partir de la praxis clínica (situación β2) es necesario regresar hacia una situación II–β1, propia de la teoría de juegos. De este modo, podremos explicar, en el progressus hacia las circunstancias en que se desenvuelve la praxis clínica, por qué las multinacionales farmacéuticas y ciertos clínicos influyen sobre la población y no a la inversa (en la misma situación nos encontraríamos cuando esta influencia se ejerce por parte de las multinacionales farmacéuticas sobre los clínicos). Es decir, se necesitará un sistema operatorio más potente para conducir las operaciones de los sujetos en la dirección deseada (para que, en último término, ello redunde en un aumento de las ventas de psicofármacos, en la proliferación de consultas clínicas, &c.). Sin embargo, no es este el lugar apropiado para exponer con el debido detenimiento los planteamientos que se presentan en este libro.
Un estado de bajo ánimo, apatía y tristeza, por ejemplo, bien podría ser interpretado en la Edad Media como una crisis de fe motivada por la actuación del demonio (dentro de un contexto marcadamente teológico- también construido, obviamente, por las operaciones de los sujetos-) mientras que en nuestras sociedades del bienestar, donde cualquier atisbo de incomodidad habrá de proscribirse (en lo que tanto se apoya la construcción operatoria de esta nueva cultura clínica), la interpretación se hará a partir de este nuevo contexto envolvente. ¿Cómo explicar sino la diferente concepción de la melancolía en tiempos de Aristóteles y la existente en nuestros días?
En segundo lugar, al atribuir esta explicación operatoria a «una mezcla de ignorancia» alegando que «se trata de personas que no tienen contacto alguno con los miles de afectados (...)» se está ignorando la distinción entre los planos emic/etic. En efecto, en la anterior afirmación se sostiene que para poder comprender bien un determinado fenómeno (en este caso, los trastornos mentales) es necesario estar cerca de alguien que lo padece. De ser así, cualquier allegado a uno de estos pacientes podría proporcionarnos una sólida explicación acerca del estatuto ontológico y antropológico de estos trastornos. No obstante, la mayor potencia en la explicación y comprensión de un fenómeno vendrá dada mediante la adopción de un plano etic a partir del cual podamos reconstruir la situación desde un sistema de coordenadas mucho más potente que el poseído por los sujetos inmersos en el plano emic (en caso, claro está, de que lo tuviesen). José Smith fundador del movimiento mormón, desde un punto de vista emic (reivindicado por esta Sociedad), habría visto separados a Dios Padre y a Jesucristo quienes le habrían encargado la sublime misión de restaurar y liderar la nueva y verdadera Iglesia de Jesucristo. Ahora bien, desde el punto de vista etic ni que decir tiene que son los intereses económicos y de poder de este individuo los parámetros que hemos de adoptar para explicar sus «visiones». Sin embargo, según lo que se desprende de las declaraciones «...es una mezcla de ignorancia», mutatis mutandis, seríamos nosotros quienes estaríamos equivocados, y no José Smith, cuando analizamos la verdadera génesis del movimiento mormón.

{5} Resulta curioso, pues, que desde la Sociedad de Psiquiatría a la que hacíamos mención, se llegue a analogar los argumentos ofrecidos por los autores de La invención de trastornos mentales con la Iglesia de la Cienciología cuando la verdad apuntaría en una dirección bien distinta, a saber, es la Psiquiatría la que, en todo caso, debería ser analogada con la Cienciología dado que, careciendo de campo gnoseológico propio, trata de imponer o vender su ideología por encima de cualquier análisis riguroso con las peligrosas implicaciones que ello supone de cara a la consideración y el tratamiento de las diferentes psicopatologías.

{6} Desde esta Sociedad se afirmó que «todo el mundo quiere ser médico» a pesar de que muchos de nosotros no hemos tenido la oportunidad de rellenar «la encuesta utilizada» para llegar a esa conclusión.

Jueves, 20 de Enero de 2011

Ateísmo



Este video forma parte de la colección de Teselas, de Gustavo Bueno.
Martes, 4 de Enero de 2011

Materialismo, Navidad y religión



La adoración de los pastores, por El Greco


© Diego Cibrián Gala
Publicado en Izquierda Hispánica


Existe entre muchos auto-considerados miembros de «la izquierda» una extendida corriente de opinión en torno a las festividades que componen la Navidad consistente en negarles su importancia, reducirlas a un mero evento sociológico de hipocresía consumista y excesos de todo tipo o incluso, entre una ínfima minoría consecuente, en no celebrarlas o parodiarlas. Un ejemplo muy obvio del último caso se dio en la pasada Nochebuena [en España] cuando la cadena televisiva Cuatro –conocida en España por pertenecer al grupo empresarial Prisa y, por tanto, al ámbito de influencia mediática del PSOE– emitió la celebérrima película de los humoristas británicos Monty Python: La vida de Brian.
Naturalmente, en España esta tendencia de rechazo forma parte de una larga tradición anticlerical, hoy descafeinada aunque muy presente, que caló hondo desde finales del siglo XIX entre diversos partidos, sindicatos y agrupaciones políticas del ámbito radical republicano, socialista y anarquista. En buena medida, este profundo antagonismo en una sociedad paradójica y tradicionalmente conocida en la historia por ser blasón y espada del catolicismo durante la Edad Moderna, aparte de deberse a la obvia tensión dialéctica vivida en todo el ámbito occidental tras las revoluciones burguesas ilustradas y la muerte del Antiguo Régimen, vino reforzada por la influencia de las corrientes más liberales de la francmasonería en un contexto de descomposición imperial que propició una visión pesimista sobre la capacidad de la nación para volver a formar parte de la primera línea de la política internacional y equiparar sus logros socioeconómicos, comerciales, industriales, científicos y educativos a la experiencia adquirida por sus vecinos septentrionales. Este atraso se achacaba de forma muy acusada, y no sin parte de razón, a la profunda influencia de la Iglesia Católica en todos los ámbitos de la sociedad, como bridas que pretendían someter al corcel de un «progreso» indomable.
Sin embargo, la acusada miopía idealista de muchos miembros nacionales de las distintas generaciones de izquierda no les permitió ver la importancia sociológica de instituciones tan enraizadas en la católica España, lanzándose a construir la casa por el tejado en una, en ocasiones literal, guerra sin cuartel a todo aquello que oliera a incensario. Esto les granjeó abundantes enemistades entre amplios sectores de la sociedad que, en principio, podrían haber apoyado muchas de sus posiciones políticas y que acabaron por darles la espalda en momentos críticos de la historia española, tal como pueden representar los últimos compases de la II República.
En Izquierda Hispánica seguimos una filosofía materialista heredera de la Academia clásica y del racionalismo moderno e ilustrado, sin obviar importantes aportaciones intermedias y, por supuesto, el propio materialismo histórico de Marx y Engels. Somos ateos, sí, y no de cualquier clase. No decimos no creer en Dios por no haberse hallado evidencia científica de su existencia (ateísmo existencial), algo que en nuestra opinión no anula su posibilidad de forma nítida, sino que directamente consideramos la propia idea de Dios como un conjunto ilógico de propiedades contradictorias incapaz de acontecer, en tanto que no puede existir nada que sea causa de sí mismo, infinito y personal o egoiforme al mismo tiempo, así como resulta inverosímil suponer una totalidad monista simplísima que no anegue su propia creación, que por otra parte surge de una Nada imposible, o una mente omnisciente que desborde la propia materia que hace posible la misma consciencia. Negamos la propia esencia de Dios (ateísmo esencial) y lo reconocemos como una idea emanada de una larga tradición evolutiva de cultos religiosos sobre la que ahora no cabe extenderse.
No obstante, y dicho esto, consideramos también como materialistas que las instituciones sociales desbordan la condición superestructural que les atribuía el economicismo propio del marxismo más vulgar y que, más allá de estar relacionadas causalmente de forma unívoca con el trabajo y las relaciones de producción económica – sin negar sus evidentes conexiones (y sus desconexiones)–, constituyen y alimentan la propia conciencia racional sobre el Mundo de los sujetos operatorios dentro de las sociedades donde tienen vigencia, pudiendo desarrollar sus propias dialécticas. Efectivamente, toda forma institucional de cierta trascendencia (desde la asamblea y el Estado hasta el rito religioso, pasando por la familia, la gramática, la táctica y el armamento militar, las costumbres gastronómicas, el arte o la programación televisiva) configura los cimientos estructurales de generaciones de nuevos sujetos socializados bajo su influencia y de sus relaciones entre sí, además de condicionar el trato entre las distintas sociedades en sus conflictos interinstitucionales.
Es indudable que la religión católica, junto con la filosofía escolástica, durante muchos siglos ha prolongado la racionalidad objetivista de los Platón y Aristóteles, constituyendo el puente entre la Antigüedad clásica y la Modernidad ilustrada y lidiando con sofismos gnósticos y subjetivistas de distinto calado –hoy exitosos expandiendo los valores individualistas de las sociedades capitalistas protestantes- durante buena parte de su existencia, además de haber servido y seguir sirviendo aún en buena medida como cemento de cohesión moral en la edificación de las distintas sociedades políticas a través de tradiciones, ritos, instituciones oficiales, calendario y preceptos éticos de conducta, siendo que estos últimos invaden muchas de las concepciones y códigos del derecho positivo contemporáneo. Su influencia es tal que pretender borrarla en su totalidad de un plumazo, aparte de imposible por mucho que se conciba a la educación pública como el bálsamo de Fierabrás que todo lo puede en la socialización institucional, es de poco a nada inteligente y, en ocasiones, incluso indeseable. Huyendo del utopismo de la revolución instantánea y nihilista, y siguiendo a Maquiavelo o al propio Lenin («Un revolucionario ha de saber cuándo ha de ser reformista y cuándo ha de ser revolucionario»), debemos tomar a los hombres y las repúblicas tal como son y no tal como supuestamente debieran ser según las ideas de algún iluminado.
En tanto que los hombres no nacen como tabula rasa ni son partículas atómicas libres con las que se pueda experimentar en un laboratorio aislado, se han de tener en cuenta aun en procesos transformadores tanto sus tendencias instintivas como su socialización familiar mediante costumbres, tradiciones y códigos compartidos, pues la cohesión social sirve al buen orden del Estado, especialmente en periodos convulsos o revolucionarios. Tal como explicábamos en otro artículo (Izquierda Hispánica ante una teoría de la Revolución Política):

«Asimismo, queremos ser contundentes en nuestro posicionamiento sobre lo que creemos han de ser los pilares de cualquier teoría revolucionaria política sin manchas nihilistas, es decir, hay que determinar qué es lo que se conserva y qué es lo que se destruye en el proceso revolucionario. En este sentido, la vida de los ciudadanos y algunas instituciones básicas son, sin lugar a dudas, los componentes esenciales a conservar en dicho proceso, lo que podríamos denominar el Principio de Conservación de la Revolución Política. Por esta razón, pensamos que la revolución política ha de ser de algún modo «conservadora» si no quiere caer en el nihilismo, aun cuando las consecuencias del proceso de transformación, más o menos lento, puedan ser radicales en sus resultados, subvirtiendo el orden establecido».


Tomadas estas precauciones, cabe entonces decir que la Navidad como institución en nuestra sociedad católica no sólo es de suma importancia para los creyentes al conmemorar la encarnación de Dios en el hombre haciéndole partícipe de su divinidad y razón, algo fundamental en el desarrollo filosófico posterior que hace del cristianismo una religión de gran racionalidad objetivista y consideración hacia el sujeto. Además, es reflejo de su correlato natural en el solsticio de invierno, al comenzar a remontar el sol en el horizonte y ganar horas de luz en el hemisferio norte, como anuncio de esperanza sobre el porvenir y el retorno de la vida en primavera. Esta tradición festiva, que pasó en el Imperio Romano de formar parte de las Saturnales y el culto al Sol Invictus a ser institución fundamental del cristianismo, influye sobre la psicología de muchos sujetos que encuentran en la Navidad un momento de reflexión y balance sobre la cosecha del año vencido, y de recogimiento con los seres queridos aguardando la entrada del nuevo. Ignorar o despreciar esta tradición, vaciarla de contenido copiando las costumbres de otras sociedades como culto a la «diferencia» y el consumo especializado, ya sea con la típica pose orientalista o con la imitación de las navidades capitalistas americanas del Santa Claus de la Coca-cola, o tratar de borrarla de cualquier manera, constituye un ataque a toda una herencia histórica de creencias, tradiciones y sentimientos compartidos por infinidad de españoles, a una parte importante de los cimientos de su cohesión social.
El político inteligente que quiera combatir la superstición religiosa deberá ser muy prudente al tratar de transformar o eliminar determinadas instituciones, y deberá saber que más vale una sustitución muy lenta y paulatina (o incluso la conservación) de la forma de una institución de cierta trascendencia que destruirla por completo ignorando a los sujetos que operan en el mismo medio que él pretende transformar sin asumir consecuencias. Tal como decía Robespierre en plena Revolución Francesa:

«El movimiento que se ha hecho contra el culto católico ha tenido pues dos grandes objetivos. El primero, reclutar la Vendée, alienar a los pueblos de la nación francesa y emplear la filosofía de la destrucción de la libertad. El segundo, turbar la tranquilidad pública y distraer todos los espíritus, cuando es necesario reunirlos todos para asentar los fundamentos inamovibles de la revolución.
«Hay hombres que quieren ir más lejos, que con el pretexto de querer destruir la superstición quieren hacer del mismo ateísmo una especie de religión. Todo filósofo, todo individuo puede adoptar sobre el particular la opinión que le plazca. Insensato será quien crea que por esto comete un crimen; pero el hombre público, el legislador, sería cien veces más insensato si adoptara semejante sistema. La Convención nacional lo proscribe. La Convención nacional no es un fabricante de libros, un autor de sistemas metafísicos; es un cuerpo político y popular encargado de hacer respetar no solamente los derechos, sino el carácter del pueblo francés».
Sábado, 11 de Diciembre de 2010

Laicismo



Video de Gustavo Bueno, correspondiente a la colección de Teselas.