Opinión del Coordinador de la FIdA Frente a la moral religiosa

Opinión del Coordinador de la FIdA Frente a la moral religiosa
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Frente a la moral religiosa

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Frente a la moral religiosa

El historiador Julián Casanova se preguntaba, en un artículo titulado
"Religión, fundamentalismo y secularización", publicado recientemente
en "El País", por qué las religiones se mantienen tan vivas a
comienzos del siglo XXI, y por qué son cada día más relevantes. Bajo
nuestro punto de vista, que surge del substrato del ateísmo y del
humanismo absoluto como clave racionalista e interpretativa de la
dialéctica social, la advertencia sobre el peligro de los
fundamentalismos y los fanatismos religiosos forma parte de nuestra
estrategia de comunicación, tal como quedó claro en el I Concilio Ateo
celebrado hace unos días en la ciudad de Toledo.

No creímos nunca en la "muerte de Dios" anunciada de manera optimista
por algunos intelectuales del pasado siglo, y mucho menos cuando fue
utilizada como consigna evangelizadora por parte de ciertos teólogos
protestantes. Por el contrario, temimos, junto con el estúpido
presagio de Malraux, que el siglo XXI "sería religioso o no sería". De
ahí que la alienación religiosa deba ser sujeto prioritario de nuestro
análisis, tanto en sus orígenes como en los posteriores desarrollos
prácticos que están dibujando, en cierto modo, el escenario histórico
de nuestros días. Sólo a partir de una crítica radical será posible
extraer el antídoto que preserve nuestra independencia frente a ella y
finalmente la neutralice.

Es cierto que los valores de la religión católica sobreviven en la
mentalidad popular, confundidos en el imaginario colectivo con los
ritos de paso y de transformación, con el folklore y con las prácticas
supersticiosas (devociones marianas, santorales, milagrería…), pero
también que el indiferentismo general elude el cumplimiento formal de
la liturgia, y por supuesto un compromiso definido con las premisas
éticas y con la dogmática que constituye su armadura. Los movimientos
y organizaciones religiosas obedecen también a factores y estrategias
variables: beneficio económico inmediato, "virtudes teologales" como
la obediencia ciega o la ausencia de crítica, y ejercicios de presión
y manipulación sobre la opinión pública y las instituciones. Se trata
de imponer a la sociedad entera los elementos éticos y categoriales de
la tradición religiosa en cuestión, que, en el Catolicismo, como
sabemos, se someten al "argumento de la autoridad".

Toda religión es política. El fundamentalismo religioso, sea
cristiano, católico, judío, musulmán o hindú, es una reacción natural
del clero, de las clases dominantes y de las burguesías monopolistas,
porque saben que la democracia, los derechos individuales y las
conquistas del placer, asociadas a la independencia del cuerpo y del
pensamiento, ponen en peligro su situación privilegiada. Estas clases
y corporaciones clericales retoman hoy el ataque a la autonomía del
individuo de los ultranacionalismos de los siglos XIX y XX,
especialmente del fascismo y del nazismo, inspirados e impulsados por
el antisemitismo católico y por su doctrina social, el corporativismo.

Sin embargo, ninguna religión tiene posibilidad alguna de afirmarse en
una comunidad democrática si se enfrenta al placer o lo niega. La
moda, el cuerpo, la salud o el bienestar son fenómenos culturales
inherentes a la psicología de masas de nuestras sociedades. Para
evitar la acción desintegradora que ejercen sobre el pensamiento
mágico, el mensaje directo de la fe, en general, interacciona con el
fomento de valores idealistas, como la solidaridad, la obediencia a
Dios, la humildad o la sumisión del ciudadano a intereses
supraindividuales. Y esto es precisamente lo que siempre han hecho los
totalitarismos: proponer proyectos supraindividuales, como el interés
nacional, la sangre, la raza o la unidad de destino, para integrar en
ellos al individuo, y poder así disolverlo. Ninguna religión reconoce
a éste como sujeto último de derecho. Para ellas es la familia, el
clan, la corporación, lo que constituye el núcleo prioritario y
fundamental en el que inocular su mensaje. La autonomía del individuo
repulsa a la mentalidad religiosa, que lo quiere sometido, dócil y
adiestrado a su ortopraxia. Y la historia del hombre es la historia de
su represión, como afirmó Marcuse.

No podemos ignorar que, en una cultura democrática, los elementos de
la fe religiosa están en la práctica ausentes de las preocupaciones
diarias de la ciudadanía. La deserción litúrgica, la escasez de
vocaciones y el proceso de medievalización emprendido por el Papado
son factores muy claros en este sentido. En cuanto al Islam, apenas ha
variado históricamente su identificación con un molde totalitario,
entendiendo por ello la identificación entre el Estado, la ley, la
cultura, la visión teológica y la moral pública y privada. El Islam no
puede ser reducido a una simple concepción religiosa. Es un complejo y
bárbaro mecanismo de sumisión y de esclavitud social, que tiende a
expandirse por todos los resquicios de la vida del creyente. Pero la
radicalización de los movimientos religiosos y sus exigencias de
presencia pública, en Occidente, se corresponde con el acceso de éstos
y/o de sus ramas colaterales a los centros de control y decisión
política. Se comprenden así, los fundamentalismos, como afirmaciones
teológicas con ansias de totalidad. En todos los casos, ante el
síntoma de la pérdida progresiva de su influencia sobre la masa
social, se pretenden necesarios como justificaciones de una dogmática
codificada y absolutista, de cuya permanencia depende, en realidad, el
núcleo más íntimo de sus interpretaciones y el modelo al que aspiran
sus reivindicaciones: una moral religiosa sexualmente represiva,
asimilada por la población como modelo tradicional, fiable, heredado y
proveedor de sentido.

Esta moral represiva aparece como antagonista del placer estético y de
las formas de vida hedonistas, que es lo que predomina como práctica y
como deseo en las sociedades avanzadas. Por ello, un ejercicio
adecuado habría de consistir en dotar a esa práctica no reprimida de
morales no represivas, por simple coherencia y por la preservación de
la salud mental de la sociedad. De éticas naturalistas, liberadoras,
vinculadas a los cuerpos, y no de quimeras artificiales, ontológicas y
esencialistas. Modelos establecidas sobre relaciones de complicidad,
de igualdad y de autonomía, que frenen el instinto expansivo de la
heteronomía y de la coacción religiosa.

Porque no basta con ahondar en la crítica a la religión desde los
parámetros de su papel social o de su desarrollo histórico. Hay que
descubrir, también, los contenidos que se expresan en las formas
religiosas. La crítica al "sacrificio", por ejemplo, se deriva de que
la tendencia a él es un factor fundamental en el mantenimiento de la
jerarquía, y la "defensa de la vida y de la familia", el ariete
ideológico más utilizado por el neocatolicismo, implica la
consecuencia del prejuicio social de la supremacía del elemento
masculino, que sitúa a la mujer como madre en una relación de
responsabilidad directa frente a la sociedad. Por otra parte, los
conflictos interiores nacen a partir de las presiones originadas en el
orden familiar, que en sí mismo es un orden traumático y no liberador.

Pero los conceptos éticos no pueden ser abandonados en manos del
enemigo. Plantearse el ateísmo como elemento de transformación social
implica, de forma natural, la afirmación de la libertad y de la
felicidad, y reducirlo a una negación de un dios o de muchos dioses
equivale a aniquilar su función éticamente revolucionaria. El ateísmo,
sin duda, es un elemento fundamental en la lucha por la emancipación
de los seres humanos. Y el problema de la transformación social ha de
ponerse en sintonía con la cuestión de la liberación de los principios
autoritarios interiorizados por el individuo. Precisamente por ello,
el bienestar individual se apoya en dos pilares principales: la
libertad política y la libertad sexual, a las que debe añadirse el
progreso económico y científico-técnico, aunque éste pueda darse de
forma independiente.

En última instancia, la libertad sexual es la garantía de la libertad
política. El ataque de todos los fundamentalismos se dirige contra el
placer. Fomentando su moral represora, apuntando a los cuerpos, a la
desnudez, a la evidencia humana más directa, debilitan el marco de
nuestras libertades. El mecanismo viene de antiguo. Disgregando al
individuo como elemento básico de las elecciones existenciales, y
sometiéndolo a códigos impositivos patriarcales, se elimina la
posibilidad de la rebeldía, de la negación y de la reflexión política.
El proyecto religioso consume así la tendencia libertaria de los
cuerpos, la felicidad entendida como participación social y como
afirmación sexual, reduciéndola a simple función generadora sometida y
enmarcada en una estrategia de dominación más amplia. De ahí la
estratificación de los sexos y la perversa criminalización de las
actitudes e inclinaciones contrarias o ajenas a la norma dictada.

La represión sexual y la manipulación de los cuerpos posiblemente sea
la fórmula más inmediata para someter y esclavizar a la población, y
se engloba dentro de un mecanismo mucho mayor de control social, que
es el idealismo religioso en cualquiera de sus aspectos. Sólo
desplegando una interpretación racional de la aspiración humana a la
felicidad, y denunciando la artificialización metafísica construida
por los vendedores de trascendencias, será posible la recuperación de
un marco ético liberador basado en el placer, en la igualdad y en la
autonomía del individuo. Un marco ético, por definición, ateo,
humanista e irreligioso. O, en otros términos, plenamente realista y
empírico, que favorezca la capacidad humana para construir otro mundo.
No es otro nuestro proyecto final.

Javier Fisac & Francisco Miñarro, Federación Internacional de Ateos (FIdA)
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En la antigüedad, los sacrificios se hacían ante el altar. Actualmente
esa costumbre perdura.

Helen Rowland


..Saludos Fer

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