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Confrontando el cerebrocentrismo
Adiós a Christopher Hitchens, el polemista
Christopher Hitchens (1949-2011) |
© Fernando G. Toledo
Christopher Hitchens decÃa lo que pensaba y de la manera más brutal. Por caso: «La religión es como el racismo. Cualquier versión de cualquiera de las dos anima y desencadena la otra» (en Dios no es grande, editorial Debate).
Rudo y enfático, de pluma ácida y ajena a florilegios, el periodista amaba revolver las apariencias y mostrar la basura que yace bajo las flores.
AsÃ, por ejemplo, era capaz de arremeter contra un tótem intocado como el de la Madre Teresa, en una investigación que provocó el escándalo por retratar a la monja oriunda de Macedonia como una perversa que se aliaba a los poderosos. También criticaba la izquierda actual o hacÃa del ateÃsmo una militancia.
Era bravo, culto, gran prosista y ultracrÃtico. Asà era Hitchens: no sé qué más se le puede pedir a un periodista.
Publicado en Diario UNO de Mendoza el 17 de diciembre de 2011.
Adiós a Christopher Hitchens, el polemista
Christopher Hitchens (1949-2011) |
© Fernando G. Toledo
Christopher Hitchens decÃa lo que pensaba y de la manera más brutal. Por caso: «La religión es como el racismo. Cualquier versión de cualquiera de las dos anima y desencadena la otra» (en Dios no es grande, editorial Debate).
Rudo y enfático, de pluma ácida y ajena a florilegios, el periodista amaba revolver las apariencias y mostrar la basura que yace bajo las flores.
AsÃ, por ejemplo, era capaz de arremeter contra un tótem intocado como el de la Madre Teresa, en una investigación que provocó el escándalo por retratar a la monja oriunda de la actual Macedonia como una perversa que se aliaba a los poderosos. También criticaba la izquierda actual o hacÃa del ateÃsmo una militancia.
Era bravo, culto, gran prosista y ultracrÃtico. Asà era Hitchens: no sé qué más se le puede pedir a un periodista.
Publicado en Diario UNO de Mendoza el 17 de diciembre de 2011.
Ateos que llevan a sus hijos a la iglesia para que aprendan religión
Una misa en la capilla expiatoria (1835), óleo del pintor francés Lancelot Tupin de Crissé. |
Un sondeo concluyó que uno de cada cinco cientÃficos acercan a su familia a la religión para ampliar su panorama.
Casi uno de cada cinco cientÃficos ateos con hijos en Estados Unidos involucra a sus familias con instituciones religiosas, aunque personalmente no estén de acuerdo con las enseñanzas de éstas, concluyó un estudio.
Los cientÃficos se afilian a las iglesias, tanto por razones sociales como personales, detalla el estudio realizado por la Universidad de Rice y la Universidad de Buffalo.
Además, los cientÃficos indicaron un fuerte deseo de preparar a sus hijos para tomar decisiones informadas sobre sus preferencias religiosas personales.«Esto fue muy sorprendente para nosotros debido a toda la discusión pública acerca de las formas en que los cientÃficos son muy contrarios a las personas religiosas», dijo Elaine Howard Ecklund, una socióloga de Rice. «Cuando en realidad, aquellos que mayormente esperamos que estén en contra de las personas religiosas, están sentados junto a ellas».
Los participantes del estudio también indicaron que estaban involucrados en una institución religiosa debido a su pareja.Uno de los hallazgos más interesantes, de acuerdo con Ecklund, es que algunos cientÃficos ateos quieren exponer a sus hijos a la religión debido al razonamiento cientÃfico.
«Pensábamos que estos individuos podrÃan estar menos inclinados a introducir a sus hijos a las tradiciones religiosas, pero encontramos que en realidad es lo opuesto», dijo Ecklund. «Ellos quieren que sus hijos tengan opciones, y eso es más consistente con su identidad cientÃfica de exponer a sus hijos a todas las fuentes de conocimiento».
En algunos casos, dijo Ecklund, los encuestados indicaron que no sólo introdujeron a sus hijos en una iglesia, sino que también asistieron a servicios religiosos con la esperanza de que los niños comprendieran mejor cada denominación.
Para el estudio, publicado en la edición de diciembre de Journal for the Scientific Study of Religion, se realizaron 2,198 encuestas a profesores titulares o a prueba para un puesto fijo de 21 universidades de investigación estadounidenses. Alrededor de la mitad de los encuestados identificaron una forma de identidad religiosa, mientras que la otra mitad no lo hizo.
Fuente: mexico.cnn.com
Ateos que llevan a sus hijos a la iglesia para que aprendan religión
Una misa en la capilla expiatoria (1835), óleo del pintor francés Lancelot Tupin de Crissé. |
Un sondeo concluyó que uno de cada cinco cientÃficos acercan a su familia a la religión para ampliar su panorama.
Casi uno de cada cinco cientÃficos ateos con hijos en Estados Unidos involucra a sus familias con instituciones religiosas, aunque personalmente no estén de acuerdo con las enseñanzas de éstas, concluyó un estudio.
Los cientÃficos se afilian a las iglesias, tanto por razones sociales como personales, detalla el estudio realizado por la Universidad de Rice y la Universidad de Buffalo.
Además, los cientÃficos indicaron un fuerte deseo de preparar a sus hijos para tomar decisiones informadas sobre sus preferencias religiosas personales. «Esto fue muy sorprendente para nosotros debido a toda la discusión pública acerca de las formas en que los cientÃficos son muy contrarios a las personas religiosas», dijo Elaine Howard Ecklund, una socióloga de Rice. «Cuando en realidad, aquellos que mayormente esperamos que estén en contra de las personas religiosas, están sentados junto a ellas».
Los participantes del estudio también indicaron que estaban involucrados en una institución religiosa debido a su pareja. Uno de los hallazgos más interesantes, de acuerdo con Ecklund, es que algunos cientÃficos ateos quieren exponer a sus hijos a la religión debido al razonamiento cientÃfico.
«Pensábamos que estos individuos podrÃan estar menos inclinados a introducir a sus hijos a las tradiciones religiosas, pero encontramos que en realidad es lo opuesto», dijo Ecklund. «Ellos quieren que sus hijos tengan opciones, y eso es más consistente con su identidad cientÃfica de exponer a sus hijos a todas las fuentes de conocimiento».
En algunos casos, dijo Ecklund, los encuestados indicaron que no sólo introdujeron a sus hijos en una iglesia, sino que también asistieron a servicios religiosos con la esperanza de que los niños comprendieran mejor cada denominación.
Para el estudio, publicado en la edición de diciembre de Journal for the Scientific Study of Religion, se realizaron 2,198 encuestas a profesores titulares o a prueba para un puesto fijo de 21 universidades de investigación estadounidenses. Alrededor de la mitad de los encuestados identificaron una forma de identidad religiosa, mientras que la otra mitad no lo hizo.
Fuente: mexico.cnn.com
El ateÃsmo, en la mira del Vaticano
Sede Central de la Santa Sede. |
Por Elisabetta Piqué
Publicado en La Nación
El cardenal Gianfranco Ravasi, advierte sobre los peligros de una sociedad secular
ROMA– Escribió –a mano– 150 libros, es un eximio comunicador, tuitea a diario frases de la Biblia y es el hombre que Benedicto XVI eligió hace cuatro años como Ministro de Cultura del Vaticano. Considerado «papable» y caracterizado como el «cardenal de los ateos» por participar de exitosÃsimos debates públicos junto a pensadores no creyentes del planeta, el cardenal Gianfranco Ravasi, de 69 años, organizó el Encuentro Interreligioso de AsÃs, que Benedicto XVI presidió el pasado 26 de octubre, en el aniversario número 25 del que lideró Juan Pablo II en 1986.
«Benedicto XVI demuestra gran consideración por una antigua enseñanza de la teologÃa cristiana: el hombre está constituido de naturaleza y de una parte sobrenatural. Esto no quita o destruye la naturaleza, sino que la perfecciona. El Papa, al invitar al evento a cuatro ateos, hace un intento por reiterar la importancia de la relación entre fe y razón», indicó.
Presidente del Pontificio Consejo de la Cultura, para Ravasi la frase del filósofo Søren Kierkegaard en el 800 es la que mejor retrata el momento actual: «La nave está en manos del cocinero de a bordo y lo que transmite el micrófono del comandante no es más la ruta, sino lo que comeremos mañana».
Para él, lo más preocupante del secularismo que caracteriza a la sociedad es que no solo es un fenómeno estrictamente religioso, sino cultural.«Con la secularización se ha llevado a no considerar las grandes cuestiones, sino más bien a permanecer en un nivel superficial, la moda, los modos, las derivas consumistas y las preguntas menos inquietantes», lamentó Ravasi, que destacó que el secularismo, como el ateÃsmo, tiene dos rostros fundamentales.«El primero es el que para mà es más peligroso. El segundo, el más agresivo: es el que dice que hay que eliminar cualquier sÃmbolo religioso, como, por ejemplo, el crucifijo… En ese sentido, creo que está mal ver el problema solamente en el ámbito religioso, porque es más bien de tipo cultural. T.S. Eliot tenÃa razón cuando decÃa que si cancelamos todos los sÃmbolos religiosos, toda la herencia religiosa, no podemos entender nada ni de Voltaire ni de Nietzsche. Por eso, Europa es tan débil frente al Islam: al final, si se saca el crucifijo y las festividades, se introduce lo gris. Para mÃ, es ese el secularismo más peligroso, porque es inconsistente y es por negación, por sustracción. Por ser politically correct…SÃ, pero al final este ser correcto se basa solamente en lo negativo: para no ofender, mejor nada. El otro ateÃsmo es la secularización agresiva, la que combate explÃcitamente. Yo prefiero confrontarme con alguien que niega, afirma y declara, con motivos: esto es lo que hace falta hoy. Es decir, hay un ateÃsmo que no es el de Marx ni el de Nietzsche, que era una visión de conjunto de la realidad, alternativa. Hay un ateÃsmo de sustracción o indiferencia a nivel popular, no uno que no es coherente o lógico. DirÃa que la Iglesia se enfrenta a esto».
Gianfranco Ravasi |
–Como Ministro de Cultura del Vaticano, ¿cómo evalúa la cultura actual?
–La cultura actual no corresponde más al concepto de la palabra cultura, que nació en el 700 en Alemania como Kultur, que era la alta cultura, las artes, las ciencias, la filosofÃa… Ahora el concepto de cultura es antropológico, es transversal. Es el artesano, el folclor, la cultura industrial, la economÃa, es todo, la actividad humana autoconsciente… Entonces, volverÃa al punto de partida: para los hombres de Iglesia y para los hombres de cultura, el gran problema es la indiferencia, religiosa y moral.
–¿Esta indiferencia, cómo se refleja en lo cultural?
–Desde el punto de vista cultural, es esta actitud de lo efÃmero, que también se refleja en el arte. Habrá oÃdo hablar del videoartista Bill Viola. La primera vez que hablé con él, me dijo que el arte contemporáneo intenta evitar dos cosas: primero, el mensaje; segundo, la belleza. ¡Esto es paradójico! ¡La belleza y el mensaje, dos cosas que no deben aparecer! Otro ejemplo: una de las expresiones artÃsticas más significativas es la performance. Miguel Ãngel sabÃa que su obra era para los siglos venideros, pero la caracterÃstica ahora es que debe morir… A lo sumo, quedará de ella una foto o una filmación, pero nada más.
–Muchos católicos lamentan que la Iglesia no oye sus pedidos de modernización y apertura…
–SÃ. De un lado están los principios. Es indispensable afirmarlos con fuerza, sobre todo en una sociedad como la actual, que es lÃquida, fluida. Aquà no hay consistencia y, al final, hasta aquellos que son totalmente indiferentes, ante los grandes interrogantes humanos reclaman los principios. Cuando una madre tiene un niño con un cáncer fulminante y no hay nada que hacerle. En esos momentos fundamentales, uno los necesita. Quizás al final uno llega a la blasfemia, pero, en ese caso, siempre habrá afirmado un principio o enunciado una pregunta esencial. Y esto vale para la Iglesia también en lo positivo.
–¿Por ejemplo en qué?
–Cuando uno vive una fuerte experiencia estética, un enamoramiento auténtico, en ese momento, elige un camino de principios. Lamentablemente, la ruina de la sociedad actual boicotea esto. Reduce esta experiencia a una mera cuestión de piel, a pura sexualidad. El eros no es solo belleza, sino también el sentimiento, la ternura, la pasión. Entiendo que lo concreto de la experiencia pastoral exige que hay que tener en cuenta las situaciones, porque el cristianismo también conoce de perdón, misericordia, compasión y comprensión. Pero no se puede reclamar a las grandes instituciones religiosas -y hablo de la manera más genérica posible, no solo del cristianismo- por afirmar los principios. Si no, esa comprensión en la cotidianidad no tiene sentido.
–¿Pero cómo se explica entonces que la Iglesia pierda fieles, y, en América Latina, las sectas tengan tanto éxito?
–Esto es un fenómeno tÃpico si uno va hacia lo mÃnimo. ¿Sabe cuál es en Suecia el porcentaje de la presencia al culto dominical? Es del 1,5 por ciento, es decir, ya no va nadie. En Dinamarca, el 3 por ciento, y asà en toda esa zona de Europa, donde concedieron todo en las cuestiones sexuales. En América Latina, en cambio, hay un fenómeno que indica que no es cierto que se esté totalmente secularizado y que ahora hay una inversión de la tendencia. Esos movimientos que te enredan y te dan experiencias mÃsticas, que te dicen que si te sientes bien es una señal de que Dios te bendice… Claro, esto ciertamente pone también en problemas a la Iglesia. Pero digo que es mejor elegir la vÃa de los grandes interrogantes. No hay que ponerse a ese nivel. La Iglesia no debe renunciar a su función, ni a sus principios, ni a sus dimensión social.
Cuatro ateos en AsÃs
La psicoanalista y filósofa francesa Julia Kristeva, el profesor de FilosofÃa en la UCLA de Los Ãngeles Remo Bodei, el economista austrÃaco y miembro del Partido Comunista de ese paÃs Walter Baier y el mexicano Guillermo Hurtado, miembro de la revista de historia y filosofÃa Dianoia, fueron los elegidos para asistir al Encuentro Interreligioso que se celebró en AsÃs (Italia) el pasado 26 de octubre. Los cuatro participaron en una mesa redonda en el Aula Magna del rectorado de la Universidad Roma 3.AllÃ, junto con otros 300 lÃderes de distintas religiones procedentes de 50 paÃses, rezaron por la paz y la justicia en el mundo. Y el Papa afirmó en su discurso final que el evento demostró que la dimensión espiritual es un elemento clave en la construcción de la paz. «A través de esta peregrinación, hemos sido capaces de comprometernos en el diálogo fraterno, a profundizar nuestra amistad, a venir en silencio y oración».
El ateÃsmo, en la mira del Vaticano
Sede Central de la Santa Sede. |
Por Elisabetta Piqué
Publicado en La Nación
El cardenal Gianfranco Ravasi, advierte sobre los peligros de una sociedad secular
«Benedicto XVI demuestra gran consideración por una antigua enseñanza de la teologÃa cristiana: el hombre está constituido de naturaleza y de una parte sobrenatural. Esto no quita o destruye la naturaleza, sino que la perfecciona. El Papa, al invitar al evento a cuatro ateos, hace un intento por reiterar la importancia de la relación entre fe y razón», indicó.
Presidente del Pontificio Consejo de la Cultura, para Ravasi la frase del filósofo Søren Kierkegaard en el 800 es la que mejor retrata el momento actual: «La nave está en manos del cocinero de a bordo y lo que transmite el micrófono del comandante no es más la ruta, sino lo que comeremos mañana».
Para él, lo más preocupante del secularismo que caracteriza a la sociedad es que no solo es un fenómeno estrictamente religioso, sino cultural. «Con la secularización se ha llevado a no considerar las grandes cuestiones, sino más bien a permanecer en un nivel superficial, la moda, los modos, las derivas consumistas y las preguntas menos inquietantes», lamentó Ravasi, que destacó que el secularismo, como el ateÃsmo, tiene dos rostros fundamentales. «El primero es el que para mà es más peligroso. El segundo, el más agresivo: es el que dice que hay que eliminar cualquier sÃmbolo religioso, como, por ejemplo, el crucifijo... En ese sentido, creo que está mal ver el problema solamente en el ámbito religioso, porque es más bien de tipo cultural. T.S. Eliot tenÃa razón cuando decÃa que si cancelamos todos los sÃmbolos religiosos, toda la herencia religiosa, no podemos entender nada ni de Voltaire ni de Nietzsche. Por eso, Europa es tan débil frente al Islam: al final, si se saca el crucifijo y las festividades, se introduce lo gris. Para mÃ, es ese el secularismo más peligroso, porque es inconsistente y es por negación, por sustracción. Por ser politically correct... SÃ, pero al final este ser correcto se basa solamente en lo negativo: para no ofender, mejor nada. El otro ateÃsmo es la secularización agresiva, la que combate explÃcitamente. Yo prefiero confrontarme con alguien que niega, afirma y declara, con motivos: esto es lo que hace falta hoy. Es decir, hay un ateÃsmo que no es el de Marx ni el de Nietzsche, que era una visión de conjunto de la realidad, alternativa. Hay un ateÃsmo de sustracción o indiferencia a nivel popular, no uno que no es coherente o lógico. DirÃa que la Iglesia se enfrenta a esto».
Gianfranco Ravasi |
–Como Ministro de Cultura del Vaticano, ¿cómo evalúa la cultura actual?
–La cultura actual no corresponde más al concepto de la palabra cultura, que nació en el 700 en Alemania como Kultur, que era la alta cultura, las artes, las ciencias, la filosofÃa... Ahora el concepto de cultura es antropológico, es transversal. Es el artesano, el folclor, la cultura industrial, la economÃa, es todo, la actividad humana autoconsciente... Entonces, volverÃa al punto de partida: para los hombres de Iglesia y para los hombres de cultura, el gran problema es la indiferencia, religiosa y moral.
–¿Esta indiferencia, cómo se refleja en lo cultural?
–Desde el punto de vista cultural, es esta actitud de lo efÃmero, que también se refleja en el arte. Habrá oÃdo hablar del videoartista Bill Viola. La primera vez que hablé con él, me dijo que el arte contemporáneo intenta evitar dos cosas: primero, el mensaje; segundo, la belleza. ¡Esto es paradójico! ¡La belleza y el mensaje, dos cosas que no deben aparecer! Otro ejemplo: una de las expresiones artÃsticas más significativas es la performance. Miguel Ãngel sabÃa que su obra era para los siglos venideros, pero la caracterÃstica ahora es que debe morir... A lo sumo, quedará de ella una foto o una filmación, pero nada más.
–Muchos católicos lamentan que la Iglesia no oye sus pedidos de modernización y apertura...
–SÃ. De un lado están los principios. Es indispensable afirmarlos con fuerza, sobre todo en una sociedad como la actual, que es lÃquida, fluida. Aquà no hay consistencia y, al final, hasta aquellos que son totalmente indiferentes, ante los grandes interrogantes humanos reclaman los principios. Cuando una madre tiene un niño con un cáncer fulminante y no hay nada que hacerle. En esos momentos fundamentales, uno los necesita. Quizás al final uno llega a la blasfemia, pero, en ese caso, siempre habrá afirmado un principio o enunciado una pregunta esencial. Y esto vale para la Iglesia también en lo positivo.
–¿Por ejemplo en qué?
–Cuando uno vive una fuerte experiencia estética, un enamoramiento auténtico, en ese momento, elige un camino de principios. Lamentablemente, la ruina de la sociedad actual boicotea esto. Reduce esta experiencia a una mera cuestión de piel, a pura sexualidad. El eros no es solo belleza, sino también el sentimiento, la ternura, la pasión. Entiendo que lo concreto de la experiencia pastoral exige que hay que tener en cuenta las situaciones, porque el cristianismo también conoce de perdón, misericordia, compasión y comprensión. Pero no se puede reclamar a las grandes instituciones religiosas -y hablo de la manera más genérica posible, no solo del cristianismo- por afirmar los principios. Si no, esa comprensión en la cotidianidad no tiene sentido.
–¿Pero cómo se explica entonces que la Iglesia pierda fieles, y, en América Latina, las sectas tengan tanto éxito?
–Esto es un fenómeno tÃpico si uno va hacia lo mÃnimo. ¿Sabe cuál es en Suecia el porcentaje de la presencia al culto dominical? Es del 1,5 por ciento, es decir, ya no va nadie. En Dinamarca, el 3 por ciento, y asà en toda esa zona de Europa, donde concedieron todo en las cuestiones sexuales. En América Latina, en cambio, hay un fenómeno que indica que no es cierto que se esté totalmente secularizado y que ahora hay una inversión de la tendencia. Esos movimientos que te enredan y te dan experiencias mÃsticas, que te dicen que si te sientes bien es una señal de que Dios te bendice... Claro, esto ciertamente pone también en problemas a la Iglesia. Pero digo que es mejor elegir la vÃa de los grandes interrogantes. No hay que ponerse a ese nivel. La Iglesia no debe renunciar a su función, ni a sus principios, ni a sus dimensión social.
Cuatro ateos en AsÃs
La psicoanalista y filósofa francesa Julia Kristeva, el profesor de FilosofÃa en la UCLA de Los Ãngeles Remo Bodei, el economista austrÃaco y miembro del Partido Comunista de ese paÃs Walter Baier y el mexicano Guillermo Hurtado, miembro de la revista de historia y filosofÃa Dianoia, fueron los elegidos para asistir al Encuentro Interreligioso que se celebró en AsÃs (Italia) el pasado 26 de octubre. Los cuatro participaron en una mesa redonda en el Aula Magna del rectorado de la Universidad Roma 3. AllÃ, junto con otros 300 lÃderes de distintas religiones procedentes de 50 paÃses, rezaron por la paz y la justicia en el mundo. Y el Papa afirmó en su discurso final que el evento demostró que la dimensión espiritual es un elemento clave en la construcción de la paz. «A través de esta peregrinación, hemos sido capaces de comprometernos en el diálogo fraterno, a profundizar nuestra amistad, a venir en silencio y oración».
El cerebro como pseudoexplicación
Las teorÃas neurobiológicas de la conciencia
© Carlos López Marbán
Publicado en El Catoblepas
CrÃtica de las teorÃas neurobiológicas de la conciencia, entendiendo que son incapaces, por su fisicalismo grosero, de dar cuenta de lo que pretenden explicar
Resulta un tópico muy socorrido en cÃrculos cientÃficos definir el siglo XXI como «el siglo del cerebro». Se defiende que el estudio de su estructura y funcionamiento debe aportar datos fundamentales para la comprensión no sólo del comportamiento humano (es común hablar de «las bases neurológicas de la conducta») sino además, y particularmente, del fenómeno de la conciencia. Se buscan de este modo bases neurológicas para dar cuenta de cuestiones consideradas hasta ahora parte del campo de estudio de otras categorÃas, como la psicologÃa, las ciencias sociales o las ciencias humanas. La búsqueda pasa a considerarse, además, tema central e imprescindible para un correcto cierre de estas disciplinas, llamadas genéricamente neurociencias (o neurociencia, en claro intento unificador{1}):
«Dilucidar el origen biológico de la conciencia parece ser un tema crucial de las neurociencias, a tal punto que puede sostenerse que mientras no se esclarezca la génesis de la autognosis, de la conciencia, del “yo”, la neurobiologÃa parecerá trunca e indefinida.» Dr. Sergio Ferrer Ducaud. Academia de Medicina de Chile. [1]
Estas posiciones cientÃficas se ofrecen como materialistas (por oposición a otras tachadas de espiritualistas o metafÃsicas) aunque en realidad no suelen superar un fisicalismo reduccionista y simple. El materialismo que defienden es decididamente monista y precisamente por ello, como veremos, incapaz de dar cuenta cabal del problema de que se trata. Un destacado neurocientÃfico, Rodolfo Llinás, afirma que para comprender la naturaleza de la conciencia el requisito primordial es disponer de una perspectiva apropiada:
«asà como la sociedad occidental, sumida en el pensamiento dualista, debe cambiar de orientación para captar las premisas elementales de la filosofÃa monista, también es necesario un cambio fundamental de perspectiva para abordar la naturaleza neurobiológica de la mente».[2]
Lo cierto es que el tema se ha convertido en recurrente y ha trascendido el ámbito estrictamente cientÃfico, constituyéndose como lugar común en todo tipo de publicaciones, tertulias, programas divulgativos, &c. Un ejemplo que desarrolla lo que decimos, extraÃdo de un portal generalista de Internet, es el siguiente:
«La conciencia humana se genera en la parte posterior del córtex cerebral. Descubiertos los mecanismos neuronales que permiten al cerebro darse cuenta del entorno y de los procesos subjetivos. El córtex es la región del cerebro que genera la conciencia del entorno y de uno mismo, según una investigación que describe por vez primera los mecanismos neuronales del psiquismo humano. Aunque la investigación sobre la formación de la conciencia está aún en un estado primitivo, sus autores consideran que las facultades de nuestro cerebro pueden explicarse totalmente por la interacción de las células nerviosas.» [3]
Como se puede apreciar, se considera la conciencia una facultad del cerebro, cuya explicación puede encontrarse, en última instancia, en la interacción de sus neuronas.
Verdad es que la información se codea con otras de la talla de: «la ciencia ya experimenta con hÃbridos que son mitad hombres, mitad animales»; «las comunidades de insectos generan sus propios estados policiales» o «el Universo inicial era lÃquido». Pero esto no supone tanto un menoscabo a la validez de las teorÃas neurobiológicas de la conciencia cuanto la evidencia de que han pasado a formar parte del acervo «cientÃfico» popular.
La perspectiva neurobiológica parece haberse convertido en el acercamiento idóneo para aquellas personas que, no admitiendo ya enfoques religiosos o mentalistas, buscan una explicación «cientÃfica» a las realidades humanas «más profundas». Todo lo cual viene a ofrecerse, por supuesto, en consonancia con el «espÃritu laicista» propio de los tiempos que corren. Se ha sustituido, en alguna medida, la creencia religiosa por una ingenua fe en la Ciencia, de modo que no puede sino confiarse en ella para que descubra las causas últimas de la conducta, la subjetividad o la conciencia.
Francis Crick –premio Nobel en 1962 por su descubrimiento, junto a James Watson, de la estructura del ADN– a la manera habitual de otros cientÃficos que alcanzan éxito en sus respectivos campos de estudio, pretende resolver «de un plumazo» cuestiones que llevan siglos siendo debatidas. Tras años de dedicación a tareas experimentales y empÃricas decide, ya jubilado, «resolver cientÃficamente» el problema de la conciencia, para lo cual se ve obligado a trabajar con ella de un modo grosero y reduccionista.{2}
En su libro La hipótesis sorprendente. La búsqueda cientÃfica del alma,[4] Crick afirma que «la conciencia es una banal fusión de neuronas del cerebro». Además, recuerda al lector que «tú, tus alegrÃas y tus penas, tus recuerdos y tus ambiciones, tu sentido de identidad personal y libre albedrÃo, no son de hecho más que el comportamiento de un gran agregado de células nerviosas y las moléculas que se les asocian». La conciencia no se entiende como algo propio de la persona, ni siquiera del organismo, sino exclusivamente del cerebro: un epifenómeno, un producto que brota de una determinada arquitectura neuronal. Se considera una propiedad emergente, que no puede ser explicada únicamente por las partes cerebrales, ni siquiera por su interacción, sino sólo por la estructura total del sistema. No es el funcionamiento el que la genera (la mente no es función del cerebro) sino el orden espacial que alcanzan los componentes del sistema nervioso humano en un momento dado de su evolución. Lo que parece obviarse o preterirse, es que esa misma evolución del sistema nervioso sólo ha sido posible por el funcionamiento del organismo como un todo.
La conciencia se entiende entonces como conocimiento (por ejemplo, de «tus alegrÃas, tus penas», &c.) pero éste, desde la perspectiva reduccionista neurológica de Crick, sólo puede entenderse a su vez como un conjunto de procesos de aferencia sensorial que dan lugar a actos motores, asà como sus correspondientes patrones neurales jerárquicos donde quede «representado». Esto es lo que defiende también la psicologÃa cognitiva: el conocimiento no es una acción, directa y necesariamente ligada a sus consecuencias (para uno mismo y para otros) sino un proceso que ocurre a nivel neurológico. El conocimiento es algo diferente y previo a su manifestación, entendiendo que puede comprobarse verdaderamente su existencia con técnicas de neuroimagen; en otras palabras: mediante la observación de una pantalla digital donde diferentes zonas encefálicas cambian de color en función de lo que hace un sujeto.
De modo que la conciencia (el conocimiento) se intenta explicar (y medir{3}), por sus correlatos cerebrales, aunque sea obvio que los cambios que ocurren a este nivel se producen tanto al conocer algo como al des-conocerlo (o conocerlo de modo erróneo). El cerebro nunca deja de «hacer cosas» y la más profunda ignorancia acerca de cualquier cuestión requiere también de sus correspondientes transformaciones neuronales; perseverar en el error, de modo contumaz, también supone una ardua labor neuronal (con sus correspondientes «patrones neurales») sin que esto nos permita afirmar que quien actúa de modo repetidamente erróneo esté aprendiendo. Tan consciente se es, por otra parte, de algo real como de una ilusión o una alucinación. Se produce aquà una confusión entre procesos apotéticos, que requieren distancia con los objetos (e implican relaciones alotéticas, es decir, relaciones de otros sujetos con las mismas o similares situaciones) y procesos paratéticos. Porque si el conocimiento tiene sentido, lo tiene en cuanto que aquello que se conoce es también conocido por otros. Los cambios neuronales que ocurren cuando realizamos cualquier aprendizaje son precisamente los que no se pueden compartir con los demás (sin perjuicio de que ellos mismos, a su vez, puedan convertirse en objeto de conocimiento común).
Las teorÃas de Gerald Edelman, por su parte, se presentan como dotadas de una complejidad de la que carecen las de Crick. Las diferencias fundamentales serÃan, por un lado, la introducción de la interacción, con la que intenta superarse la explicación emergentista y, por otro, el concepto de mapa. Para el filósofo John Searle, de la Universidad de Berkeley, la teorÃa neurobiológica de Edelman es la más profunda y completa por su idea de «mapa neuronal»: «la primera idea esencial para Edelman es la noción de mapa. Un mapa es una capa de neuronas del cerebro, los puntos de la cual están vinculados sistemáticamente con los puntos correspondientes de una capa de células receptoras, como la superficie de la piel o la retina del ojo. Los mapas pueden también vincularse con otros mapas.» [5] Sin embargo, Crick ya hablaba de circuitos en los que las neuronas entran en contacto, formando patrones más o menos estables de intercambio electro-quÃmico. Aunque la idea de mapa parece más flexible, menos estructural, lo cierto es que también Crick afirmaba que la sincronÃa neuronal es temporal, no de estructuras. De modo que la supuesta diferencia entre ambas teorÃas es más bien una similitud constante en este tipo de enfoques: su carácter representacional.
Edelman parte de sus trabajos sobre inmunologÃa, por los que recibió el Nobel de Medicina en 1972, en los que defiende que el funcionamiento del sistema inmunológico no depende de un repertorio fijo de anticuerpos sino de una selección de aquellos que mejor se adaptan a la estructura de los cuerpos extraños: los seleccionados se replicarán en la cantidad necesaria para combatirlos. El sistema se presenta entonces como selectivo, en el sentido darwiniano del término. Su teorÃa de la selección del grupo de neuronas (TNGS) [6] concibe el funcionamiento del cerebro del mismo modo selectivo-evolutivo, a tres niveles: en el desarrollo biológico, conforme se completan las conexiones neuronales más básicas, que garantizan y regulan las funciones fisiológicas necesarias para la existencia (troncoencéfalo y sistema lÃmbico); mediante la experiencia, que permitirÃa incorporar nuevas conexiones (corteza y tálamo); y en la dimensión de re-entrada o comunicación en ambos sentidos.
El primer nivel hace referencia a una selección primaria, que consolidarÃa una codificación genética determinada, sólo posible por lo que Edelman denomina lucha topobiológica (lucha de especies por «ocupar el espacio») y que no es sino otra forma de decir «lucha por la vida». La segunda serÃa una selección secundaria de los grupos neuronales, que llevarÃa a la formación de mapas o patrones en los que se «dibuja» la memoria, de modo flexible, mediante sincronizaciones neuronales temporales (se trata, en suma, de apelar a la plasticidad sináptica y de hacer referencia a la ontogénesis en vez de la filogénesis del nivel anterior). La re-entrada, por último, serÃa un proceso dinámico en el que la constante interacción entre sistemas (lÃmbico y tálamo-cortical) permitirÃa categorizar las nuevas percepciones y modificar los mapas, siempre a partir de la memoria de valor, que impondrÃa unos lÃmites{4}.
El aprendizaje se explicarÃa por la consolidación de algunos de estos patrones, lo que sólo es posible en la medida en que la información del medio permanezca estable, ya que de otro modo los patrones mismos habrÃan de variar. La posibilidad misma de aprendizaje está determinada por la regularidad de la estimulación ambiental, de modo que los «mapas» son copias o representaciones del exterior, a pesar de la apelación a los circuitos autoorganizativos, las re-entradas, &c. El problema de los modelos interaccionistas es que intentan superar el fisicalismo simple (la conciencia se explica por leyes fÃsico-quÃmicas, de orden neuronal) introduciendo la idea de interacción con el mundo fÃsico externo al cerebro, pero para ello necesitan postular un representacionismo que duplica el mundo, mediante los «mapas neuronales». El mundo ha de representarse de algún modo para que el cerebro pueda trabajar con él, de manera que se cae de nuevo en el dualismo externo/interno tÃpico del mentalismo (contra el que se construyen precisamente estos modelos) pero sustituyendo ahora la mente por el cerebro.
De modo que la interacción se vuelve fundamental para Edelman porque con ella intenta superar el emergentismo simple de Crick (la conciencia emerge, como epifenómeno, al llegar a cierto nivel de organización cerebral). Pero al introducirla, lo único que hace es «recordarnos» que el cerebro «está» en el cuerpo (pero el cerebro no «está», sino que «es» cuerpo) y éste, a su vez, inmerso en su medio ambiente (aunque más que inmerso en el medio, dirÃamos que él mismo es medio para otros cuerpos y éstos, a su vez, para él), operando los tres de forma integrada. HabrÃa entonces un intercambio constante entre la información de los sentidos corporales –a través de los cuales se «accede» al mundo– y todo aquello que es recordado e imaginado (y que está en el cerebro en forma de «mapa»). Ahora bien, la conciencia misma sólo es posible, según Edelman, gracias a las interacciones reentrantes entre el tálamo y la corteza.
De modo que se introduce el entorno y el cuerpo pero la explicación recae de nuevo en el sistema nervioso. El mundo entorno parece más bien una excusa para el desarrollo de la capacidad cerebral de autoorganización y reconocimiento de patrones; mientras que el cuerpo se ofrece casi como una extensión ortopédico-biológica del cerebro hipostasiado, necesaria sin duda para que éste pueda manipular el medio. Frente a todo esto, habrÃa que decir que es más bien el cuerpo, en su integridad, el que actúa y el que se hace consciente en su actividad, de modo que la conciencia es siempre operatoria. No se niega, por supuesto, la importancia del sistema nervioso en esta actividad, pero puesto que los neurocientÃficos son tan amantes de las metáforas, quizá habrÃa que comenzar a presentar el cerebro más bien a la manera de una centralita telefónica automática que como un director ejecutivo que tomara decisiones.
Edelman diferencia también, frente a Crick, entre conciencia primaria y conciencia superior. La primera serÃa propia de los animales{5}: conciencia de «escenas» o experiencias concretas, sin sucesión temporal; mientras la segunda serÃa especÃficamente humana, sustentada en su capacidad simbólica (que incluye el lenguaje y la conciencia de sÃ). La conciencia superior requerirÃa del desarrollo del aparato larÃngeo de fonación y de las áreas del lenguaje del hemisferio izquierdo (Wernicke y Broca). Pero Edelman reduce la explicación de esta conciencia a un nuevo circuito interactivo, ahora entre las áreas que realizan la conversión simbólica (las ya referidas del lenguaje) y las preexistentes de la conciencia primaria, [7] de modo que no se evita el dualismo ya referido y el «yo» se entiende, no de un modo operatorio, sino como otra representación cerebral, esta vez conceptual, narrativa, posible porque el «mapa» neuronal no es ahora únicamente espacial o jerárquico («escenas») sino también temporal o sincrónico («narraciones»). En palabras de Vicente M. Simón, ahora se tiene la capacidad de «construir modelos de la realidad que permitan su manejo conceptual sin requerir la presencia de la realidad misma. La posibilidad de trabajar con estos modelos fuera del tiempo real (sic) es lo que hace posible escapar a la tiranÃa del presente recordado a la que se hallan sometidos aquellos seres que sólo poseen conciencia primaria». [8] Pero esta temporalidad o «emancipación de la tiranÃa» de la «realidad en tiempo real», no se consigue por la recursividad de las operaciones de un yo socialmente constituido, sino gracias a la sincronicidad de la circuiterÃa neuronal.
Desde una perspectiva monista y representacional, defendiendo también la interacción y la sincronicidad neuronal como mecanismos explicativos, Rodolfo Llinás afirma que el cerebro es la estructura que interactúa con la «información del medio», captándola, almacenándola, transformándola y transmitiéndola en diversas formas, desde movimientos hasta emociones. Este autor defiende que la conciencia existe ya en los organismos biológicos más primitivos (lo que viene a coincidir con las ideas de Teilhard de Chardin) por lo que la conciencia especÃficamente humana serÃa resultado de la evolución filogenética del sistema nervioso. La conciencia no surge del cerebro tras alcanzar éste una determinada estructura, sino que, en realidad, es el sistema nervioso mismo (todo organismo con sistema nervioso la tiene). La respuesta de contracción de una esponja a una estimulación directa serÃa ya una forma de conciencia. La conciencia humana serÃa más compleja únicamente porque es más complejo su sistema nervioso. La conciencia se puede entender entonces de una manera geológica, con diferentes capas; o como una ciudad, construida con diversos materiales a través de las épocas. Su arqueologÃa incluirÃa una capa prehistórica, una capa medieval, una capa renacentista, etc. Desde estas perspectivas neo-teilhardianas cada uno de nosotros llevarÃa dentro de su sistema nervioso la historia entera de la biologÃa del planeta. Este es el frÃvolo mecanismo explicativo que subyace a argumentos que presentan desde la psicopatÃa hasta la violencia doméstica como causadas por un supuesto «cerebro reptiliano».
Estas teorÃas y otras, como las de Howard Bloom{6}, se convierten en deudoras de las concepciones espiritualistas de Teilhard de Chardin y de las ideas de noosfera o esfera humana: esfera de reflexión y de invención consciente. Pero estos autores amplÃan de modo generoso el concepto, extendiéndolo a todos los niveles de complejidad de la materia viva, en defensa de una «conciencia planetaria» o «mente de la Tierra» (cuando el biólogo Francisco Varela conoció a Humberto Maturana, con el que trabajó durante años, le señaló que su interés era «el psiquismo del universo», a lo que Maturana respondió: «Muy bien, has llegado al lugar correcto. Comencemos por el ojo de la paloma») [9]. En realidad, estas teorÃas se ofrecen en lógica consonancia con otras que consideran el planeta como un ser vivo: si vive y respira, ¿por qué no va a tener también conciencia? El caso de Maturana y Varela{7} tampoco es diferente, no sólo por que sus ideas están teñidas de un espiritualismo panteÃsta muy latinoamericano, sino porque tampoco superan los problemas ya reseñados de las teorÃas de Edelman. AsÃ, aunque Varela dirija atinadas crÃticas hacia otras teorÃas representacionistas (a las que acusa de kantianas) y solipsistas (donde podrÃamos encajar, por ejemplo, la de Crick) [10] sus propias teorÃas intentaron superar estos lÃmites con conceptos como el de «clausura operacional del sistema nervioso», cuyo mayor «mérito» es introducir la acción como determinante del estado particular del sistema nervioso en cada momento. La (casi) siempre preterida conducta del organismo se recupera, poniéndola al mismo nivel que el estado mental o cerebral, de modo que ambos se co-determinan (sujeto y mundo se co-determinan, dice también la psicologÃa cognitivista de Bandura). Pero esta co-determinación, que se ofrece pretenciosamente con el término enacción, tomado de la filosofÃa, no es sino otra forma de nombrar la interacción: al fin y al cabo, el conocimiento sigue estando en el cerebro, aunque éste se vincule circularmente a la acción. El sujeto de conocimiento sigue siendo el cerebro hipostasiado, no la persona o el organismo como un todo.
El «último grito» en concepciones fisicalistas de la conciencia y que pretende ir más allá (o, para ser exactos, más abajo) del nivel neurobiológico, son las teorÃas que buscan la explicación de la conciencia en la mecánica cuántica. El autor más conocido de este enfoque es Roger Penrose, fÃsico famoso por sus trabajos junto a Stephen Hawking sobre la relatividad general, en los que desarrollaron los teoremas de las singularidades espacio-temporales. Al modo ya referido de Crick y otros cientÃficos, no duda en proponer una explicación de la conciencia desde su propio campo de estudio, la fÃsica cuántica.
Afirma Penrose que no podemos hallar la respuesta al problema de la conciencia en el nivel de las neuronas porque éstas son demasiado grandes: son ya objetos explicables mediante la fÃsica clásica. Como ésta no resuelve el «problema fuerte» de la neurociencia (como pasar de las conexiones neuronales a la experiencia de la conciencia) decide buscar aún más adentro: debemos escrutar el interior de la neurona y encontrar allà una estructura denominada citoesqueleto, que mantiene unida la célula y es el sistema de control para su funcionamiento.
El citoesqueleto contiene diminutas estructuras llamadas microtúbulos, los cuales desempeñan un papel decisivo en el funcionamiento de las sinapsis. La hipótesis que propone es la siguiente: «según el modo de ver que provisionalmente propongo, la conciencia serÃa alguna manifestación de este estado citoesquelético interno, cuánticamente trabado, y de su participación en la interacción entre niveles de actividad cuánticos y clásicos.» [11] Los microtúbulos fueron un hallazgo del anestesista Stuart Hameroff y otros investigadores de la Universidad de Arizona. En estas microestructuras «se detecta una anulación de la actividad ordinaria cuando los pacientes son anestesiados. Los microtúbulos contienen proteÃnas cuyo tamaño sà entrarÃa dentro de lo que es la escala en la cual se producen fenómenos cuánticos. De modo que tales fenómenos serÃan amplificados por los microtúbulos a la escala (biológica, no fÃsica, y menos cuántica) de las neuronas.» [12] Las consideraciones de Penrose a favor de estas entidades celulares como factores explicativos de la conciencia se apoyan en pseudo-argumentos del siguiente jaez: [13]
- Estas entidades existen en todo tipo de células, con lo que habrÃa una explicación para los comportamientos «complejos» de seres «simples» sin sistema nervioso desarrollado (el paramecio, por ejemplo)
- Puesto que cada neurona contiene una cantidad enorme de microtúbulos, el poder de computación del cerebro se incrementarÃa en un factor de 10 a la 13
- Dentro del microtúbulo podrÃa existir un estado especialmente ordenado del agua (agua «vicinal») que podrÃa ayudar a mantener el estado de coherencia cuántica buscado.
- La acción de los anestésicos generales podrÃa interferir en la actividad microtubular, hipótesis apoyada por el hecho de que estos anestésicos también actúan sobre seres simples como amebas o paramecios.
Como recuerdan Robles y Caballero, Penrose piensa en la «alternativa cuántica» al «descubrir» que los procesos cerebrales no pueden ser replicados por ningún ordenador. Pero, en realidad, no se explica muy bien qué tiene que ver todo este entramado con la conciencia. En realidad, el modelo cuántico peca de los mismos errores que los anteriores: el dualismo y el fisicalismo más reduccionista y simple: todo, incluso la conciencia, puede ser explicado mediante leyes fÃsicas (aunque sean las de la fÃsica cuántica).
El empeño de Penrose (y el de tantos otros investigadores de la neurociencia) se asemeja al de un obrero que cayera con su pala en un gran agujero. El hombre no sabe como salir de allà y la pala no le ayudará a conseguirlo, pero es la única herramienta que tiene a su alcance y además sabe usarla con destreza, de modo que comienza a cavar con ella. Cuanto más cava más se hunde, pero aún piensa ilusionado que si sigue intentándolo conseguirá su objetivo. Los neurocientÃficos trabajan con sus herramientas, convencidos de que si aún no han explicado la conciencia (con sus propias herramientas y en sus propios términos) es porque sus investigaciones están todavÃa en los primeros estadios. Por suerte para ellos, parece que ya no se puede «cavar más abajo» de los microtúbulos.
Todos estos modelos parten de un error habitual y común, que resulta de considerar el cerebro como la base de la conciencia. El mejor ejemplo de esta falacia son las teorÃas de Searle, que defiende de modo tajante que «deberÃan darse por sentados los fenómenos mentales […] de la misma manera que uno da por sentados los fenómenos digestivos en el estómago».[14] Este autor considera que la diferencia mente/cuerpo no es ontológica sino epistemológica (conocimiento en primera persona frente a conocimiento en tercera persona). La mente no es sino una cualidad o propiedad del cerebro, producto de su microestructura; pero aunque causada por mecanismos «micro» (impulsos electroquÃmicos, por ejemplo) no puede ser explicada en términos de esos mismos mecanismos. Se pretende buscar una explicación cientÃfica de la conciencia (considera muy importantes las teorÃas de Edelman) pero a la vez se rechaza que la objetividad cientÃfica pueda decir nada interesante respecto a ella. Se busca una objetividad diferente (frente a la cientÃfica) para explicar el reino de la mente, que serÃa el de la subjetividad y la apariencia: esto es asà debido a que la ontologÃa de los estados mentales es una ontologÃa de primera persona, distinta a la del resto de hechos fÃsicos. De modo que aunque los estados mentales son, en última instancia, fÃsicos, no pueden estudiarse del mismo modo pues su realidad consiste en su apariencia: son como a cada uno le parece que son. El resto de los hechos fÃsicos, en cambio, se presentarÃan con una diferencia entre la realidad de lo que se percibe y su apariencia. Como no se puede acceder cientÃficamente a esos estados mentales, puesto que son subjetivos (no pueden ser cientÃficamente objetivables) ha de hacerse por métodos indirectos: observando las conductas apropiadas y buscando los registros fisiológicos subyacentes, para atribuir al sujeto los correspondientes estados mentales. En resumidas cuentas, lo que llevan haciendo los enfoques reduccionistas (neurológicos, neurobiológicos, cognitivos, &c.) desde hace mucho tiempo. Las teorÃas de Searle son un buen soporte filosófico (con su correspondiente carga ideológica) para este tipo de pseudoexplicaciones cientifistas.
Contra todo ello habrÃa que decir que:
- como es habitual en explicaciones que se pretenden monistas, no se demuestra en ningún caso que «lo macro» sea un rasgo de lo «micro» o que emerja de él
- aunque se rechaza el fisicalismo, afirmando que la conciencia no puede explicarse por leyes fÃsicas, no se da una alternativa válida para entenderla; asà que, en realidad, a pesar de la importancia que se le concede, no se explica
- aunque se niegue, la supuesta diferencia epistemológica primera/tercera persona esconde un dualismo de dos ontologÃas diferentes (fÃsico/mental)
- la pretensión de estudiar de modo objetivo el ámbito de la subjetividad serÃa en cualquier caso descabellada, pues si la realidad subjetiva fuese la pura apariencia perceptiva, no puede analizarse en términos objetivos, que se fundamentan precisamente en verdades en las que el sujeto queda anulado
- el ámbito de la subjetividad y la conciencia no puede entenderse formado por percepciones puras, previas, sobrevenidas e indubitables sino como operatorio, que trabaja a nivel de fenómenos (y apariencias)
La alternativa a Searle –y con él a todas las concepciones neurobiológicas que hemos visto– pasa por considerar la conciencia como operatoria; la operación como corporal, sobre todo de tipo manual y fonético (no reducible, pues, al cerebro o al sistema nervioso); y al cuerpo mismo como formando parte de una totalidad de cuerpos. La conciencia es entonces necesariamente relacional, evitándose de este modo las falsas relaciones:
percepción=apariencia → «mundo mental».
Se puede afirmar ahora que la percepción subjetiva no es apariencia sino conocimiento verdadero y que sólo se convierte en apariencia en tanto lo que se percibe obstaculiza el conocimiento de lo que se conoce, tal como es conocido por otros sujetos. «Las apariencias implican la relación de un sujeto a más de dos objetos o disposiciones objetivas. El concepto de apariencia implica un componente práctico (obstrucción o facilitación) en relación a un sujeto operatorio, al margen del cual el concepto de apariencia se desvanece». Los fenómenos, por el contrario, «implican la relación de un objeto o disposición de objetos a más de un sujeto».[15] De modo que la conciencia no es una manifestación, epifenómeno o rasgo del sistema neuronal sino una operación, en todo caso, de una totalidad corpórea que actúa junto, frente, a través o en contra de otras.
Desde aproximaciones neurobiológicas puede entenderse también la conciencia, con pretensiones explicativas más modestas, como «alerta» o «vigilancia». Se alude entonces al grado de activación córtico-reticular o «arousal», que se despliega en una escala que va desde la vigilancia («estar despierto») hasta el sueño, pasando por distintos niveles intermedios (somnolencia). Por supuesto, el paso de un «estado de conciencia» a otro (alerta-sueño) es un hecho repetido y común a lo largo de la vida de una persona, convirtiéndose en problemático cuando deja de producirse (insomnio, narcolepsia{8}) o no lo hace con la suficiente fluidez. Lo cierto es que lo importante aquà es «estar alerta», independientemente de aquello ante lo que se está alerta (abstrayendo el medio).
También se utiliza desde esta perspectiva el término «lucidez», definido como la capacidad general de percibir el entorno y responder a él, pero también en ocasiones como «claridad de ideas» o «claridad de juicio», ofreciéndose entonces como su contrario la llamada «confusión mental». Su valor de uso (desde parámetros exclusivamente neurobiológicos) ha de residir en su sentido de adecuada percepción y respuesta al mundo entorno, mientras que la apelación a ideas claras o juicios correctos nos remite ya a otros planos explicativos de la conciencia{9}. La «lucidez» puede aceptarse si se ofrece como la necesaria contrapartida biológica (funcional-adaptativa) de la activación neurológica («alerta»), pero de ningún modo como «claridad de ideas», ya que el salto entre ambas concepciones no es meramente cuantitativo.
La lucidez implica de algún modo la luz, que ilumina los objetos a distancia con los que actuar (el entorno al que adaptarse) y ante los que se pone en marcha la alerta o vigilancia{10}, es decir, supone ver y actuar con claridad; no tanto pensar o juzgar con acierto. Tener «ideas claras», en cambio, requiere operaciones con conceptos, lo que supone un mundo social y culturalmente organizado, que no puede ser reducido a la escala neurobiológica.
En este sentido de percepción y respuesta al entorno se ofrecen los diferentes «estados confusionales» que recoge la investigación psicopatológica al uso, en una escala entre la lucidez y el coma:
- Lucidez: conciencia normal
- Estado oniroide: la persona está despierta pero le cuesta diferenciar entre lo real y lo imaginado
- Estado crepuscular: se actúa de modo automático, sin poder dar cuenta de lo que se está haciendo
- Torpor: dificultad para razonar y contestar con claridad, sin que haya sueño
- Estupor: la persona está despierta pero no contesta (mutismo) ni se mueve (acinesia)
- Obnubilación: sólo se reacciona ante estÃmulos fuertes
- Sopor: la capacidad de reacción es ya muy pequeña
- Coma: sólo hay actividad vegetativa, no cortical
En el estado oniroide, la respuesta se ve entorpecida por la influencia de estÃmulos imaginados (onÃricos), de modo que, aunque se reacciona al medio, éste aparece «contaminado» por dichos estÃmulos. El llamado estado crepuscular, habitual en epilépticos, no es un constructo unÃvoco, ya que se utiliza para dar cuenta de un nivel de conciencia que puede fluctuar desde una total desconexión del medio hasta cierta capacidad de respuesta parcial. Pero en general suele referirse a niveles de conciencia prácticamente normales, en los que sólo llama la atención el cambio de comportamiento, que se convierte en extraño o extravagante{11}. Las conductas y movimientos automáticos y las acciones que, tras las crisis, se describen como involuntarias, se vuelven habituales. En cualquier caso, aunque en la epilepsia se producen déficit a nivel neuronal{12}, lo relevante es que estos comportamientos no resultan adaptativos, no hay lucidez y se presenta confusión y desorientación, asà como lentitud en las respuestas verbales y en la ejecución de órdenes sencillas.
Los conceptos de conciencia usados hasta ahora nos sitúan, entonces, en la dimensión organÃsmica (individual) y lo hacen de un modo complementario. En otras palabras, el concepto de alerta (vigilancia) pone el énfasis en la activación nerviosa (componente «neuro») necesaria para una correcta o adaptada responsividad del organismo al medio (lucidez), que serÃa el componente «bio» del par neurobiológico{13}. Sin perjuicio de que puedan ofrecerse ambos por separado (abstrayendo el otro término del par) aunque tampoco debe llegarse a la conclusión de que lo neurológico es la base de lo biológico: la funcionalidad adaptativa del organismo en su medio es la que determina el desarrollo del sistema nervioso, tanto a nivel filogenético como ontogenético. Una explicación en términos neuronales de la conciencia como lucidez resultarÃa errónea, aunque sólo fuera por insuficiente.
El problema de estos conceptos es que resultan tautológicos. Se define la conciencia como «estar despierto» o «darse cuenta del entorno» pero esos términos no son sino formas diferentes de afirmar que el sujeto es o está consciente. Lo que habrÃa que cuestionar entonces es la necesidad de denominar como conciencia, de manera confusa, lo que ya se rotula de otras maneras.
Otro término que suele utilizarse desde perspectivas de corte neurobiológico, entendiéndolo como una dimensión de conciencia diferente a las anteriores, es el de autoconciencia o «conciencia de uno mismo». El asunto es que si se entiende como tal autoconciencia una adecuada capacidad de reacción al «mundo interno», no hay entonces entre este mundo y el «externo» más que una diferencia de localización de los estÃmulos: la autoconciencia serÃa una forma de lucidez o reactividad. Un animal que pone en marcha unas pautas de búsqueda de alimento ante señales propioceptivas de hambre está siendo consciente (reaccionando con lucidez). Un bebé que responde llorando ante este mismo tipo de señales está reaccionando también conscientemente. Este tipo de conciencia no nos sitúa, pues, ante un significado diferente, sino que nos remite al que ya hemos calificado de tautológico («conciencia es darse cuenta de las cosas»).
Intentando establecer una concepción de conciencia (autoconciencia) que sea exclusiva de la sensación interna, sin que se pueda hablarse de reacción o respuesta, el profesor de filosofÃa del MIT Ned Block (94, 95) [16] [17] distingue entre conciencia-P (P-consciousness) y conciencia-A (A-consciousness o conciencia de acceso). Defiende que la primera es una conciencia estrictamente fenoménica o experiencial{14} («la conciencia-P es la experiencia») mientras la segunda tendrÃa ya una funcionalidad, al integrarse en la relación del sujeto con el mundo. Pero lo que no explica Block es de qué modo podemos conocer la existencia de esta conciencia si no es precisamente a través de dicha relación. Aun más (utilizando el ejemplo anterior) si sabemos que el animal tiene hambre, no es porque leamos en su interior (intus-legere){15} ni porque intentemos percibir la situación como él, situándonos en su «campo fenoménico», sustituyéndole de algún modo al proyectar sobre él nuestra propia subjetividad operatoria{16}, sino porque percibimos el conjunto de sus operaciones:
«Es la construcción de una exterioridad: cuando percibo el movimiento de un animal como un “zarpazo”, no penetro en su interior, sino que inserto el segmento percibido de su movimiento en una trayectoria de conjunto.» Bueno (80) [19]
El «campo fenoménico» en el que nos situamos no es el del animal (o el bebé) sino que es el mundo mismo, el mundo construido a escala operatoria humana en el que el término hambre tiene significado. La cuestión es que si existiese esa conciencia «pura», entendida como «pura percepción» o «pura experiencia» sin funcionalidad, serÃa inaccesible.
«…no hay posibilidad de separar el orden sensible del orden inteligible, las percepciones de los pensamientos o, si se quiere, las intuiciones de los conceptos. Toda intuición contiene a la vez un concepto y todo concepto contiene una percepción.» Bueno, op. cit. [20]
Asà pues, la «autoconciencia», entendida como «lucidez» o responsividad a estÃmulos corporales internos, requiere, en realidad, de una construcción «desde fuera», apotética. Los «estÃmulos internos» se hacen conscientes cuando se ofrecen a distancia: sea la distancia entre diferentes partes del cuerpo, sea la distancia a que se ofrecen las operaciones para el observador.{17} En cambio, los procesos paratéticos del organismo (celulares, neuronales, &c.) se dan precisamente a nivel automático, inconsciente. Por ello, como dijimos, los procesos neurológicos resultan insuficientes por sà mismos para explicar la percepción y respuesta adecuada al entorno (incluyendo en él lo que hay «bajo la piel»). El «mundo interno» de la sensaciones estimulares corporales no puede presentarse, entonces, como un modo diferente de conciencia.
Sin embargo, cuando se habla de autoconciencia, el sentido que se suele utilizar es diferente, haciendo hincapié no tanto en uno mismo como fuente de estimulación, sino más bien en el conocimiento de lo que uno hace y lo que uno es: «conciencia sobre la propia conciencia». El propio Block (1994, pág. 213) la define como «la posesión de un concepto de yo (self) y la habilidad para utilizar este concepto para pensar acerca de uno mismo»{18}. Las anteriores «dimensiones de conciencia» son, por decirlo asÃ, basales, en el sentido de que si se ven alteradas, se verá alterado el comportamiento en su conjunto, pero esto no significa que la autoconciencia pueda ser explicada por ellas. Esta dimensión hace referencia ya a operaciones verbales, especÃficamente humanas (lenguaje doblemente articulado) que suponen una equivalencia funcional entre los conceptos y las situaciones (y otras operaciones no-verbales). Al modo como la conciencia, entendida como lucidez, no puede entenderse sin el entorno (no puede explicarse por el sistema nervioso, aunque lo suponga), la autoconciencia no puede reducirse a las anteriores dimensiones de conciencia, ya que requiere de un mundo organizado socialmente, que es el que proporciona precisamente el significado de las operaciones verbales. En este sentido, la autoconciencia puede entenderse como la forma de conciencia especÃficamente humana, la forma misma en que «se manifiesta como activo el ser social del hombre…» (Bueno, op. cit., pág. 85)
En una crisis epiléptica que curse con un estado crepuscular, se ofrece como alterada la autoconciencia, pero esto no nos obliga a afirmar que la epilepsia sea un problema de comprensión del «yo» o un trastorno psicológico (un error cognitivo, una inadecuada conducta verbal) sino más bien que la capacidad de dar cuenta de lo que uno hace requiere, como cualquier otra conducta, de un adecuado funcionamiento general del sistema nervioso; sin que ello signifique que el buen funcionamiento pueda, por sà mismo, explicar dicha capacidad (o cualquier otra conducta). Al modo como, por ejemplo, una lesión nerviosa puede causar parálisis en una mano, sin que eso nos diga nada acerca de la «parálisis del guante» que podÃa «sufrir» una histérica, cuyo sistema nervioso funcionaba perfectamente.
En este sentido, «el trastorno mental se verÃa […] como el despliegue de una serie de acciones recÃprocas entre diversos actores y no […] como algo debido al presunto disfuncionamiento de algún mecanismo interno. Se entiende que los trastornos mentales presuponen una cultura que organiza tanto el funcionamiento normal de la vida como el mal funcionamiento cuando sea el caso» (Marino Pérez Ãlvarez, La contingencia generalizada-discriminada como drama.) [21]
Podemos establecer, pues, tres modos diferentes de decir la conciencia, que serÃan los siguientes:
- Capacidad de alarma (arousal): atención, alerta, exhibida por animales con sistema nervioso, con aprendizaje (conductas aprendidas) o sin él.
- Lucidez (awareness): darse cuenta del entorno, mostrada por animales con sistema nervioso desarrollado, pero no por animales con conductas innatas, sin aprendizaje.
- Autoconciencia (consciousness): darse cuenta del Mundo y percibir las propias conductas, integradas en él. Requiere lenguaje doblemente articulado.
Pero la cuestión, entonces, es que el funcionamiento de esta autoconciencia, nos remite a la cultura que será la que determine su buen funcionamiento, y nos aleja radicalmente de cualquier posible explicación reduccionista de corte neurobiológico.
Si utilizáramos aquà una escala figurada de autoconciencia, su extremo serÃa el insight o «toma de conciencia», entendido, no a la manera de la Gestalt, como un descubrimiento súbito{19} sino a la manera freudiana, como una interpretación, aunque el «material a interpretar» no haya que buscarlo en las profundidades del psiquismo sino en la profundidad del mundo (a lo lejos). Pero este material se presenta ya organizado y la propia interpretación (o interpretaciones) está dada socialmente, por lo que no puede depender de la estructura (o la función) del cerebro ni de la mera adaptación biológica a un nicho ecológico, sino que descansa en un mundo social previamente organizado (grupos, clases, instituciones). La autoconciencia, como conciencia especÃficamente humana, no puede ser entendida ya de un modo subjetivo, sino trascendiendo lo individual; es, en suma, una «conciencia objetiva»:
«[…] el concepto de “conciencia objetiva” (conciencia social, supraindividual, no en el sentido de una conciencia sin ‘sujeto’, sino en el sentido de una conciencia que viene impuesta al sujeto en tanto éste está siendo moldeado por otros sujetos del grupo social). Y debe ser desconectado del concepto de conciencia subjetiva, que nos remite a una conciencia individual, perceptual, distinta y opuesta a la conciencia objetiva.» [22]
En el otro extremo de la escala no estarÃan las conductas automáticas del epiléptico (o del sonámbulo), ni la incapacidad básica de sentir dolor o ver un objeto{20} (todo ello depende del funcionamiento correcto de otros niveles de conciencia) sino más bien la incapacidad para comprender el funcionamiento general de las cosas, la pérdida del contacto con el sentido común (el sentido de los otros), la idiotez moral. Por ello resulta tan absurdo pretender explicar lo que trasciende los cuerpos individuales, lo que está más allá de la piel, desde perspectivas reduccionistas que miran hacia dentro de ella, incluso cuando se ofrece la interacción como contrapartida.
Las explicaciones, no ya de corte neurobiológico, sino incluso las psicológicas, en el sentido estrictamente conductual-funcional del término (no en el psico-histórico) resultan insuficientes para explicar la conciencia (especÃfica) humana, por lo que se hace necesaria una explicación que tenga en cuenta su carácter supra-individual. La conciencia se da en el conocimiento compartido con otros, es un «saber con» (cum-scire), como la define Ferrater Mora en su Diccionario de FilosofÃa[23]. Saber compartido y moldeado por otros incluso cuando se da «dentro de una sola persona, con referencia a los diversos hechos o actos de su vida» (ibÃdem). Precisamente, este carácter de la conciencia supraindividual que «se vuelve hacia dentro», hacia uno mismo, es el que nos permite hablar de conciencia psicológica y de conciencia moral (la voz de la conciencia) pero sólo porque se reflexiona sobre los propios actos en cuanto que se ajustan mejor o peor a modelos genéricos culturales de comportamiento (psicologÃa) o a patrones de normas y valores propios de grupos especÃficos (moral), sin perjuicio de que ambos tipos de reflexión puedan interseccionar o confundirse entre sÃ. La razón para el auge de la neurociencia o ciencia cognitiva quizá haya que buscarlo entonces en motivaciones de tipo ideológico, que escapan ya al objetivo de este trabajo. [Puede verse al respecto el artÃculo de Robles y Caballero anteriormente citado.]
De modo que el «concepto de yo (self) y la habilidad para utilizar este concepto para pensar acerca de uno mismo» al que hacÃa referencia Block, es un producto social, fruto además de una cultura muy determinada, la cultura moderna occidental. Lo que nos dota de una identidad individual, de la conciencia de uno mismo, del yo reconocible, claro y distinto, es precisamente, por decirlo con términos de la psicologÃa conductista, el refuerzo de los otros. La identidad misma es el refuerzo social. Pero también lo social nos enfrenta a otros y, de ese modo, a nosotros mismos, en tanto que integrados y moldeados por grupos diferentes, en cuanto que sometidos irremediablemente a planos contradictorios, a trayectorias contrapuestas, a desajustes, a conflictos. La conciencia no ha de entenderse entonces de un modo correlacional, como propia de un sujeto, un organismo (o un cerebro hipostasiado) que es «consciente del entorno que le rodea», sino en un sentido relacional, entendiendo a la persona enclasada en grupos que lo someten a conflicto de modo inevitable:
«La conciencia se nos define entonces, por tanto, como ese mismo conflicto, cuando en un punto individual, se llegan a hacer presentes los desajustes o las inconmensurabilidades […] asociados a diversos grupos, de los cuales los individuos forman parte. La conciencia es algo asà como una percepción de diferencias y, por tanto, es siempre conciencia práctica (operatoria).» [24]
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Referencias
[1] http://www.uchile.cl/instituto/medicina/boletin/boletinxxxv
[2] Rodolfo Llinás (2003), El cerebro y el mito del yo. El papel de las neuronas en el pensamiento y el comportamiento humanos, Editorial Norma, Bogotá.
[3] http://www.tendencias21.net/index.php?action=article&id_article=67982
[4] Francis Crick (2003), La hipótesis sorprendente. La búsqueda cientÃfica del alma, Editorial Debate.
[5] John R. Searle, «Los misterios de la mente I y II», artÃculos publicados en la revista Vuelta, nº 231 y nº 232, febrero y marzo 1996, México.
[6] G. M. Edelman (1990), Bright air, brilliant fire. On the matter of mind, Basic Books, Nueva York. Este libro es una sistematización de las teorÃas de este autor, recogidas en tres libros anteriores: Neural darwinism (1987); Topobiology (1988) y The remembered present (1989).
[7] Traducción de Carlos Muñoz Gutiérrez del capÃtulo 10 de Wider than the sky, (2004), «The phenomenal gift of consciousness». Yale University Press. http://serbal.pntic.mec.es/~cmunoz11/index.html
[8] Vicente M. Simón (2000), «La conciencia humana: integración y complejidad», Psicothema, vol. 12, nº 1, págs. 15-24
[9] Francisco Aboitiz, «SincronÃa, conciencia y el “problema duro” de la neuro-ciencia»:, Rev. Chil. Neuro-Psiquiat., 2001; 39: 281-5.
[10] Francisco Varela (1990), Las ciencias cognitivas: tendencias y perspectivas, Editorial Gedisa, Barcelona.
[11] R. Penrose (1996), Las sombras de la mente, CrÃtica, Barcelona.
[12] F. J. Robles & V. Caballero, «Mentalismo mágico y sociedad telemática», Cuaderno de materiales, nº 18.
http://www.filosofia.net/materiales/num/num18/Mentalismo1.htm
[13] R. Penrose, op. cit.
[14] John R. Searle (1996), El redescubrimiento de la mente, CrÃtica, Barcelona.
[15] http://symploke.trujaman.org/index.php?title=Apariencia
[16] N. Block (1994), «Consciousness», En S. Guttenplan (Comp.), A Companion to the Philosophy of Mind, Blackwell, Oxford.
[17] N. Block (1995), «On a confusion about a function of consciousness», Behavioral and Brain Sciences, 18, 227-247.
[18] T. Nagel (1974), «What Is It Like to Be a Bat?», Philosophical Review, 83 (4) 435-450. En N. Block, O. Flanagan y G. Güzeldere (comps.), The Nature of Consciousness, MIT Press, Cambridge, MA.
[19] Gustavo Bueno (1980), El individuo en la historia. Comentario a un texto de Aristóteles, Poética, 1451b. Discurso inaugural del Curso 1980-81, Universidad de Oviedo, pág. 79.
[20] Gustavo Bueno, Op. cit., págs. 60-61.
[21] http://www.metapsicologia.com/articles.php?do=viewart&id=9&cat=10
[22] Pelayo GarcÃa Sierra, Diccionario filosófico [297]
[23] José Ferrater Mora (1976), Diccionario de filosofÃa, Alianza Editorial, Madrid.
[24] Pelayo GarcÃa Sierra, Diccionario filosófico [302]
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Notas
{1} Carlos Muñoz Gutiérrez, en un artÃculo en el que comenta las teorÃas de Edelman dice: «podemos entonces decir que una ciencia nueva ha colonizado el ámbito del saber, ha colocado a sus gentes en instituciones y ha creado hogares donde habitar. Desde muchas direcciones, a través de muchos caminos se llega a esta nueva ciudad que se ha llamado neurociencia o ciencia cognitiva. http://aparterei.com
{2} James Watson no le va a la zaga: en una entrevista en la BBC de Londres afirmó, sin rastro de ironÃa, que la estupidez humana es una enfermedad y que algún dÃa logrará ser curada.
{3} Se postula un factor genético de inteligencia (G de Spearman) o una «inteligencia fluida», frente a otra «cristalizada» o cultural (Cattell). Pero, si existiera inteligencia tal ¿cómo podrÃa accederse a ella? Se habla de test libres de influencias culturales (matrices de Raven, por ejemplo) como si el mero hecho de responder a un test no fuese ya algo cultural. La inteligencia debe entenderse como algo normativo, relacionado siempre con diversos niveles de acceso a patrones culturales por parte de distintas personas.
{4} Edelman le confiere a este sistema básico una «memoria de valor», entendiendo asà que la configuración primaria «recuerda» aquello que es bueno para el mantenimiento vital del organismo. La percepción se categoriza entonces (buena/mala) antes de pasar a modificar el mapa.
{5} También la del hemisferio cerebral derecho del hombre: si se realizara una callosotomÃa, deberÃa presentar una conciencia inmediata y sucesiva, que es supuestamente la conciencia de un animal.
{6} Para este autor, hay un «cerebro global» que no es sólo humano sino que está tejido entre todas las especies. Una masa mental que anuda los continentes, los océanos y los cielos.
{7} Varela impulsó un paradigma de investigación llamado «neurofenomenologÃa», en el que intentó conciliar la investigación neurobiológica y su experiencia relacionada con la práctica budista.
{8} Personas con lesiones en la formación reticular pueden llegar a dormir durante dÃas.
{9} Salvo que entendamos que un animal que se adapta adecuadamente hace ‘juicios’ o tiene ‘ideas’.
{10} Muchos animales no necesitan, obviamente, de la luz para desarrollar sus conductas adaptativas, pero se entiende que el concepto está construido a la escala funcional humana.
{11} De hecho, suele ser habitual en crisis epilépticas, pero es fácil que en ocasiones se diagnostique como un trastorno psiquiátrico.
{12} En concreto, una hipersincronización neuronal, que extiende la actividad nerviosa de unas neuronas a otras, como una mancha de aceite.
{13} Se entiende que las situaciones de falta de lucidez o alerta son ‘normales’ y se presentan en muchas situaciones (tras un sueño profundo, una comida copiosa o un shock momentáneo) pero se ofrecen como patológicas cuando se hacen estables, cuando se convierten en verdaderos ‘estados de conciencia’.
{14} En palabras de Nagel: «lo-que-se-siente» (what-it’s-like) (Nagel, 1974) [18]
{15} Lo que serÃa mentalismo.
{16} El concepto de ’empatÃa’ de la psicologÃa humanista.
{17} Incluso cuando el observador es uno mismo: los métodos introspeccionistas de la psicofÃsica requerÃan de la comunicación verbal de lo sentido y sus resultados estaban viciados por el entrenamiento previo.
{18} Aunque considera que cae dentro del ámbito de las explicaciones del conexionismo, la neurociencia cognitiva, &c.
{19} Un cambio perceptivo, a partir de un cambio neurológico, fruto a su vez de un cambio fÃsico en el entorno, en función todo ello de un isomorfismo universal postulado ad-hoc precisamente para justificar el insight
{20} V.g.: en el blindshigt o visión ciega, producida por lesiones en el área visual primaria, se pierde la conciencia de percepción visual, aunque queda cierta capacidad de discriminación no consciente.
El cerebro como pseudoexplicación
Las teorÃas neurobiológicas de la conciencia
Publicado en El Catoblepas
CrÃtica de las teorÃas neurobiológicas de la conciencia, entendiendo que son incapaces, por su fisicalismo grosero, de dar cuenta de lo que pretenden explicar
Resulta un tópico muy socorrido en cÃrculos cientÃficos definir el siglo XXI como «el siglo del cerebro». Se defiende que el estudio de su estructura y funcionamiento debe aportar datos fundamentales para la comprensión no sólo del comportamiento humano (es común hablar de «las bases neurológicas de la conducta») sino además, y particularmente, del fenómeno de la conciencia. Se buscan de este modo bases neurológicas para dar cuenta de cuestiones consideradas hasta ahora parte del campo de estudio de otras categorÃas, como la psicologÃa, las ciencias sociales o las ciencias humanas. La búsqueda pasa a considerarse, además, tema central e imprescindible para un correcto cierre de estas disciplinas, llamadas genéricamente neurociencias (o neurociencia, en claro intento unificador{1}):
«Dilucidar el origen biológico de la conciencia parece ser un tema crucial de las neurociencias, a tal punto que puede sostenerse que mientras no se esclarezca la génesis de la autognosis, de la conciencia, del "yo", la neurobiologÃa parecerá trunca e indefinida.» Dr. Sergio Ferrer Ducaud. Academia de Medicina de Chile. [1]
Estas posiciones cientÃficas se ofrecen como materialistas (por oposición a otras tachadas de espiritualistas o metafÃsicas) aunque en realidad no suelen superar un fisicalismo reduccionista y simple. El materialismo que defienden es decididamente monista y precisamente por ello, como veremos, incapaz de dar cuenta cabal del problema de que se trata. Un destacado neurocientÃfico, Rodolfo Llinás, afirma que para comprender la naturaleza de la conciencia el requisito primordial es disponer de una perspectiva apropiada:
«asà como la sociedad occidental, sumida en el pensamiento dualista, debe cambiar de orientación para captar las premisas elementales de la filosofÃa monista, también es necesario un cambio fundamental de perspectiva para abordar la naturaleza neurobiológica de la mente».[2]
Lo cierto es que el tema se ha convertido en recurrente y ha trascendido el ámbito estrictamente cientÃfico, constituyéndose como lugar común en todo tipo de publicaciones, tertulias, programas divulgativos, &c. Un ejemplo que desarrolla lo que decimos, extraÃdo de un portal generalista de Internet, es el siguiente:
«La conciencia humana se genera en la parte posterior del córtex cerebral. Descubiertos los mecanismos neuronales que permiten al cerebro darse cuenta del entorno y de los procesos subjetivos. El córtex es la región del cerebro que genera la conciencia del entorno y de uno mismo, según una investigación que describe por vez primera los mecanismos neuronales del psiquismo humano. Aunque la investigación sobre la formación de la conciencia está aún en un estado primitivo, sus autores consideran que las facultades de nuestro cerebro pueden explicarse totalmente por la interacción de las células nerviosas.» [3]
Como se puede apreciar, se considera la conciencia una facultad del cerebro, cuya explicación puede encontrarse, en última instancia, en la interacción de sus neuronas.
Verdad es que la información se codea con otras de la talla de: «la ciencia ya experimenta con hÃbridos que son mitad hombres, mitad animales»; «las comunidades de insectos generan sus propios estados policiales» o «el Universo inicial era lÃquido». Pero esto no supone tanto un menoscabo a la validez de las teorÃas neurobiológicas de la conciencia cuanto la evidencia de que han pasado a formar parte del acervo «cientÃfico» popular.
La perspectiva neurobiológica parece haberse convertido en el acercamiento idóneo para aquellas personas que, no admitiendo ya enfoques religiosos o mentalistas, buscan una explicación «cientÃfica» a las realidades humanas «más profundas». Todo lo cual viene a ofrecerse, por supuesto, en consonancia con el «espÃritu laicista» propio de los tiempos que corren. Se ha sustituido, en alguna medida, la creencia religiosa por una ingenua fe en la Ciencia, de modo que no puede sino confiarse en ella para que descubra las causas últimas de la conducta, la subjetividad o la conciencia.
En su libro La hipótesis sorprendente. La búsqueda cientÃfica del alma,[4] Crick afirma que «la conciencia es una banal fusión de neuronas del cerebro». Además, recuerda al lector que «tú, tus alegrÃas y tus penas, tus recuerdos y tus ambiciones, tu sentido de identidad personal y libre albedrÃo, no son de hecho más que el comportamiento de un gran agregado de células nerviosas y las moléculas que se les asocian». La conciencia no se entiende como algo propio de la persona, ni siquiera del organismo, sino exclusivamente del cerebro: un epifenómeno, un producto que brota de una determinada arquitectura neuronal. Se considera una propiedad emergente, que no puede ser explicada únicamente por las partes cerebrales, ni siquiera por su interacción, sino sólo por la estructura total del sistema. No es el funcionamiento el que la genera (la mente no es función del cerebro) sino el orden espacial que alcanzan los componentes del sistema nervioso humano en un momento dado de su evolución. Lo que parece obviarse o preterirse, es que esa misma evolución del sistema nervioso sólo ha sido posible por el funcionamiento del organismo como un todo.
La conciencia se entiende entonces como conocimiento (por ejemplo, de «tus alegrÃas, tus penas», &c.) pero éste, desde la perspectiva reduccionista neurológica de Crick, sólo puede entenderse a su vez como un conjunto de procesos de aferencia sensorial que dan lugar a actos motores, asà como sus correspondientes patrones neurales jerárquicos donde quede «representado». Esto es lo que defiende también la psicologÃa cognitiva: el conocimiento no es una acción, directa y necesariamente ligada a sus consecuencias (para uno mismo y para otros) sino un proceso que ocurre a nivel neurológico. El conocimiento es algo diferente y previo a su manifestación, entendiendo que puede comprobarse verdaderamente su existencia con técnicas de neuroimagen; en otras palabras: mediante la observación de una pantalla digital donde diferentes zonas encefálicas cambian de color en función de lo que hace un sujeto.
Las teorÃas de Gerald Edelman, por su parte, se presentan como dotadas de una complejidad de la que carecen las de Crick. Las diferencias fundamentales serÃan, por un lado, la introducción de la interacción, con la que intenta superarse la explicación emergentista y, por otro, el concepto de mapa. Para el filósofo John Searle, de la Universidad de Berkeley, la teorÃa neurobiológica de Edelman es la más profunda y completa por su idea de «mapa neuronal»: «la primera idea esencial para Edelman es la noción de mapa. Un mapa es una capa de neuronas del cerebro, los puntos de la cual están vinculados sistemáticamente con los puntos correspondientes de una capa de células receptoras, como la superficie de la piel o la retina del ojo. Los mapas pueden también vincularse con otros mapas.» [5] Sin embargo, Crick ya hablaba de circuitos en los que las neuronas entran en contacto, formando patrones más o menos estables de intercambio electro-quÃmico. Aunque la idea de mapa parece más flexible, menos estructural, lo cierto es que también Crick afirmaba que la sincronÃa neuronal es temporal, no de estructuras. De modo que la supuesta diferencia entre ambas teorÃas es más bien una similitud constante en este tipo de enfoques: su carácter representacional.
Edelman parte de sus trabajos sobre inmunologÃa, por los que recibió el Nobel de Medicina en 1972, en los que defiende que el funcionamiento del sistema inmunológico no depende de un repertorio fijo de anticuerpos sino de una selección de aquellos que mejor se adaptan a la estructura de los cuerpos extraños: los seleccionados se replicarán en la cantidad necesaria para combatirlos. El sistema se presenta entonces como selectivo, en el sentido darwiniano del término. Su teorÃa de la selección del grupo de neuronas (TNGS) [6] concibe el funcionamiento del cerebro del mismo modo selectivo-evolutivo, a tres niveles: en el desarrollo biológico, conforme se completan las conexiones neuronales más básicas, que garantizan y regulan las funciones fisiológicas necesarias para la existencia (troncoencéfalo y sistema lÃmbico); mediante la experiencia, que permitirÃa incorporar nuevas conexiones (corteza y tálamo); y en la dimensión de re-entrada o comunicación en ambos sentidos.
El primer nivel hace referencia a una selección primaria, que consolidarÃa una codificación genética determinada, sólo posible por lo que Edelman denomina lucha topobiológica (lucha de especies por «ocupar el espacio») y que no es sino otra forma de decir «lucha por la vida». La segunda serÃa una selección secundaria de los grupos neuronales, que llevarÃa a la formación de mapas o patrones en los que se «dibuja» la memoria, de modo flexible, mediante sincronizaciones neuronales temporales (se trata, en suma, de apelar a la plasticidad sináptica y de hacer referencia a la ontogénesis en vez de la filogénesis del nivel anterior). La re-entrada, por último, serÃa un proceso dinámico en el que la constante interacción entre sistemas (lÃmbico y tálamo-cortical) permitirÃa categorizar las nuevas percepciones y modificar los mapas, siempre a partir de la memoria de valor, que impondrÃa unos lÃmites{4}.
El aprendizaje se explicarÃa por la consolidación de algunos de estos patrones, lo que sólo es posible en la medida en que la información del medio permanezca estable, ya que de otro modo los patrones mismos habrÃan de variar. La posibilidad misma de aprendizaje está determinada por la regularidad de la estimulación ambiental, de modo que los «mapas» son copias o representaciones del exterior, a pesar de la apelación a los circuitos autoorganizativos, las re-entradas, &c. El problema de los modelos interaccionistas es que intentan superar el fisicalismo simple (la conciencia se explica por leyes fÃsico-quÃmicas, de orden neuronal) introduciendo la idea de interacción con el mundo fÃsico externo al cerebro, pero para ello necesitan postular un representacionismo que duplica el mundo, mediante los «mapas neuronales». El mundo ha de representarse de algún modo para que el cerebro pueda trabajar con él, de manera que se cae de nuevo en el dualismo externo/interno tÃpico del mentalismo (contra el que se construyen precisamente estos modelos) pero sustituyendo ahora la mente por el cerebro.
De modo que la interacción se vuelve fundamental para Edelman porque con ella intenta superar el emergentismo simple de Crick (la conciencia emerge, como epifenómeno, al llegar a cierto nivel de organización cerebral). Pero al introducirla, lo único que hace es «recordarnos» que el cerebro «está» en el cuerpo (pero el cerebro no «está», sino que «es» cuerpo) y éste, a su vez, inmerso en su medio ambiente (aunque más que inmerso en el medio, dirÃamos que él mismo es medio para otros cuerpos y éstos, a su vez, para él), operando los tres de forma integrada. HabrÃa entonces un intercambio constante entre la información de los sentidos corporales –a través de los cuales se «accede» al mundo– y todo aquello que es recordado e imaginado (y que está en el cerebro en forma de «mapa»). Ahora bien, la conciencia misma sólo es posible, según Edelman, gracias a las interacciones reentrantes entre el tálamo y la corteza.
De modo que se introduce el entorno y el cuerpo pero la explicación recae de nuevo en el sistema nervioso. El mundo entorno parece más bien una excusa para el desarrollo de la capacidad cerebral de autoorganización y reconocimiento de patrones; mientras que el cuerpo se ofrece casi como una extensión ortopédico-biológica del cerebro hipostasiado, necesaria sin duda para que éste pueda manipular el medio. Frente a todo esto, habrÃa que decir que es más bien el cuerpo, en su integridad, el que actúa y el que se hace consciente en su actividad, de modo que la conciencia es siempre operatoria. No se niega, por supuesto, la importancia del sistema nervioso en esta actividad, pero puesto que los neurocientÃficos son tan amantes de las metáforas, quizá habrÃa que comenzar a presentar el cerebro más bien a la manera de una centralita telefónica automática que como un director ejecutivo que tomara decisiones.
Edelman diferencia también, frente a Crick, entre conciencia primaria y conciencia superior. La primera serÃa propia de los animales{5}: conciencia de «escenas» o experiencias concretas, sin sucesión temporal; mientras la segunda serÃa especÃficamente humana, sustentada en su capacidad simbólica (que incluye el lenguaje y la conciencia de sÃ). La conciencia superior requerirÃa del desarrollo del aparato larÃngeo de fonación y de las áreas del lenguaje del hemisferio izquierdo (Wernicke y Broca). Pero Edelman reduce la explicación de esta conciencia a un nuevo circuito interactivo, ahora entre las áreas que realizan la conversión simbólica (las ya referidas del lenguaje) y las preexistentes de la conciencia primaria, [7] de modo que no se evita el dualismo ya referido y el «yo» se entiende, no de un modo operatorio, sino como otra representación cerebral, esta vez conceptual, narrativa, posible porque el «mapa» neuronal no es ahora únicamente espacial o jerárquico («escenas») sino también temporal o sincrónico («narraciones»). En palabras de Vicente M. Simón, ahora se tiene la capacidad de «construir modelos de la realidad que permitan su manejo conceptual sin requerir la presencia de la realidad misma. La posibilidad de trabajar con estos modelos fuera del tiempo real (sic) es lo que hace posible escapar a la tiranÃa del presente recordado a la que se hallan sometidos aquellos seres que sólo poseen conciencia primaria». [8] Pero esta temporalidad o «emancipación de la tiranÃa» de la «realidad en tiempo real», no se consigue por la recursividad de las operaciones de un yo socialmente constituido, sino gracias a la sincronicidad de la circuiterÃa neuronal.
Estas teorÃas y otras, como las de Howard Bloom{6}, se convierten en deudoras de las concepciones espiritualistas de Teilhard de Chardin y de las ideas de noosfera o esfera humana: esfera de reflexión y de invención consciente. Pero estos autores amplÃan de modo generoso el concepto, extendiéndolo a todos los niveles de complejidad de la materia viva, en defensa de una «conciencia planetaria» o «mente de la Tierra» (cuando el biólogo Francisco Varela conoció a Humberto Maturana, con el que trabajó durante años, le señaló que su interés era «el psiquismo del universo», a lo que Maturana respondió: «Muy bien, has llegado al lugar correcto. Comencemos por el ojo de la paloma») [9]. En realidad, estas teorÃas se ofrecen en lógica consonancia con otras que consideran el planeta como un ser vivo: si vive y respira, ¿por qué no va a tener también conciencia? El caso de Maturana y Varela{7} tampoco es diferente, no sólo por que sus ideas están teñidas de un espiritualismo panteÃsta muy latinoamericano, sino porque tampoco superan los problemas ya reseñados de las teorÃas de Edelman. AsÃ, aunque Varela dirija atinadas crÃticas hacia otras teorÃas representacionistas (a las que acusa de kantianas) y solipsistas (donde podrÃamos encajar, por ejemplo, la de Crick) [10] sus propias teorÃas intentaron superar estos lÃmites con conceptos como el de «clausura operacional del sistema nervioso», cuyo mayor «mérito» es introducir la acción como determinante del estado particular del sistema nervioso en cada momento. La (casi) siempre preterida conducta del organismo se recupera, poniéndola al mismo nivel que el estado mental o cerebral, de modo que ambos se co-determinan (sujeto y mundo se co-determinan, dice también la psicologÃa cognitivista de Bandura). Pero esta co-determinación, que se ofrece pretenciosamente con el término enacción, tomado de la filosofÃa, no es sino otra forma de nombrar la interacción: al fin y al cabo, el conocimiento sigue estando en el cerebro, aunque éste se vincule circularmente a la acción. El sujeto de conocimiento sigue siendo el cerebro hipostasiado, no la persona o el organismo como un todo.
El «último grito» en concepciones fisicalistas de la conciencia y que pretende ir más allá (o, para ser exactos, más abajo) del nivel neurobiológico, son las teorÃas que buscan la explicación de la conciencia en la mecánica cuántica. El autor más conocido de este enfoque es Roger Penrose, fÃsico famoso por sus trabajos junto a Stephen Hawking sobre la relatividad general, en los que desarrollaron los teoremas de las singularidades espacio-temporales. Al modo ya referido de Crick y otros cientÃficos, no duda en proponer una explicación de la conciencia desde su propio campo de estudio, la fÃsica cuántica.
Afirma Penrose que no podemos hallar la respuesta al problema de la conciencia en el nivel de las neuronas porque éstas son demasiado grandes: son ya objetos explicables mediante la fÃsica clásica. Como ésta no resuelve el «problema fuerte» de la neurociencia (como pasar de las conexiones neuronales a la experiencia de la conciencia) decide buscar aún más adentro: debemos escrutar el interior de la neurona y encontrar allà una estructura denominada citoesqueleto, que mantiene unida la célula y es el sistema de control para su funcionamiento.
El citoesqueleto contiene diminutas estructuras llamadas microtúbulos, los cuales desempeñan un papel decisivo en el funcionamiento de las sinapsis. La hipótesis que propone es la siguiente: «según el modo de ver que provisionalmente propongo, la conciencia serÃa alguna manifestación de este estado citoesquelético interno, cuánticamente trabado, y de su participación en la interacción entre niveles de actividad cuánticos y clásicos.» [11] Los microtúbulos fueron un hallazgo del anestesista Stuart Hameroff y otros investigadores de la Universidad de Arizona. En estas microestructuras «se detecta una anulación de la actividad ordinaria cuando los pacientes son anestesiados. Los microtúbulos contienen proteÃnas cuyo tamaño sà entrarÃa dentro de lo que es la escala en la cual se producen fenómenos cuánticos. De modo que tales fenómenos serÃan amplificados por los microtúbulos a la escala (biológica, no fÃsica, y menos cuántica) de las neuronas.» [12] Las consideraciones de Penrose a favor de estas entidades celulares como factores explicativos de la conciencia se apoyan en pseudo-argumentos del siguiente jaez: [13]
- Estas entidades existen en todo tipo de células, con lo que habrÃa una explicación para los comportamientos «complejos» de seres «simples» sin sistema nervioso desarrollado (el paramecio, por ejemplo)
- Puesto que cada neurona contiene una cantidad enorme de microtúbulos, el poder de computación del cerebro se incrementarÃa en un factor de 10 a la 13
- Dentro del microtúbulo podrÃa existir un estado especialmente ordenado del agua (agua «vicinal») que podrÃa ayudar a mantener el estado de coherencia cuántica buscado.
- La acción de los anestésicos generales podrÃa interferir en la actividad microtubular, hipótesis apoyada por el hecho de que estos anestésicos también actúan sobre seres simples como amebas o paramecios.
Como recuerdan Robles y Caballero, Penrose piensa en la «alternativa cuántica» al «descubrir» que los procesos cerebrales no pueden ser replicados por ningún ordenador. Pero, en realidad, no se explica muy bien qué tiene que ver todo este entramado con la conciencia. En realidad, el modelo cuántico peca de los mismos errores que los anteriores: el dualismo y el fisicalismo más reduccionista y simple: todo, incluso la conciencia, puede ser explicado mediante leyes fÃsicas (aunque sean las de la fÃsica cuántica).
El empeño de Penrose (y el de tantos otros investigadores de la neurociencia) se asemeja al de un obrero que cayera con su pala en un gran agujero. El hombre no sabe como salir de allà y la pala no le ayudará a conseguirlo, pero es la única herramienta que tiene a su alcance y además sabe usarla con destreza, de modo que comienza a cavar con ella. Cuanto más cava más se hunde, pero aún piensa ilusionado que si sigue intentándolo conseguirá su objetivo. Los neurocientÃficos trabajan con sus herramientas, convencidos de que si aún no han explicado la conciencia (con sus propias herramientas y en sus propios términos) es porque sus investigaciones están todavÃa en los primeros estadios. Por suerte para ellos, parece que ya no se puede «cavar más abajo» de los microtúbulos.
Todos estos modelos parten de un error habitual y común, que resulta de considerar el cerebro como la base de la conciencia. El mejor ejemplo de esta falacia son las teorÃas de Searle, que defiende de modo tajante que «deberÃan darse por sentados los fenómenos mentales [...] de la misma manera que uno da por sentados los fenómenos digestivos en el estómago».[14] Este autor considera que la diferencia mente/cuerpo no es ontológica sino epistemológica (conocimiento en primera persona frente a conocimiento en tercera persona). La mente no es sino una cualidad o propiedad del cerebro, producto de su microestructura; pero aunque causada por mecanismos «micro» (impulsos electroquÃmicos, por ejemplo) no puede ser explicada en términos de esos mismos mecanismos. Se pretende buscar una explicación cientÃfica de la conciencia (considera muy importantes las teorÃas de Edelman) pero a la vez se rechaza que la objetividad cientÃfica pueda decir nada interesante respecto a ella. Se busca una objetividad diferente (frente a la cientÃfica) para explicar el reino de la mente, que serÃa el de la subjetividad y la apariencia: esto es asà debido a que la ontologÃa de los estados mentales es una ontologÃa de primera persona, distinta a la del resto de hechos fÃsicos. De modo que aunque los estados mentales son, en última instancia, fÃsicos, no pueden estudiarse del mismo modo pues su realidad consiste en su apariencia: son como a cada uno le parece que son. El resto de los hechos fÃsicos, en cambio, se presentarÃan con una diferencia entre la realidad de lo que se percibe y su apariencia. Como no se puede acceder cientÃficamente a esos estados mentales, puesto que son subjetivos (no pueden ser cientÃficamente objetivables) ha de hacerse por métodos indirectos: observando las conductas apropiadas y buscando los registros fisiológicos subyacentes, para atribuir al sujeto los correspondientes estados mentales. En resumidas cuentas, lo que llevan haciendo los enfoques reduccionistas (neurológicos, neurobiológicos, cognitivos, &c.) desde hace mucho tiempo. Las teorÃas de Searle son un buen soporte filosófico (con su correspondiente carga ideológica) para este tipo de pseudoexplicaciones cientifistas.
Contra todo ello habrÃa que decir que:
- como es habitual en explicaciones que se pretenden monistas, no se demuestra en ningún caso que «lo macro» sea un rasgo de lo «micro» o que emerja de él
- aunque se rechaza el fisicalismo, afirmando que la conciencia no puede explicarse por leyes fÃsicas, no se da una alternativa válida para entenderla; asà que, en realidad, a pesar de la importancia que se le concede, no se explica
- aunque se niegue, la supuesta diferencia epistemológica primera/tercera persona esconde un dualismo de dos ontologÃas diferentes (fÃsico/mental)
- la pretensión de estudiar de modo objetivo el ámbito de la subjetividad serÃa en cualquier caso descabellada, pues si la realidad subjetiva fuese la pura apariencia perceptiva, no puede analizarse en términos objetivos, que se fundamentan precisamente en verdades en las que el sujeto queda anulado
- el ámbito de la subjetividad y la conciencia no puede entenderse formado por percepciones puras, previas, sobrevenidas e indubitables sino como operatorio, que trabaja a nivel de fenómenos (y apariencias)
La alternativa a Searle –y con él a todas las concepciones neurobiológicas que hemos visto– pasa por considerar la conciencia como operatoria; la operación como corporal, sobre todo de tipo manual y fonético (no reducible, pues, al cerebro o al sistema nervioso); y al cuerpo mismo como formando parte de una totalidad de cuerpos. La conciencia es entonces necesariamente relacional, evitándose de este modo las falsas relaciones:
percepción=apariencia → «mundo mental».
Se puede afirmar ahora que la percepción subjetiva no es apariencia sino conocimiento verdadero y que sólo se convierte en apariencia en tanto lo que se percibe obstaculiza el conocimiento de lo que se conoce, tal como es conocido por otros sujetos. «Las apariencias implican la relación de un sujeto a más de dos objetos o disposiciones objetivas. El concepto de apariencia implica un componente práctico (obstrucción o facilitación) en relación a un sujeto operatorio, al margen del cual el concepto de apariencia se desvanece». Los fenómenos, por el contrario, «implican la relación de un objeto o disposición de objetos a más de un sujeto».[15] De modo que la conciencia no es una manifestación, epifenómeno o rasgo del sistema neuronal sino una operación, en todo caso, de una totalidad corpórea que actúa junto, frente, a través o en contra de otras.
También se utiliza desde esta perspectiva el término «lucidez», definido como la capacidad general de percibir el entorno y responder a él, pero también en ocasiones como «claridad de ideas» o «claridad de juicio», ofreciéndose entonces como su contrario la llamada «confusión mental». Su valor de uso (desde parámetros exclusivamente neurobiológicos) ha de residir en su sentido de adecuada percepción y respuesta al mundo entorno, mientras que la apelación a ideas claras o juicios correctos nos remite ya a otros planos explicativos de la conciencia{9}. La «lucidez» puede aceptarse si se ofrece como la necesaria contrapartida biológica (funcional-adaptativa) de la activación neurológica («alerta»), pero de ningún modo como «claridad de ideas», ya que el salto entre ambas concepciones no es meramente cuantitativo.
La lucidez implica de algún modo la luz, que ilumina los objetos a distancia con los que actuar (el entorno al que adaptarse) y ante los que se pone en marcha la alerta o vigilancia{10}, es decir, supone ver y actuar con claridad; no tanto pensar o juzgar con acierto. Tener «ideas claras», en cambio, requiere operaciones con conceptos, lo que supone un mundo social y culturalmente organizado, que no puede ser reducido a la escala neurobiológica.
En este sentido de percepción y respuesta al entorno se ofrecen los diferentes «estados confusionales» que recoge la investigación psicopatológica al uso, en una escala entre la lucidez y el coma:
- Lucidez: conciencia normal
- Estado oniroide: la persona está despierta pero le cuesta diferenciar entre lo real y lo imaginado
- Estado crepuscular: se actúa de modo automático, sin poder dar cuenta de lo que se está haciendo
- Torpor: dificultad para razonar y contestar con claridad, sin que haya sueño
- Estupor: la persona está despierta pero no contesta (mutismo) ni se mueve (acinesia)
- Obnubilación: sólo se reacciona ante estÃmulos fuertes
- Sopor: la capacidad de reacción es ya muy pequeña
- Coma: sólo hay actividad vegetativa, no cortical
En el estado oniroide, la respuesta se ve entorpecida por la influencia de estÃmulos imaginados (onÃricos), de modo que, aunque se reacciona al medio, éste aparece «contaminado» por dichos estÃmulos. El llamado estado crepuscular, habitual en epilépticos, no es un constructo unÃvoco, ya que se utiliza para dar cuenta de un nivel de conciencia que puede fluctuar desde una total desconexión del medio hasta cierta capacidad de respuesta parcial. Pero en general suele referirse a niveles de conciencia prácticamente normales, en los que sólo llama la atención el cambio de comportamiento, que se convierte en extraño o extravagante{11}. Las conductas y movimientos automáticos y las acciones que, tras las crisis, se describen como involuntarias, se vuelven habituales. En cualquier caso, aunque en la epilepsia se producen déficit a nivel neuronal{12}, lo relevante es que estos comportamientos no resultan adaptativos, no hay lucidez y se presenta confusión y desorientación, asà como lentitud en las respuestas verbales y en la ejecución de órdenes sencillas.
Los conceptos de conciencia usados hasta ahora nos sitúan, entonces, en la dimensión organÃsmica (individual) y lo hacen de un modo complementario. En otras palabras, el concepto de alerta (vigilancia) pone el énfasis en la activación nerviosa (componente «neuro») necesaria para una correcta o adaptada responsividad del organismo al medio (lucidez), que serÃa el componente «bio» del par neurobiológico{13}. Sin perjuicio de que puedan ofrecerse ambos por separado (abstrayendo el otro término del par) aunque tampoco debe llegarse a la conclusión de que lo neurológico es la base de lo biológico: la funcionalidad adaptativa del organismo en su medio es la que determina el desarrollo del sistema nervioso, tanto a nivel filogenético como ontogenético. Una explicación en términos neuronales de la conciencia como lucidez resultarÃa errónea, aunque sólo fuera por insuficiente.
El problema de estos conceptos es que resultan tautológicos. Se define la conciencia como «estar despierto» o «darse cuenta del entorno» pero esos términos no son sino formas diferentes de afirmar que el sujeto es o está consciente. Lo que habrÃa que cuestionar entonces es la necesidad de denominar como conciencia, de manera confusa, lo que ya se rotula de otras maneras.
Intentando establecer una concepción de conciencia (autoconciencia) que sea exclusiva de la sensación interna, sin que se pueda hablarse de reacción o respuesta, el profesor de filosofÃa del MIT Ned Block (94, 95) [16] [17] distingue entre conciencia-P (P-consciousness) y conciencia-A (A-consciousness o conciencia de acceso). Defiende que la primera es una conciencia estrictamente fenoménica o experiencial{14} («la conciencia-P es la experiencia») mientras la segunda tendrÃa ya una funcionalidad, al integrarse en la relación del sujeto con el mundo. Pero lo que no explica Block es de qué modo podemos conocer la existencia de esta conciencia si no es precisamente a través de dicha relación. Aun más (utilizando el ejemplo anterior) si sabemos que el animal tiene hambre, no es porque leamos en su interior (intus-legere){15} ni porque intentemos percibir la situación como él, situándonos en su «campo fenoménico», sustituyéndole de algún modo al proyectar sobre él nuestra propia subjetividad operatoria{16}, sino porque percibimos el conjunto de sus operaciones:
«Es la construcción de una exterioridad: cuando percibo el movimiento de un animal como un "zarpazo", no penetro en su interior, sino que inserto el segmento percibido de su movimiento en una trayectoria de conjunto.» Bueno (80) [19]
El «campo fenoménico» en el que nos situamos no es el del animal (o el bebé) sino que es el mundo mismo, el mundo construido a escala operatoria humana en el que el término hambre tiene significado. La cuestión es que si existiese esa conciencia «pura», entendida como «pura percepción» o «pura experiencia» sin funcionalidad, serÃa inaccesible.
«...no hay posibilidad de separar el orden sensible del orden inteligible, las percepciones de los pensamientos o, si se quiere, las intuiciones de los conceptos. Toda intuición contiene a la vez un concepto y todo concepto contiene una percepción.» Bueno, op. cit. [20]
Asà pues, la «autoconciencia», entendida como «lucidez» o responsividad a estÃmulos corporales internos, requiere, en realidad, de una construcción «desde fuera», apotética. Los «estÃmulos internos» se hacen conscientes cuando se ofrecen a distancia: sea la distancia entre diferentes partes del cuerpo, sea la distancia a que se ofrecen las operaciones para el observador.{17} En cambio, los procesos paratéticos del organismo (celulares, neuronales, &c.) se dan precisamente a nivel automático, inconsciente. Por ello, como dijimos, los procesos neurológicos resultan insuficientes por sà mismos para explicar la percepción y respuesta adecuada al entorno (incluyendo en él lo que hay «bajo la piel»). El «mundo interno» de la sensaciones estimulares corporales no puede presentarse, entonces, como un modo diferente de conciencia.
Sin embargo, cuando se habla de autoconciencia, el sentido que se suele utilizar es diferente, haciendo hincapié no tanto en uno mismo como fuente de estimulación, sino más bien en el conocimiento de lo que uno hace y lo que uno es: «conciencia sobre la propia conciencia». El propio Block (1994, pág. 213) la define como «la posesión de un concepto de yo (self) y la habilidad para utilizar este concepto para pensar acerca de uno mismo»{18}. Las anteriores «dimensiones de conciencia» son, por decirlo asÃ, basales, en el sentido de que si se ven alteradas, se verá alterado el comportamiento en su conjunto, pero esto no significa que la autoconciencia pueda ser explicada por ellas. Esta dimensión hace referencia ya a operaciones verbales, especÃficamente humanas (lenguaje doblemente articulado) que suponen una equivalencia funcional entre los conceptos y las situaciones (y otras operaciones no-verbales). Al modo como la conciencia, entendida como lucidez, no puede entenderse sin el entorno (no puede explicarse por el sistema nervioso, aunque lo suponga), la autoconciencia no puede reducirse a las anteriores dimensiones de conciencia, ya que requiere de un mundo organizado socialmente, que es el que proporciona precisamente el significado de las operaciones verbales. En este sentido, la autoconciencia puede entenderse como la forma de conciencia especÃficamente humana, la forma misma en que «se manifiesta como activo el ser social del hombre...» (Bueno, op. cit., pág. 85)
En una crisis epiléptica que curse con un estado crepuscular, se ofrece como alterada la autoconciencia, pero esto no nos obliga a afirmar que la epilepsia sea un problema de comprensión del «yo» o un trastorno psicológico (un error cognitivo, una inadecuada conducta verbal) sino más bien que la capacidad de dar cuenta de lo que uno hace requiere, como cualquier otra conducta, de un adecuado funcionamiento general del sistema nervioso; sin que ello signifique que el buen funcionamiento pueda, por sà mismo, explicar dicha capacidad (o cualquier otra conducta). Al modo como, por ejemplo, una lesión nerviosa puede causar parálisis en una mano, sin que eso nos diga nada acerca de la «parálisis del guante» que podÃa «sufrir» una histérica, cuyo sistema nervioso funcionaba perfectamente.
En este sentido, «el trastorno mental se verÃa [...] como el despliegue de una serie de acciones recÃprocas entre diversos actores y no [...] como algo debido al presunto disfuncionamiento de algún mecanismo interno. Se entiende que los trastornos mentales presuponen una cultura que organiza tanto el funcionamiento normal de la vida como el mal funcionamiento cuando sea el caso» (Marino Pérez Ãlvarez, La contingencia generalizada-discriminada como drama.) [21]
Podemos establecer, pues, tres modos diferentes de decir la conciencia, que serÃan los siguientes:
- Capacidad de alarma (arousal): atención, alerta, exhibida por animales con sistema nervioso, con aprendizaje (conductas aprendidas) o sin él.
- Lucidez (awareness): darse cuenta del entorno, mostrada por animales con sistema nervioso desarrollado, pero no por animales con conductas innatas, sin aprendizaje.
- Autoconciencia (consciousness): darse cuenta del Mundo y percibir las propias conductas, integradas en él. Requiere lenguaje doblemente articulado.
Pero la cuestión, entonces, es que el funcionamiento de esta autoconciencia, nos remite a la cultura que será la que determine su buen funcionamiento, y nos aleja radicalmente de cualquier posible explicación reduccionista de corte neurobiológico.
Si utilizáramos aquà una escala figurada de autoconciencia, su extremo serÃa el insight o «toma de conciencia», entendido, no a la manera de la Gestalt, como un descubrimiento súbito{19} sino a la manera freudiana, como una interpretación, aunque el «material a interpretar» no haya que buscarlo en las profundidades del psiquismo sino en la profundidad del mundo (a lo lejos). Pero este material se presenta ya organizado y la propia interpretación (o interpretaciones) está dada socialmente, por lo que no puede depender de la estructura (o la función) del cerebro ni de la mera adaptación biológica a un nicho ecológico, sino que descansa en un mundo social previamente organizado (grupos, clases, instituciones). La autoconciencia, como conciencia especÃficamente humana, no puede ser entendida ya de un modo subjetivo, sino trascendiendo lo individual; es, en suma, una «conciencia objetiva»:
«[...] el concepto de "conciencia objetiva" (conciencia social, supraindividual, no en el sentido de una conciencia sin 'sujeto', sino en el sentido de una conciencia que viene impuesta al sujeto en tanto éste está siendo moldeado por otros sujetos del grupo social). Y debe ser desconectado del concepto de conciencia subjetiva, que nos remite a una conciencia individual, perceptual, distinta y opuesta a la conciencia objetiva.» [22]
En el otro extremo de la escala no estarÃan las conductas automáticas del epiléptico (o del sonámbulo), ni la incapacidad básica de sentir dolor o ver un objeto{20} (todo ello depende del funcionamiento correcto de otros niveles de conciencia) sino más bien la incapacidad para comprender el funcionamiento general de las cosas, la pérdida del contacto con el sentido común (el sentido de los otros), la idiotez moral. Por ello resulta tan absurdo pretender explicar lo que trasciende los cuerpos individuales, lo que está más allá de la piel, desde perspectivas reduccionistas que miran hacia dentro de ella, incluso cuando se ofrece la interacción como contrapartida.
Las explicaciones, no ya de corte neurobiológico, sino incluso las psicológicas, en el sentido estrictamente conductual-funcional del término (no en el psico-histórico) resultan insuficientes para explicar la conciencia (especÃfica) humana, por lo que se hace necesaria una explicación que tenga en cuenta su carácter supra-individual. La conciencia se da en el conocimiento compartido con otros, es un «saber con» (cum-scire), como la define Ferrater Mora en su Diccionario de FilosofÃa[23]. Saber compartido y moldeado por otros incluso cuando se da «dentro de una sola persona, con referencia a los diversos hechos o actos de su vida» (ibÃdem). Precisamente, este carácter de la conciencia supraindividual que «se vuelve hacia dentro», hacia uno mismo, es el que nos permite hablar de conciencia psicológica y de conciencia moral (la voz de la conciencia) pero sólo porque se reflexiona sobre los propios actos en cuanto que se ajustan mejor o peor a modelos genéricos culturales de comportamiento (psicologÃa) o a patrones de normas y valores propios de grupos especÃficos (moral), sin perjuicio de que ambos tipos de reflexión puedan interseccionar o confundirse entre sÃ. La razón para el auge de la neurociencia o ciencia cognitiva quizá haya que buscarlo entonces en motivaciones de tipo ideológico, que escapan ya al objetivo de este trabajo. [Puede verse al respecto el artÃculo de Robles y Caballero anteriormente citado.]
De modo que el «concepto de yo (self) y la habilidad para utilizar este concepto para pensar acerca de uno mismo» al que hacÃa referencia Block, es un producto social, fruto además de una cultura muy determinada, la cultura moderna occidental. Lo que nos dota de una identidad individual, de la conciencia de uno mismo, del yo reconocible, claro y distinto, es precisamente, por decirlo con términos de la psicologÃa conductista, el refuerzo de los otros. La identidad misma es el refuerzo social. Pero también lo social nos enfrenta a otros y, de ese modo, a nosotros mismos, en tanto que integrados y moldeados por grupos diferentes, en cuanto que sometidos irremediablemente a planos contradictorios, a trayectorias contrapuestas, a desajustes, a conflictos. La conciencia no ha de entenderse entonces de un modo correlacional, como propia de un sujeto, un organismo (o un cerebro hipostasiado) que es «consciente del entorno que le rodea», sino en un sentido relacional, entendiendo a la persona enclasada en grupos que lo someten a conflicto de modo inevitable:
«La conciencia se nos define entonces, por tanto, como ese mismo conflicto, cuando en un punto individual, se llegan a hacer presentes los desajustes o las inconmensurabilidades [...] asociados a diversos grupos, de los cuales los individuos forman parte. La conciencia es algo asà como una percepción de diferencias y, por tanto, es siempre conciencia práctica (operatoria).» [24]
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Referencias
[1] http://www.uchile.cl/instituto/medicina/boletin/boletinxxxv
[2] Rodolfo Llinás (2003), El cerebro y el mito del yo. El papel de las neuronas en el pensamiento y el comportamiento humanos, Editorial Norma, Bogotá.
[3] http://www.tendencias21.net/index.php?action=article&id_article=67982
[4] Francis Crick (2003), La hipótesis sorprendente. La búsqueda cientÃfica del alma, Editorial Debate.
[5] John R. Searle, «Los misterios de la mente I y II», artÃculos publicados en la revista Vuelta, nº 231 y nº 232, febrero y marzo 1996, México.
[6] G. M. Edelman (1990), Bright air, brilliant fire. On the matter of mind, Basic Books, Nueva York. Este libro es una sistematización de las teorÃas de este autor, recogidas en tres libros anteriores: Neural darwinism (1987); Topobiology (1988) y The remembered present (1989).
[7] Traducción de Carlos Muñoz Gutiérrez del capÃtulo 10 de Wider than the sky, (2004), «The phenomenal gift of consciousness». Yale University Press. http://serbal.pntic.mec.es/~cmunoz11/index.html
[8] Vicente M. Simón (2000), «La conciencia humana: integración y complejidad», Psicothema, vol. 12, nº 1, págs. 15-24
[9] Francisco Aboitiz, «SincronÃa, conciencia y el "problema duro" de la neuro-ciencia»:, Rev. Chil. Neuro-Psiquiat., 2001; 39: 281-5.
[10] Francisco Varela (1990), Las ciencias cognitivas: tendencias y perspectivas, Editorial Gedisa, Barcelona.
[11] R. Penrose (1996), Las sombras de la mente, CrÃtica, Barcelona.
[12] F. J. Robles & V. Caballero, «Mentalismo mágico y sociedad telemática», Cuaderno de materiales, nº 18.
http://www.filosofia.net/materiales/num/num18/Mentalismo1.htm
[13] R. Penrose, op. cit.
[14] John R. Searle (1996), El redescubrimiento de la mente, CrÃtica, Barcelona.
[15] http://symploke.trujaman.org/index.php?title=Apariencia
[16] N. Block (1994), «Consciousness», En S. Guttenplan (Comp.), A Companion to the Philosophy of Mind, Blackwell, Oxford.
[17] N. Block (1995), «On a confusion about a function of consciousness», Behavioral and Brain Sciences, 18, 227-247.
[18] T. Nagel (1974), «What Is It Like to Be a Bat?», Philosophical Review, 83 (4) 435-450. En N. Block, O. Flanagan y G. Güzeldere (comps.), The Nature of Consciousness, MIT Press, Cambridge, MA.
[19] Gustavo Bueno (1980), El individuo en la historia. Comentario a un texto de Aristóteles, Poética, 1451b. Discurso inaugural del Curso 1980-81, Universidad de Oviedo, pág. 79.
[20] Gustavo Bueno, Op. cit., págs. 60-61.
[21] http://www.metapsicologia.com/articles.php?do=viewart&id=9&cat=10
[22] Pelayo GarcÃa Sierra, Diccionario filosófico [297]
[23] José Ferrater Mora (1976), Diccionario de filosofÃa, Alianza Editorial, Madrid.
[24] Pelayo GarcÃa Sierra, Diccionario filosófico [302]
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Notas
{1} Carlos Muñoz Gutiérrez, en un artÃculo en el que comenta las teorÃas de Edelman dice: «podemos entonces decir que una ciencia nueva ha colonizado el ámbito del saber, ha colocado a sus gentes en instituciones y ha creado hogares donde habitar. Desde muchas direcciones, a través de muchos caminos se llega a esta nueva ciudad que se ha llamado neurociencia o ciencia cognitiva. http://aparterei.com
{2} James Watson no le va a la zaga: en una entrevista en la BBC de Londres afirmó, sin rastro de ironÃa, que la estupidez humana es una enfermedad y que algún dÃa logrará ser curada.
{3} Se postula un factor genético de inteligencia (G de Spearman) o una «inteligencia fluida», frente a otra «cristalizada» o cultural (Cattell). Pero, si existiera inteligencia tal ¿cómo podrÃa accederse a ella? Se habla de test libres de influencias culturales (matrices de Raven, por ejemplo) como si el mero hecho de responder a un test no fuese ya algo cultural. La inteligencia debe entenderse como algo normativo, relacionado siempre con diversos niveles de acceso a patrones culturales por parte de distintas personas.
{4} Edelman le confiere a este sistema básico una «memoria de valor», entendiendo asà que la configuración primaria «recuerda» aquello que es bueno para el mantenimiento vital del organismo. La percepción se categoriza entonces (buena/mala) antes de pasar a modificar el mapa.
{5} También la del hemisferio cerebral derecho del hombre: si se realizara una callosotomÃa, deberÃa presentar una conciencia inmediata y sucesiva, que es supuestamente la conciencia de un animal.
{6} Para este autor, hay un «cerebro global» que no es sólo humano sino que está tejido entre todas las especies. Una masa mental que anuda los continentes, los océanos y los cielos.
{7} Varela impulsó un paradigma de investigación llamado «neurofenomenologÃa», en el que intentó conciliar la investigación neurobiológica y su experiencia relacionada con la práctica budista.
{8} Personas con lesiones en la formación reticular pueden llegar a dormir durante dÃas.
{9} Salvo que entendamos que un animal que se adapta adecuadamente hace 'juicios' o tiene 'ideas'.
{10} Muchos animales no necesitan, obviamente, de la luz para desarrollar sus conductas adaptativas, pero se entiende que el concepto está construido a la escala funcional humana.
{11} De hecho, suele ser habitual en crisis epilépticas, pero es fácil que en ocasiones se diagnostique como un trastorno psiquiátrico.
{12} En concreto, una hipersincronización neuronal, que extiende la actividad nerviosa de unas neuronas a otras, como una mancha de aceite.
{13} Se entiende que las situaciones de falta de lucidez o alerta son 'normales' y se presentan en muchas situaciones (tras un sueño profundo, una comida copiosa o un shock momentáneo) pero se ofrecen como patológicas cuando se hacen estables, cuando se convierten en verdaderos 'estados de conciencia'.
{14} En palabras de Nagel: «lo-que-se-siente» (what-it's-like) (Nagel, 1974) [18]
{15} Lo que serÃa mentalismo.
{16} El concepto de 'empatÃa' de la psicologÃa humanista.
{17} Incluso cuando el observador es uno mismo: los métodos introspeccionistas de la psicofÃsica requerÃan de la comunicación verbal de lo sentido y sus resultados estaban viciados por el entrenamiento previo.
{18} Aunque considera que cae dentro del ámbito de las explicaciones del conexionismo, la neurociencia cognitiva, &c.
{19} Un cambio perceptivo, a partir de un cambio neurológico, fruto a su vez de un cambio fÃsico en el entorno, en función todo ello de un isomorfismo universal postulado ad-hoc precisamente para justificar el insight
{20} V.g.: en el blindshigt o visión ciega, producida por lesiones en el área visual primaria, se pierde la conciencia de percepción visual, aunque queda cierta capacidad de discriminación no consciente.
Los dioses ateos
Eugenio Gómez Segura y Antonio Piñero
Publicado en diario La Rioja digital
J. Ratzinger, teólogo cuya carrera profesional le ha aupado a la jefatura del Estado Vaticano, dijo en su reciente visita a Madrid: «SÃ, hay muchos que, creyéndose dioses, piensan no tener necesidad de más raÃces ni cimientos que ellos mismos», ha asegurado. «DesearÃan decidir por sà solos lo que es verdad o no, lo que es bueno o malo, lo justo o lo injusto; decidir quién es digno de vivir o puede ser sacrificado en aras de otras preferencias».
Quiero puntualizar la primera frase de este texto (la segunda se descalifica por sà sola viendo la actitud católica respecto a la labor legislativa de nuestro Estado y por asociar ateÃsmo con aborto).
Que alguien se reconozca como ateo no es cuestión de creerse un dios; quiere decir no poder precisar la presencia de divinidades, ni atender a juicios de valor que penden de ellas, y pensar que no hay razón para suponer que existen. Pero esta consideración del ateÃsmo como postura reflexionada no es la que abunda en el cuerpo de creyentes, que suelen afirmar que uno es ateo porque no ha experimentado la verdadera desgracia en su vida, dando a entender que es más bien una osada enfermedad que pasa con la madurez.
En realidad, esto no es cierto: los ateos pueden haber sufrido horrorosamente y haber actuado con una dignidad modélica para todos. Es más, estos humanos desafortunados afirman que son más ateos por su experiencia, y no parecen mostrar carencias de maduración, ni cognitivas, etc.; más bien han digerido ya lo que supone saber que, sin posibilidad real de entender, según la condición humana, una causa o un destino apropiados a cada vida y a cada conciencia, vivimos para morir. Pero el caso es que la decisión reflexiva, voluntaria, de recoger la experiencia vital tanto personal como social, analizarla y vivir según ese análisis exclusivamente humano y por fuerza humilde, no puede ser soportada por quien es infalible por definición humana y sanción ¿divina?, acostumbrado a ser temido, obedecido, acatado y aclamado por sus seguidores. Suena gracioso, pero no lo es.
Veamos quién es más dios: quien asume su imperfección fÃsica y mental, su imposibilidad de conocer lo que imperiosamente necesita conocer (su causa, su finalidad), o quien desde una atalaya que, construida con los mismos argumentos de búsqueda y la misma voluntad consciente, dicta moral tras dar un salto en el vacÃo intelectual que perfectamente puede ser interpretado como un fraude a uno mismo dada la voluntaria aceptación de un secreto inencontrable que arregla todo, panacea auténtica de nuestros lÃmites, y que permite vivir anestesiado la realidad que podemos conocer.
Sencillamente, los ateos no se creen dioses y se contentan con lo que tienen; el católico, el creyente de cualquier religión, se cree su salto mortal y pasa a una postura que se resume en el axioma de que el ateÃsmo es una enfermedad de juventud.
Pablo de Tarso, el fundador del cristianismo, ya vio el problema de este salto (1 Cor. 15, 17-19): «Pues si los muertos no son resucitados, tampoco Cristo fue resucitado; y si Cristo no fue resucitado, nuestra confianza es equivocada, todavÃa estáis en vuestros pecados, y los que murieron Cristo mediante perecieron. Si en esta vida hemos confiado en Cristo solamente, somos los más dignos de compasión de todos los hombres».
Pero lo resolvió mediante un gracioso juego de palabras: los creyentes no son los más dignos de compasión sino quienes compadecen; son de hecho los más acertados, y lo demuestran con su camaleónica capacidad para llegar al éxito sin importar nada ni nadie, como ejemplificó su fundador (1 Cor. 9, 23): «[.] me convertà en cualquier cosa para cualquiera con la idea de salvar a algunos. Hago cualquier cosa por la buena noticia con tal de llegar a ser partÃcipe de la misma».
Un ejemplo de esto es el tramposo uso simbólico hecho de los jóvenes cristianos en Madrid, porque las actitudes mostradas, su felicidad y alegrÃa, supuesta imagen de la acción de la gracia divina sobre los creyentes, también son demasiado tiernas, poco maduras; en realidad, ese joven vive con la soberbia de su plenitud fÃsica y su futuro por hacer, su voluntad poco domada por la vida, su inexperiencia del horror. Su alegrÃa es, en efecto, tan sospechosa como el talante ateo.
Para terminar, el humilde jefe del Estado Vaticano también ruega por los ateos, y eso supone una envanecida mediación, pues se considera único intermediario o más próximo y eficiente ante el poder supremo. Aunque no es de extrañar: esa vinculación a la autoridad es natural según los postulados del fundador, que ya vislumbró la conveniencia de abrazar la erótica del mandar para sobrevivir a los siglos (Romanos 13, 1-6): «Sométase toda alma a las autoridades constituidas, pues no hay autoridad no constituida por Dios, y las que existen, por Dios han sido constituidas. De modo que, quien se opone a la autoridad, se resiste al orden divino, y los que resisten se atraerán sobre sà mismos la condenación. Por lo tanto, es preciso someterse, no sólo por temor al castigo, sino también en conciencia.».
Los dioses ateos
Eugenio Gómez Segura
Publicado en diario La Rioja digital
J. Ratzinger, teólogo cuya carrera profesional le ha aupado a la jefatura del Estado Vaticano, dijo en su reciente visita a Madrid: «SÃ, hay muchos que, creyéndose dioses, piensan no tener necesidad de más raÃces ni cimientos que ellos mismos», ha asegurado. «DesearÃan decidir por sà solos lo que es verdad o no, lo que es bueno o malo, lo justo o lo injusto; decidir quién es digno de vivir o puede ser sacrificado en aras de otras preferencias».
Quiero puntualizar la primera frase de este texto (la segunda se descalifica por sà sola viendo la actitud católica respecto a la labor legislativa de nuestro Estado y por asociar ateÃsmo con aborto).
Que alguien se reconozca como ateo no es cuestión de creerse un dios; quiere decir no poder precisar la presencia de divinidades, ni atender a juicios de valor que penden de ellas, y pensar que no hay razón para suponer que existen. Pero esta consideración del ateÃsmo como postura reflexionada no es la que abunda en el cuerpo de creyentes, que suelen afirmar que uno es ateo porque no ha experimentado la verdadera desgracia en su vida, dando a entender que es más bien una osada enfermedad que pasa con la madurez.
En realidad, esto no es cierto: los ateos pueden haber sufrido horrorosamente y haber actuado con una dignidad modélica para todos. Es más, estos humanos desafortunados afirman que son más ateos por su experiencia, y no parecen mostrar carencias de maduración, ni cognitivas, etc.; más bien han digerido ya lo que supone saber que, sin posibilidad real de entender, según la condición humana, una causa o un destino apropiados a cada vida y a cada conciencia, vivimos para morir. Pero el caso es que la decisión reflexiva, voluntaria, de recoger la experiencia vital tanto personal como social, analizarla y vivir según ese análisis exclusivamente humano y por fuerza humilde, no puede ser soportada por quien es infalible por definición humana y sanción ¿divina?, acostumbrado a ser temido, obedecido, acatado y aclamado por sus seguidores. Suena gracioso, pero no lo es.
Veamos quién es más dios: quien asume su imperfección fÃsica y mental, su imposibilidad de conocer lo que imperiosamente necesita conocer (su causa, su finalidad), o quien desde una atalaya que, construida con los mismos argumentos de búsqueda y la misma voluntad consciente, dicta moral tras dar un salto en el vacÃo intelectual que perfectamente puede ser interpretado como un fraude a uno mismo dada la voluntaria aceptación de un secreto inencontrable que arregla todo, panacea auténtica de nuestros lÃmites, y que permite vivir anestesiado la realidad que podemos conocer.
Sencillamente, los ateos no se creen dioses y se contentan con lo que tienen; el católico, el creyente de cualquier religión, se cree su salto mortal y pasa a una postura que se resume en el axioma de que el ateÃsmo es una enfermedad de juventud.
Pablo de Tarso, el fundador del cristianismo, ya vio el problema de este salto (1 Cor. 15, 17-19): «Pues si los muertos no son resucitados, tampoco Cristo fue resucitado; y si Cristo no fue resucitado, nuestra confianza es equivocada, todavÃa estáis en vuestros pecados, y los que murieron Cristo mediante perecieron. Si en esta vida hemos confiado en Cristo solamente, somos los más dignos de compasión de todos los hombres».
Pero lo resolvió mediante un gracioso juego de palabras: los creyentes no son los más dignos de compasión sino quienes compadecen; son de hecho los más acertados, y lo demuestran con su camaleónica capacidad para llegar al éxito sin importar nada ni nadie, como ejemplificó su fundador (1 Cor. 9, 23): «[.] me convertà en cualquier cosa para cualquiera con la idea de salvar a algunos. Hago cualquier cosa por la buena noticia con tal de llegar a ser partÃcipe de la misma».
Un ejemplo de esto es el tramposo uso simbólico hecho de los jóvenes cristianos en Madrid, porque las actitudes mostradas, su felicidad y alegrÃa, supuesta imagen de la acción de la gracia divina sobre los creyentes, también son demasiado tiernas, poco maduras; en realidad, ese joven vive con la soberbia de su plenitud fÃsica y su futuro por hacer, su voluntad poco domada por la vida, su inexperiencia del horror. Su alegrÃa es, en efecto, tan sospechosa como el talante ateo.
Para terminar, el humilde jefe del Estado Vaticano también ruega por los ateos, y eso supone una envanecida mediación, pues se considera único intermediario o más próximo y eficiente ante el poder supremo. Aunque no es de extrañar: esa vinculación a la autoridad es natural según los postulados del fundador, que ya vislumbró la conveniencia de abrazar la erótica del mandar para sobrevivir a los siglos (Romanos 13, 1-6): «Sométase toda alma a las autoridades constituidas, pues no hay autoridad no constituida por Dios, y las que existen, por Dios han sido constituidas. De modo que, quien se opone a la autoridad, se resiste al orden divino, y los que resisten se atraerán sobre sà mismos la condenación. Por lo tanto, es preciso someterse, no sólo por temor al castigo, sino también en conciencia.».
Sobre «Neurociencia» y PsicologÃa
Se pretende explicar a qué se debe el continuo incremento de neurocientÃficos en el tratamiento de cuestiones psicológicas y delimitar la PsicologÃa frente a las «Neurociencias»
© Aitor Ãlvarez Fernández
Publicado en El Catoblepas
1. Planteamiento de la cuestión
En los últimos tiempos la presencia e influencia de neurólogos, biólogos, psiquiatras y profesionales de diferentes gremios (todos los cuales se presentan bajo el rótulo genérico de «neurocientÃficos») en los debates acerca de las cuestiones psicológicas ha experimentado un considerable aumento.
Bajo el pretexto de estudiar «cientÃficamente» la conducta humana todos estos profesionales tratan de aportar sus conocimientos especializados, en nombre de la tan pretendida «interdisciplinariedad», en pro de un mayor avance de «la» ciencia. Sin embargo, esta pretensión, en último término, se encuentra sustentada por una falta de delimitación gnoseológica del campo de la PsicologÃa que da pie a que en sus discusiones y planteamientos prácticamente «todo el mundo tenga algo importante que decir y, principalmente, que aportar». Ahora bien, ¿acaso un fÃsico, un matemático o un economista no pueden estudiar «cientÃficamente» la conducta humana? De ser asÃ, ¿por qué en los textos, facultades y discusiones sobre PsicologÃa su presencia es prácticamente inexistente?
2. La concepción de la FilosofÃa de los neurocientÃficos
En lÃneas generales, los neurocientÃficos, amparados por el fundamentalismo cientÃfico tan en auge en nuestros dÃas, consideran que el desarrollo de las ciencias contemporáneas ha puesto fin a la especulación filosófica que, a diferencia de ellas, no permitÃa conocer nada con seguridad, lo cual ya lleva implÃcita, necesariamente, una posición filosófica. La FilosofÃa es un saber sustantivo que se ocupa de una serie de cuestiones de Ãndole «especulativa» que se alejarÃan de nuestra realidad más inmediata (dominada por la ciencia) y, por tanto, de escasa importancia para nuestros problemas cotidianos.
En todo caso, cabrÃa agradecer a la FilosofÃa el planteamiento de ciertos problemas que han abierto la vÃa para fructÃferas investigaciones cientÃficas. Los tradicionales problemas filosóficos (mente/cuerpo, naturaleza del Alma, &c.) encontrarán, por fin, una solución definitiva desde el campo de «la ciencia»{1}. La filosofÃa, en último término, quedará reducida a biologÃa, fisiologÃa o neurociencia; muestra de ello serÃa el nuevo «hÃbrido» sacado de la manga por un grupo de «prestigiosos neurocientÃficos» como Patricia y Paul Churchland, Antonio y Hanna Damasio, Daniel Denett, Pablo Argibay, &c. y cuyo nombre («neurofilosofÃa») refleja inequÃvocamente la situación que estamos presentando. Veamos, como ejemplo, la manera en que Damasio «soluciona definitivamente» algunos de los problemas que considera definitorios de la tradición cartesiana y que en la actualidad seguirÃan vigentes:
Antonio Damasio, en su intento por «superar de una vez por todas» el dualismo cartesiano trata de elaborar una concepción de las actividades psicológicas en la que el cerebro tomarÃa el relevo de su antecesor, el cógito cartesiano (a pesar de las reticencias que presenta contra él). Considera Damasio que:
«y puesto que sabemos que Descartes imaginó que el pensar es una actividad muy separada del cuerpo, celebra la separación de la mente, la cosa pensante (res cogitans) del cuerpo no pensante, el que tiene extensión y partes mecánicas (res extensa)»(Damasio, 2001, pág. 261).
Sin embargo, llega a afirmar cosas tales como:
«el cuerpo contribuye al cerebro con algo más que el soporte vital y los efectos moduladores», «el cerebro del lector ha detectado una gran amenaza (…) e inicia varias cadenas complicadas de reacciones bioquÃmicas y neurales», «pero usted no diferencia claramente entre lo que ocurre en su cerebro y lo que ocurre en su cuerpo»(Damasio, 2001, pág.261), ¡en un capÃtulo titulado El cerebro centrado en el cuerpo!
¿Qué tipo de sujeto es ese «usted»? ¿Una nueva modalidad del cógito, un «individuo flotante» o algo por el estilo? No es difÃcil percatarse de que nuestro Premio PrÃncipe de Asturias es presa de una concepción cerebrista según la cual el cerebro poseerÃa un estatuto ontológico diferente al resto del cuerpo. Es obvio que el cerebro no puede considerarse como algo distinto y al margen del cuerpo a pesar de que ello sirva, entre otras cosas, para beneficio económico de muchas editoriales (a este respecto no hay más que recordar el inmenso éxito editorial de obras como El alma está en el cerebro).
Una cuidadosa lectura de las Meditaciones metafÃsicas y del Discurso del método permitirá advertir al lector el grado de «precisión» en la interpretación de Damasio acerca de lo que él considera el error de Descartes:
«la separación abismal entre el cuerpo y la mente, entre el material del que está hecho el cuerpo, medible, dimensionado, operado mecánicamente, infinitamente divisible, por un lado, y la esencia de la mente, que no se puede medir, no tiene dimensiones, es asimétrica, no divisible; la sugerencia de que el razonamiento, y el juicio moral, y el sufrimiento que proviene del dolor fÃsico o de la conmoción emocional pueden existir separados del cuerpo. Más especÃficamente: que las operaciones más refinadas de la mente están separadas de la estructura y funcionamiento de un organismo biológico» (Damasio, 2001, pág. 286).
El famoso cogito ergo sum en que Damasio fundamenta este planteamiento forma parte de una «concepción práctica de la filosofÃa» (primum vivere) donde la importancia del cuerpo no es inferior a la de la conciencia. Además, Descartes parte de esta expresión para construir los cimientos de un racionalismo crÃtico en el que se establezcan las condiciones y lÃmites de nuestro conocimiento (de lo que, por cierto, nada dice Damasio). Por otro lado, un análisis comparativo de las cuatro reglas del método y de las cuatro reglas de la moral pone de manifiesto que las actividades propias del terreno metódico (que Damasio atribuye al cógito) y las del terreno moral (que Damasio deja del lado del cuerpo) obedecen a principios, si bien materialmente diferentes, formalmente semejantes. No podemos extendernos ahora en el tratamiento de estas cuestiones pero recomendamos al lector interesado consultar los textos de Vidal Peña. Por otro lado, este error de Descartes (cuya corrección, al parecer, hubo de esperar a los importantes avances de la ciencia de finales del siglo pasado) ya habÃa sido advertido y corregido por Espinosa (casi cuatro siglos atrás) quien defendió la existencia de una única Sustancia con infinitos atributos y que produce infinitas cosas de infinitos modos y no sólo en el ámbito del pensamiento y de la extensión.
En otro orden de cosas, Damasio «descubre la pólvora» (ante el gran reconocimiento y admiración por parte de muchos de sus colegas) al considerar que los sentimientos y las pasiones son el motor de nuestras actuaciones, las cuales no solo se deberÃan a los cálculos de una supuesta razón «frÃa» y abstracta; más aún, dicha racionalidad no funcionarÃa por sà sola sino que continuamente se verÃa influida por los sentimientos, pasiones y emociones. Ahora bien, en toda la Historia de la FilosofÃa se pueden encontrar numerosos ejemplos que ya han enfatizado esta cuestión pero que la falta de espacio nos impide presentar (Heráclito, Platón, Aristóteles, las escuelas helenÃsticas, San AgustÃn, Santo Tomás, &c.).
¿A qué viene entonces esta reivindicación? ¿No podrÃa acaso estar motivada, en último término, por el desprecio a los planteamientos ofrecidos por la Historia de la FilosofÃa tan de moda en los cientÃficos actuales{2} (y de lo que, incluso, algunos se llegan a vanagloriar)?
Sin embargo, llegados a este punto, quisiéramos reivindicar, dialécticamente, desde el materialismo, la «teorÃa del marcador somático» ofrecida por Damasio (aun teniendo en cuenta su carácter metafÃsico) como una oposición a las teorÃas dualistas y mentalistas (que contaminan buena parte de los planteamientos psicológicos actuales) en defensa de una concepción unitaria del organismo. La importancia de la posición de Damasio, pues, se encontrarÃa, a nuestro juicio, no ya tanto en sus aspectos positivos (de cuyo reduccionismo metafÃsico y carácter cerebrista hemos venimos advirtiendo) sino en su oposición a otras posiciones cuasi-mÃsticas o metafÃsicas (la mente como algo inmaterial, aparatajes cognitivos sustantivados, &c.) En este sentido dialéctico, no podemos sino reconocer a Damasio su enorme acierto (independientemente de que sus implicaciones pudieran circunscribirse al plano del ejercicio o de la representación) en la reivindicación de un filósofo materialista como Espinosa frente a un filósofo de cuño metafÃsico como Descartes para los debates sobre PsicologÃa en nuestro presente.
3. La concepción de la Ciencia de los neurocientÃficos
Todo neurocientÃfico (biólogos, neurólogos, fisiólogos, &c.) posee, necesariamente, una concepción acerca de la ciencia (con independencia de la génesis por la que haya llegado a ella o de que sea consciente de sus implicaciones); de ahà que, necesariamente, estén ejercitando una filosofÃa de la ciencia a pesar de que no sean capaces de representársela y que, por tanto, no sean conscientes de ello. La posición predominante de los neurocientÃficos obedece a esquemas positivistas de Ãndole descripcionista según los cuales el objetivo último de sus investigaciones consistirá en describir los hechos que ocurren en el sistema nervioso ante diferentes situaciones. Esta concepción supone que los «hechos» se le aparecen al investigador por sà mismos, al margen de sus operaciones, con lo que quedarán exentos de toda posible «contaminación» derivada de las actividades del cientÃfico pudiendo, por ende, presentarse como la verdad indiscutible (dado que «lo ha dicho la ciencia» o, mejor aún, «nos hemos limitado a contemplar cómo la ciencia ha hecho que la verdad aflorase ante nuestra atónita mirada»).
En el terreno psicológico, la actividad de los neurocientÃficos se caracteriza por atenerse a los «hechos», los cuales no serán otra cosa que conexiones neuronales o reacciones quÃmicas a partir de las cuales la conducta humana quedará explicada en todas sus vertientes. Muestra de ello serÃa la posición de Damasio en El error de Descartes quien, tomando la problemática en torno a los sentimientos como hilo conductor, los acaba reduciendo a circuitos nerviosos:
«Empezaré considerando los sentimientos de las emociones (…). Todos los cambios que un observador externo puede identificar y muchos otros que un observador no puede, como el pulso acelerado del corazón o el tubo digestivo contraÃdo, el lector los percibió internamente. Todos estos cambios están siendo señalados continuamente al cerebro a través de terminales nerviosos que le aportan impulsos procedentes de la piel, los vasos sanguÃneos, las vÃsceras, los músculos voluntarios, las articulaciones, etcétera. En términos neurales, el trecho de retorno de este recorrido depende de circuitos que se originan en la cabeza, cuello, tronco y extremidades, atraviesan la médula espinal y el bulbo raquÃdeo hacia la formación reticular y el tálamo, y siguen viajando hacia el hipotálamo, las estructuras lÃmbicas y varias cortezas somatosensoriales distintas en las regiones insular y parietales. Estas últimas cortezas, en particular, reciben una relación de lo que está ocurriendo en nuestro cuerpo, momento a momento, lo que significa que obtienen un «panorama» del paisaje siempre cambiante de nuestro cuerpo durante una emoción»(Damasio, 2001).
4. CrÃtica a la concepción de la FilosofÃa de los neurocientÃficos
La filosofÃa no es un saber sustantivo con un campo de fenómenos propio, antes bien, es un saber de segundo grado cuyo alimento constante se encuentra en los materiales que le proporcionan las diferentes ciencias positivas o saberes de primer grado. Los importantes resultados arrojados por la investigación cientÃfica en los últimos tiempos plantean problemas filosóficos que no se pueden responder desde la inmanencia de las propias categorÃas cientÃficas. El importante desarrollo de la neurociencia, en este sentido, producirá efectos sobre la filosofÃa bien distintos a los pronosticados por el nuevo gremio de «neurofilósofos».
La labor de la filosofÃa será, pues, más importante que nunca pues más complicados serán los problemas derivados de la prolija investigación cientÃfica (aborto, anticoncepción, clonación, implantes tisulares, transplantes, &c.). La misión de la filosofÃa consistirá, principalmente, en frenar o demoler, haciendo uso de un sistema (y no de manera gratuita), las pretensiones fundamentalistas e ideológicas emanadas del gremio de cientÃficos. De lo contrario, de no ser por la crÃtica filosófica, la dualidad cerebro/cuerpo (a la que aludÃamos más arriba) o la consideración de que «todo es genética» o «todo es quÃmica» pasarÃan desapercibidas para el gran público, amparadas por la autoridad cientÃfica de sus defensores; en efecto, ¿cómo sostener que el cerebro es una entidad ontológicamente diferente al cuerpo? ¿Acaso no es un órgano, como pudiera serlo el hÃgado o el corazón, con unas funciones de integración bien delimitadas en el conjunto del organismo? ¿Cómo afirmar que todo es genético? Si todo fuera genético, los resultados de las elecciones podrÃan anticiparse mediante un análisis del genoma de los votantes de tal manera que los miembros de los partidos con menor intención de voto no dudarÃan en solicitar una modificación del mismo. En caso de que todo fuera quÃmica, como Gustavo Bueno le respondió a Severo Ochoa, habrÃa que determinar si las palabras de un texto se unen por enlace iónico o por enlace covalente. ¿Existe acaso alguna diferencia significativa entre estos dos tipos de monismos (genético y quÃmico) y la filosofÃa de los milesios (el argé como agua, apeiron o aire)? Tal es, pues, el nivel filosófico de muchos de los cientÃficos más prestigiosos de la actualidad.
5. CrÃtica a la concepción de la Ciencia de los neurocientÃficos
Su teorÃa de la ciencia general asume que los hechos se presentan de forma intuitiva al cientÃfico cuya labor se limitará a describirlos e integrarlos en un corpus de datos y observaciones. La verdad serÃa entendida como aletheia, desvelamiento. Sin embargo, los «hechos» no existen por sà mismos dado que no son nada al margen de las operaciones, interpretaciones, &c. de los sujetos (en este caso, los neurocientÃficos). Los mecanismos de comunicación neuronal, por ejemplo, no son un «hecho» que se hizo evidente por sà mismo sino que su verdad es resultado de la integración de variados cursos operatorios{3} en una identidad sintética. Asà ocurre en las demás ciencias como, por ejemplo, en la FÃsica donde el número de Rydberg (tomado por Bohr para la construcción de su modelo atómico) no resulta de observaciones empÃricas sino de manipulaciones sutiles por parte de los investigadores.
Su teorÃa acerca de la ciencia psicológica, en particular, adolecerÃa, como hemos ejemplificado anteriormente, de un reduccionismo mediante el cual se pretenderÃa explicar el comportamiento de los sujetos operatorios, exclusivamente, en base a mecanismos biológicos, reacciones quÃmicas, &c. Tomando como punto de partida las operaciones de los sujetos se pretenderá efectuar un regressus hacia mecanismos no-operatorios (sinapsis neuronales, niveles de neurotransmisores, &c.) que se considerarán en términos aliorrelativos (de causa-efecto) respecto a nuestras operaciones. Esta reducción del sujeto nos conducirÃa a un mundo absurdo caracterizado por unos esquemas de causalidad que impiden la imputación de responsabilidad a las actuaciones de los sujetos. Ni que decir tiene que muchos sujetos tratarÃan de aprovecharse de las ventajas jurÃdicas que les confiere este tipo de ideologÃa alegando (como trató de hacer, mutatis mutandis, el esclavo de Zenón) que su actuación criminal se debe a un repentino y «misterioso» desequilibrio en sus niveles de neurotransmisores ante lo cual no les quedaba otra opción. Claro que siempre quedará la posibilidad de que el juez les imponga una fuerte condena justificada en que una mayor activación de su formación reticular durante el juicio le ha determinado a hacerlo.
Con todo ello no estamos negando que el sujeto operatorio sea un sujeto biológico (¿qué iba a ser si no?) sino las pretensiones de muchos neurocientÃficos de reducir la PsicologÃa a sus correlatos biológicos. Cuando alguien se siente triste o padece «depresión», tendrá un déficit serotoninérgico. Ahora bien, lo que pretendemos constatar es que no se sentirá triste a consecuencia de presentar un déficit serotoninérgico sino que este último será consecuencia de las circunstancias que le han conducido al estado de tristeza. Todas nuestras acciones y sentimientos deben tener un correlato biológico dado que, en caso contrario, no podrÃan ser positivas. Pero su explicación deberá acudir a otro tipo de consideraciones (objetivos del sujeto, circunstancias biográficas y contextuales &c.).
6. Propuesta de una alternativa desde el materialismo filosófico
Hasta aquà hemos insistido en la necesidad de evitar cualquier tipo de reducción de la PsicologÃa a BiologÃa. Ahora bien, ¿cuál es nuestra propuesta para delimitar los fenómenos psicológicos de los fenómenos biológicos? Para ello nos serviremos de dos distinciones propuestas por Gustavo Bueno en su TeorÃa del cierre categorial, a saber, la distinción entre relaciones apotéticas y paratéticas y entre situaciones α y β operatorias.
6. 1. La distinción apotético/paratético. Implicaciones:
«Apotético designa la posición fenomenológica caracterÃstica de los objetos que percibimos en nuestro mundo entorno en tanto se nos ofrecen a distancia, con evacuación de las cosas interpuestas (que, sin embargo, hay que admitir para dar cuenta de las cadenas causales, supuesto el rechazo de las acciones a distancia)» (GarcÃa, 2001). El término «paratético» es el correlativo de «apotético» y hace referencia a lo que se encuentra en contigüidad.
Las operaciones de un sujeto son siempre apotéticas mientras que sus correlatos biológicos siempre serán paratéticos. En el primer caso estarÃamos hablando de PsicologÃa, en el segundo caso de fisiologÃa. Veamos un ejemplo para aclarar la cuestión. Cuando un chico llora porque se le ha metido una pequeña piedra en el ojo estarÃamos hablando de fisiologÃa dado que existe una contigüidad fÃsica entre el ojo del que brotan las lágrimas y la piedra que provoca dicha reacción. Por el contrario, cuando ese mismo chico llora al contemplar que la chica de la que se encuentra enamorado se está besando con otro chico estarÃamos hablando de PsicologÃa dado que la situación que provoca su conducta de llorar no se encuentra en contigüidad con él. Este par de conceptos nos permite evitar la dualidad «dentro/fuera» derivada de una PsicologÃa en primera persona (introspeccionista) lo cual, dicho sea de paso, impedirÃa su consideración cientÃfica.
Lo apotético no debe ser identificado a secas con lo distal (que se opone a proximal). Las terminaciones nerviosas que llegan hasta nuestros pies son distales respecto del encéfalo sin que por ello quepa decir que son apotéticas. En cambio, el mesencéfalo serÃa una división básica del Sistema Nervioso Central proximal al diencéfalo.
El criterio de las relaciones apotéticas goza de gran potencia en la delimitación del campo de la PsicologÃa frente al campo de la BiologÃa. Ninguna ciencia puede establecer su campo en torno a un único término u objeto dado que, en caso contrario, no se podrÃan realizar operaciones. No cabrá decir, por tanto, que la BiologÃa sea la Ciencia de la Vida dado que, ¿cómo se iba a operar con la Vida tomada en abstracto? Los biólogos operarán con células, ácidos nucleicos, &c. que serán los términos del campo de la BiologÃa a partir de los cuales se establecerán diferentes relaciones. Otro tanto de lo mismo ocurrirá en el caso de la PsicologÃa. No podremos sostener que la PsicologÃa sea, como etimológicamente pudiera parecer, la Ciencia del Alma, dado que nos encontrarÃamos ante el mismo e irresoluble problema que en el caso anterior. Otro tanto de lo mismo ocurrirÃa al defender que la PsicologÃa es la Ciencia de la conducta o que su objeto es la conducta dado que ¿cómo operar sobre la conducta? En la aplicación de las técnicas de modificación de conducta, por ejemplo, el psicólogo no operará sobre la conducta sino sobre los términos que participan en su ejecución a fin de que la conducta del sujeto pueda moldearse en la dirección deseada.
El campo de la PsicologÃa deberá contar, pues, con al menos dos clases de términos (con sus correspondientes subclases), a saber, los términos subjetuales y los términos objetuales presentados de manera conjunta y dialéctica, esto es, los sujetos psicológicos serán términos en la medida en que vayan referidos a un objeto apotético el cual, a su vez, cobrará estatuto de término en caso de que vaya referido a un sujeto psicológico.
«Cada sujeto psicológico lo concebiremos como asociado internamente, por estructura, a un sistema de objetos apotéticos» (Bueno, 1995) lo cual nos permitirá reconstruir las conductas teleológicas, muy presentes en la PsicologÃa, de manera no-mentalista. De este modo, la finalidad de las operaciones de los sujetos formalmente considerados, lejos de atribuirse a supuestas y misteriosas planificaciones mentales, se explicará a partir de los objetos apotéticos correspondientes a los sujetos psicológicos. Cuando estos términos subjetuales (los sujetos psicológicos) se consideran materialmente (atendiendo a circuitos y conexiones nerviosas, producción de hormonas y neurotransmisores, reacciones inmunológicas, &c.) pasarán a pertenecer al campo de la BiologÃa. Por otro lado, en el momento en que los objetos no se consideren en relación a los sujetos psicológicos y, por tanto, no sean apotéticos, pasarán a formar parte de los campos de otras Ciencias como la GeometrÃa, la GeologÃa, la FÃsica, &c.
6. 2. La distinción entre situaciones α y β operatorias
Las situaciones α operatorias son propias «de aquellas ciencias en cuyos campos no aparezca, formalmente, entre sus términos, el sujeto gnoseológico o, también, un análogo suyo riguroso» (Bueno, 1992). Las situaciones β operatorias son propias «de aquellas ciencias en cuyos campos aparezcan (entre sus términos) los sujetos gnoseológicos o análogos suyos rigurosos» (Bueno, 1992). Esta distinción nos permite considerar el peculiar estatuto gnoseológico que caracteriza a la PsiquiatrÃa dentro del marco de discusión que venimos planteando acerca de las relaciones gnoseológicas entre la PsicologÃa y las disciplinas englobadas bajo el rótulo de «Neurociencias»{4}.
¿Cuáles son los términos del campo de la PsiquiatrÃa (en caso de que existiese)? ¿Los circuitos y conexiones neuronales que, a consecuencia de su mal funcionamiento, son los responsables de la situación del paciente? ¿Las operaciones desadaptativas de los pacientes que acaban por producir desequilibrios quÃmicos en el cerebro? En el primer caso, nos encontrarÃamos ante una situación α operatoria donde las operaciones de los sujetos se explicarÃan a partir de conexiones nerviosas y reacciones quÃmicas. En el segundo caso, nos encontrarÃamos ante una situación β operatoria donde las operaciones de los sujetos se explicarÃan a partir de la consideración formal de este. Teniendo presente que la NeurologÃa es la Ciencia cuyo campo estarÃa constituido por los elementos del Sistema Nervioso y que se encargarÃa del tratamiento de las posibles alteraciones que pudieran surgir en él y que la PsicologÃa es la Ciencia encargada, como dijimos anteriormente, de analizar las operaciones de los sujetos (previa consideración formal de los mismos) en relación a los objetos apotéticos, ¿qué lugar le queda a la PsiquiatrÃa? ¿O es que acaso nos la pretenden vender, por decirlo al modo hegeliano, como una sÃntesis superadora de la NeurologÃa y de la PsicologÃa? Desde la TeorÃa del cierre categorial la PsiquiatrÃa carecerÃa de campo gnoseológico propio encontrándose en una permanente situación de indefinición gnoseológica. En primer lugar, no tendrÃa unos términos propios y nÃtidamente definidos con los que realizar operaciones mientras que, en segundo lugar, se encontrarÃa en un «eterno» medio camino entre las situaciones α y β operatorias{5}.
En esta situación de clara indefinición gnoseológica (a medio camino entre la NeurologÃa y la PsicologÃa o entre las metodologÃas α y β operatorias) la PsiquiatrÃa se encontrarÃa en una situación similar a la del asno de Buridán quien, teniendo a un lado varios montones de avena y al otro lado varios cubos llenos de agua, acabó muriendo por desnutrición dado que nunca fue capaz de saber si tenÃa hambre o sed y, por consiguiente, si debÃa decidirse por comer la avena o por beber el agua (en este sentido, podrÃamos decir, para terminar, que los autores de La invención de trastornos mentales han realizado frente a la PsiquiatrÃa una actuación semejante a la que la diosa Némesis, mutatis mutandis, llevó a cabo frente a Narciso quien, incapaz de dejar de mirar atónitamente su propia imagen{6}, acabó falleciendo).
Bueno, G. (1992), TeorÃa del cierre categorial, vol. 1. Oviedo: Pentalfa.
Bueno, G. (1994), Consideraciones relativas a la estructura y a la génesis del campo de las «Ciencias Psicológicas» desde la perspectiva de la teorÃa del cierre categorial. En Simposium de MetodologÃa de las Ciencias Sociales y del Comportamiento (págs. 17-56). Universidad de Santiago de Compostela.
Bueno, G .(1995), ¿Qué es la ciencia?. Oviedo: Pentalfa.
Bueno, G. (1995), ¿Qué es la filosofÃa?. Oviedo: Pentalfa.
Damasio, A. (2001), El error de Descartes. Barcelona: CrÃtica (orig. 1994).
Damasio, A. (2005), En busca de Spinoza. Barcelona: CrÃtica.
Dawkins, R. (2002), El gen egoÃsta. Barcelona. Salvat.
Descartes, R. (1980), Discurso del método. Barcelona: Orbis (orig. 1637).
Descartes, R. (2005), Meditaciones metafÃsicas. Oviedo: KRK (orig. 1642).
Espinosa, B. (2003), Ética. Madrid: Alianza (orig. 1677).
GarcÃa, P. (2001), Diccionario filosófico. Biblioteca filosofÃa en español.
González Pardo, H., Pérez Ãlvarez, M. (2007), La invención de trastornos mentales. Madrid: Alianza.
Pérez Ãlvarez, M. (2003), Las cuatro causas de los trastornos psicológicos. Madrid: Universitas.
Peña GarcÃa, V. (1981), «Descartes, razón y metáfora», Arbor, 53, 27-35.
Peña GarcÃa, V. (1982), «Acerca de la razón en Descartes: reglas de la moral y reglas del método», Arbor, 52, 23-39.
Punset, E. (2006), El alma está en el cerebro. Madrid. Santillana.
{1} Muchos psicólogos consideran su escisión gremial respecto a los filósofos como algo sumamente beneficioso para su nueva ciencia dado que, una vez liberada de las garras del pensamiento «teórico-especulativo», podrá ocuparse enteramente de los problemas «prácticos» (prescindiendo de vanas disquisiciones filosóficas) que realmente interesan a la gente y permiten ayudarle (¿?).
{2} ¿Quién no ha oÃdo a ningún fundamentalista cientÃfico afirmar cosas tales como «bueno, pero eso ya es filosofÃa», «nada nada, eso son cuestiones e ideas filosóficas, sin embargo lo que la ciencia dice es esto»?
{3} Descubrimiento de las dendritas por Otto Deiters, introducción del carmÃn, el añil y el cloruro de oro como medios de tinción por parte de Von Gerlach, descubrimiento de la reacción negra por Golgi, crÃtica a su reticularismo por Ramón y Cajal, estudios sobre la conducción de la electricidad en animales como los efectuados por Moruzzi y Magoun, &c..
{4} Las reacciones que la publicación de La invención de trastornos mentales (escrito por Héctor González y Marino Pérez) ha suscitado por parte de una Sociedad de PsiquiatrÃa da buena cuenta de la necesidad del tratamiento de estas cuestiones (véase La Nueva España del pasado 2 de Diciembre); en efecto, la falta de argumentos para rebatir las propuestas de los autores ha llevado a algunos miembros de dicha Sociedad a replicar de la siguiente manera: «Hablar de la invención de las enfermedades mentales en un paÃs donde hay más de 400.000 personas que sufren esquizofrenia no sólo es frÃvolo, es inmoral. Seguramente es una mezcla de ignorancia-se trata de personas que no tienen contacto alguno con los miles de afectados que en Asturias sufren un trastorno mental severo-y de intereses espurios, bien personales o corporativos».
En primer lugar, diremos que los autores de este libro nunca hablan de una invención propiamente dicha (ex nihilo) sino de la construcción operatoria de una suerte de cultura clÃnica que envolverá las operaciones de los sujetos (pacientes e, incluso, clÃnicos tanto psicólogos como psiquiatras). Este contexto clÃnico determinará el estatuto asignado a nuestras vivencias y operaciones. Aunque podamos partir de la praxis clÃnica (situación β2) es necesario regresar hacia una situación II–β1, propia de la teorÃa de juegos. De este modo, podremos explicar, en el progressus hacia las circunstancias en que se desenvuelve la praxis clÃnica, por qué las multinacionales farmacéuticas y ciertos clÃnicos influyen sobre la población y no a la inversa (en la misma situación nos encontrarÃamos cuando esta influencia se ejerce por parte de las multinacionales farmacéuticas sobre los clÃnicos). Es decir, se necesitará un sistema operatorio más potente para conducir las operaciones de los sujetos en la dirección deseada (para que, en último término, ello redunde en un aumento de las ventas de psicofármacos, en la proliferación de consultas clÃnicas, &c.). Sin embargo, no es este el lugar apropiado para exponer con el debido detenimiento los planteamientos que se presentan en este libro.
Un estado de bajo ánimo, apatÃa y tristeza, por ejemplo, bien podrÃa ser interpretado en la Edad Media como una crisis de fe motivada por la actuación del demonio (dentro de un contexto marcadamente teológico- también construido, obviamente, por las operaciones de los sujetos-) mientras que en nuestras sociedades del bienestar, donde cualquier atisbo de incomodidad habrá de proscribirse (en lo que tanto se apoya la construcción operatoria de esta nueva cultura clÃnica), la interpretación se hará a partir de este nuevo contexto envolvente. ¿Cómo explicar sino la diferente concepción de la melancolÃa en tiempos de Aristóteles y la existente en nuestros dÃas?
En segundo lugar, al atribuir esta explicación operatoria a «una mezcla de ignorancia» alegando que «se trata de personas que no tienen contacto alguno con los miles de afectados (…)» se está ignorando la distinción entre los planos emic/etic. En efecto, en la anterior afirmación se sostiene que para poder comprender bien un determinado fenómeno (en este caso, los trastornos mentales) es necesario estar cerca de alguien que lo padece. De ser asÃ, cualquier allegado a uno de estos pacientes podrÃa proporcionarnos una sólida explicación acerca del estatuto ontológico y antropológico de estos trastornos. No obstante, la mayor potencia en la explicación y comprensión de un fenómeno vendrá dada mediante la adopción de un plano etic a partir del cual podamos reconstruir la situación desde un sistema de coordenadas mucho más potente que el poseÃdo por los sujetos inmersos en el plano emic (en caso, claro está, de que lo tuviesen). José Smith fundador del movimiento mormón, desde un punto de vista emic (reivindicado por esta Sociedad), habrÃa visto separados a Dios Padre y a Jesucristo quienes le habrÃan encargado la sublime misión de restaurar y liderar la nueva y verdadera Iglesia de Jesucristo. Ahora bien, desde el punto de vista etic ni que decir tiene que son los intereses económicos y de poder de este individuo los parámetros que hemos de adoptar para explicar sus «visiones». Sin embargo, según lo que se desprende de las declaraciones «…es una mezcla de ignorancia», mutatis mutandis, serÃamos nosotros quienes estarÃamos equivocados, y no José Smith, cuando analizamos la verdadera génesis del movimiento mormón.
{5} Resulta curioso, pues, que desde la Sociedad de PsiquiatrÃa a la que hacÃamos mención, se llegue a analogar los argumentos ofrecidos por los autores de La invención de trastornos mentales con la Iglesia de la CienciologÃa cuando la verdad apuntarÃa en una dirección bien distinta, a saber, es la PsiquiatrÃa la que, en todo caso, deberÃa ser analogada con la CienciologÃa dado que, careciendo de campo gnoseológico propio, trata de imponer o vender su ideologÃa por encima de cualquier análisis riguroso con las peligrosas implicaciones que ello supone de cara a la consideración y el tratamiento de las diferentes psicopatologÃas.
{6} Desde esta Sociedad se afirmó que «todo el mundo quiere ser médico» a pesar de que muchos de nosotros no hemos tenido la oportunidad de rellenar «la encuesta utilizada» para llegar a esa conclusión.
Sobre «Neurociencia» y PsicologÃa
Se pretende explicar a qué se debe el continuo incremento de neurocientÃficos en el tratamiento de cuestiones psicológicas y delimitar la PsicologÃa frente a las «Neurociencias»
© Aitor Ãlvarez Fernández
Publicado en El Catoblepas
1. Planteamiento de la cuestión
En los últimos tiempos la presencia e influencia de neurólogos, biólogos, psiquiatras y profesionales de diferentes gremios (todos los cuales se presentan bajo el rótulo genérico de «neurocientÃficos») en los debates acerca de las cuestiones psicológicas ha experimentado un considerable aumento.
Bajo el pretexto de estudiar «cientÃficamente» la conducta humana todos estos profesionales tratan de aportar sus conocimientos especializados, en nombre de la tan pretendida «interdisciplinariedad», en pro de un mayor avance de «la» ciencia. Sin embargo, esta pretensión, en último término, se encuentra sustentada por una falta de delimitación gnoseológica del campo de la PsicologÃa que da pie a que en sus discusiones y planteamientos prácticamente «todo el mundo tenga algo importante que decir y, principalmente, que aportar». Ahora bien, ¿acaso un fÃsico, un matemático o un economista no pueden estudiar «cientÃficamente» la conducta humana? De ser asÃ, ¿por qué en los textos, facultades y discusiones sobre PsicologÃa su presencia es prácticamente inexistente?
2. La concepción de la FilosofÃa de los neurocientÃficos
En lÃneas generales, los neurocientÃficos, amparados por el fundamentalismo cientÃfico tan en auge en nuestros dÃas, consideran que el desarrollo de las ciencias contemporáneas ha puesto fin a la especulación filosófica que, a diferencia de ellas, no permitÃa conocer nada con seguridad, lo cual ya lleva implÃcita, necesariamente, una posición filosófica. La FilosofÃa es un saber sustantivo que se ocupa de una serie de cuestiones de Ãndole «especulativa» que se alejarÃan de nuestra realidad más inmediata (dominada por la ciencia) y, por tanto, de escasa importancia para nuestros problemas cotidianos.
En todo caso, cabrÃa agradecer a la FilosofÃa el planteamiento de ciertos problemas que han abierto la vÃa para fructÃferas investigaciones cientÃficas. Los tradicionales problemas filosóficos (mente/cuerpo, naturaleza del Alma, &c.) encontrarán, por fin, una solución definitiva desde el campo de «la ciencia»{1}. La filosofÃa, en último término, quedará reducida a biologÃa, fisiologÃa o neurociencia; muestra de ello serÃa el nuevo «hÃbrido» sacado de la manga por un grupo de «prestigiosos neurocientÃficos» como Patricia y Paul Churchland, Antonio y Hanna Damasio, Daniel Denett, Pablo Argibay, &c. y cuyo nombre («neurofilosofÃa») refleja inequÃvocamente la situación que estamos presentando. Veamos, como ejemplo, la manera en que Damasio «soluciona definitivamente» algunos de los problemas que considera definitorios de la tradición cartesiana y que en la actualidad seguirÃan vigentes:
Antonio Damasio, en su intento por «superar de una vez por todas» el dualismo cartesiano trata de elaborar una concepción de las actividades psicológicas en la que el cerebro tomarÃa el relevo de su antecesor, el cógito cartesiano (a pesar de las reticencias que presenta contra él). Considera Damasio que:
«y puesto que sabemos que Descartes imaginó que el pensar es una actividad muy separada del cuerpo, celebra la separación de la mente, la cosa pensante (res cogitans) del cuerpo no pensante, el que tiene extensión y partes mecánicas (res extensa)»(Damasio, 2001, pág. 261).
Sin embargo, llega a afirmar cosas tales como:
«el cuerpo contribuye al cerebro con algo más que el soporte vital y los efectos moduladores», «el cerebro del lector ha detectado una gran amenaza (...) e inicia varias cadenas complicadas de reacciones bioquÃmicas y neurales», «pero usted no diferencia claramente entre lo que ocurre en su cerebro y lo que ocurre en su cuerpo»(Damasio, 2001, pág.261), ¡en un capÃtulo titulado El cerebro centrado en el cuerpo!
¿Qué tipo de sujeto es ese «usted»? ¿Una nueva modalidad del cógito, un «individuo flotante» o algo por el estilo? No es difÃcil percatarse de que nuestro Premio PrÃncipe de Asturias es presa de una concepción cerebrista según la cual el cerebro poseerÃa un estatuto ontológico diferente al resto del cuerpo. Es obvio que el cerebro no puede considerarse como algo distinto y al margen del cuerpo a pesar de que ello sirva, entre otras cosas, para beneficio económico de muchas editoriales (a este respecto no hay más que recordar el inmenso éxito editorial de obras como El alma está en el cerebro).
Una cuidadosa lectura de las Meditaciones metafÃsicas y del Discurso del método permitirá advertir al lector el grado de «precisión» en la interpretación de Damasio acerca de lo que él considera el error de Descartes:
«la separación abismal entre el cuerpo y la mente, entre el material del que está hecho el cuerpo, medible, dimensionado, operado mecánicamente, infinitamente divisible, por un lado, y la esencia de la mente, que no se puede medir, no tiene dimensiones, es asimétrica, no divisible; la sugerencia de que el razonamiento, y el juicio moral, y el sufrimiento que proviene del dolor fÃsico o de la conmoción emocional pueden existir separados del cuerpo. Más especÃficamente: que las operaciones más refinadas de la mente están separadas de la estructura y funcionamiento de un organismo biológico» (Damasio, 2001, pág. 286).
El famoso cogito ergo sum en que Damasio fundamenta este planteamiento forma parte de una «concepción práctica de la filosofÃa» (primum vivere) donde la importancia del cuerpo no es inferior a la de la conciencia. Además, Descartes parte de esta expresión para construir los cimientos de un racionalismo crÃtico en el que se establezcan las condiciones y lÃmites de nuestro conocimiento (de lo que, por cierto, nada dice Damasio). Por otro lado, un análisis comparativo de las cuatro reglas del método y de las cuatro reglas de la moral pone de manifiesto que las actividades propias del terreno metódico (que Damasio atribuye al cógito) y las del terreno moral (que Damasio deja del lado del cuerpo) obedecen a principios, si bien materialmente diferentes, formalmente semejantes. No podemos extendernos ahora en el tratamiento de estas cuestiones pero recomendamos al lector interesado consultar los textos de Vidal Peña. Por otro lado, este error de Descartes (cuya corrección, al parecer, hubo de esperar a los importantes avances de la ciencia de finales del siglo pasado) ya habÃa sido advertido y corregido por Espinosa (casi cuatro siglos atrás) quien defendió la existencia de una única Sustancia con infinitos atributos y que produce infinitas cosas de infinitos modos y no sólo en el ámbito del pensamiento y de la extensión.
En otro orden de cosas, Damasio «descubre la pólvora» (ante el gran reconocimiento y admiración por parte de muchos de sus colegas) al considerar que los sentimientos y las pasiones son el motor de nuestras actuaciones, las cuales no solo se deberÃan a los cálculos de una supuesta razón «frÃa» y abstracta; más aún, dicha racionalidad no funcionarÃa por sà sola sino que continuamente se verÃa influida por los sentimientos, pasiones y emociones. Ahora bien, en toda la Historia de la FilosofÃa se pueden encontrar numerosos ejemplos que ya han enfatizado esta cuestión pero que la falta de espacio nos impide presentar (Heráclito, Platón, Aristóteles, las escuelas helenÃsticas, San AgustÃn, Santo Tomás, &c.).
¿A qué viene entonces esta reivindicación? ¿No podrÃa acaso estar motivada, en último término, por el desprecio a los planteamientos ofrecidos por la Historia de la FilosofÃa tan de moda en los cientÃficos actuales{2} (y de lo que, incluso, algunos se llegan a vanagloriar)?
Sin embargo, llegados a este punto, quisiéramos reivindicar, dialécticamente, desde el materialismo, la «teorÃa del marcador somático» ofrecida por Damasio (aun teniendo en cuenta su carácter metafÃsico) como una oposición a las teorÃas dualistas y mentalistas (que contaminan buena parte de los planteamientos psicológicos actuales) en defensa de una concepción unitaria del organismo. La importancia de la posición de Damasio, pues, se encontrarÃa, a nuestro juicio, no ya tanto en sus aspectos positivos (de cuyo reduccionismo metafÃsico y carácter cerebrista hemos venimos advirtiendo) sino en su oposición a otras posiciones cuasi-mÃsticas o metafÃsicas (la mente como algo inmaterial, aparatajes cognitivos sustantivados, &c.) En este sentido dialéctico, no podemos sino reconocer a Damasio su enorme acierto (independientemente de que sus implicaciones pudieran circunscribirse al plano del ejercicio o de la representación) en la reivindicación de un filósofo materialista como Espinosa frente a un filósofo de cuño metafÃsico como Descartes para los debates sobre PsicologÃa en nuestro presente.
3. La concepción de la Ciencia de los neurocientÃficos
Todo neurocientÃfico (biólogos, neurólogos, fisiólogos, &c.) posee, necesariamente, una concepción acerca de la ciencia (con independencia de la génesis por la que haya llegado a ella o de que sea consciente de sus implicaciones); de ahà que, necesariamente, estén ejercitando una filosofÃa de la ciencia a pesar de que no sean capaces de representársela y que, por tanto, no sean conscientes de ello. La posición predominante de los neurocientÃficos obedece a esquemas positivistas de Ãndole descripcionista según los cuales el objetivo último de sus investigaciones consistirá en describir los hechos que ocurren en el sistema nervioso ante diferentes situaciones. Esta concepción supone que los «hechos» se le aparecen al investigador por sà mismos, al margen de sus operaciones, con lo que quedarán exentos de toda posible «contaminación» derivada de las actividades del cientÃfico pudiendo, por ende, presentarse como la verdad indiscutible (dado que «lo ha dicho la ciencia» o, mejor aún, «nos hemos limitado a contemplar cómo la ciencia ha hecho que la verdad aflorase ante nuestra atónita mirada»).
En el terreno psicológico, la actividad de los neurocientÃficos se caracteriza por atenerse a los «hechos», los cuales no serán otra cosa que conexiones neuronales o reacciones quÃmicas a partir de las cuales la conducta humana quedará explicada en todas sus vertientes. Muestra de ello serÃa la posición de Damasio en El error de Descartes quien, tomando la problemática en torno a los sentimientos como hilo conductor, los acaba reduciendo a circuitos nerviosos:
«Empezaré considerando los sentimientos de las emociones (...). Todos los cambios que un observador externo puede identificar y muchos otros que un observador no puede, como el pulso acelerado del corazón o el tubo digestivo contraÃdo, el lector los percibió internamente. Todos estos cambios están siendo señalados continuamente al cerebro a través de terminales nerviosos que le aportan impulsos procedentes de la piel, los vasos sanguÃneos, las vÃsceras, los músculos voluntarios, las articulaciones, etcétera. En términos neurales, el trecho de retorno de este recorrido depende de circuitos que se originan en la cabeza, cuello, tronco y extremidades, atraviesan la médula espinal y el bulbo raquÃdeo hacia la formación reticular y el tálamo, y siguen viajando hacia el hipotálamo, las estructuras lÃmbicas y varias cortezas somatosensoriales distintas en las regiones insular y parietales. Estas últimas cortezas, en particular, reciben una relación de lo que está ocurriendo en nuestro cuerpo, momento a momento, lo que significa que obtienen un «panorama» del paisaje siempre cambiante de nuestro cuerpo durante una emoción»(Damasio, 2001).
4. CrÃtica a la concepción de la FilosofÃa de los neurocientÃficos
La filosofÃa no es un saber sustantivo con un campo de fenómenos propio, antes bien, es un saber de segundo grado cuyo alimento constante se encuentra en los materiales que le proporcionan las diferentes ciencias positivas o saberes de primer grado. Los importantes resultados arrojados por la investigación cientÃfica en los últimos tiempos plantean problemas filosóficos que no se pueden responder desde la inmanencia de las propias categorÃas cientÃficas. El importante desarrollo de la neurociencia, en este sentido, producirá efectos sobre la filosofÃa bien distintos a los pronosticados por el nuevo gremio de «neurofilósofos».
La labor de la filosofÃa será, pues, más importante que nunca pues más complicados serán los problemas derivados de la prolija investigación cientÃfica (aborto, anticoncepción, clonación, implantes tisulares, transplantes, &c.). La misión de la filosofÃa consistirá, principalmente, en frenar o demoler, haciendo uso de un sistema (y no de manera gratuita), las pretensiones fundamentalistas e ideológicas emanadas del gremio de cientÃficos. De lo contrario, de no ser por la crÃtica filosófica, la dualidad cerebro/cuerpo (a la que aludÃamos más arriba) o la consideración de que «todo es genética» o «todo es quÃmica» pasarÃan desapercibidas para el gran público, amparadas por la autoridad cientÃfica de sus defensores; en efecto, ¿cómo sostener que el cerebro es una entidad ontológicamente diferente al cuerpo? ¿Acaso no es un órgano, como pudiera serlo el hÃgado o el corazón, con unas funciones de integración bien delimitadas en el conjunto del organismo? ¿Cómo afirmar que todo es genético? Si todo fuera genético, los resultados de las elecciones podrÃan anticiparse mediante un análisis del genoma de los votantes de tal manera que los miembros de los partidos con menor intención de voto no dudarÃan en solicitar una modificación del mismo. En caso de que todo fuera quÃmica, como Gustavo Bueno le respondió a Severo Ochoa, habrÃa que determinar si las palabras de un texto se unen por enlace iónico o por enlace covalente. ¿Existe acaso alguna diferencia significativa entre estos dos tipos de monismos (genético y quÃmico) y la filosofÃa de los milesios (el argé como agua, apeiron o aire)? Tal es, pues, el nivel filosófico de muchos de los cientÃficos más prestigiosos de la actualidad.
5. CrÃtica a la concepción de la Ciencia de los neurocientÃficos
Su teorÃa de la ciencia general asume que los hechos se presentan de forma intuitiva al cientÃfico cuya labor se limitará a describirlos e integrarlos en un corpus de datos y observaciones. La verdad serÃa entendida como aletheia, desvelamiento. Sin embargo, los «hechos» no existen por sà mismos dado que no son nada al margen de las operaciones, interpretaciones, &c. de los sujetos (en este caso, los neurocientÃficos). Los mecanismos de comunicación neuronal, por ejemplo, no son un «hecho» que se hizo evidente por sà mismo sino que su verdad es resultado de la integración de variados cursos operatorios{3} en una identidad sintética. Asà ocurre en las demás ciencias como, por ejemplo, en la FÃsica donde el número de Rydberg (tomado por Bohr para la construcción de su modelo atómico) no resulta de observaciones empÃricas sino de manipulaciones sutiles por parte de los investigadores.
Su teorÃa acerca de la ciencia psicológica, en particular, adolecerÃa, como hemos ejemplificado anteriormente, de un reduccionismo mediante el cual se pretenderÃa explicar el comportamiento de los sujetos operatorios, exclusivamente, en base a mecanismos biológicos, reacciones quÃmicas, &c. Tomando como punto de partida las operaciones de los sujetos se pretenderá efectuar un regressus hacia mecanismos no-operatorios (sinapsis neuronales, niveles de neurotransmisores, &c.) que se considerarán en términos aliorrelativos (de causa-efecto) respecto a nuestras operaciones. Esta reducción del sujeto nos conducirÃa a un mundo absurdo caracterizado por unos esquemas de causalidad que impiden la imputación de responsabilidad a las actuaciones de los sujetos. Ni que decir tiene que muchos sujetos tratarÃan de aprovecharse de las ventajas jurÃdicas que les confiere este tipo de ideologÃa alegando (como trató de hacer, mutatis mutandis, el esclavo de Zenón) que su actuación criminal se debe a un repentino y «misterioso» desequilibrio en sus niveles de neurotransmisores ante lo cual no les quedaba otra opción. Claro que siempre quedará la posibilidad de que el juez les imponga una fuerte condena justificada en que una mayor activación de su formación reticular durante el juicio le ha determinado a hacerlo.
Con todo ello no estamos negando que el sujeto operatorio sea un sujeto biológico (¿qué iba a ser si no?) sino las pretensiones de muchos neurocientÃficos de reducir la PsicologÃa a sus correlatos biológicos. Cuando alguien se siente triste o padece «depresión», tendrá un déficit serotoninérgico. Ahora bien, lo que pretendemos constatar es que no se sentirá triste a consecuencia de presentar un déficit serotoninérgico sino que este último será consecuencia de las circunstancias que le han conducido al estado de tristeza. Todas nuestras acciones y sentimientos deben tener un correlato biológico dado que, en caso contrario, no podrÃan ser positivas. Pero su explicación deberá acudir a otro tipo de consideraciones (objetivos del sujeto, circunstancias biográficas y contextuales &c.).
6. Propuesta de una alternativa desde el materialismo filosófico
Hasta aquà hemos insistido en la necesidad de evitar cualquier tipo de reducción de la PsicologÃa a BiologÃa. Ahora bien, ¿cuál es nuestra propuesta para delimitar los fenómenos psicológicos de los fenómenos biológicos? Para ello nos serviremos de dos distinciones propuestas por Gustavo Bueno en su TeorÃa del cierre categorial, a saber, la distinción entre relaciones apotéticas y paratéticas y entre situaciones α y β operatorias.
6. 1. La distinción apotético/paratético. Implicaciones:
«Apotético designa la posición fenomenológica caracterÃstica de los objetos que percibimos en nuestro mundo entorno en tanto se nos ofrecen a distancia, con evacuación de las cosas interpuestas (que, sin embargo, hay que admitir para dar cuenta de las cadenas causales, supuesto el rechazo de las acciones a distancia)» (GarcÃa, 2001). El término «paratético» es el correlativo de «apotético» y hace referencia a lo que se encuentra en contigüidad.
Las operaciones de un sujeto son siempre apotéticas mientras que sus correlatos biológicos siempre serán paratéticos. En el primer caso estarÃamos hablando de PsicologÃa, en el segundo caso de fisiologÃa. Veamos un ejemplo para aclarar la cuestión. Cuando un chico llora porque se le ha metido una pequeña piedra en el ojo estarÃamos hablando de fisiologÃa dado que existe una contigüidad fÃsica entre el ojo del que brotan las lágrimas y la piedra que provoca dicha reacción. Por el contrario, cuando ese mismo chico llora al contemplar que la chica de la que se encuentra enamorado se está besando con otro chico estarÃamos hablando de PsicologÃa dado que la situación que provoca su conducta de llorar no se encuentra en contigüidad con él. Este par de conceptos nos permite evitar la dualidad «dentro/fuera» derivada de una PsicologÃa en primera persona (introspeccionista) lo cual, dicho sea de paso, impedirÃa su consideración cientÃfica.
Lo apotético no debe ser identificado a secas con lo distal (que se opone a proximal). Las terminaciones nerviosas que llegan hasta nuestros pies son distales respecto del encéfalo sin que por ello quepa decir que son apotéticas. En cambio, el mesencéfalo serÃa una división básica del Sistema Nervioso Central proximal al diencéfalo.
El criterio de las relaciones apotéticas goza de gran potencia en la delimitación del campo de la PsicologÃa frente al campo de la BiologÃa. Ninguna ciencia puede establecer su campo en torno a un único término u objeto dado que, en caso contrario, no se podrÃan realizar operaciones. No cabrá decir, por tanto, que la BiologÃa sea la Ciencia de la Vida dado que, ¿cómo se iba a operar con la Vida tomada en abstracto? Los biólogos operarán con células, ácidos nucleicos, &c. que serán los términos del campo de la BiologÃa a partir de los cuales se establecerán diferentes relaciones. Otro tanto de lo mismo ocurrirá en el caso de la PsicologÃa. No podremos sostener que la PsicologÃa sea, como etimológicamente pudiera parecer, la Ciencia del Alma, dado que nos encontrarÃamos ante el mismo e irresoluble problema que en el caso anterior. Otro tanto de lo mismo ocurrirÃa al defender que la PsicologÃa es la Ciencia de la conducta o que su objeto es la conducta dado que ¿cómo operar sobre la conducta? En la aplicación de las técnicas de modificación de conducta, por ejemplo, el psicólogo no operará sobre la conducta sino sobre los términos que participan en su ejecución a fin de que la conducta del sujeto pueda moldearse en la dirección deseada.
El campo de la PsicologÃa deberá contar, pues, con al menos dos clases de términos (con sus correspondientes subclases), a saber, los términos subjetuales y los términos objetuales presentados de manera conjunta y dialéctica, esto es, los sujetos psicológicos serán términos en la medida en que vayan referidos a un objeto apotético el cual, a su vez, cobrará estatuto de término en caso de que vaya referido a un sujeto psicológico.
«Cada sujeto psicológico lo concebiremos como asociado internamente, por estructura, a un sistema de objetos apotéticos» (Bueno, 1995) lo cual nos permitirá reconstruir las conductas teleológicas, muy presentes en la PsicologÃa, de manera no-mentalista. De este modo, la finalidad de las operaciones de los sujetos formalmente considerados, lejos de atribuirse a supuestas y misteriosas planificaciones mentales, se explicará a partir de los objetos apotéticos correspondientes a los sujetos psicológicos. Cuando estos términos subjetuales (los sujetos psicológicos) se consideran materialmente (atendiendo a circuitos y conexiones nerviosas, producción de hormonas y neurotransmisores, reacciones inmunológicas, &c.) pasarán a pertenecer al campo de la BiologÃa. Por otro lado, en el momento en que los objetos no se consideren en relación a los sujetos psicológicos y, por tanto, no sean apotéticos, pasarán a formar parte de los campos de otras Ciencias como la GeometrÃa, la GeologÃa, la FÃsica, &c.
6. 2. La distinción entre situaciones α y β operatorias
Las situaciones α operatorias son propias «de aquellas ciencias en cuyos campos no aparezca, formalmente, entre sus términos, el sujeto gnoseológico o, también, un análogo suyo riguroso» (Bueno, 1992). Las situaciones β operatorias son propias «de aquellas ciencias en cuyos campos aparezcan (entre sus términos) los sujetos gnoseológicos o análogos suyos rigurosos» (Bueno, 1992). Esta distinción nos permite considerar el peculiar estatuto gnoseológico que caracteriza a la PsiquiatrÃa dentro del marco de discusión que venimos planteando acerca de las relaciones gnoseológicas entre la PsicologÃa y las disciplinas englobadas bajo el rótulo de «Neurociencias»{4}.
¿Cuáles son los términos del campo de la PsiquiatrÃa (en caso de que existiese)? ¿Los circuitos y conexiones neuronales que, a consecuencia de su mal funcionamiento, son los responsables de la situación del paciente? ¿Las operaciones desadaptativas de los pacientes que acaban por producir desequilibrios quÃmicos en el cerebro? En el primer caso, nos encontrarÃamos ante una situación α operatoria donde las operaciones de los sujetos se explicarÃan a partir de conexiones nerviosas y reacciones quÃmicas. En el segundo caso, nos encontrarÃamos ante una situación β operatoria donde las operaciones de los sujetos se explicarÃan a partir de la consideración formal de este. Teniendo presente que la NeurologÃa es la Ciencia cuyo campo estarÃa constituido por los elementos del Sistema Nervioso y que se encargarÃa del tratamiento de las posibles alteraciones que pudieran surgir en él y que la PsicologÃa es la Ciencia encargada, como dijimos anteriormente, de analizar las operaciones de los sujetos (previa consideración formal de los mismos) en relación a los objetos apotéticos, ¿qué lugar le queda a la PsiquiatrÃa? ¿O es que acaso nos la pretenden vender, por decirlo al modo hegeliano, como una sÃntesis superadora de la NeurologÃa y de la PsicologÃa? Desde la TeorÃa del cierre categorial la PsiquiatrÃa carecerÃa de campo gnoseológico propio encontrándose en una permanente situación de indefinición gnoseológica. En primer lugar, no tendrÃa unos términos propios y nÃtidamente definidos con los que realizar operaciones mientras que, en segundo lugar, se encontrarÃa en un «eterno» medio camino entre las situaciones α y β operatorias{5}.
En esta situación de clara indefinición gnoseológica (a medio camino entre la NeurologÃa y la PsicologÃa o entre las metodologÃas α y β operatorias) la PsiquiatrÃa se encontrarÃa en una situación similar a la del asno de Buridán quien, teniendo a un lado varios montones de avena y al otro lado varios cubos llenos de agua, acabó muriendo por desnutrición dado que nunca fue capaz de saber si tenÃa hambre o sed y, por consiguiente, si debÃa decidirse por comer la avena o por beber el agua (en este sentido, podrÃamos decir, para terminar, que los autores de La invención de trastornos mentales han realizado frente a la PsiquiatrÃa una actuación semejante a la que la diosa Némesis, mutatis mutandis, llevó a cabo frente a Narciso quien, incapaz de dejar de mirar atónitamente su propia imagen{6}, acabó falleciendo).
Bueno, G. (1992), TeorÃa del cierre categorial, vol. 1. Oviedo: Pentalfa.
Bueno, G. (1994), Consideraciones relativas a la estructura y a la génesis del campo de las «Ciencias Psicológicas» desde la perspectiva de la teorÃa del cierre categorial. En Simposium de MetodologÃa de las Ciencias Sociales y del Comportamiento (págs. 17-56). Universidad de Santiago de Compostela.
Bueno, G .(1995), ¿Qué es la ciencia?. Oviedo: Pentalfa.
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Damasio, A. (2001), El error de Descartes. Barcelona: CrÃtica (orig. 1994).
Damasio, A. (2005), En busca de Spinoza. Barcelona: CrÃtica.
Dawkins, R. (2002), El gen egoÃsta. Barcelona. Salvat.
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Espinosa, B. (2003), Ética. Madrid: Alianza (orig. 1677).
GarcÃa, P. (2001), Diccionario filosófico. Biblioteca filosofÃa en español.
González Pardo, H., Pérez Ãlvarez, M. (2007), La invención de trastornos mentales. Madrid: Alianza.
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Peña GarcÃa, V. (1981), «Descartes, razón y metáfora», Arbor, 53, 27-35.
Peña GarcÃa, V. (1982), «Acerca de la razón en Descartes: reglas de la moral y reglas del método», Arbor, 52, 23-39.
Punset, E. (2006), El alma está en el cerebro. Madrid. Santillana.
{1} Muchos psicólogos consideran su escisión gremial respecto a los filósofos como algo sumamente beneficioso para su nueva ciencia dado que, una vez liberada de las garras del pensamiento «teórico-especulativo», podrá ocuparse enteramente de los problemas «prácticos» (prescindiendo de vanas disquisiciones filosóficas) que realmente interesan a la gente y permiten ayudarle (¿?).
{2} ¿Quién no ha oÃdo a ningún fundamentalista cientÃfico afirmar cosas tales como «bueno, pero eso ya es filosofÃa», «nada nada, eso son cuestiones e ideas filosóficas, sin embargo lo que la ciencia dice es esto»?
{3} Descubrimiento de las dendritas por Otto Deiters, introducción del carmÃn, el añil y el cloruro de oro como medios de tinción por parte de Von Gerlach, descubrimiento de la reacción negra por Golgi, crÃtica a su reticularismo por Ramón y Cajal, estudios sobre la conducción de la electricidad en animales como los efectuados por Moruzzi y Magoun, &c..
{4} Las reacciones que la publicación de La invención de trastornos mentales (escrito por Héctor González y Marino Pérez) ha suscitado por parte de una Sociedad de PsiquiatrÃa da buena cuenta de la necesidad del tratamiento de estas cuestiones (véase La Nueva España del pasado 2 de Diciembre); en efecto, la falta de argumentos para rebatir las propuestas de los autores ha llevado a algunos miembros de dicha Sociedad a replicar de la siguiente manera: «Hablar de la invención de las enfermedades mentales en un paÃs donde hay más de 400.000 personas que sufren esquizofrenia no sólo es frÃvolo, es inmoral. Seguramente es una mezcla de ignorancia-se trata de personas que no tienen contacto alguno con los miles de afectados que en Asturias sufren un trastorno mental severo-y de intereses espurios, bien personales o corporativos».
En primer lugar, diremos que los autores de este libro nunca hablan de una invención propiamente dicha (ex nihilo) sino de la construcción operatoria de una suerte de cultura clÃnica que envolverá las operaciones de los sujetos (pacientes e, incluso, clÃnicos tanto psicólogos como psiquiatras). Este contexto clÃnico determinará el estatuto asignado a nuestras vivencias y operaciones. Aunque podamos partir de la praxis clÃnica (situación β2) es necesario regresar hacia una situación II–β1, propia de la teorÃa de juegos. De este modo, podremos explicar, en el progressus hacia las circunstancias en que se desenvuelve la praxis clÃnica, por qué las multinacionales farmacéuticas y ciertos clÃnicos influyen sobre la población y no a la inversa (en la misma situación nos encontrarÃamos cuando esta influencia se ejerce por parte de las multinacionales farmacéuticas sobre los clÃnicos). Es decir, se necesitará un sistema operatorio más potente para conducir las operaciones de los sujetos en la dirección deseada (para que, en último término, ello redunde en un aumento de las ventas de psicofármacos, en la proliferación de consultas clÃnicas, &c.). Sin embargo, no es este el lugar apropiado para exponer con el debido detenimiento los planteamientos que se presentan en este libro.
Un estado de bajo ánimo, apatÃa y tristeza, por ejemplo, bien podrÃa ser interpretado en la Edad Media como una crisis de fe motivada por la actuación del demonio (dentro de un contexto marcadamente teológico- también construido, obviamente, por las operaciones de los sujetos-) mientras que en nuestras sociedades del bienestar, donde cualquier atisbo de incomodidad habrá de proscribirse (en lo que tanto se apoya la construcción operatoria de esta nueva cultura clÃnica), la interpretación se hará a partir de este nuevo contexto envolvente. ¿Cómo explicar sino la diferente concepción de la melancolÃa en tiempos de Aristóteles y la existente en nuestros dÃas?
En segundo lugar, al atribuir esta explicación operatoria a «una mezcla de ignorancia» alegando que «se trata de personas que no tienen contacto alguno con los miles de afectados (...)» se está ignorando la distinción entre los planos emic/etic. En efecto, en la anterior afirmación se sostiene que para poder comprender bien un determinado fenómeno (en este caso, los trastornos mentales) es necesario estar cerca de alguien que lo padece. De ser asÃ, cualquier allegado a uno de estos pacientes podrÃa proporcionarnos una sólida explicación acerca del estatuto ontológico y antropológico de estos trastornos. No obstante, la mayor potencia en la explicación y comprensión de un fenómeno vendrá dada mediante la adopción de un plano etic a partir del cual podamos reconstruir la situación desde un sistema de coordenadas mucho más potente que el poseÃdo por los sujetos inmersos en el plano emic (en caso, claro está, de que lo tuviesen). José Smith fundador del movimiento mormón, desde un punto de vista emic (reivindicado por esta Sociedad), habrÃa visto separados a Dios Padre y a Jesucristo quienes le habrÃan encargado la sublime misión de restaurar y liderar la nueva y verdadera Iglesia de Jesucristo. Ahora bien, desde el punto de vista etic ni que decir tiene que son los intereses económicos y de poder de este individuo los parámetros que hemos de adoptar para explicar sus «visiones». Sin embargo, según lo que se desprende de las declaraciones «...es una mezcla de ignorancia», mutatis mutandis, serÃamos nosotros quienes estarÃamos equivocados, y no José Smith, cuando analizamos la verdadera génesis del movimiento mormón.
{5} Resulta curioso, pues, que desde la Sociedad de PsiquiatrÃa a la que hacÃamos mención, se llegue a analogar los argumentos ofrecidos por los autores de La invención de trastornos mentales con la Iglesia de la CienciologÃa cuando la verdad apuntarÃa en una dirección bien distinta, a saber, es la PsiquiatrÃa la que, en todo caso, deberÃa ser analogada con la CienciologÃa dado que, careciendo de campo gnoseológico propio, trata de imponer o vender su ideologÃa por encima de cualquier análisis riguroso con las peligrosas implicaciones que ello supone de cara a la consideración y el tratamiento de las diferentes psicopatologÃas.
{6} Desde esta Sociedad se afirmó que «todo el mundo quiere ser médico» a pesar de que muchos de nosotros no hemos tenido la oportunidad de rellenar «la encuesta utilizada» para llegar a esa conclusión.
Como el necio de San Anselmo, pero al revés
Se clasifican diferentes posiciones en torno al problema de la existencia de la Idea de Dios
En el número 112 de El Catoblepas ofrece Alfonso Fernández Tresguerres unos «comentarios» sobre el «diagnóstico» que bajo el tÃtulo «El ateÃsmo mixto» habÃa yo publicado en el número de mayo de esta misma revista. Mi trabajo pretendÃa, efectivamente, «diagnosticar», es decir, «criticar», pero no necesariamente valorar, al menos no primariamente, el alcance filosófico del artÃculo de Tresguerres «El ateÃsmo lógico» y hacerlo desde las herramientas ofrecidas por el reciente libro de Gustavo Bueno, La fe del ateo, precisamente porque, tras la atenta lectura del interesante trabajo de Tresguerres, considerábamos que tal obra de Bueno ofrecÃa materiales muy importantes de cara al análisis de algunos de los problemas imbricados en la maraña de cuestiones que el artÃculo de Tresguerres venÃa a remover. Además, juzgábamos entonces que tal libro no habÃa sido tenido suficientemente en cuenta por el profesor asturiano ante el trámite de organizar su «argumentación atea», y por eso estimábamos necesario remitirnos a algunos de sus delineamientos esenciales, puesto que, de otro modo, una tal argumentación no habrÃa podido desempeñarse de la misma manera.
Por decirlo ahora a sensu contrario, si Alfonso Fernández Tresguerres hubiese incorporado La fe del ateo a sus cálculos, el propio «ateÃsmo lógico» habrÃa tendido a difuminarse hasta desaparecer por representar dicho ateÃsmo, no otra cosa, que una suerte de mixtum compositum inconsistente y extraordinariamente confuso en el que tanto la negación de la existencia de Dios (sin perjuicio de la existencia de su idea) como la trituración de su misma esencia parecÃan darse la mano, y ello como si ambas especies de ateÃsmo pudiesen quedar ecualizados (el género mata la especie) en una suerte de ateÃsmo mixto esencial-existencial que sostuviese que «Dios es imposible, en el terreno de la lógica, y además simplemente no existe, en el terreno de los hechos».
Frente a semejante ateÃsmo bifronte, nosotros nos permitÃamos por nuestra parte recordarle al profesor Tresguerres (aunque, naturalmente, esto de «recordárselo» no es más que una forma de hablar) que negar la «existencia» de Dios es algo que no puede hacerse más que presuponiendo, a su vez, la existencia de Dios como Idea (es decir, presuponiendo que Dios existe, al menos como esencia concebible y consistente) y que, una vez supuesta su «esencia» como pensable, es imposible, salvo contradicción, negar su existencia real. Creemos en efecto que al menos en esto San Anselmo tenÃa toda la razón frente a Santo Tomás o a Kant: si el necio ha dicho en su corazón «Dios no existe», ello, sólo demuestra que el propio necio, aunque niegue la existencia de Dios presupone un sujeto consistente del que negar tal predicado (el de existir), pero sucede que este mismo sujeto, si es posible, tiene que existir con lo que –y este es el cepo planteado por el argumento ontológico– Dios existe. Asà las cosas, la única forma de resistirse a la fuerza del argumento, serÃa dar la vuelta a su maquinaria lógica, comenzando por negar que el propio necio (o para el caso el propio San Anselmo) se refiera realmente a nada cuando habla de Dios con lo que, a su vez, no se tratarÃa tanto de que Dios no exista, de hecho, sino de que lo que verdaderamente no existe es la idea de Dios.
Pues bien, en su «respuesta» a nuestro trabajo, Tresguerres anuncia que «no volverá a responder» y ello, se dirÃa, no tanto por un desprecio subjetivo hacia mi persona ni hacia mis argumentos (cosa que efectivamente no vendrÃa al caso) cuanto por ver de evitar «eternizarse» en debates en los que no se harÃa, a la postre, otra cosa que repetir lo mismo con palabras distintas (algo desde luego cierto, al menos, a tenor de su primera «respuesta» en la que los contenidos de mi artÃculo habrÃan quedado directamente intactos sin perjuicio de la tendencia de mi interlocutor por enhebrar «chistes» desde luego muy graciosos).
Desde luego, este «cerrojazo» dialéctico que nuestro interlocutor ha estimado conveniente efectuar hace imposible proseguir con la discusión, aunque creemos que un tal «cerrojo», sin perjuicio de que no tenga por qué involucrar un «desprecio subjetivo» a mis objeciones, constituye el Ãndice más preciso de una forma de falsa conciencia que llevarÃa a Tresguerres a satisfacerse incesantemente con sus propias «evidencias ateas» bajo el precio, eso sÃ, de permanecer encastillado en una impermeabilidad argumental a prueba de bomba frente a toda contra-evidencia posible (lo que en román paladino suele expresarse con la fórmula por un oÃdo le entra y por otro le sale). Y tenemos que decir, con toda sinceridad, que no nos parece mal. Al menos mediante esta estrategia se asegurarÃa Tresguerres que nada perturbe la marcha triunfal del «ateÃsmo mixto» en su doble negación y ello, aunque fuese bajo la forma dogmática de un «autismo» dialéctico enteramente anti-filosófico que realmente se arriesgase, por asà decir, a tener siempre razón.
Seguramente, y dadas las circunstancias, esta serÃa al menos la forma más rápida que habrÃa encontrado Tresguerres ante el trámite de asegurar, subjetualmente, sus propias «evidencias» individuales al margen de todo engranamiento dialéctico posible (algo asà como la fe del carbonero pero al revés). En todo caso, y poniendo por un momento enteramente al margen el juicio que procedimientos como estos pudieran merecernos, lo que ciertamente estimamos que deberÃa considerar Tresguerres (aunque no nos atrevemos a darle consejos) es que sin perjuicio de la «claridad» con la que él crea percibir el asunto (asà de simple), cuanto mayor sea el grado de la falsa conciencia detectable en sus ortogramas heurÃsticos, asà será también el grado de la evidencia subjetiva (vid «Falsa conciencia/conciencia» en Pelayo GarcÃa Sierra, Diccionario Filosófico)
* * *
Ahora bien, naturalmente que ante esta clausura del debate, nosotros no podemos, en el terreno de los dialogismos, proceder a responder a Tresguerres y no es esto lo que pretendemos ahora, puesto que ello representarÃa, al menos por la parte de nuestro interlocutor, algo asà como un «diálogo de sordos», pero ello en modo alguno nos exime de tomarnos muy en serio sus posiciones en el plano semántico. Concretamente, en el presente trabajo, más que dirigirnos directamente a Alfonso Tresguerres, vamos a partir de sus posiciones «ateas», entre otras posibles y también muy interesantes (de hecho nos referiremos a otros ateos existenciales como Atilio o Simbol que han dado a conocer sus filosofemas a través de Internet), para, desde tales posturas, que aquà consideraremos como materiales circunscritos al plano fenoménico, reconstruir en el regressus el sentido del ateÃsmo esencial defendido por el materialismo filosófico. Por decirlo de otra manera, pretendemos hacer ver que la idea de Dios, cuya existencia Tresguerres y otros «ateos» existenciales parecidos (en particular nos referiremos a algunos casos muy destacados extraÃdos del sitio Razón Atea puesto a punto por Fernando G. Toledo) dan en todo momento por supuesto en el plano fenoménico, termina difuminándose hasta desaparecer, como una apariencia falaz, en el plano esencial de suerte que, vista desde este mismo plano, la idea de Dios es sólo una para-idea o una pseudo-idea con lo que, de paso, Dios no existe ni pintado, esto es, frente a lo que Simbol, Atilio o Tresguerres parecen suponer en el plano de los fenómenos, no existe ni siquiera como idea.
En general, partimos del presupuesto de que aunque las más de las ocasiones no se tenga esto en cuenta, la idea de «ateÃsmo», no representa una noción de predicación unÃvoca cuya unidad pudiese darse frÃvolamente por consabida (por ejemplo sosteniendo que «el ateo» niega la existencia de Dios mientras que «el agnóstico» duda de ella, &c., &c.) puesto que, sin perjuicio de la claridad aparente que desprenden tales conceptos, la idea de ateÃsmo se ajustarÃa más bien al formato que es propio de los términos análogos, es decir, aquellos cuyas especies predicativas son simpliciter diversa por mucho que secundum quid, puedan mantenerse como eadem.
En lo que todas las especies de ateÃsmo coinciden es, evidentemente, en la negación de Dios (o de cada uno de los dioses, sean a su vez religiosos o filosóficos), sea en su esencia, sea en su existencia. Ahora bien, esta unidad caracterÃstica de la idea de ateÃsmo, repárese, serÃa tan solo una unidad funcional-abstracta (y de ahà el formato negativo del propio concepto) de donde, cada clase de ateÃsmo vendrÃa marcada por la impronta de la propia idea de Dios de cuya negación procederÃa. Lo que con ello pretendemos subrayar, es, ante todo, la gran probabilidad de que algunas clases de ateÃsmo se mantengan tan distanciadas o todavÃa más entre sà como cada una de ellas respecto de terceras especies del agnosticismo o del teÃsmo. Por eso, en lugar de desbrozar la maraña fenoménica de referencia utilizando nociones tan abstractas, sin perjuicio de su fundamento, como las de ateÃsmo, agnosticismo o teÃsmo, vamos a proceder en lo que sigue a re-clasificar los fenómenos de partida poniendo, de un lado aquellas posturas que comenzarÃan por reconocer la existencia de la Idea de Dios, sin perjuicio de la impugnación eventual de su existencia, y, de otro, las posiciones que, sin necesidad de entrar a discutir, al menos de partida, la existencia o inexistencia de Dios, empezarÃan por impugnar la propia existencia de su Idea.
Posturas que conservan la esencia de Dios (sin perjuicio de su existencia)
Tanto el agnosticismo como el teÃsmo o el ateÃsmo existencial (incluyendo aquà el «ateÃsmo mixto») comenzarÃan, como el necio del argumento del Proslogio, por asà decir, dando por consabida la esencia del Ser Supremo a la manera de un sujeto gramatical del que después, en un segundo momento, tuviese sentido predicar su «existencia» o «inexistencia».
Asà por ejemplo el agnóstico ontológico que suspende el juicio en lo referente a la existencia del Ens Necessarium, usualmente comienza por presuponer, desde luego, que la idea de un tal ser es ciertamente componible –esto es, que existe la idea de Dios– por mucho que, tras haber reconocido esto (cuando menos en el ejercicio), se pase a postular la imposibilidad de demostrar su existencia o inexistencia «real». Es cierto, se dirá, que no sabemos ni podemos saber si Dios existe, puesto que en todo caso su existencia es indemostrable, pero ello querrá al mismo tiempo decir que podemos concebir su Idea como una esencia consistente.
El ateo existencial, por su parte (incluyendo el ateo mixto), concede de entrada que la idea de Dios existe, como existe la idea del «monstruo del Lago Ness» o de una familia de duendes invisibles, sin perjuicio de que dicha idea denote un ser inexistente. En todo caso, argumentará el ateo existencial, todos, incluso los «insensatos», entendemos lo que se quiere decir cuando se habla de Dios, lo que para el caso demostrarÃa la existencia de la idea de Dios (a diferencia, por ejemplo de la idea del turuluflú) aun cuando lo que no exista, y acaso sea además imposible (como argumenta el ateo mixto) sea el Ens designado por una tal idea. Si no nos equivocamos demasiado, creemos que, al menos en lo referido a sus rasgos esenciales, esta es la postura defendida en el marco de nuestra breve «polémica del ateÃsmo», por autores como puedan serlo Atilio, defensor de un curiosÃsimo ateÃsmo de factura «cerebro-céntrica» o Simbol, seguidor también muy escrupuloso del ateÃsmo mixto (en las páginas de razonatea.blogspot.com) o Alfonso Tresguerres (en la revista El Catoblepas).
Ahora bien lo que ni el agnosticismo ontológico ni tampoco, por su lado, filósofos ateos como Atilio, SÃmbol o Tresguerres han podido percibir con la suficiente claridad es que, al haberse situado ellos mismos en el papel del insipiens anselmiano, no resulta posible por más tiempo evitar que el propio argumento del Proslogio empiece a funcionar a pleno rendimiento, arrojando precisamente las conclusiones contrarias de las que el ateo existencial desearÃa extraer. Con ello lo que realmente queremos decir, es que si la Idea de Dios existe (a diferencia de la de turuluflú, sin ir más lejos), esto es, si tal idea por de pronto se refiere a algo, estos insensatos no podrán negar que se refiera a un Ser Necesario y si, por lo demás, esto es asÃ, ya no cabrá en modo alguno declarar, sin contradicción, que tal Ser, siendo Necesario, es al mismo tiempo inexistente (como quiere el ateo existencial) pero tampoco sólo contingente (como pretende el agnóstico) de donde, sencillamente, si se reconoce la existencia de la Idea de Dios, entonces la única posición que cabe adoptar con sentido es el teÃsmo de autores como San Anselmo, Duns Scoto, Descartes o Leibniz. En resumidas cuentas, a la vista del argumento ontológico, sea en su versión anselmiana, sea en su versión modal, si existe la idea de Dios, entonces ya no se ve cómo evitar la siguiente conclusión: existe Dios.
Sin embargo, esta no es tampoco la última palabra. Porque sucede de hecho que a diferencia del «Monstruo del Lago Ness» o de los «duendes invisibles», el Dios al que se refieren los agnósticos, los teÃstas y los ateos existenciales, no puede, al parecer, «coexistir» con terceras entidades (para empezar no puede, sin duda, existir en el «Lago Ness» o en un apartamento ovetense), y al lÃmite, dada su infinitud, anegarÃa tales términos hasta hacerlos desaparecer. De hecho, la absoluta infinitud asà como la entera simplicidad del Ser PerfectisÃmo, comenzarÃa por hacer imposible la existencia del mundo (el propio mundus adspectabilis del que partÃan, en el regressus, cada una de las vÃas tomistas a través de sus sense constat) al no poder «coexistir» con él. Con ello, se sigue que si existir, fuera de toda hipóstasis metafÃsica de la idea de existencia, dice coexistir con terceras texturas constitutivas del mundo práctico, más allá del contorno del nódulo de referencia entonces, la existencia de un Dios infinito al tiempo que absolutamente simple es imposible al aparecer como incomponible (incompatible) con la existencia de todo entorno exterior a su dintorno.
Ahora bien, si esto es asÃ, es decir, si, por un lado, la existencia de la idea de Dios pide la existencia de Dios, y si, al mismo tiempo, Dios no puede existir (porque no coexiste con nada, i. e., con ningún contenido exterior a su dintorno), entonces, por modus tollens, se sigue de estas premisas que lo que tampoco existe ni puede existir es la idea de Dios. Simplemente sucederá que, pese a todas las apariencias falaces, y como en el argumento de San Anselmo pero a la inversa, nadie, absolutamente nadie, «ha dicho en su corazón: no existe Dios», sencillamente porque la llamada Idea de Dios es en realidad una para-idea o una pseudo-idea. Y este es precisamente el proton-pseudos en los que tanto los agnósticos como los ateos existenciales al estilo de Atilio, Simbol o Tresguerres se habrÃan visto empantanados.
Pues bien, si la idea de Dios no existe, ello sin duda se deberá a que tal idea, cuando se la analiza fuera del plano de los fenómenos entre los que se mueven los ateos existenciales, no representa en realidad otra cosa que un mosaico confuso de componentes (Padre, Médico, Arquitecto, Maestro, &c., &c.) extraÃdos, eso sÃ, del mundo práctico-operatorio que, cuando se desarrollan al lÃmite de su infinitud, dan lugar, por convergencia, no ya a una idea componible (pues sus propios componentes son enteramente –ni siquiera parcialmente– incompatibles unos con otros como lo es, en general, la voluntad con la infinitud o la omnisciencia con la omnipotencia, o la pura actualidad respecto a todos los demás, &c., &c.), sino a una pseudo-idea metafÃsica que no puede componerse. Ello no se deberá tanto a que Dios aparezca como imposible por auto-contradictorio en el terreno de la lógica, como pretenden muchas variedades de «ateÃsmo mixto» (puesto que en todo caso un tal «autos» involucrarÃa la reflexividad, lo cual no es mucho más que una hipóstasis metafÃsica), como tampoco un decaedro regular es auto-contradictorio. Lo que es contradictorio constructivamente, esto es, impracticable, es la concatenación de sus componentes entre sà y con el entorno práctico de partida al que terminarÃan por anegar, pero si tales componentes no pueden, por hipótesis, ser siquiera compuestos unos con otros, entonces, se deduce de esto que la idea de partida simplemente no existe como tal idea; y ello por mucho que en el terreno de las apariencias, el nombre que encapsula tal mosaico pueda dar la impresión al ateo existencial –y de ahà el proton pseudon al que antes nos referÃamos– de que cuando habla de Dios, por ejemplo para negar su existencia, se refiere a algo de distinto del turuluflú.
Esta circunstancia ha sido detectada con toda claridad desde las páginas de Razón Atea a las que venimos refiriéndonos, por Fernando G. Toledo y Jorge Méndez, cuyas entendederas filosóficas parecen ir, al menos en este punto, mucho más lejos que las de Atilio, Simbol o Tresguerres. Afirma por ejemplo Méndez, dando a nuestro juicio en el clavo:
«Me parece que Tresguerres confunde el signo «Dios» (objeto semiótico) con el pseudo-concepto o pseudo-idea denotado o designado por el signo, ya que si bien el signo «Dios», en cuanto objeto material que designa o denota por convención a un concepto u objeto material existe realmente, de eso no se sigue que exista realmente (o conceptualmente) la idea o paraidea que supuestamente designarÃa. Aunque también es posible que Tresguerres confunda el pensamiento (proceso cerebral o secuencia de psicones) con la pseudoidea o pseudo-concepto que formarÃa en el plano conceptual ficticio (…) o, en jerga buenista, confundirÃa M2 con M3.»
Asimismo, como sostiene Fernando G. Toledo, creemos que muy certeramente:
«(…) tanto la de cÃrculo cuadrado como la de Dios son pseudoideas o paraideas a las que se les simulan sus contradicciones para «pensarlas» siquiera, predicarlas como existentes.»
Si esto es asÃ, entonces una vez retirado el nombre, que habrá con ello quedado reducido a la condición que cuadra a un verdadero flatus vocis, la propia unidad de la idea de Dios como idea consistente quedarÃa disuelta al lÃmite de su desaparición; lo que al mismo tiempo querrÃa decir, si no nos equivocamos demasiado, que nadie (ni Atilio, ni Simbol, ni Tresguerres, ni San Anselmo, ni Santo Tomás, ni Ricardo Dawkins) se refieren absolutamente a nada cuando discuten la existencia o inexistencia de Dios puesto que, como ahora esperamos que se vea, lo que en realidad no existe es la propia idea de Dios sobre la que tales insensatos parecen (falazmente) debatir. Del mismo modo, no tendrá el más mÃnimo sentido exigir pruebas a quien afirma su existencia (dado que ni quien «afirma» ni quien «niega» están diciendo nada preciso), ni «desear» que Dios exista después de todo, impostando poseer una idea de Dios que ni siquiera puede componerse (pues entonces, nos preguntamos, ¿qué es lo que se desea que exista?), ni echarle de menos, ni tampoco respetar a los «creyentes» que tienen fe en Él, puesto que tal «fe», fuera al menos del plano fenoménico, es una apariencia falaz que ni existe ni puede existir: y no es que los «creyentes» se equivoquen al mantener su fe en Dios, porque lo que realmente sucede, desde las coordenadas del ateÃsmo esencial, es que tal «fe» ni siquiera existe como tal, con lo que no puede ser respetada. La idea de Dios no existe y ello, a poco que se piense la cosa, al mismo tiempo, demuestra que absolutamente nadie, ni siquiera los teÃstas, tiene «fe» en Él.
Finalizamos refiriéndonos a una anécdota suficientemente significativa. En el contexto de una clase sobre el uso que hace Descartes del argumento ontológico en sus Meditationes de Prima Philosophia, y tras las pertinentes explicaciones por parte del profesor sobre el «argumento ontológico doblado», una alumna pudo hacer el siguiente comentario: «entonces, el verdadero problema no es que Dios no exista, el problema reside en los atributos que se le asignan.» Desde luego nosotros no sólo consideramos que la muchacha estaba realmente en lo cierto –mostrando por lo demás una finura filosófica que da ciento y raya a muchos «ateos existenciales»– sino que su comentario demuestra con todas las de la ley que el problema, en efecto, no es tanto la existencia de Dios sino la misma existencia de su constitutivo formal y que, si ese es el caso, entonces, todos somos ateos (en el plano esencial).
Como el necio de San Anselmo, pero al revés
Se clasifican diferentes posiciones en torno al problema de la existencia de la Idea de Dios
© Ãñigo Ongay de Felipe
En el número 112 de El Catoblepas ofrece Alfonso Fernández Tresguerres unos «comentarios» sobre el «diagnóstico» que bajo el tÃtulo «El ateÃsmo mixto» habÃa yo publicado en el número de mayo de esta misma revista. Mi trabajo pretendÃa, efectivamente, «diagnosticar», es decir, «criticar», pero no necesariamente valorar, al menos no primariamente, el alcance filosófico del artÃculo de Tresguerres «El ateÃsmo lógico» y hacerlo desde las herramientas ofrecidas por el reciente libro de Gustavo Bueno, La fe del ateo, precisamente porque, tras la atenta lectura del interesante trabajo de Tresguerres, considerábamos que tal obra de Bueno ofrecÃa materiales muy importantes de cara al análisis de algunos de los problemas imbricados en la maraña de cuestiones que el artÃculo de Tresguerres venÃa a remover. Además, juzgábamos entonces que tal libro no habÃa sido tenido suficientemente en cuenta por el profesor asturiano ante el trámite de organizar su «argumentación atea», y por eso estimábamos necesario remitirnos a algunos de sus delineamientos esenciales, puesto que, de otro modo, una tal argumentación no habrÃa podido desempeñarse de la misma manera.
Por decirlo ahora a sensu contrario, si Alfonso Fernández Tresguerres hubiese incorporado La fe del ateo a sus cálculos, el propio «ateÃsmo lógico» habrÃa tendido a difuminarse hasta desaparecer por representar dicho ateÃsmo, no otra cosa, que una suerte de mixtum compositum inconsistente y extraordinariamente confuso en el que tanto la negación de la existencia de Dios (sin perjuicio de la existencia de su idea) como la trituración de su misma esencia parecÃan darse la mano, y ello como si ambas especies de ateÃsmo pudiesen quedar ecualizados (el género mata la especie) en una suerte de ateÃsmo mixto esencial-existencial que sostuviese que «Dios es imposible, en el terreno de la lógica, y además simplemente no existe, en el terreno de los hechos».
Frente a semejante ateÃsmo bifronte, nosotros nos permitÃamos por nuestra parte recordarle al profesor Tresguerres (aunque, naturalmente, esto de «recordárselo» no es más que una forma de hablar) que negar la «existencia» de Dios es algo que no puede hacerse más que presuponiendo, a su vez, la existencia de Dios como Idea (es decir, presuponiendo que Dios existe, al menos como esencia concebible y consistente) y que, una vez supuesta su «esencia» como pensable, es imposible, salvo contradicción, negar su existencia real. Creemos en efecto que al menos en esto San Anselmo tenÃa toda la razón frente a Santo Tomás o a Kant: si el necio ha dicho en su corazón «Dios no existe», ello, sólo demuestra que el propio necio, aunque niegue la existencia de Dios presupone un sujeto consistente del que negar tal predicado (el de existir), pero sucede que este mismo sujeto, si es posible, tiene que existir con lo que –y este es el cepo planteado por el argumento ontológico– Dios existe. Asà las cosas, la única forma de resistirse a la fuerza del argumento, serÃa dar la vuelta a su maquinaria lógica, comenzando por negar que el propio necio (o para el caso el propio San Anselmo) se refiera realmente a nada cuando habla de Dios con lo que, a su vez, no se tratarÃa tanto de que Dios no exista, de hecho, sino de que lo que verdaderamente no existe es la idea de Dios.
Pues bien, en su «respuesta» a nuestro trabajo, Tresguerres anuncia que «no volverá a responder» y ello, se dirÃa, no tanto por un desprecio subjetivo hacia mi persona ni hacia mis argumentos (cosa que efectivamente no vendrÃa al caso) cuanto por ver de evitar «eternizarse» en debates en los que no se harÃa, a la postre, otra cosa que repetir lo mismo con palabras distintas (algo desde luego cierto, al menos, a tenor de su primera «respuesta» en la que los contenidos de mi artÃculo habrÃan quedado directamente intactos sin perjuicio de la tendencia de mi interlocutor por enhebrar «chistes» desde luego muy graciosos).
Desde luego, este «cerrojazo» dialéctico que nuestro interlocutor ha estimado conveniente efectuar hace imposible proseguir con la discusión, aunque creemos que un tal «cerrojo», sin perjuicio de que no tenga por qué involucrar un «desprecio subjetivo» a mis objeciones, constituye el Ãndice más preciso de una forma de falsa conciencia que llevarÃa a Tresguerres a satisfacerse incesantemente con sus propias «evidencias ateas» bajo el precio, eso sÃ, de permanecer encastillado en una impermeabilidad argumental a prueba de bomba frente a toda contra-evidencia posible (lo que en román paladino suele expresarse con la fórmula por un oÃdo le entra y por otro le sale). Y tenemos que decir, con toda sinceridad, que no nos parece mal. Al menos mediante esta estrategia se asegurarÃa Tresguerres que nada perturbe la marcha triunfal del «ateÃsmo mixto» en su doble negación y ello, aunque fuese bajo la forma dogmática de un «autismo» dialéctico enteramente anti-filosófico que realmente se arriesgase, por asà decir, a tener siempre razón.
Seguramente, y dadas las circunstancias, esta serÃa al menos la forma más rápida que habrÃa encontrado Tresguerres ante el trámite de asegurar, subjetualmente, sus propias «evidencias» individuales al margen de todo engranamiento dialéctico posible (algo asà como la fe del carbonero pero al revés). En todo caso, y poniendo por un momento enteramente al margen el juicio que procedimientos como estos pudieran merecernos, lo que ciertamente estimamos que deberÃa considerar Tresguerres (aunque no nos atrevemos a darle consejos) es que sin perjuicio de la «claridad» con la que él crea percibir el asunto (asà de simple), cuanto mayor sea el grado de la falsa conciencia detectable en sus ortogramas heurÃsticos, asà será también el grado de la evidencia subjetiva (vid «Falsa conciencia/conciencia» en Pelayo GarcÃa Sierra, Diccionario Filosófico)
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Ahora bien, naturalmente que ante esta clausura del debate, nosotros no podemos, en el terreno de los dialogismos, proceder a responder a Tresguerres y no es esto lo que pretendemos ahora, puesto que ello representarÃa, al menos por la parte de nuestro interlocutor, algo asà como un «diálogo de sordos», pero ello en modo alguno nos exime de tomarnos muy en serio sus posiciones en el plano semántico. Concretamente, en el presente trabajo, más que dirigirnos directamente a Alfonso Tresguerres, vamos a partir de sus posiciones «ateas», entre otras posibles y también muy interesantes (de hecho nos referiremos a otros ateos existenciales como Atilio o Simbol que han dado a conocer sus filosofemas a través de Internet), para, desde tales posturas, que aquà consideraremos como materiales circunscritos al plano fenoménico, reconstruir en el regressus el sentido del ateÃsmo esencial defendido por el materialismo filosófico. Por decirlo de otra manera, pretendemos hacer ver que la idea de Dios, cuya existencia Tresguerres y otros «ateos» existenciales parecidos (en particular nos referiremos a algunos casos muy destacados extraÃdos del sitio Razón Atea puesto a punto por Fernando G. Toledo) dan en todo momento por supuesto en el plano fenoménico, termina difuminándose hasta desaparecer, como una apariencia falaz, en el plano esencial de suerte que, vista desde este mismo plano, la idea de Dios es sólo una para-idea o una pseudo-idea con lo que, de paso, Dios no existe ni pintado, esto es, frente a lo que Simbol, Atilio o Tresguerres parecen suponer en el plano de los fenómenos, no existe ni siquiera como idea.
En general, partimos del presupuesto de que aunque las más de las ocasiones no se tenga esto en cuenta, la idea de «ateÃsmo», no representa una noción de predicación unÃvoca cuya unidad pudiese darse frÃvolamente por consabida (por ejemplo sosteniendo que «el ateo» niega la existencia de Dios mientras que «el agnóstico» duda de ella, &c., &c.) puesto que, sin perjuicio de la claridad aparente que desprenden tales conceptos, la idea de ateÃsmo se ajustarÃa más bien al formato que es propio de los términos análogos, es decir, aquellos cuyas especies predicativas son simpliciter diversa por mucho que secundum quid, puedan mantenerse como eadem.
En lo que todas las especies de ateÃsmo coinciden es, evidentemente, en la negación de Dios (o de cada uno de los dioses, sean a su vez religiosos o filosóficos), sea en su esencia, sea en su existencia. Ahora bien, esta unidad caracterÃstica de la idea de ateÃsmo, repárese, serÃa tan solo una unidad funcional-abstracta (y de ahà el formato negativo del propio concepto) de donde, cada clase de ateÃsmo vendrÃa marcada por la impronta de la propia idea de Dios de cuya negación procederÃa. Lo que con ello pretendemos subrayar, es, ante todo, la gran probabilidad de que algunas clases de ateÃsmo se mantengan tan distanciadas o todavÃa más entre sà como cada una de ellas respecto de terceras especies del agnosticismo o del teÃsmo. Por eso, en lugar de desbrozar la maraña fenoménica de referencia utilizando nociones tan abstractas, sin perjuicio de su fundamento, como las de ateÃsmo, agnosticismo o teÃsmo, vamos a proceder en lo que sigue a re-clasificar los fenómenos de partida poniendo, de un lado aquellas posturas que comenzarÃan por reconocer la existencia de la Idea de Dios, sin perjuicio de la impugnación eventual de su existencia, y, de otro, las posiciones que, sin necesidad de entrar a discutir, al menos de partida, la existencia o inexistencia de Dios, empezarÃan por impugnar la propia existencia de su Idea.
Tanto el agnosticismo como el teÃsmo o el ateÃsmo existencial (incluyendo aquà el «ateÃsmo mixto») comenzarÃan, como el necio del argumento del Proslogio, por asà decir, dando por consabida la esencia del Ser Supremo a la manera de un sujeto gramatical del que después, en un segundo momento, tuviese sentido predicar su «existencia» o «inexistencia».
Asà por ejemplo el agnóstico ontológico que suspende el juicio en lo referente a la existencia del Ens Necessarium, usualmente comienza por presuponer, desde luego, que la idea de un tal ser es ciertamente componible –esto es, que existe la idea de Dios– por mucho que, tras haber reconocido esto (cuando menos en el ejercicio), se pase a postular la imposibilidad de demostrar su existencia o inexistencia «real». Es cierto, se dirá, que no sabemos ni podemos saber si Dios existe, puesto que en todo caso su existencia es indemostrable, pero ello querrá al mismo tiempo decir que podemos concebir su Idea como una esencia consistente.
El ateo existencial, por su parte (incluyendo el ateo mixto), concede de entrada que la idea de Dios existe, como existe la idea del «monstruo del Lago Ness» o de una familia de duendes invisibles, sin perjuicio de que dicha idea denote un ser inexistente. En todo caso, argumentará el ateo existencial, todos, incluso los «insensatos», entendemos lo que se quiere decir cuando se habla de Dios, lo que para el caso demostrarÃa la existencia de la idea de Dios (a diferencia, por ejemplo de la idea del turuluflú) aun cuando lo que no exista, y acaso sea además imposible (como argumenta el ateo mixto) sea el Ens designado por una tal idea. Si no nos equivocamos demasiado, creemos que, al menos en lo referido a sus rasgos esenciales, esta es la postura defendida en el marco de nuestra breve «polémica del ateÃsmo», por autores como puedan serlo Atilio, defensor de un curiosÃsimo ateÃsmo de factura «cerebro-céntrica» o Simbol, seguidor también muy escrupuloso del ateÃsmo mixto (en las páginas de razonatea.blogspot.com) o Alfonso Tresguerres (en la revista El Catoblepas).
Ahora bien lo que ni el agnosticismo ontológico ni tampoco, por su lado, filósofos ateos como Atilio, SÃmbol o Tresguerres han podido percibir con la suficiente claridad es que, al haberse situado ellos mismos en el papel del insipiens anselmiano, no resulta posible por más tiempo evitar que el propio argumento del Proslogio empiece a funcionar a pleno rendimiento, arrojando precisamente las conclusiones contrarias de las que el ateo existencial desearÃa extraer. Con ello lo que realmente queremos decir, es que si la Idea de Dios existe (a diferencia de la de turuluflú, sin ir más lejos), esto es, si tal idea por de pronto se refiere a algo, estos insensatos no podrán negar que se refiera a un Ser Necesario y si, por lo demás, esto es asÃ, ya no cabrá en modo alguno declarar, sin contradicción, que tal Ser, siendo Necesario, es al mismo tiempo inexistente (como quiere el ateo existencial) pero tampoco sólo contingente (como pretende el agnóstico) de donde, sencillamente, si se reconoce la existencia de la Idea de Dios, entonces la única posición que cabe adoptar con sentido es el teÃsmo de autores como San Anselmo, Duns Scoto, Descartes o Leibniz. En resumidas cuentas, a la vista del argumento ontológico, sea en su versión anselmiana, sea en su versión modal, si existe la idea de Dios, entonces ya no se ve cómo evitar la siguiente conclusión: existe Dios.
Sin embargo, esta no es tampoco la última palabra. Porque sucede de hecho que a diferencia del «Monstruo del Lago Ness» o de los «duendes invisibles», el Dios al que se refieren los agnósticos, los teÃstas y los ateos existenciales, no puede, al parecer, «coexistir» con terceras entidades (para empezar no puede, sin duda, existir en el «Lago Ness» o en un apartamento ovetense), y al lÃmite, dada su infinitud, anegarÃa tales términos hasta hacerlos desaparecer. De hecho, la absoluta infinitud asà como la entera simplicidad del Ser PerfectisÃmo, comenzarÃa por hacer imposible la existencia del mundo (el propio mundus adspectabilis del que partÃan, en el regressus, cada una de las vÃas tomistas a través de sus sense constat) al no poder «coexistir» con él. Con ello, se sigue que si existir, fuera de toda hipóstasis metafÃsica de la idea de existencia, dice coexistir con terceras texturas constitutivas del mundo práctico, más allá del contorno del nódulo de referencia entonces, la existencia de un Dios infinito al tiempo que absolutamente simple es imposible al aparecer como incomponible (incompatible) con la existencia de todo entorno exterior a su dintorno.
Ahora bien, si esto es asÃ, es decir, si, por un lado, la existencia de la idea de Dios pide la existencia de Dios, y si, al mismo tiempo, Dios no puede existir (porque no coexiste con nada, i. e., con ningún contenido exterior a su dintorno), entonces, por modus tollens, se sigue de estas premisas que lo que tampoco existe ni puede existir es la idea de Dios. Simplemente sucederá que, pese a todas las apariencias falaces, y como en el argumento de San Anselmo pero a la inversa, nadie, absolutamente nadie, «ha dicho en su corazón: no existe Dios», sencillamente porque la llamada Idea de Dios es en realidad una para-idea o una pseudo-idea. Y este es precisamente el proton-pseudos en los que tanto los agnósticos como los ateos existenciales al estilo de Atilio, Simbol o Tresguerres se habrÃan visto empantanados.
Esta circunstancia ha sido detectada con toda claridad desde las páginas de Razón Atea a las que venimos refiriéndonos, por Fernando G. Toledo y Jorge Méndez, cuyas entendederas filosóficas parecen ir, al menos en este punto, mucho más lejos que las de Atilio, Simbol o Tresguerres. Afirma por ejemplo Méndez, dando a nuestro juicio en el clavo:
«Me parece que Tresguerres confunde el signo «Dios» (objeto semiótico) con el pseudo-concepto o pseudo-idea denotado o designado por el signo, ya que si bien el signo «Dios», en cuanto objeto material que designa o denota por convención a un concepto u objeto material existe realmente, de eso no se sigue que exista realmente (o conceptualmente) la idea o paraidea que supuestamente designarÃa. Aunque también es posible que Tresguerres confunda el pensamiento (proceso cerebral o secuencia de psicones) con la pseudoidea o pseudo-concepto que formarÃa en el plano conceptual ficticio (…) o, en jerga buenista, confundirÃa M2 con M3.»
Asimismo, como sostiene Fernando G. Toledo, creemos que muy certeramente:
«(…) tanto la de cÃrculo cuadrado como la de Dios son pseudoideas o paraideas a las que se les simulan sus contradicciones para «pensarlas» siquiera, predicarlas como existentes.»
Si esto es asÃ, entonces una vez retirado el nombre, que habrá con ello quedado reducido a la condición que cuadra a un verdadero flatus vocis, la propia unidad de la idea de Dios como idea consistente quedarÃa disuelta al lÃmite de su desaparición; lo que al mismo tiempo querrÃa decir, si no nos equivocamos demasiado, que nadie (ni Atilio, ni Simbol, ni Tresguerres, ni San Anselmo, ni Santo Tomás, ni Ricardo Dawkins) se refieren absolutamente a nada cuando discuten la existencia o inexistencia de Dios puesto que, como ahora esperamos que se vea, lo que en realidad no existe es la propia idea de Dios sobre la que tales insensatos parecen (falazmente) debatir. Del mismo modo, no tendrá el más mÃnimo sentido exigir pruebas a quien afirma su existencia (dado que ni quien «afirma» ni quien «niega» están diciendo nada preciso), ni «desear» que Dios exista después de todo, impostando poseer una idea de Dios que ni siquiera puede componerse (pues entonces, nos preguntamos, ¿qué es lo que se desea que exista?), ni echarle de menos, ni tampoco respetar a los «creyentes» que tienen fe en Él, puesto que tal «fe», fuera al menos del plano fenoménico, es una apariencia falaz que ni existe ni puede existir: y no es que los «creyentes» se equivoquen al mantener su fe en Dios, porque lo que realmente sucede, desde las coordenadas del ateÃsmo esencial, es que tal «fe» ni siquiera existe como tal, con lo que no puede ser respetada. La idea de Dios no existe y ello, a poco que se piense la cosa, al mismo tiempo, demuestra que absolutamente nadie, ni siquiera los teÃstas, tiene «fe» en Él.
Finalizamos refiriéndonos a una anécdota suficientemente significativa. En el contexto de una clase sobre el uso que hace Descartes del argumento ontológico en sus Meditationes de Prima Philosophia, y tras las pertinentes explicaciones por parte del profesor sobre el «argumento ontológico doblado», una alumna pudo hacer el siguiente comentario: «entonces, el verdadero problema no es que Dios no exista, el problema reside en los atributos que se le asignan.» Desde luego nosotros no sólo consideramos que la muchacha estaba realmente en lo cierto –mostrando por lo demás una finura filosófica que da ciento y raya a muchos «ateos existenciales»– sino que su comentario demuestra con todas las de la ley que el problema, en efecto, no es tanto la existencia de Dios sino la misma existencia de su constitutivo formal y que, si ese es el caso, entonces, todos somos ateos (en el plano esencial).
El ateÃsmo se introduce en Hollywood
© Reynaldo Sanchez
Publicado en Impre.com
El ateÃsmo es un tema álgido y muy peculiar, la industria del cine siempre ha abogado por la parte más religiosa, fundando más la creencia en Dios y todo lo que implica lo establecido por los cánones católicos de la religiosidad y la existencia del Creador.
El director cinematográfico Matthew Chapman espera que su nueva pelÃcula The Ledge se convierta para el ateÃsmo en lo que la pelÃcula Brokeback Mountain hizo para la comunidad gay.
En la nueva pelÃcula The Ledge, Charlie Hunnam caracteriza a Gavin un ateo que está a punto de matarse debido a una disputa con un villano cristiano llamado Joe (interpretado por Patrick Wilson).
Liv Tyler hace el papel de Shana, quién está en el centro del conflicto. «Este podrÃa ser el Brokeback Mountain momento para los ateos, nuestro punto principal, cuando finalmente consigamos la atención que merecemos», escribió Chapman en el sitio web de la pelÃcula.
«Aunque los libros hayan puesto a los ateos en la corriente principalmente intelectual, The Ledge es el primer drama de Hollywood que apunta a recibir la más amplia publicidad de alguna cinta con un mensaje abierto, donde el héroe es un ateo en una producción bastante grande para atraer estrellas categorÃa A- Esto es algo que no tiene precedentes» dijo el director.
«He viajado mucho por el Medio Oeste y por el Sur y he visto mucha gente como Joe, el fundamentalista en la pelÃcula», le dijo a Phillips Kyra de CNN. «Y nunca he visto una representación de aquella clase personaje puesto en conflicto con alguien que comparte mis creencia, que probablemente allà no haya ningún Dios y tenemos que pensar en eso, pensar en realidad en la vida de un modo humano racional».
El presidente de Liga Católica Bill Donohue atacó a Chapman, pero hace poco paró de pedir un boicot. Esto es atÃpico, el cine con sus pelÃculas se ha cuidado de atacar de forma frontal la creencia de que no haya un Dios. Las protestas como la de Donohue son en parte el temor a perder público y esta situación les mantiene alejados de entablar parámetros que lesionen la creencia en Dios.
El ateÃsmo se introduce en Hollywood
© Reynaldo Sanchez
Publicado en Impre.com
El ateÃsmo es un tema álgido y muy peculiar, la industria del cine siempre ha abogado por la parte más religiosa, fundando más la creencia en Dios y todo lo que implica lo establecido por los cánones católicos de la religiosidad y la existencia del Creador.
El director cinematográfico Matthew Chapman espera que su nueva pelÃcula The Ledge se convierta para el ateÃsmo en lo que la pelÃcula Brokeback Mountain hizo para la comunidad gay.
En la nueva pelÃcula The Ledge, Charlie Hunnam caracteriza a Gavin un ateo que está a punto de matarse debido a una disputa con un villano cristiano llamado Joe (interpretado por Patrick Wilson).
Liv Tyler hace el papel de Shana, quién está en el centro del conflicto. «Este podrÃa ser el Brokeback Mountain momento para los ateos, nuestro punto principal, cuando finalmente consigamos la atención que merecemos», escribió Chapman en el sitio web de la pelÃcula.
«Aunque los libros hayan puesto a los ateos en la corriente principalmente intelectual, The Ledge es el primer drama de Hollywood que apunta a recibir la más amplia publicidad de alguna cinta con un mensaje abierto, donde el héroe es un ateo en una producción bastante grande para atraer estrellas categorÃa A- Esto es algo que no tiene precedentes» dijo el director.
«He viajado mucho por el Medio Oeste y por el Sur y he visto mucha gente como Joe, el fundamentalista en la pelÃcula», le dijo a Phillips Kyra de CNN. «Y nunca he visto una representación de aquella clase personaje puesto en conflicto con alguien que comparte mis creencia, que probablemente allà no haya ningún Dios y tenemos que pensar en eso, pensar en realidad en la vida de un modo humano racional».
El presidente de Liga Católica Bill Donohue atacó a Chapman, pero hace poco paró de pedir un boicot. Esto es atÃpico, el cine con sus pelÃculas se ha cuidado de atacar de forma frontal la creencia de que no haya un Dios. Las protestas como la de Donohue son en parte el temor a perder público y esta situación les mantiene alejados de entablar parámetros que lesionen la creencia en Dios.