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Martes, 21 de Junio de 2011

El ateísmo mixto

© Íñigo Ongay

Con el título «Ateísmo lógico», Alfonso Fernández Tresguerres nos ha ofrecido en el número 110 de El Catoblepas un trabajo en el que expone las razones que fundarían un juicio negativo respecto al problema de la existencia de Dios. Tresguerres estaría reconstruyendo allí una argumentación filosófica de signo ateo, no teísta pero tampoco meramente agnóstica, tendente a la negación más terminante de la existencia de Dios. Y ello tanto por motivos lógicos («ateísmo lógico») como por razones puramente factuales (pues es así que, según parece, de la incapacidad del teísta a la hora de demostrar la existencia de Dios, deberá concluirse, a la Hanson, que este simplemente no existe de hecho dado que, como ya se sabe, «el que afirma tiene que probar», &c.). Esto es; si a la incapacidad del teísta de probar sus asertos «en el terreno de los hechos» (algo que, adviértase, ya de suyo probaría la inexistencia de Dios) se suma el carácter contradictorio de la esencia divina (y es que, al fin de cuentas, Dios no es siquiera posible en el terreno de la lógica) se seguirá simplemente, tras la combinación de ambos tipos de argumentos «a la mayor gloria del ateísmo», que Dios no existe y ello por mucho que, tal y como le sucede a Tresguerres según «confesión de parte», estuviésemos encantados de que el Padre Eterno existiese a fin de no vivir en la finitud puesto que, apoyándonos en Unamuno, simplemente no nos da la gana de morirnos. Una vez semejante conclusión ha quedado bien aquilatada cabrá, sí, «respetar» las «creencias» del teísta (pues al fin y al cabo éste es muy libre de creer lo que estime oportuno incluso cuando se ampara en fideísmos del tipo «credo quia absurdum» de Tertuliano) siempre y cuando éste, a su vez, sea también capaz de ofrecernos un respeto semejante a los que, en nombre del «ateísmo lógico», «no creemos».
En este contexto, si nosotros, por nuestra parte, nos hemos decidido a «responder» a algunas partes de su ensayo es porque la idea misma de ateísmo desde la que él mismo razona en todo momento nos parece enteramente indefinida al menos si es verdad que el «ateísmo» (como en general todos los conceptos negativo-funcionales) se dice de muchas maneras. Ello, estimamos, será razón más que suficiente para tratar de «diagnosticar» la posición, sin duda que atea, de Tresguerres, sirviéndonos para ello de algunos de los delineamientos doctrinales expuestos por Gustavo Bueno en su libro La fe del ateo.
En efecto, tal y como Gustavo Bueno nos lo advierte en su libro, el término ateísmo, en cuanto que construido según una estructura funcional definida por el «alfa privativa», sólo alcanzará un sentido preciso al recortarse sobre los contenidos determinados que se nieguen en cada caso, con lo que ciertamente, no se podrá en modo alguno confundir la negación de la existencia de los dioses ónticos de los panteones politeístas griegos, romanos, fenicios, egipcios o cartagineses (ateísmo óntico) con la negación de la existencia del Dios metafísico de las religiones terciarias (ateísmo ontológico) como no será tampoco indiferente que la operación negar, contenida en el alfa privativa de referencia, aparezca como referida al Dios católico (ateísmo católico) o al Dios de Mahoma (ateísmo musulmán). Tampoco será igual, referir la negación a la existencia de Dios conservando su esencia o constitutivo formal (ateísmo existencial) que negar la esencia divina bien sea en alguno de sus componentes o atributos en el sentido del ateísmo esencial parcial (como lo hacen los deístas respecto de la providencia, razón por la que Voltaire pudo tipificarlos como «ateos corteses») bien sea en relación a la totalidad de la esencia de Dios (en el sentido del ateísmo esencial total según el cual, dejando enteramente al margen el problema de la existencia de Dios –problema que ahora, aparecerá como capcioso en su mismo planteamiento–, lo que propiamente no existe es la propia idea de Dios). En fin, tampoco será exactamente lo mismo el ateísmo privativo característico de tantos «ateos militantes» que necesitan definirse incesantemente en función de los propios contenidos negados (por ejemplo, apostatando u organizando «procesiones ateas» en plena semana santa católica, &c., pero también «echando de menos a Dios» suponemos que a la manera como también se echa de menos el «miembro fantasma») que el «ateísmo negativo» propio de aquellas personas que se desenvuelven al margen de Dios, &c.
Desde este punto de vista, nos apresuramos a manifestar nuestro acuerdo total con Tresguerres a la hora de señalar el error de diagnóstico de Enrique Tierno Galván. En efecto, si Tierno afirmaba que el «ateo no quiere que Dios exista» mientras que el «agnóstico se limita a no echar de menos a Dios conformándose con vivir la finitud», nosotros, procediendo desde las mallas clasificatorias que acabamos de resumir, interpretaríamos la postura propia de quienes en efecto «no quieren que exista Dios» como un «ateísmo privativo» (pues todos nos definimos a la postre por nuestros enemigos) mientras que, ciertamente, «no echar de menos a Dios» cuadraría más bien con el «ateísmo negativo» de signo más neutro. No entendemos en cambio demasiado bien lo que quiere decir Tresguerres cuando asegura que estaría encantado si Dios existiese, puesto que tal «confesión», por mucho que se ampare en la autoridad de don Miguel de Unamuno, no tendría mayor alcance, al menos si hemos entendido correctamente el núcleo de su «ateísmo lógico», que «desear» la existencia de un decaedro regular al que se comienza por considerar como un contrasentido geométrico a la luz de las leyes de Euler. No es que neguemos a Tresguerres su derecho a «no querer morirse», pero desde luego nos parece sorprendente que nuestro autor pueda declararse «encantado» ante la «existencia» de un conciencia egomórfica incorpórea e infinita que empezaría por hacer imposible la existencia del mundo, una conciencia por lo demás, de la que se predica a la vez la omnipotencia y la incapacidad de dotar a sus propias criaturas la virtud creadora, &c. Simplemente si la esencia divina es contradictoria, no cabrá ni «estar encantado» ni «afligirse» (muy literalmente, a la manera de Espinosa: ni reír ni llorar) ante la afirmación, ahora declarada como imposible, de su existencia.
Ahora bien, si la postura que Tierno enjareta al ateo es en realidad propia tan solo de una de las variedades de ateísmo, con lo que en efecto, la diferencia entre este y el agnosticismo no podría situarse donde Enrique Tierno Galván la hace residir, tampoco cabrá, según pensamos, limitarse a declarar que frente al escepticismo del agnóstico que, inconsecuentemente, retiraría el juicio de existencia, el ateo sostiene que Dios no existe (y menos aún rematar semejante declaración con un rotundo «así de simple»), y ello puesto que tal posición, sin perjuicio de que en efecto se coordine hasta identificarse con la postura propia del ateísmo existencial (en el que valdría situar a Hanson, cuyos argumentos parecen resultar tan caros a Tresguerres), no por ello se solidarizará con otras versiones del ateísmo que dirigieran su trituración no tanto a la «existencia» como a la «esencia» divina, o a algún componente especialmente significativo de la misma. Este, sin ir más lejos, sería el caso de argumentos tan clásicos como el de Epicuro al que Tresguerres se refiere, puesto que en lo referido al problema del mal, retirar la Bondad divina (si es que Dios ha podido evitar el mal pero no ha querido hacerlo) como negar su Omnipotencia (si es que Este ha querido evitarlo sin poderlo) no equivale sin más a destruir la totalidad de su constitutivo formal a la manera del ateísmo esencial total. Por las mismas razones cabría suponer, en la dirección de un ateísmo parcial por referencia al teísmo terciario, que Dios, aunque exista, no es omnipotente o no es bueno o simplemente no gobierna el mundo, &c., planteamientos todos ellos que nos pondrían muy cerca del deísmo o de concepciones como pueda serlo la del propio Epicuro con sus dioses de los Entremundos.

Pero a nuestro juicio, cuando de lo que se trata es de aquilatar lo que las diferentes variedades del ateísmo puedan dar de sí, es justamente el ateísmo existencial a la Hanson el que puede estimarse enfangado en un callejón sin salida. Y es que aunque nosotros desde nuestras propias premisas podamos sin duda aceptar con Tresguerres que «no hay experiencia alguna ni evidencia de ningún tipo que demuestre la existencia de Dios, ni tampoco argumento alguno capaz de hacerlo», ello, no se deberá tanto a que «Dios sólo exista como idea», tal y como el filósofo asturiano concluye de su crítica del argumento ontológico anselmiano, sino más bien, a que por el contrario «Dios no existe como idea», esto es, a que lo que ni existe ni puede existir es la misma idea de Dios que tanto el teísta como el ateo existencial (tanto San Anselmo como Santo Tomás, tanto Hanson o Richard Dawkins como Alfonso Fernández Tresguerres a lo largo de la mayor parte de su trabajo) proceden dando enteramente por supuesta.
Pero hay más. Y es que, si bien es cierto que, tal y como Tresguerres parece detectar con ojo clínico, las vías tomistas, sin perjuicio de poder recorrerse con total comodidad en la línea del regressus, hacen imposible todo progressus crítico al mundo del que se partió (y de ahí su formalismo metafísico), también se hará preciso reconocer, nos parece, que argumentos como el de San Anselmo no podrán en modo alguno desactivarse con objeciones del tipo «la existencia no es una perfección» como parece suponer Tresguerres (en la línea de Gaunilo, de Santo Tomás o incluso de Kant), puesto que no se trata tanto de que lo sea. De lo que se tratará en el fondo, y esto es algo que ni Santo Tomás ni Kant pudieron tomar debidamente en cuenta, es de que presupuesta la existencia de la idea de Dios como ser necesario (es decir, presupuesta la existencia de Dios como idea), resultará imposible (por contradictorio), proceder como lo hace el ateo existencial concluyendo que tal ser necesario es, sin embargo, sólo contingente (i. e., no necesario). Con ello, la cuestión no residirá tanto en determinar que «Dios no exista», a la manera como determinamos, por vía negativa, y tras un exhaustivo sumario empírico de los «hechos», que no existe el «monstruo del Lago Ness», puesto que Dios no es una esencia respecto de la cual la existencia aparezca como posible sin perjuicio de que pueda eventualmente negarse (como lo hace el ateo) en ausencia de pruebas, &c., &c. Simplemente si Dios es una esencia, esto es, si la idea de Dios figura como posible (composible) no ya en sí misma sino con respecto a los propios componentes que la integran así como en relación al mundus adspectabilis (si Dios es posible), entonces no quedará más remedio que reconocer inmediatamente, al menos si no se pretende incurrir en una contradicción, su existencia real (Dios es necesario) y ello porque la esencia de Dios, esto es su mismo constitutivo formal, tal y como el propio Santo Tomás se hizo cargo del asunto sin perjuicio de sus críticas a la prueba a priori, viene a coincidir con su Esse. Y la cuestión sigue siendo que si Él pudo decir a Moisés «soy el que soy», tal afirmación habrá que retraducirla, según todo el ciclo de la escolástica tomista, del siguiente modo: Dios es, en efecto, el ipsum esse subsistens.
Para decirlo de otro modo: si es verdad que el ateo (existencial) pero también el agnóstico razona como si resultase posible reconocer la idea de Dios al tiempo que se retira su existencia real, ello, al cabo, es algo que sólo podrá hacerse al precio de quedar vigorosamente enredado en la misma maquinaria del argumento ontológico (particularmente cuando este mismo se contempla desde la perspectiva de su reformulación modal a la manera de Leibniz) puesto que entonces, quien así procediese se verá forzado a afirmar de modo contradictorio que Dios es al mismo tiempo necesario e inexistente. Y ello, añadiríamos zambulléndose en el propio argumento ontológico que se pretendía destruir, sólo que ahora bajo la figura del «insensato» que la propia maquinaria argumentativa anselmiana reclama inexcusablemente. Para decirlo de otro modo: si el ateo –parece razonar el teísta–comienza declarando como existente la idea del Dios terciario (aunque sólo sea la de su idea, al modo de Tresguerres), entonces no podrá en modo alguno resistirse sin contradicción ante la conclusión, avasalladora, de que tal idea, a la que se reconoce como posible, implica a fortiori la existencia del Ens Necessarium.
Y es que justamente, a nuestro juicio no reside en otro lugar la misma inconsistencia del agnóstico. En efecto, no se tratará, como lo sostiene Tresguerres, de que este haya renunciado a exigirle tanto al teísta como al ateo «pruebas» tanto «en el ámbito de los hechos como en el de la lógica» ni tampoco, desde luego, de que no haya advertido que la ausencia de evidencias constituye evidencia de ausencia (algo en todo caso bien discutible, e incluso gratuito como principio lógico al menos cuando tomamos distancias de las consabidas argucias de abogado) puesto que la verdadera cuestión reside en que, argumentando ad hominem, cuando se comienza reconociendo la existencia de Dios como posible, no cabrá, tras ello, mantener por más tiempo que tal existencia es sin embargo, sólo problemática como si, por imposible, el ser necesario fuese contingente.
¿Quiere todo esto decir que podamos y debamos dar por buenas las conclusiones que tantos filósofos teístas (desde San Anselmo a Descartes, desde Duns Scoto a Malebranche o Malcom) han pretendido extraer de la prueba ontológica? No sin duda, puesto que sin perjuicio de reconocer al argumento el vigor de sus engranajes lógicos, siempre cabrá proceder en la dirección del ateísmo esencial total, «abriendo el proceso a la posibilidad de la esencia» para decirlo con la fórmula empleada por Gustavo Bueno en su libro El papel de la filosofía en el conjunto del saber, es decir, siempre será posible discurrir, a sensu contrario,concluyendo por modus tollens en lugar de modus ponens, que Dios es imposible. Y ello –esta es nos parece la cuestión– en virtud del mismo circuito argumental aducido en el Proslogio, sólo que leído ahora a a la inversa. Como señala Gustavo Bueno en su obra La fe del ateo:

«El ateísmo esencial (que no necesita mayores especificaciones, porque estas las reservamos para los casos del ateísmo esencial parcial, que sólo son ateísmos esenciales por relación a los teólogos que reconocen a esos atributos negados como integrantes del constitutivo formal de Dios) es la negación de la idea misma de Dios. El ateísmo esencial, en el sentido dicho de ateísmo esencial total, no niega propiamente a Dios, niega la idea misma de Dios, y con ello, por supuesto, niega el mismo argumento ontológico. Descartes o Leibniz, como es bien sabido, ya lo supusieron, al obligarse a anteponer a su argumento la «demostración» de que existía la idea de Dios, es decir, en la teoría de Leibniz, la demostración de que la idea de Dios era posible. Pero el ateísmo esencial impugna las pretendidas demostraciones de Descartes, Leibniz y otros muchos en la actualidad, de esta idea, y concluye que no tenemos idea de Dios clara y distinta, sino tan confusa que habría que considerarla como un mosaico de ideas incompatibles (si, por ejemplo, se considera incompatible la omnipotencia y la omnisciencia de Dios: si Dios es omnisciente, ¿cómo pudo tolerar, si fuera omnipotente, el Holocausto?), así como un mosaico de estas ideas con imágenes antropomórficas o zoomórficas («inteligente», «bondadoso», «arbitrario», «anciano»). La llamada «Idea de Dios», en su sentido ontológico, sería en realidad una pseudoidea, o una «paraidea» (a la manera como el llamado concepto de «decaedro regular» es en realidad un pseudoconcepto o un paraconcepto, es decir, para decirlo gramaticalmente, un término contrasentido).
Desde la perspectiva del ateísmo esencial, en la que por supuesto nosotros nos situamos, las preguntas habituales: «¿Existe Dios o no existe?», o bien: «¿Cómo puede usted demostrar que Dios no existe?», quedan dinamitadas en su mismo planteamiento, y con ello su condición capciosa. En efecto, cuando la pregunta se formula atendiendo a la existencia («¿Existe Dios?») se está muchas veces presuponiendo su esencia –o si se quiere, el sujeto gramatica= l, y no el predicado– (si la existencia se toma como predicado gramatical en la proposición: «Dios es existente»). Y, esto supuesto, es obvio que no es posible la inexistencia de Dios, sobre todo teniendo en cuenta que su existencia es su misma esencia; y dicho esto sin detenernos en sus consecuencias, principalmente en ésta: que quien niega la esencia de Dios está negando también la existencia, precisamente en virtud del mismo argumento ontológico que los teístas utilizan.» (Gustavo Bueno, La fe del ateo, Temas de Hoy, Madrid 2007, pág. 20.)

La llamada idea de Dios es en realidad una paraidea que no existe (no existe como idea) y de la que no se puede predicar ni la existencia ni la inexistencia puesto que ambas cosas, obsérvese, presupondrían por igual concebir a Dios como una esencia pensable y consistente la cual, eso sí, podrá declararse como inexistente de hecho, a la manera, efectivamente, de los duendes de Tresguerres. Pero la idea de Dios no puede existir y si se reconoce que puede (algo que desde luego el ateo existencial parece conceder implícitamente al exigir pruebas «en el terreno de los hechos») entonces Dios existe. Así de simple.
Sea de esto lo que sea, nosotros sin duda no pretendemos (entiéndase esto bien) que Alfonso Tresguerres ignore absolutamente estos planteamientos o que los haya pasado enteramente por alto a la hora de componer su trabajo. Al contrario, justamente los asertos en los que funda su «ateísmo lógico» se coordinan, nos parece, de manera bastante aproximada con los contenidos mismos de lo que Gustavo Bueno denomina «ateísmo esencial total». Así, sin ir más lejos, el profesor ovetense demuestra con total limpieza geométrica que los atributos de la «perfección» y de la «omnipotencia» que la tradición ha venido asignando al Acto Puro resultan sencillamente incompatibles entre sí. Creemos en efecto, que tal argumento, junto con otros muchos que podrían mencionarse (véase al respecto el extraordinario artículo de Javier Pérez Jara, «Materia y racionalidad. Sobre la inexistencia de la idea de Dios», en El Basilisco, nº 36, 2005), representan pruebas suficientemente poderosas para avalar conclusiones como estas, extraída por el mismo Tresguerres:

«La idea de Dios es, así, lógicamente contradictoria y denota la Idea de un ser imposible. Es falso, pues, que existe algún A que es B, un ser que es Dios, puesto que es verdad que Ningún A es B, ningún ser es Dios, dada la imposibilidad de la esencia designada por B, es decir, por la Idea de Dios. En consecuencia, la proposición «Dios existe» es falsa y la que sostiene que Dios no existe es necesariamente verdadera. Decía Leibniz (Monadología, & 45) que si Dios es posible, existe. Pues bien si Dios no es posible, no existe. Y no es posible. Luego no existe. Tal es en esencia, lo que sostiene el ateísmo lógico.»

Tal es, en efecto, lo que sostiene el «ateísmo esencial total». Pero si ello es así (como ciertamente nos parece que lo es), no entendemos que digamos demasiado bien qué es lo que quiere decir Tresguerres cuando procede, diríamos, componiendo acumulativamente este planteamiento con las «argucias de abogado» propias del «ateísmo existencial». De hecho, Tresguerres, sostiene en repetidas ocasiones a lo largo de su texto (y también en otros, véase al respecto por ejemplo «Dios en la filosofía de la religión de Gustavo Bueno», publicado en El Catoblepas, nº 20, 2003, pero también su contribución al manual Filosofía de primero curso de Bachillerato editado por la editorial ovetense Eikasía), que el ateo no debería renunciar del todo a argumentos como los de Hanson, &c., &c.
Ahora bien, la cuestión es que una tal acumulación argumental, muy lejos de vigorizar la conclusión que Fernández Tresguerres parece extraer cuando razona como un ateo esencial (la idea de Dios no existe porque es contradictoria) conduce su razonamiento en la dirección de una suerte de «ateísmo mixto –esencial– existencial», y esto –esto es, semejante ateísmo «bifronte»– es lo que resulta, ahora sí, claramente inconsistente, o incluso, llevado al límite, contradictorio. De otro modo, al proceder acumulativamente según lo dicho, Tresguerres parecería estar reconociendo con una mano que Dios es imposible como idea, mientras que con la otra se concede que su esencia es pensable sin contradicción, aunque desde luego falsa al no existir Dios «de hecho» (y de otro modo no tendría ningún sentido exigir al teísta pruebas al respecto), con lo que, ahora, la proposición «Dios no existe» parecería estar tratándose de una manera análoga a enunciados tales como «el monstruo del Lago Ness no existe».
Pero esto es justamente lo que no puede hacerse. Por decirlo de otra manera, cuando ante el problema de la existencia de Dios, empezamos por pedir pruebas al que afirma, dando en consecuencia por descontado que «el que afirma» tiene una idea clara y distinta del «sujeto» al que atribuye el predicado gramatical «existe», entonces volvemos a comportarnos como el «insensato» de San Anselmo, quedando en consecuencia prisioneros de la potencia dialéctica del mismo argumento que, por otro lado, Tresguerres ha reconocido en su condición de «ateo esencial».
Ahora bien, así las cosas, no resulta sin duda nada fácil determinar las razones por las que Tresguerres ha considerado necesario enrocarse en una estrategia acumulativa tendente a combinar el «ateísmo esencial» («ateísmo lógico») con el «existencial» (el «ateísmo –diríamos, a falta de mejor rótulo– de abogado») sin parar mientes en que dicha yuxtaposición conduce a un verdadero callejón sin salida. Si no nos equivocamos demasiado por nuestra parte, creemos que estas razones, sean ellas mismas las que sean, estarían vinculadas a un equívoco en el que el profesor asturiano ha incurrido repetidamente a lo largo de su texto. Nos referimos a la constante división entre el terreno de los «hechos» y el ámbito de la «lógica», como dos perspectivas, al parecer duales, que según el autor de Los dioses olvidados cabe separar, sin perjuicio suponemos de sus entrecruzamientos &c., a la hora de analizar estas cuestiones. En estas condiciones, parecería (y de hecho así lo sugiere el propio Tresguerres en más de una ocasión) que, situado en el «terreno de los hechos», el ateo podrá proceder como un «coleccionista de hechos», limitándose, por vía empírica, a pedir al teísta que demuestre sus afirmaciones para concluir, en ausencia de evidencia, que Dios sencillamente no existe. Cuando nos situamos, empero, «en el terreno de la lógica», el ateo podrá sin duda «ir más lejos» (el sentido del ateísmo esencial), demostrando por su parte que Dios no puede existir al denotar su misma esencia la idea de un ser contradictorio.
Con ello, según parece dinamarse del sentido general de la argumentación, ambos tipos de ateísmo (esencial y existencial) se yuxtapondrían armónicamente, reforzándose mutuamente para desesperación del teísta que, acosado por ambos francos, no podrá sino reconocer que en efecto «Aquel» al que todos llaman Dios no existe y además es imposible.
Pues bien. A nosotros nos parece sin embargo que tal división jorismática entre los «hechos» y la «lógica» no es mucho más que una hipóstasis metafísica que resulta, principalmente, de ignorar que la «lógica», en su ejercicio, no es otra cosa que la propia concatenación de los propios «hechos» según sus ensortijamientos propios, y ello de tal suerte que estos mismos quedarían disueltos en tanto que hechos (es decir en su entretejimiento constitutivo) al margen de la lógica. Ello, a su vez, demuestra que el propio sintagma «ateísmo lógico», aunque se emplee como sinónimo de «ateísmo esencial», no dice nada, puesto que también el «ateísmo existencial» (por no mencionar otras especies del género «ateísmo», pero también de «agnosticismo» o incluso de «teísmo», posiciones todas ellas que resultaría evidentemente absurdo tipificar como «ilógicas» o «anti-lógicas») son igualmente «lógicas» como es «lógico», asimismo, el proceder del «coleccionista de hechos» al que se refiere Tresguerres. Si con «ateísmo lógico» se pretende aludir a la posición de quien afirma que la idea de Dios es contradictoria «en el terreno de la lógica» como contradistinto al de los hechos, esto mismo será decir muy poco o decir un contrasentido –y particularmente metafísico– pues ni siquiera es verdad que la Idea de Dios sea contradictoria en sí misma. La Idea de Dios, exactamente igual que la idea de un decaedro regular, al menos cuando razonamos fuera de las premisas de la propia teología natural, no es de suyo una idea simple que pueda suponerse como contradictoria «lógicamente» respecto de sí misma, sino un conglomerado muy complejo de términos plurales (omnisciencia, omnipotencia, providencia, aseidad, simplicidad, actualidad, infinitud, &c.) que resultan, ellos sí, incomponibles «de hecho» tanto mutuamente (y por eso la idea de Dios no puede componerse, esto es, no es posible) como con relación a la propia pluralidad de términos que componen el mundo en marcha (y por eso la idea de Dios no es compatible con un mundo al que anegaría si es que Dios es infinito) y ello, a la manera como también resultan incomponibles, según la lógica material ejercitada operatoriamente por la geometría sólida, las caras, las aristas y los vértices de un decaedro regular; mas no «al margen de los hechos», o, por razones meramente «lógicas» (al menos cuando estas se interpretan como desconectadas hipostáticamente de aquellos) sino contando con los hechos (geométricos) mismos, y a su través.
Y en efecto, esta es, nos parece, la razón principal por la que el ateísmo esencial ni siquiera entra a discutir la «existencia» de Dios como si su «esencia» pudiese darse, en cambio, por supuesta como esencia pensable, aun cuando sólo fuese para concluir que dicha «esencia» corresponde a la de un «ser imposible». Si este «ser» es, esencialmente, imposible será porque ni siquiera su idea puede componerse lógico-materialmente, entre otras cosas, porque no podrá coexistir con el mundo en marcha. Con ello, adviértase la radicalidad de la cuestión, ni siquiera decimos (desde el ateísmo esencial total) que el «creyente» o el «teísta» se equivoquen al atribuir «existencia real» a Dios (pues esto, representaría a la postre, un simple «error de identificación»), sino, más bien, que ni el «creyente» ni el «teísta» ni el «agnóstico» o el «ateo existencial» tienen una idea de Dios sobre cuya existencia real pudieran, eventualmente, mantener posiciones contradictorias. Simplemente sucede que el «teísta» no dice absolutamente nada (al menos etic) cuando afirma que Dios existe porque de hecho lo que no existe, salvo por el nombre, es la propia idea que San Anselmo creía percibir clara y distintamente «en su corazón».
Pero si nadie en absoluto tiene una idea clara y distinta de Dios y sí tan solo un mosaico incongruente de imágenes obtenidas de contextos mundanos muy diversos, ¿qué decir de la actitud de «respeto» que Tresguerres, acaso irónicamente claro está, pretende mantener sobre las «creencias» del teísta terciario? Ante todo esto: que tal «respeto», signifique lo que signifique psicológicamente, en modo alguno podrá dirigirse tanto a la propia fe del teísta en Dios Padre Omipotente, puesto que, para empezar, esta fe no existe como no existe la propia idea de Dios. De otro modo, la fe del creyente terciario no estaría, salvo emic, referida a Dios mismo, sino más bien a un conjunto de personas –finitas– o instituciones de las que la propia para-idea a la que «todos llaman Dios» habría derivado. Si con su «respeto», lo único que Tresguerres quiere decir es que en efecto «tolera» la fe (natural) de los «creyentes» católicos en las instituciones vinculadas con la Iglesia, no tendríamos desde luego nada que oponer ante semejante «actitud» salvo en lo que se refiere a su subjetivismo (aunque, eso sí, no podríamos menos que preguntarnos en todo caso de cuántas «divisiones acorazadas» dispone Tresguerres para dejar de «tolerarla»), pero en todo caso, repárese en esta circunstancia, no cabe, al menos desde las premisas del ateísmo esencial, «respetar» a los que «creen en Dios» por la sencilla razón de que en Dios, salvo que por imposible empecemos por considerarlo como una esencia componible, literalmente no cree nadie más que en el terreno de las apariencias. Todavía más confuso resultará, por los motivos dichos, «echar de menos a Dios» o manifestar que «se estaría encantado si Él existiese» (aunque a renglón seguido se reconozca que, desafortunadamente, esa esencia cuya existencia se considera como deseable, no corresponde a ningún ser real) puesto que ni Unamuno, ni Tresguerres ni yo mismo disponemos de una idea consistente sobre la que discutir.

Versión levemente resumida del artículo publicado originalmente en El Catoblepas.

Un espacio para dudar. Ateos, agnósticos, escépticos. Reflexión, ensayo, debate. Arte y literatura. Humanismo secular.
Martes, 9 de Agosto de 2011

El ateísmo mixto



© Íñigo Ongay



Con el título «Ateísmo lógico», Alfonso Fernández Tresguerres nos ha ofrecido en el número 110 de El Catoblepas un trabajo en el que expone las razones que fundarían un juicio negativo respecto al problema de la existencia de Dios. Tresguerres estaría reconstruyendo allí una argumentación filosófica de signo ateo, no teísta pero tampoco meramente agnóstica, tendente a la negación más terminante de la existencia de Dios. Y ello tanto por motivos lógicos («ateísmo lógico») como por razones puramente factuales (pues es así que, según parece, de la incapacidad del teísta a la hora de demostrar la existencia de Dios, deberá concluirse, a la Hanson, que este simplemente no existe de hecho dado que, como ya se sabe, «el que afirma tiene que probar», &c.). Esto es; si a la incapacidad del teísta de probar sus asertos «en el terreno de los hechos» (algo que, adviértase, ya de suyo probaría la inexistencia de Dios) se suma el carácter contradictorio de la esencia divina (y es que, al fin de cuentas, Dios no es siquiera posible en el terreno de la lógica) se seguirá simplemente, tras la combinación de ambos tipos de argumentos «a la mayor gloria del ateísmo», que Dios no existe y ello por mucho que, tal y como le sucede a Tresguerres según «confesión de parte», estuviésemos encantados de que el Padre Eterno existiese a fin de no vivir en la finitud puesto que, apoyándonos en Unamuno, simplemente no nos da la gana de morirnos. Una vez semejante conclusión ha quedado bien aquilatada cabrá, sí, «respetar» las «creencias» del teísta (pues al fin y al cabo éste es muy libre de creer lo que estime oportuno incluso cuando se ampara en fideísmos del tipo «credo quia absurdum» de Tertuliano) siempre y cuando éste, a su vez, sea también capaz de ofrecernos un respeto semejante a los que, en nombre del «ateísmo lógico», «no creemos».
En este contexto, si nosotros, por nuestra parte, nos hemos decidido a «responder» a algunas partes de su ensayo es porque la idea misma de ateísmo desde la que él mismo razona en todo momento nos parece enteramente indefinida al menos si es verdad que el «ateísmo» (como en general todos los conceptos negativo-funcionales) se dice de muchas maneras. Ello, estimamos, será razón más que suficiente para tratar de «diagnosticar» la posición, sin duda que atea, de Tresguerres, sirviéndonos para ello de algunos de los delineamientos doctrinales expuestos por Gustavo Bueno en su libro La fe del ateo.
En efecto, tal y como Gustavo Bueno nos lo advierte en su libro, el término ateísmo, en cuanto que construido según una estructura funcional definida por el «alfa privativa», sólo alcanzará un sentido preciso al recortarse sobre los contenidos determinados que se nieguen en cada caso, con lo que ciertamente, no se podrá en modo alguno confundir la negación de la existencia de los dioses ónticos de los panteones politeístas griegos, romanos, fenicios, egipcios o cartagineses (ateísmo óntico) con la negación de la existencia del Dios metafísico de las religiones terciarias (ateísmo ontológico) como no será tampoco indiferente que la operación negar, contenida en el alfa privativa de referencia, aparezca como referida al Dios católico (ateísmo católico) o al Dios de Mahoma (ateísmo musulmán). Tampoco será igual, referir la negación a la existencia de Dios conservando su esencia o constitutivo formal (ateísmo existencial) que negar la esencia divina bien sea en alguno de sus componentes o atributos en el sentido del ateísmo esencial parcial (como lo hacen los deístas respecto de la providencia, razón por la que Voltaire pudo tipificarlos como «ateos corteses») bien sea en relación a la totalidad de la esencia de Dios (en el sentido del ateísmo esencial total según el cual, dejando enteramente al margen el problema de la existencia de Dios –problema que ahora, aparecerá como capcioso en su mismo planteamiento–, lo que propiamente no existe es la propia idea de Dios). En fin, tampoco será exactamente lo mismo el ateísmo privativo característico de tantos «ateos militantes» que necesitan definirse incesantemente en función de los propios contenidos negados (por ejemplo, apostatando u organizando «procesiones ateas» en plena semana santa católica, &c., pero también «echando de menos a Dios» suponemos que a la manera como también se echa de menos el «miembro fantasma») que el «ateísmo negativo» propio de aquellas personas que se desenvuelven al margen de Dios, &c.
Desde este punto de vista, nos apresuramos a manifestar nuestro acuerdo total con Tresguerres a la hora de señalar el error de diagnóstico de Enrique Tierno Galván. En efecto, si Tierno afirmaba que el «ateo no quiere que Dios exista» mientras que el «agnóstico se limita a no echar de menos a Dios conformándose con vivir la finitud», nosotros, procediendo desde las mallas clasificatorias que acabamos de resumir, interpretaríamos la postura propia de quienes en efecto «no quieren que exista Dios» como un «ateísmo privativo» (pues todos nos definimos a la postre por nuestros enemigos) mientras que, ciertamente, «no echar de menos a Dios» cuadraría más bien con el «ateísmo negativo» de signo más neutro. No entendemos en cambio demasiado bien lo que quiere decir Tresguerres cuando asegura que estaría encantado si Dios existiese, puesto que tal «confesión», por mucho que se ampare en la autoridad de don Miguel de Unamuno, no tendría mayor alcance, al menos si hemos entendido correctamente el núcleo de su «ateísmo lógico», que «desear» la existencia de un decaedro regular al que se comienza por considerar como un contrasentido geométrico a la luz de las leyes de Euler. No es que neguemos a Tresguerres su derecho a «no querer morirse», pero desde luego nos parece sorprendente que nuestro autor pueda declararse «encantado» ante la «existencia» de un conciencia egomórfica incorpórea e infinita que empezaría por hacer imposible la existencia del mundo, una conciencia por lo demás, de la que se predica a la vez la omnipotencia y la incapacidad de dotar a sus propias criaturas la virtud creadora, &c. Simplemente si la esencia divina es contradictoria, no cabrá ni «estar encantado» ni «afligirse» (muy literalmente, a la manera de Espinosa: ni reír ni llorar) ante la afirmación, ahora declarada como imposible, de su existencia.
Ahora bien, si la postura que Tierno enjareta al ateo es en realidad propia tan solo de una de las variedades de ateísmo, con lo que en efecto, la diferencia entre este y el agnosticismo no podría situarse donde Enrique Tierno Galván la hace residir, tampoco cabrá, según pensamos, limitarse a declarar que frente al escepticismo del agnóstico que, inconsecuentemente, retiraría el juicio de existencia, el ateo sostiene que Dios no existe (y menos aún rematar semejante declaración con un rotundo «así de simple»), y ello puesto que tal posición, sin perjuicio de que en efecto se coordine hasta identificarse con la postura propia del ateísmo existencial (en el que valdría situar a Hanson, cuyos argumentos parecen resultar tan caros a Tresguerres), no por ello se solidarizará con otras versiones del ateísmo que dirigieran su trituración no tanto a la «existencia» como a la «esencia» divina, o a algún componente especialmente significativo de la misma. Este, sin ir más lejos, sería el caso de argumentos tan clásicos como el de Epicuro al que Tresguerres se refiere, puesto que en lo referido al problema del mal, retirar la Bondad divina (si es que Dios ha podido evitar el mal pero no ha querido hacerlo) como negar su Omnipotencia (si es que Este ha querido evitarlo sin poderlo) no equivale sin más a destruir la totalidad de su constitutivo formal a la manera del ateísmo esencial total. Por las mismas razones cabría suponer, en la dirección de un ateísmo parcial por referencia al teísmo terciario, que Dios, aunque exista, no es omnipotente o no es bueno o simplemente no gobierna el mundo, &c., planteamientos todos ellos que nos pondrían muy cerca del deísmo o de concepciones como pueda serlo la del propio Epicuro con sus dioses de los Entremundos.



Pero a nuestro juicio, cuando de lo que se trata es de aquilatar lo que las diferentes variedades del ateísmo puedan dar de sí, es justamente el ateísmo existencial a la Hanson el que puede estimarse enfangado en un callejón sin salida. Y es que aunque nosotros desde nuestras propias premisas podamos sin duda aceptar con Tresguerres que «no hay experiencia alguna ni evidencia de ningún tipo que demuestre la existencia de Dios, ni tampoco argumento alguno capaz de hacerlo», ello, no se deberá tanto a que «Dios sólo exista como idea», tal y como el filósofo asturiano concluye de su crítica del argumento ontológico anselmiano, sino más bien, a que por el contrario «Dios no existe como idea», esto es, a que lo que ni existe ni puede existir es la misma idea de Dios que tanto el teísta como el ateo existencial (tanto San Anselmo como Santo Tomás, tanto Hanson o Richard Dawkins como Alfonso Fernández Tresguerres a lo largo de la mayor parte de su trabajo) proceden dando enteramente por supuesta.
Pero hay más. Y es que, si bien es cierto que, tal y como Tresguerres parece detectar con ojo clínico, las vías tomistas, sin perjuicio de poder recorrerse con total comodidad en la línea del regressus, hacen imposible todo progressus crítico al mundo del que se partió (y de ahí su formalismo metafísico), también se hará preciso reconocer, nos parece, que argumentos como el de San Anselmo no podrán en modo alguno desactivarse con objeciones del tipo «la existencia no es una perfección» como parece suponer Tresguerres (en la línea de Gaunilo, de Santo Tomás o incluso de Kant), puesto que no se trata tanto de que lo sea. De lo que se tratará en el fondo, y esto es algo que ni Santo Tomás ni Kant pudieron tomar debidamente en cuenta, es de que presupuesta la existencia de la idea de Dios como ser necesario (es decir, presupuesta la existencia de Dios como idea), resultará imposible (por contradictorio), proceder como lo hace el ateo existencial concluyendo que tal ser necesario es, sin embargo, sólo contingente (i. e., no necesario). Con ello, la cuestión no residirá tanto en determinar que «Dios no exista», a la manera como determinamos, por vía negativa, y tras un exhaustivo sumario empírico de los «hechos», que no existe el «monstruo del Lago Ness», puesto que Dios no es una esencia respecto de la cual la existencia aparezca como posible sin perjuicio de que pueda eventualmente negarse (como lo hace el ateo) en ausencia de pruebas, &c., &c. Simplemente si Dios es una esencia, esto es, si la idea de Dios figura como posible (composible) no ya en sí misma sino con respecto a los propios componentes que la integran así como en relación al mundus adspectabilis (si Dios es posible), entonces no quedará más remedio que reconocer inmediatamente, al menos si no se pretende incurrir en una contradicción, su existencia real (Dios es necesario) y ello porque la esencia de Dios, esto es su mismo constitutivo formal, tal y como el propio Santo Tomás se hizo cargo del asunto sin perjuicio de sus críticas a la prueba a priori, viene a coincidir con su Esse. Y la cuestión sigue siendo que si Él pudo decir a Moisés «soy el que soy», tal afirmación habrá que retraducirla, según todo el ciclo de la escolástica tomista, del siguiente modo: Dios es, en efecto, el ipsum esse subsistens.
Para decirlo de otro modo: si es verdad que el ateo (existencial) pero también el agnóstico razona como si resultase posible reconocer la idea de Dios al tiempo que se retira su existencia real, ello, al cabo, es algo que sólo podrá hacerse al precio de quedar vigorosamente enredado en la misma maquinaria del argumento ontológico (particularmente cuando este mismo se contempla desde la perspectiva de su reformulación modal a la manera de Leibniz) puesto que entonces, quien así procediese se verá forzado a afirmar de modo contradictorio que Dios es al mismo tiempo necesario e inexistente. Y ello, añadiríamos zambulléndose en el propio argumento ontológico que se pretendía destruir, sólo que ahora bajo la figura del «insensato» que la propia maquinaria argumentativa anselmiana reclama inexcusablemente. Para decirlo de otro modo: si el ateo –parece razonar el teísta–comienza declarando como existente la idea del Dios terciario (aunque sólo sea la de su idea, al modo de Tresguerres), entonces no podrá en modo alguno resistirse sin contradicción ante la conclusión, avasalladora, de que tal idea, a la que se reconoce como posible, implica a fortiori la existencia del Ens Necessarium.
Y es que justamente, a nuestro juicio no reside en otro lugar la misma inconsistencia del agnóstico. En efecto, no se tratará, como lo sostiene Tresguerres, de que este haya renunciado a exigirle tanto al teísta como al ateo «pruebas» tanto «en el ámbito de los hechos como en el de la lógica» ni tampoco, desde luego, de que no haya advertido que la ausencia de evidencias constituye evidencia de ausencia (algo en todo caso bien discutible, e incluso gratuito como principio lógico al menos cuando tomamos distancias de las consabidas argucias de abogado) puesto que la verdadera cuestión reside en que, argumentando ad hominem, cuando se comienza reconociendo la existencia de Dios como posible, no cabrá, tras ello, mantener por más tiempo que tal existencia es sin embargo, sólo problemática como si, por imposible, el ser necesario fuese contingente.
¿Quiere todo esto decir que podamos y debamos dar por buenas las conclusiones que tantos filósofos teístas (desde San Anselmo a Descartes, desde Duns Scoto a Malebranche o Malcom) han pretendido extraer de la prueba ontológica? No sin duda, puesto que sin perjuicio de reconocer al argumento el vigor de sus engranajes lógicos, siempre cabrá proceder en la dirección del ateísmo esencial total, «abriendo el proceso a la posibilidad de la esencia» para decirlo con la fórmula empleada por Gustavo Bueno en su libro El papel de la filosofía en el conjunto del saber, es decir, siempre será posible discurrir, a sensu contrario,concluyendo por modus tollens en lugar de modus ponens, que Dios es imposible. Y ello –esta es nos parece la cuestión– en virtud del mismo circuito argumental aducido en el Proslogio, sólo que leído ahora a a la inversa. Como señala Gustavo Bueno en su obra La fe del ateo:

«El ateísmo esencial (que no necesita mayores especificaciones, porque estas las reservamos para los casos del ateísmo esencial parcial, que sólo son ateísmos esenciales por relación a los teólogos que reconocen a esos atributos negados como integrantes del constitutivo formal de Dios) es la negación de la idea misma de Dios. El ateísmo esencial, en el sentido dicho de ateísmo esencial total, no niega propiamente a Dios, niega la idea misma de Dios, y con ello, por supuesto, niega el mismo argumento ontológico. Descartes o Leibniz, como es bien sabido, ya lo supusieron, al obligarse a anteponer a su argumento la «demostración» de que existía la idea de Dios, es decir, en la teoría de Leibniz, la demostración de que la idea de Dios era posible. Pero el ateísmo esencial impugna las pretendidas demostraciones de Descartes, Leibniz y otros muchos en la actualidad, de esta idea, y concluye que no tenemos idea de Dios clara y distinta, sino tan confusa que habría que considerarla como un mosaico de ideas incompatibles (si, por ejemplo, se considera incompatible la omnipotencia y la omnisciencia de Dios: si Dios es omnisciente, ¿cómo pudo tolerar, si fuera omnipotente, el Holocausto?), así como un mosaico de estas ideas con imágenes antropomórficas o zoomórficas («inteligente», «bondadoso», «arbitrario», «anciano»). La llamada «Idea de Dios», en su sentido ontológico, sería en realidad una pseudoidea, o una «paraidea» (a la manera como el llamado concepto de «decaedro regular» es en realidad un pseudoconcepto o un paraconcepto, es decir, para decirlo gramaticalmente, un término contrasentido).
Desde la perspectiva del ateísmo esencial, en la que por supuesto nosotros nos situamos, las preguntas habituales: «¿Existe Dios o no existe?», o bien: «¿Cómo puede usted demostrar que Dios no existe?», quedan dinamitadas en su mismo planteamiento, y con ello su condición capciosa. En efecto, cuando la pregunta se formula atendiendo a la existencia («¿Existe Dios?») se está muchas veces presuponiendo su esencia –o si se quiere, el sujeto gramatica= l, y no el predicado– (si la existencia se toma como predicado gramatical en la proposición: «Dios es existente»). Y, esto supuesto, es obvio que no es posible la inexistencia de Dios, sobre todo teniendo en cuenta que su existencia es su misma esencia; y dicho esto sin detenernos en sus consecuencias, principalmente en ésta: que quien niega la esencia de Dios está negando también la existencia, precisamente en virtud del mismo argumento ontológico que los teístas utilizan.» (Gustavo Bueno, La fe del ateo, Temas de Hoy, Madrid 2007, pág. 20.)

La llamada idea de Dios es en realidad una paraidea que no existe (no existe como idea) y de la que no se puede predicar ni la existencia ni la inexistencia puesto que ambas cosas, obsérvese, presupondrían por igual concebir a Dios como una esencia pensable y consistente la cual, eso sí, podrá declararse como inexistente de hecho, a la manera, efectivamente, de los duendes de Tresguerres. Pero la idea de Dios no puede existir y si se reconoce que puede (algo que desde luego el ateo existencial parece conceder implícitamente al exigir pruebas «en el terreno de los hechos») entonces Dios existe. Así de simple.
Sea de esto lo que sea, nosotros sin duda no pretendemos (entiéndase esto bien) que Alfonso Tresguerres ignore absolutamente estos planteamientos o que los haya pasado enteramente por alto a la hora de componer su trabajo. Al contrario, justamente los asertos en los que funda su «ateísmo lógico» se coordinan, nos parece, de manera bastante aproximada con los contenidos mismos de lo que Gustavo Bueno denomina «ateísmo esencial total». Así, sin ir más lejos, el profesor ovetense demuestra con total limpieza geométrica que los atributos de la «perfección» y de la «omnipotencia» que la tradición ha venido asignando al Acto Puro resultan sencillamente incompatibles entre sí. Creemos en efecto, que tal argumento, junto con otros muchos que podrían mencionarse (véase al respecto el extraordinario artículo de Javier Pérez Jara, «Materia y racionalidad. Sobre la inexistencia de la idea de Dios», en El Basilisco, nº 36, 2005), representan pruebas suficientemente poderosas para avalar conclusiones como estas, extraída por el mismo Tresguerres:

«La idea de Dios es, así, lógicamente contradictoria y denota la Idea de un ser imposible. Es falso, pues, que existe algún A que es B, un ser que es Dios, puesto que es verdad que Ningún A es B, ningún ser es Dios, dada la imposibilidad de la esencia designada por B, es decir, por la Idea de Dios. En consecuencia, la proposición «Dios existe» es falsa y la que sostiene que Dios no existe es necesariamente verdadera. Decía Leibniz (Monadología, & 45) que si Dios es posible, existe. Pues bien si Dios no es posible, no existe. Y no es posible. Luego no existe. Tal es en esencia, lo que sostiene el ateísmo lógico.»

Tal es, en efecto, lo que sostiene el «ateísmo esencial total». Pero si ello es así (como ciertamente nos parece que lo es), no entendemos que digamos demasiado bien qué es lo que quiere decir Tresguerres cuando procede, diríamos, componiendo acumulativamente este planteamiento con las «argucias de abogado» propias del «ateísmo existencial». De hecho, Tresguerres, sostiene en repetidas ocasiones a lo largo de su texto (y también en otros, véase al respecto por ejemplo «Dios en la filosofía de la religión de Gustavo Bueno», publicado en El Catoblepas, nº 20, 2003, pero también su contribución al manual Filosofía de primero curso de Bachillerato editado por la editorial ovetense Eikasía), que el ateo no debería renunciar del todo a argumentos como los de Hanson, &c., &c.
Ahora bien, la cuestión es que una tal acumulación argumental, muy lejos de vigorizar la conclusión que Fernández Tresguerres parece extraer cuando razona como un ateo esencial (la idea de Dios no existe porque es contradictoria) conduce su razonamiento en la dirección de una suerte de «ateísmo mixto –esencial– existencial», y esto –esto es, semejante ateísmo «bifronte»– es lo que resulta, ahora sí, claramente inconsistente, o incluso, llevado al límite, contradictorio. De otro modo, al proceder acumulativamente según lo dicho, Tresguerres parecería estar reconociendo con una mano que Dios es imposible como idea, mientras que con la otra se concede que su esencia es pensable sin contradicción, aunque desde luego falsa al no existir Dios «de hecho» (y de otro modo no tendría ningún sentido exigir al teísta pruebas al respecto), con lo que, ahora, la proposición «Dios no existe» parecería estar tratándose de una manera análoga a enunciados tales como «el monstruo del Lago Ness no existe».
Pero esto es justamente lo que no puede hacerse. Por decirlo de otra manera, cuando ante el problema de la existencia de Dios, empezamos por pedir pruebas al que afirma, dando en consecuencia por descontado que «el que afirma» tiene una idea clara y distinta del «sujeto» al que atribuye el predicado gramatical «existe», entonces volvemos a comportarnos como el «insensato» de San Anselmo, quedando en consecuencia prisioneros de la potencia dialéctica del mismo argumento que, por otro lado, Tresguerres ha reconocido en su condición de «ateo esencial».
Ahora bien, así las cosas, no resulta sin duda nada fácil determinar las razones por las que Tresguerres ha considerado necesario enrocarse en una estrategia acumulativa tendente a combinar el «ateísmo esencial» («ateísmo lógico») con el «existencial» (el «ateísmo –diríamos, a falta de mejor rótulo– de abogado») sin parar mientes en que dicha yuxtaposición conduce a un verdadero callejón sin salida. Si no nos equivocamos demasiado por nuestra parte, creemos que estas razones, sean ellas mismas las que sean, estarían vinculadas a un equívoco en el que el profesor asturiano ha incurrido repetidamente a lo largo de su texto. Nos referimos a la constante división entre el terreno de los «hechos» y el ámbito de la «lógica», como dos perspectivas, al parecer duales, que según el autor de Los dioses olvidados cabe separar, sin perjuicio suponemos de sus entrecruzamientos &c., a la hora de analizar estas cuestiones. En estas condiciones, parecería (y de hecho así lo sugiere el propio Tresguerres en más de una ocasión) que, situado en el «terreno de los hechos», el ateo podrá proceder como un «coleccionista de hechos», limitándose, por vía empírica, a pedir al teísta que demuestre sus afirmaciones para concluir, en ausencia de evidencia, que Dios sencillamente no existe. Cuando nos situamos, empero, «en el terreno de la lógica», el ateo podrá sin duda «ir más lejos» (el sentido del ateísmo esencial), demostrando por su parte que Dios no puede existir al denotar su misma esencia la idea de un ser contradictorio.
Con ello, según parece dinamarse del sentido general de la argumentación, ambos tipos de ateísmo (esencial y existencial) se yuxtapondrían armónicamente, reforzándose mutuamente para desesperación del teísta que, acosado por ambos francos, no podrá sino reconocer que en efecto «Aquel» al que todos llaman Dios no existe y además es imposible.
Pues bien. A nosotros nos parece sin embargo que tal división jorismática entre los «hechos» y la «lógica» no es mucho más que una hipóstasis metafísica que resulta, principalmente, de ignorar que la «lógica», en su ejercicio, no es otra cosa que la propia concatenación de los propios «hechos» según sus ensortijamientos propios, y ello de tal suerte que estos mismos quedarían disueltos en tanto que hechos (es decir en su entretejimiento constitutivo) al margen de la lógica. Ello, a su vez, demuestra que el propio sintagma «ateísmo lógico», aunque se emplee como sinónimo de «ateísmo esencial», no dice nada, puesto que también el «ateísmo existencial» (por no mencionar otras especies del género «ateísmo», pero también de «agnosticismo» o incluso de «teísmo», posiciones todas ellas que resultaría evidentemente absurdo tipificar como «ilógicas» o «anti-lógicas») son igualmente «lógicas» como es «lógico», asimismo, el proceder del «coleccionista de hechos» al que se refiere Tresguerres. Si con «ateísmo lógico» se pretende aludir a la posición de quien afirma que la idea de Dios es contradictoria «en el terreno de la lógica» como contradistinto al de los hechos, esto mismo será decir muy poco o decir un contrasentido –y particularmente metafísico– pues ni siquiera es verdad que la Idea de Dios sea contradictoria en sí misma. La Idea de Dios, exactamente igual que la idea de un decaedro regular, al menos cuando razonamos fuera de las premisas de la propia teología natural, no es de suyo una idea simple que pueda suponerse como contradictoria «lógicamente» respecto de sí misma, sino un conglomerado muy complejo de términos plurales (omnisciencia, omnipotencia, providencia, aseidad, simplicidad, actualidad, infinitud, &c.) que resultan, ellos sí, incomponibles «de hecho» tanto mutuamente (y por eso la idea de Dios no puede componerse, esto es, no es posible) como con relación a la propia pluralidad de términos que componen el mundo en marcha (y por eso la idea de Dios no es compatible con un mundo al que anegaría si es que Dios es infinito) y ello, a la manera como también resultan incomponibles, según la lógica material ejercitada operatoriamente por la geometría sólida, las caras, las aristas y los vértices de un decaedro regular; mas no «al margen de los hechos», o, por razones meramente «lógicas» (al menos cuando estas se interpretan como desconectadas hipostáticamente de aquellos) sino contando con los hechos (geométricos) mismos, y a su través.
Y en efecto, esta es, nos parece, la razón principal por la que el ateísmo esencial ni siquiera entra a discutir la «existencia» de Dios como si su «esencia» pudiese darse, en cambio, por supuesta como esencia pensable, aun cuando sólo fuese para concluir que dicha «esencia» corresponde a la de un «ser imposible». Si este «ser» es, esencialmente, imposible será porque ni siquiera su idea puede componerse lógico-materialmente, entre otras cosas, porque no podrá coexistir con el mundo en marcha. Con ello, adviértase la radicalidad de la cuestión, ni siquiera decimos (desde el ateísmo esencial total) que el «creyente» o el «teísta» se equivoquen al atribuir «existencia real» a Dios (pues esto, representaría a la postre, un simple «error de identificación»), sino, más bien, que ni el «creyente» ni el «teísta» ni el «agnóstico» o el «ateo existencial» tienen una idea de Dios sobre cuya existencia real pudieran, eventualmente, mantener posiciones contradictorias. Simplemente sucede que el «teísta» no dice absolutamente nada (al menos etic) cuando afirma que Dios existe porque de hecho lo que no existe, salvo por el nombre, es la propia idea que San Anselmo creía percibir clara y distintamente «en su corazón».
Pero si nadie en absoluto tiene una idea clara y distinta de Dios y sí tan solo un mosaico incongruente de imágenes obtenidas de contextos mundanos muy diversos, ¿qué decir de la actitud de «respeto» que Tresguerres, acaso irónicamente claro está, pretende mantener sobre las «creencias» del teísta terciario? Ante todo esto: que tal «respeto», signifique lo que signifique psicológicamente, en modo alguno podrá dirigirse tanto a la propia fe del teísta en Dios Padre Omipotente, puesto que, para empezar, esta fe no existe como no existe la propia idea de Dios. De otro modo, la fe del creyente terciario no estaría, salvo emic, referida a Dios mismo, sino más bien a un conjunto de personas –finitas– o instituciones de las que la propia para-idea a la que «todos llaman Dios» habría derivado. Si con su «respeto», lo único que Tresguerres quiere decir es que en efecto «tolera» la fe (natural) de los «creyentes» católicos en las instituciones vinculadas con la Iglesia, no tendríamos desde luego nada que oponer ante semejante «actitud» salvo en lo que se refiere a su subjetivismo (aunque, eso sí, no podríamos menos que preguntarnos en todo caso de cuántas «divisiones acorazadas» dispone Tresguerres para dejar de «tolerarla»), pero en todo caso, repárese en esta circunstancia, no cabe, al menos desde las premisas del ateísmo esencial, «respetar» a los que «creen en Dios» por la sencilla razón de que en Dios, salvo que por imposible empecemos por considerarlo como una esencia componible, literalmente no cree nadie más que en el terreno de las apariencias. Todavía más confuso resultará, por los motivos dichos, «echar de menos a Dios» o manifestar que «se estaría encantado si Él existiese» (aunque a renglón seguido se reconozca que, desafortunadamente, esa esencia cuya existencia se considera como deseable, no corresponde a ningún ser real) puesto que ni Unamuno, ni Tresguerres ni yo mismo disponemos de una idea consistente sobre la que discutir.


Versión levemente resumida del artículo publicado originalmente en El Catoblepas.
Martes, 31 de Mayo de 2011

Admiten que el cristianismo se ha debilitado

Corre riesgo de «extinción», dijo el cardenal Bruguès, del Vaticano

© Silvina Premat
Publicado en diario La Nación

«En los países occidentales, los índices francamente negativos parecerían confirmar el debilitamiento del cristianismo, incluso su posible extinción». La frase del cardenal francés Jean-Louis Bruguès sorprendió al auditorio en la Universidad Católica Argentina, que fue a escuchar la disertación del secretario general de la Congregación para la Educación Católica de la Santa Sede.
En su exposición sobre «El futuro del cristianismo», el cardenal Jean-Louis Bruguès no dejó lugar a dudas sobre el panorama: «La cultura cristiana se ha derrumbado masivamente; no sólo en la mentalidad social, sino incluso en el mismo espíritu de los creyentes».
Bruguès es uno de los cardenales franceses con mayor influencia en el Vaticano y en su país fue nombrado Caballero de la Orden de la Legión de Honor.


En su presentación en Buenos Aires admitió la existencia, dentro de la Iglesia Católica, de una «yuxtaposición» entre una corriente que invita a los católicos a adaptarse a la sociedad sin Dios y otra que, por el contrario, acepta ser una minoría que es «signo de contradicción».
«Es el enfermo el que le pregunta a su médico: “Doctor, dígame la verdad: ¿cuánto tiempo me queda?”», dijo el cardenal Bruguès a poco de comenzar la conferencia. Y continuó: «¿El cristianismo habrá enfermado a fuerza de tanto pesimismo?».
Miembro de la Orden de Predicadores, de los dominicos, además de conducir el área de la educación católica de toda la Iglesia, Bruguès es consultor de la Congregación para la Doctrina de la Fe y fue miembro del Comité Nacional Consultivo de Ética de la República de Francia.
Ante más de 300 personas que asistieron a la disertación en Puerto Madero, no obstante la tormenta desatada en la ciudad de Buenos Aires (…), Bruguès afirmó que en los países occidentales los índices «francamente negativos» parecerían «confirmar el debilitamiento del cristianismo, incluso su posible extinción».
Se refirió a un descenso de la práctica dominical del 90% de la población de Angers, de donde fue obispo, al 10% en el término de tres décadas y a la disminución global de la cantidad de bautismos, matrimonios, vocaciones sacerdotales y religiosas, y al envejecimiento de la población católica practicante.
En perfecto castellano, el cardenal señaló también: «En los países de tradición católica, como España, Francia, Bélgica, Quebec o Irlanda, se está desarrollando una cultura de la burla y del menosprecio en relación con el cristianismo».
Y hasta se preguntó: «¿No sería necesario que la ley actualmente sancionase también las manifestaciones cristianófobas, de la misma manera que ya condena el antisemitismo o la islamofobia?».
Propuso al auditorio soñar con que las religiones «puedan sacar a la luz los valores que les sean comunes» y en un nuevo pacto social entre las naciones y sus comunidades, si lo primero no funcionase.
Al describir el proceso de secularización vivido a nivel mundial, citó al ex primer ministro de Reino Unido Tony Blair, a quien seguramente se recordará, según dijo, como «uno de los grandes primeros ministros británicos de la época moderna». Leyó varias afirmaciones de Blair, convertido al catolicismo poco después de dejar su cargo, en las que identifica «la causa del malestar cristiano actual en el confinamiento de la religión al área privada, que resulta de una concepción heredada de la Ilustración».
Se valió también del filósofo alemán Jürgen Habermas para decir que los sociólogos hoy se dividen entre los que observan «el fin de la teoría de la secularización» y los que ven un «renacimiento de la religión» sobre todo en los países que han recibido mayor inmigración de población musulmana.
Al presentar al cardenal dominico, el rector de la UCA, padre Víctor Manuel Fernández, dijo que éste es «un momento histórico que parece ser una bisagra muy singular». Y admitió: «Vivimos un tiempo de tensiones».

Pujas internas

Bruguès también habló de «tensiones existentes en diversas iglesias de distintos continentes [que] se explicarían [si se reconoce que] existe en la Iglesia europea, pero también dentro de las iglesias americanas del Norte como del Sur, una línea de división, pudiera ser incluso de ruptura, ciertamente variable de un país a otro», entre una «corriente de compromiso» y otra «corriente de contradicción» cuyos riesgos son la disolución y el repliegue, respectivamente.
Para ejemplificar, Bruguès planteó que universidades, escuelas, seminarios y casas religiosas católicas «se distribuyen según esta línea divisoria» dentro de la Iglesia.
La primera corriente propone una cooperación con la sociedad secularizada a partir de valores como igualdad, libertad, solidaridad, responsabilidad y reclama la apertura al mundo. Es la que, recordó, «alimentó la matriz ideológica de las interpretaciones que se han impuesto» en los 60 y 70 y ahora «ha envejecido, pero sus partidarios todavía detentan puestos clave en la Iglesia».
La otra corriente, surgida en los 80, proclama que las diferencias con la sociedad civil se hacen cada vez más notables sobre todo en cuanto a la ética (aborto, eutanasia, matrimonio homosexual, consumismo) y «acepta jugar el papel de una minoría contestadora», afirmando que «la Iglesia debe volver a ser un signo de contradicción». En los últimos años, según dijo, esta corriente «se reforzó considerablemente, aunque aún no es dominante».
A partir de ese diagnóstico, Bruguès señala que desde hace casi 20 años la Iglesia eligió la cultura, «la voz de la inteligencia» como campo privilegiado de expresión pública. Por eso, afirmó: «Ahora, la Iglesia propone al mundo rehabilitar la razón», y que su «tarea es volver a enseñar a nuestras sociedades a creer en su propio futuro».

Un espacio para dudar. Ateos, agnósticos, escépticos. Reflexión, ensayo, debate. Arte y literatura. Humanismo secular.
Lunes, 30 de Mayo de 2011

Admiten que el cristianismo se ha debilitado


Corre riesgo de «extinción», dijo el cardenal Bruguès, del Vaticano


© Silvina Premat
Publicado en diario La Nación


«En los países occidentales, los índices francamente negativos parecerían confirmar el debilitamiento del cristianismo, incluso su posible extinción». La frase del cardenal francés Jean-Louis Bruguès sorprendió al auditorio en la Universidad Católica Argentina, que fue a escuchar la disertación del secretario general de la Congregación para la Educación Católica de la Santa Sede.
En su exposición sobre «El futuro del cristianismo», el cardenal Jean-Louis Bruguès no dejó lugar a dudas sobre el panorama: «La cultura cristiana se ha derrumbado masivamente; no sólo en la mentalidad social, sino incluso en el mismo espíritu de los creyentes».
Bruguès es uno de los cardenales franceses con mayor influencia en el Vaticano y en su país fue nombrado Caballero de la Orden de la Legión de Honor.


En su presentación en Buenos Aires admitió la existencia, dentro de la Iglesia Católica, de una «yuxtaposición» entre una corriente que invita a los católicos a adaptarse a la sociedad sin Dios y otra que, por el contrario, acepta ser una minoría que es «signo de contradicción».
«Es el enfermo el que le pregunta a su médico: "Doctor, dígame la verdad: ¿cuánto tiempo me queda?"», dijo el cardenal Bruguès a poco de comenzar la conferencia. Y continuó: «¿El cristianismo habrá enfermado a fuerza de tanto pesimismo?».
Miembro de la Orden de Predicadores, de los dominicos, además de conducir el área de la educación católica de toda la Iglesia, Bruguès es consultor de la Congregación para la Doctrina de la Fe y fue miembro del Comité Nacional Consultivo de Ética de la República de Francia.
Ante más de 300 personas que asistieron a la disertación en Puerto Madero, no obstante la tormenta desatada en la ciudad de Buenos Aires (...), Bruguès afirmó que en los países occidentales los índices «francamente negativos» parecerían «confirmar el debilitamiento del cristianismo, incluso su posible extinción».
Se refirió a un descenso de la práctica dominical del 90% de la población de Angers, de donde fue obispo, al 10% en el término de tres décadas y a la disminución global de la cantidad de bautismos, matrimonios, vocaciones sacerdotales y religiosas, y al envejecimiento de la población católica practicante.
En perfecto castellano, el cardenal señaló también: «En los países de tradición católica, como España, Francia, Bélgica, Quebec o Irlanda, se está desarrollando una cultura de la burla y del menosprecio en relación con el cristianismo».
Y hasta se preguntó: «¿No sería necesario que la ley actualmente sancionase también las manifestaciones cristianófobas, de la misma manera que ya condena el antisemitismo o la islamofobia?».
Propuso al auditorio soñar con que las religiones «puedan sacar a la luz los valores que les sean comunes» y en un nuevo pacto social entre las naciones y sus comunidades, si lo primero no funcionase.
Al describir el proceso de secularización vivido a nivel mundial, citó al ex primer ministro de Reino Unido Tony Blair, a quien seguramente se recordará, según dijo, como «uno de los grandes primeros ministros británicos de la época moderna». Leyó varias afirmaciones de Blair, convertido al catolicismo poco después de dejar su cargo, en las que identifica «la causa del malestar cristiano actual en el confinamiento de la religión al área privada, que resulta de una concepción heredada de la Ilustración».
Se valió también del filósofo alemán Jürgen Habermas para decir que los sociólogos hoy se dividen entre los que observan «el fin de la teoría de la secularización» y los que ven un «renacimiento de la religión» sobre todo en los países que han recibido mayor inmigración de población musulmana.
Al presentar al cardenal dominico, el rector de la UCA, padre Víctor Manuel Fernández, dijo que éste es «un momento histórico que parece ser una bisagra muy singular». Y admitió: «Vivimos un tiempo de tensiones».

Pujas internas
Bruguès también habló de «tensiones existentes en diversas iglesias de distintos continentes [que] se explicarían [si se reconoce que] existe en la Iglesia europea, pero también dentro de las iglesias americanas del Norte como del Sur, una línea de división, pudiera ser incluso de ruptura, ciertamente variable de un país a otro», entre una «corriente de compromiso» y otra «corriente de contradicción» cuyos riesgos son la disolución y el repliegue, respectivamente.
Para ejemplificar, Bruguès planteó que universidades, escuelas, seminarios y casas religiosas católicas «se distribuyen según esta línea divisoria» dentro de la Iglesia.
La primera corriente propone una cooperación con la sociedad secularizada a partir de valores como igualdad, libertad, solidaridad, responsabilidad y reclama la apertura al mundo. Es la que, recordó, «alimentó la matriz ideológica de las interpretaciones que se han impuesto» en los 60 y 70 y ahora «ha envejecido, pero sus partidarios todavía detentan puestos clave en la Iglesia».
La otra corriente, surgida en los 80, proclama que las diferencias con la sociedad civil se hacen cada vez más notables sobre todo en cuanto a la ética (aborto, eutanasia, matrimonio homosexual, consumismo) y «acepta jugar el papel de una minoría contestadora», afirmando que «la Iglesia debe volver a ser un signo de contradicción». En los últimos años, según dijo, esta corriente «se reforzó considerablemente, aunque aún no es dominante».
A partir de ese diagnóstico, Bruguès señala que desde hace casi 20 años la Iglesia eligió la cultura, «la voz de la inteligencia» como campo privilegiado de expresión pública. Por eso, afirmó: «Ahora, la Iglesia propone al mundo rehabilitar la razón», y que su «tarea es volver a enseñar a nuestras sociedades a creer en su propio futuro».
Domingo, 1 de Mayo de 2011

Ateísmo lógico

Lo que yo tampoco creo

Para mis alumnos (*)

© Alfonso Fernández Tresguerres
Publicado en El Catoblepas

Decía Tierno Galván que la diferencia entre el ateo y el agnóstico estriba en que el primero no quiere, en realidad, que Dios exista, en tanto que el segundo se limita a «no echar de menos a Dios», conformándose con «vivir en la finitud» y con la vida que le ha sido dada en este mundo. Y yo, que no me considero autorizado a ser portavoz de nadie, y tampoco del ateo, no dudo en sostener que tal afirmación es una solemne majadería. Al menos, en lo que a mí respecta, estaría encantado de que Dios existiera y no vivir en la finitud, porque a mí, como a Unamuno, no me da la gana morirme. El problema es que Dios no existe, y que lo que yo quiera o deje de querer en lo más mínimo le importa a este Universo que continuará su expansión hasta muchísimo tiempo después de yo me haya ido. Y añadiré, además, que no echo de menos a Dios, mas no por ser buen agnóstico, sino porque ¿cómo añorar a quien jamás se ha conocido? Y naturalmente que me conformo con la vida que tengo, inmersa en la finitud, pero, una vez más, no por agnóstico, sino porque no me queda otro remedio: de no conformarme, el resultado sería el mismo. Así que, mira por dónde, siendo ateo, poseo las características que Tierno demanda a un sano y sensato agnosticismo, e incumplo la que, según él, resulta esencial al ateo.
No. Las diferencias entre el ateo y el agnóstico estriban en que el segundo es escéptico en este asunto, y el primero, no. Si el agnóstico se mantiene en un estado de duda teórica (lo que es una redundancia, porque nunca la duda puede ser práctica: en último término, uno está obligado a decantarse por una cosa u otra; y en el caso que nos ocupa, el agnóstico, si en verdad lo es, no es posible que actúe en su diario acontecer más que como ateo, quiero decir que es de imaginar que vivirá como si Dios no existiera); y se mantiene en ese estado de duda a costa, seguramente, como sospecha Hanson, de infringir las normas del razonamiento lógico más elemental, el ateo sostiene, en cambio, que Dios no existe. Así de simple.

El diagnóstico que hace Tierno acerca de la diferencia entre el agnóstico y el ateo parece apoyarse, entre otras cosas, en Sartre, quien habría dicho que aunque Dios existiera, habría que ser ateo. Mas yo creo que el uso que hace de las palabras del filósofo francés es debido o a una mala interpretación o a una auténtica mala fe. Al menos, yo siempre he entendido que lo que en verdad Sartre quiere decir es que aunque Dios existiera, habría que renegar de Él, es decir, habría que ser antidios, oponerse a Él, del mismo modo que se puede ser anti muchas otras cosas y oponerse a ellas. Y el motivo, no es otro, seguramente que el problema del mal, incompatible, sin duda, con un Dios Omnipotente y Bueno que habiendo podido evitarlo, no lo ha hecho. Y de nada sirven los intentos agustinianos al respecto, argumentando, por ejemplo, que del mal obtiene Dios beneficios mayores («Dios escribe recto en renglones torcidos»), o que el mal es, en verdad, nada, no es una entidad o una sustancia, y, por tanto, algo que en modo alguno Dios haya podido crear, puesto que no es nada, sino mera apariencia, vacío, ausencia de bien (argumentos de defendidos antes por los estoicos; el segundo de ellos con un más que evidente anclaje en la participación platónica), o, por último, que el mal depende de la libertad humana; ninguno de tales intentos, repito, resuelven de forma convincente tal problema. Pero, a fin de cuentas, cuando nos metemos en esos vericuetos, tales como que si Dios ha podido evitar el mal y no ha querido hacerlo, entonces no es Bueno, y si ha querido y no ha podido, no es Omnipotente, y, finalmente, que si no ha querido ni ha podido, entonces ni en Bueno ni Omnipotente, no hay más que una solución lógica: sencillamente, Dios no existe.

Por supuesto, no hay experiencia alguna ni evidencia de ningún tipo que demuestre la existencia de Dios, ni tampoco argumento alguno capaz de hacerlo. Ni el de san Anselmo, quien, partiendo de la Idea de Dios como la del ser que reúne todas las perfecciones y dando por supuesto que la existencia en la realidad es una perfección, concluirá afirmando que negar a Dios tal perfección supone incurrir en una contradicción. Argumento que, en efecto, nada prueba, porque es lo cierto que ni la existencia es una perfección (algo que perfeccione una esencia) ni aun admitiendo que lo fuese, existe contradicción alguna en afirmar que el Ser Perfectísimo únicamente existe como Idea, puesto que si se le niega la existencia no se está negando un solo atributo, sino todos, es decir, se está afirmando, sencillamente, que no existe un ser que posea las perfecciones que se atribuyen a Dios, o lo que es lo mismo, que Dios sólo existe como Idea. Ni tampoco las conocidas vías tomistas, en las que, establecido que el Universo en su conjunto es contingente, se sostiene que su existencia únicamente puede explicarse mediante la de un Ser Necesario, que, gratuitamente, se identifica con Dios (mas no un Dios cualquiera, claro, sino, justamente, el Dios del cristianismo), como si repugnara más a la razón la existencia de una materia eterna que la de un Ser personal igualmente eterno, siendo así que más bien sucede al contrario, no pudiendo hacerse la identificación que el Doctor Angélico sugiere más que apelando a la fe (Más aún: recientemente, Stephen Hawking ha argumentado que el Universo ha podido muy bien generarse a partir de la nada). O estableciendo, igualmente (siguiendo la causa eficiente de Aristóteles), que todas las cosas de este mundo, y el mundo en su conjunto, forzosamente han de tener una causa, hasta llegar a defender una excepción: la existencia de una Causa Incausada, que de nuevo, sin razón alguna, se identifica con Dios, que se convierte así en causa sui, lo que Santo Tomás considera absurdo referido a cualquier otra cosa, ya que por fuerza, si es causa sui, necesariamente ha de ser anterior a sí misma, mas no en el caso de Dios.

Immanuel Kant (1724-1804)

Lo cierto es que derruidas por Kant las pretensiones de la Ontoteología, muy pocos son los que han vuelto a defender argumentos, supuestamente demostrativos, de este tipo, y los que desde entonces maneja el teísmo discurren por otros cauces; alguno de los cuales es abierto, precisamente, por el propio Kant. Me refiero a aquello de que es necesario postular la existencia de Dios como una exigencia del mundo moral (lo que, dicho sea entre paréntesis, resulta incongruente, me parece a mí, con su propia doctrina de la moralidad), o afirmando, como harán otros, que si Dios no existe, la vida no tiene el menor sentido, &c. Argumentaciones, a lo que yo entiendo, de una extremada debilidad, puesto que para actuar moralmente me basta y me sobra con el dictado de mi racionalidad, y el que la vida tenga o no tenga sentido es cuestión tan confusa como metafísica, porque a saber qué es eso del sentido de la vida, y porque, en cualquier caso, cada cual puede hallarlo en las ocupaciones más variopintas.

De manera que si no existe la menor evidencia de la existencia de Dios, al no existir experiencia alguna que la constate ni argumento de ninguna clase que lo demuestre, lo más lógico es concluir que Dios no existe. Creo que en esto Hanson tiene razón. E incluso puedo estar de acuerdo con él en que el que no existan razones sólidas para pensar que una afirmación es verdadera, es en sí misma una buena razón para pensar que es falsa, y, por tanto, una vez examinadas todas las pruebas que se han propuesto para demostrar la existencia de Dios poniendo de relieve que ninguna de ellas es convincente, eso mismo es prueba suficiente de que Dios no existe. Pero creo que se puede ir algo más allá.

Norwood Russell Hanson (1924-1967)

Según Hanson (son sobradamente conocidos sus escritos El dilema del agnóstico y Lo que yo no creo) la proposición «Dios existe» no es analítica, sino sintética y de hecho, y, en consecuencia, no puede ser probada por la mera reflexión ni tampoco ser lógicamente demostrada. Pero eso significa que tampoco puede ser demostrado lo contrario, a saber: que Dios no existe. De tal manera, que la no existencia de Dios sólo cabe ser deducida de la imposibilidad del creyente para probar su existencia (tiene que demostrar quien afirma, y del hecho de que no pueda hacerlo se puede concluir que lo que afirma es falso). Tal es, si yo he entendido bien, la esencia de la recusación que hace Hanson del teísmo.

Mas, ¿por qué asegura que no se puede demostrar que Dios no existe? Veamos.

Una proposición del tipo Todo A es B puede ser falsada (bastaría con encontrar un A que no lo fuese), pero nunca plenamente verificada. En cambio, otra del tipo Algún A es B podría ser verificada (bastaría hallar un A que lo fuese), pero no puede ser falsada. Pues bien, la proposición «Existe Dios» posee el formato lógico de Algún A es B. Y es precisamente el hecho de que el creyente no haya logrado probar que es verdadera lo que permite concluir que es falsa. Mas nunca podrá el ateo, por sí mismo, demostrar que lo sea. Por eso resulta falaz, en opinión de Hanson, que tras mostrar el ateo la ausencia de prueba de que Dios exista, se le pida, a su vez, una prueba de que no existe, ya que tal prueba es imposible, como lo es probar que sea falsa la proposición Algún A es B. Y una prueba de ese tipo es, justamente, la que piden al ateo tanto el teísta como el agnóstico, sin advertir (y en ocasiones sin advertirlo, para su desconcierto, el ateo mismo) que la prueba de que Dios no existe es que no hay prueba ni evidencia alguna de que exista. Si la evidencia es prueba de que existe, la no evidencia lo es de que no existe.

Y en concreto, el agnóstico es, en opinión de Hanson, absolutamente incongruente. Enfrentado al teísta, trata la proposición «Dios existe» como una cuestión de hecho, pero no probada, y por eso rehúsa adherirse a ella. Mas enfrentado al ateo, la aborda como una cuestión lógica del tipo Algún A es B, y, en consecuencia, le pide una prueba lógica de que Dios no existe; prueba que no puede darse, del mismo modo que no puede falsarse la proposición Algún A es B. Ahora bien, en estricta racionalidad habría que exigirle que jugara a lo mismo en los dos casos: si se decide por ser un coleccionista de hechos (como dice Hanson), entonces tiene que admitir que hay razones para negar la existencia de Dios (a saber: que no hay evidencia alguna de que exista); y si opta por actuar como un lógico, deberá admitir que si nunca se podrá establecer definitivamente que Dios no exista, entonces tampoco se podrá establecer definitivamente que exista. En ambos casos, si es coherente y usa su razón, se verá abocado al ateísmo, puesto que ni el ámbito de los hechos ni en el de la lógica existen sólidos fundamentos para sostener que Dios existe.

No es mi intención en erigirme aquí en defensor del agnóstico (más bien al contrario), pero me parece que si es incongruente tratando la proposición «Dios existe» de forma distinta, según se enfrente al teísta o al ateo, no acabo de entender por qué lo sería si decidiendo actuar como lógico en los dos casos concluyera que no se puede demostrar definitivamente ni la existencia ni la no existencia de Dios. Como quiera que sea, a mí me parece que la incongruencia del agnóstico estriba en no pedir a ambos (teísta y ateo) pruebas de los dos tipos, es decir, en el ámbito de los hechos y en el de la lógica. Así las cosas, es obvio que en el primero de ellos el teísta no dispone de prueba alguna que confirme la existencia de Dios, mas tampoco el ateo de que no exista. Si estamos tratando con un conjunto finito de elementos es posible falsar la proposición Algún A es B (simplemente mirando: por ejemplo demostrar que es falso que alguno de mis alumnos sea de Aragón), de igual modo que se podría verificar que Todo A es B (que todos mis alumnos tienen dos orejas). Pero es claro que si tratamos con un conjunto potencialmente infinito, ni cabe verificar Todo A es B ni falsar Algún A es B. Así, yo nunca podría falsar la afirmación de que hay un ser que es Dios, de la misma manera que no podría falsar que en mi casa vive una familia de duendes invisibles. La batalla contra el teísta no se puede librar en el terreno de los hechos. Ni el primero tiene prueba empírica alguna de la existencia de Dios ni el ateo podría probar que no existe un ser que es Dios, máxime cuando se trata de un ente que comienza por ser declarado invisible. Aun así, estoy de acuerdo con Hanson en que la ausencia de prueba empírica es prueba suficiente de su no existencia (de igual modo que del hecho de que no haya prueba alguna de que en mi casa habite una familia de duendes es prueba suficiente de que nos hay tales duendes). Pero creo que el ateo puede ir un poco más lejos. Porque pasando el terreno de la lógica (que es donde verdaderamente ha de librarse tal batalla), no es menos evidente que el teísta no puede demostrar que Dios exista, pero sostengo, en cambio, que el ateo puede demostrar que no existe. Es decir, sostengo que sí es posible falsar una proposición del tipo Algún A es B; falsarla no en el terreno de los hechos, pero sí en el de la lógica. Tratada como una cuestión que sólo pudiera resultar falsada o verificada en la experiencia, es claro que el ateo nunca podrá demostrar que no existe Dios, del mismo modo que no cabe falsar la proposición Algún A es B, y sólo le queda el recurso de argüir que la no existencia de Dios se deduce de la imposibilidad del teísta para confirmarla. Tratada como una cuestión lógica, así como es obvio que el teísta no puede demostrar la existencia de Dios, creo que el ateo sí puede demostrar su no existencia. Es lo que en alguna ocasión he denominado ateísmo lógico.

La clave de tal ateísmo estriba en mostrar que la Idea de Dios es lógicamente contradictoria y configura la imagen de un ser imposible.

Hablando en términos de Hanson: lo que sostengo (lo señalaba antes) es que sí es posible falsar la proposición Algún A es B (en el caso que nos ocupa: hay un ser que es Dios) siempre que la esencia misma designada por B sea imposible o lógicamente contradictoria. Dicho de otro modo, ahora con Aristóteles, lo que dice Hanson es que una proposición universal afirmativa (A) puede ser falsada, más no definitivamente verificada, en tanto que una proposición particular afirmativa (I) puede ser verificada, pero no falsada. Ahora bien, ¿cómo falsamos una proposición universal afirmativa del tipo Todo A es B? Evidentemente, encontrando un A que no lo sea, es decir, probando la verdad de su contradictoria, esto es, la particular negativa (O): Algún A no es B. Paralelamente, entiendo que podemos falsar una proposición particular afirmativa, Algún A es B, probando la verdad de su contradictoria, es decir, la universal negativa (E), esto es, probando que Ningún A es B. Probando, por tanto, que ningún ser puede existir que posea la esencia denotada por B, o llevado el asunto a la cuestión de la que tratamos, que ningún ser puede existir que posea la esencia designada por la Idea Dios, por ser imposible y lógicamente contradictoria. Demostrado que Ningún A es (ni puede ser) B, queda igualmente probado que es falso que algún A lo sea, esto es, queda probada la falsedad de la proposición «Existe Dios», o lo que es lo mismo, queda probada la proposición «No existe Dios». ¿Y eso es posible? Yo creo que sí.

La esencia de la que hablamos, la denotada por la Idea Dios, es la de un ser que reúne todas las perfecciones, la de un Ser Perfectísimo. Pero tal Idea es lógicamente contradictoria, y tal contradicción se advierte en el momento en que se comparan los atributos inherentes a tal Idea, es decir, las perfecciones que se le atribuyen, tratando de mantenerlas todas a ellas a un tiempo. Pero si bien la contradicción puede percibirse en la comparación de diversos atributos entre sí, resulta, desde luego, clamorosamente evidente (y con sólo este argumento me basta) cuando se compara cada uno de ellos separadamente o en conjunto, es decir, la Idea misma de perfección, con otro de los atributos divinos: la Omnipotencia. Este atributo no sólo se considera, de hecho, parte de la esencia divina, sino que por fuerza ha de ser considerado, si en verdad entendemos la Idea de Dios como la Idea del Ser Perfectísimo. Pero ocurre que un Ser Perfectísimo no puede ser, a la vez, Omnipotente, y si no lo es, no es Perfectísimo.

Sucede que la perfección que entraña cada uno de los atributos individualmente considerados (y la Perfección en conjunto) exige que permanezcan esencialmente invariables, es decir, que ninguno de ellos pueda experimentar aumento ni disminución de aquello a lo que se refiere. Y otro tanto puede decirse si en lugar de considerarlos de manera individual, nos referimos a ellos en conjunto, es decir, a la Perfección misma: es absurdo pensar que tal Perfección pueda crecer o mermar, porque entonces no sería Perfección, si es que puede hacerse aún más perfecta, ni lo sería tampoco si fuese susceptible de hacerse menos perfecta. Ahora bien, cualquiera de tales alternativas entraría en flagrante contradicción con la Omnipotencia y obligaría a negarla. Si Dios no puede ser más ni menos Justo, Omnisciente, Misericordioso… si no puede, en suma, ser más Perfecto ni tampoco menos, entonces no es Omnipotente. Y si puede serlo, entonces no es Perfecto. La contradicción, pues, nace de la Idea misma del Ser Perfectísimo, al que necesariamente es preciso atribuirle la Omnipotencia, que acaba por comprometer la Idea misma de Perfección, ya que ésta no puede aumentar ni disminuir en un Ser Perfecto, pero si no puede hacerlo, entonces, también necesariamente, es obligado negar en él la Omnipotencia.. La Perfección exige la plenitud y excluye el cambio, pero tales exigencias niegan la Omnipotencia.

Aun podemos insistir en ello, nuevamente con Aristóteles: un Ser Perfecto ha de ser Acto Puro, sin potencialidad alguna, pero la ausencia de tal potencialidad supone excluir de su esencia la Omnipotencia.

Es más: con que hubiera únicamente algo que Dios se viera incapacitado de hacer, eso sería suficiente para negar su Omnipotencia. Así que aún en el supuesto de que fuera verdad aquello que decía Agatón (citado, precisamente, por Aristóteles):

De sólo esto se ve privado hasta Dios:
de poder hacer que no se haya producido lo que ya está hecho,

eso bastaría para probar la imposibilidad de la Omnipotencia.

La Idea de Dios es, así, lógicamente contradictoria y denota la Idea de un ser imposible. Es falso, pues, que existe Algún A que es B, un ser que es Dios, puesto que es verdad que Ningún A es B, ningún ser es Dios, dada la imposibilidad de la esencia designada por B, es decir por la Idea de Dios. En consecuencia, la proposición «Dios existe» es falsa y la que sostiene que «Dios no existe» es necesariamente verdadera.

Decía Leibniz [Monadología, § 45] que si Dios es posible, existe. Pues bien, si Dios no es posible, no existe. Y no es posible. Luego no existe. Tal es, en esencia, lo que sostiene el ateísmo lógico.

Sin duda, el ateo dispone de otros importantes argumentos, además de éste. Yo no reniego de modo pleno (lo repetiré una vez más) del argumento de abogado de Hanson, a saber: que, en último término, tiene que demostrar quien afirma, y de la imposibilidad de hacerlo, cabe concluir que lo que sostiene es falso, máxime después de que el ateo haya puesto de relieve lo no concluyente de los argumentos o pruebas esgrimidos por el teísta. Ni, por supuesto, del que sostiene la incompatibilidad del mal con la existencia de un ser Bueno y Todopoderoso; problema al que hacíamos alusión al comienzo de estas notas, y del que decíamos que ninguno de los ensayos que se han hecho para hacer compatible la Bondad y el Poder de Dios con la existencia del mal convencen en modo alguno. Más me inclino yo a estar de acuerdo con Mark Twain, cuando afirma que

«El nuestro es con mucho el peor Dios que la genialidad del hombre ha hecho brotar de su imaginación demente» [Reflexiones sobre la religión, Tercero].

No es posible una justificación de Dios, esto es, una teodicea, al menos de carácter racional, por mucho que Leibniz, que es quien acuña el término, se haya empeñado en probar lo contrario. Al igual que en el caso de la Ontoteología, es Kant quien ha mostrado el fracaso inevitable de tal empresa: no es posible, sostiene, una teodicea doctrinal o especulativa, sino, a lo sumo, una auténtica o práctica, que, renunciando a las pretensiones de alzarse como conocimiento, se base exclusivamente en la fe. Así lo afirma expresamente:

«la teodicea no es tanto un asunto de ciencia, cuanto, mucho más, de fe» [Sobre el fracaso de todo ensayo filosófico en la teodicea. Observación final].

Ni renuncio tampoco de la fuerza que para la posición del ateo supone el propio relato bíblico: Dios nos crea débiles, sabedor de que vamos a pecar, y para ayudarnos a ello, nos coloca delante tentaciones a cada paso (por ejemplo, nos hace sexualmente activos todo el año, y, al mismo tiempo, el hacer uso de tal capacidad se convierte en uno de los pecados más horrendos, o eso dicen sus intérpretes y vicarios en la Tierra), y luego nos castiga, incluso por toda la eternidad, con un Infierno que dicen ser algo espantoso. Y esto un ser de Bondad y Misericordia infinitas Como de nuevo señala Mark Twain en la obra mencionada (cuya publicación no quiso él hacer en vida y que únicamente 54 años después de su redacción fue autorizada por su hija, en 1960):

«Dios, hábilmente, formó al hombre de tal manera que no pudiese evitar obedecer las leyes de sus impulsos, sus apetitos y sus diversas cualidades desagradables e indeseables. Dios lo ha hecho así a fin de que todas sus salidas y entradas estén obstruidas por trampas que posiblemente no pueda eludir y que le obliguen a cometer lo que se llama pecados –y entonces Dios lo castiga por hacer estas mismas cosas que desde el comienzo de los tiempos Él siempre se había propuesto que hiciera» [Reflexiones, QUINTO].

Absurdo, sin duda. Pero luego resulta que luego se hace hombre, ya que envía a su hijo Jesús, que no es otro que Él mismo, para que nos redima del pecado y del mal. Pero resulta que Cristo muere en la cruz sin que nadie, ni siquiera sus más allegados discípulos, sepan muy bien quién era ni a qué vino, hasta que san Pablo ve la luz y hace, al parecer, la interpretación correcta de la figura de Cristo y su misión… Y entretanto, el Diablo, que también fue credo por Dios, sabedor perfectamente de lo que iba a hacer, continúa haciendo de las suyas, sin que el Señor Todopoderoso se decida a pararle los pies de una vez por todas… En fin, absurdos todos ellos de los que en algunas otras ocasiones ya me he ocupado.

Digamos, finalmente, que el hecho de que a duras penas se hallará cultura alguna en la que no se dé algún tipo de creencia religiosa, es argumento que, en ocasiones, el creyente utiliza para probar que «algo habrá», cuando es lo cierto que la posición que verdaderamente tales circunstancias viene a reforzar es, precisamente, la del ateo: el Dios del monoteísmo es una creación tan humana (nacida, seguramente, de la propia filosofía) como puedan serlo los dioses egipcios o los aztecas.

Aun así, el creyente es muy libre de creer lo que estime oportuno. Yo ya lo sabía sin que hiciera falta que me lo dijera Mark Twain:

«No hay algo tan grotesco y tan increíble que el hombre corriente no pueda creer» [Reflexiones, Tercero].

Y de creerlo, justamente, porque, acaso de tan absurdo como resulta, quizá sea verdad. O de apelar a la autoridad de Tomás de Aquino y argumentar que no existen tales absurdos ni contradicciones, sino únicamente un entendimiento limitado como el nuestro que no es capaz de entender. Y a mí, particularmente, su creencia me trae enteramente sin cuidado y me resulta del todo respetable, siempre que, a mí vez, pueda esperar de él un respeto similar. Pero, en lo que a mí respecta, incluso dejando otros argumentos a un lado, el ateísmo lógico que he tratado de exponer, me sobra y me basta para convencerme de la falsedad de aquello en lo que yo tampoco creo.

Un espacio para dudar. Ateos, agnósticos, escépticos. Reflexión, ensayo, debate. Arte y literatura. Humanismo secular.
Martes, 9 de Agosto de 2011

Ateísmo lógico


Lo que yo tampoco creo

Para mis alumnos (*)

© Alfonso Fernández Tresguerres
Publicado en El Catoblepas


Decía Tierno Galván que la diferencia entre el ateo y el agnóstico estriba en que el primero no quiere, en realidad, que Dios exista, en tanto que el segundo se limita a «no echar de menos a Dios», conformándose con «vivir en la finitud» y con la vida que le ha sido dada en este mundo. Y yo, que no me considero autorizado a ser portavoz de nadie, y tampoco del ateo, no dudo en sostener que tal afirmación es una solemne majadería. Al menos, en lo que a mí respecta, estaría encantado de que Dios existiera y no vivir en la finitud, porque a mí, como a Unamuno, no me da la gana morirme. El problema es que Dios no existe, y que lo que yo quiera o deje de querer en lo más mínimo le importa a este Universo que continuará su expansión hasta muchísimo tiempo después de yo me haya ido. Y añadiré, además, que no echo de menos a Dios, mas no por ser buen agnóstico, sino porque ¿cómo añorar a quien jamás se ha conocido? Y naturalmente que me conformo con la vida que tengo, inmersa en la finitud, pero, una vez más, no por agnóstico, sino porque no me queda otro remedio: de no conformarme, el resultado sería el mismo. Así que, mira por dónde, siendo ateo, poseo las características que Tierno demanda a un sano y sensato agnosticismo, e incumplo la que, según él, resulta esencial al ateo.
No. Las diferencias entre el ateo y el agnóstico estriban en que el segundo es escéptico en este asunto, y el primero, no. Si el agnóstico se mantiene en un estado de duda teórica (lo que es una redundancia, porque nunca la duda puede ser práctica: en último término, uno está obligado a decantarse por una cosa u otra; y en el caso que nos ocupa, el agnóstico, si en verdad lo es, no es posible que actúe en su diario acontecer más que como ateo, quiero decir que es de imaginar que vivirá como si Dios no existiera); y se mantiene en ese estado de duda a costa, seguramente, como sospecha Hanson, de infringir las normas del razonamiento lógico más elemental, el ateo sostiene, en cambio, que Dios no existe. Así de simple.

El diagnóstico que hace Tierno acerca de la diferencia entre el agnóstico y el ateo parece apoyarse, entre otras cosas, en Sartre, quien habría dicho que aunque Dios existiera, habría que ser ateo. Mas yo creo que el uso que hace de las palabras del filósofo francés es debido o a una mala interpretación o a una auténtica mala fe. Al menos, yo siempre he entendido que lo que en verdad Sartre quiere decir es que aunque Dios existiera, habría que renegar de Él, es decir, habría que ser antidios, oponerse a Él, del mismo modo que se puede ser anti muchas otras cosas y oponerse a ellas. Y el motivo, no es otro, seguramente que el problema del mal, incompatible, sin duda, con un Dios Omnipotente y Bueno que habiendo podido evitarlo, no lo ha hecho. Y de nada sirven los intentos agustinianos al respecto, argumentando, por ejemplo, que del mal obtiene Dios beneficios mayores («Dios escribe recto en renglones torcidos»), o que el mal es, en verdad, nada, no es una entidad o una sustancia, y, por tanto, algo que en modo alguno Dios haya podido crear, puesto que no es nada, sino mera apariencia, vacío, ausencia de bien (argumentos de defendidos antes por los estoicos; el segundo de ellos con un más que evidente anclaje en la participación platónica), o, por último, que el mal depende de la libertad humana; ninguno de tales intentos, repito, resuelven de forma convincente tal problema. Pero, a fin de cuentas, cuando nos metemos en esos vericuetos, tales como que si Dios ha podido evitar el mal y no ha querido hacerlo, entonces no es Bueno, y si ha querido y no ha podido, no es Omnipotente, y, finalmente, que si no ha querido ni ha podido, entonces ni en Bueno ni Omnipotente, no hay más que una solución lógica: sencillamente, Dios no existe.

Por supuesto, no hay experiencia alguna ni evidencia de ningún tipo que demuestre la existencia de Dios, ni tampoco argumento alguno capaz de hacerlo. Ni el de san Anselmo, quien, partiendo de la Idea de Dios como la del ser que reúne todas las perfecciones y dando por supuesto que la existencia en la realidad es una perfección, concluirá afirmando que negar a Dios tal perfección supone incurrir en una contradicción. Argumento que, en efecto, nada prueba, porque es lo cierto que ni la existencia es una perfección (algo que perfeccione una esencia) ni aun admitiendo que lo fuese, existe contradicción alguna en afirmar que el Ser Perfectísimo únicamente existe como Idea, puesto que si se le niega la existencia no se está negando un solo atributo, sino todos, es decir, se está afirmando, sencillamente, que no existe un ser que posea las perfecciones que se atribuyen a Dios, o lo que es lo mismo, que Dios sólo existe como Idea. Ni tampoco las conocidas vías tomistas, en las que, establecido que el Universo en su conjunto es contingente, se sostiene que su existencia únicamente puede explicarse mediante la de un Ser Necesario, que, gratuitamente, se identifica con Dios (mas no un Dios cualquiera, claro, sino, justamente, el Dios del cristianismo), como si repugnara más a la razón la existencia de una materia eterna que la de un Ser personal igualmente eterno, siendo así que más bien sucede al contrario, no pudiendo hacerse la identificación que el Doctor Angélico sugiere más que apelando a la fe (Más aún: recientemente, Stephen Hawking ha argumentado que el Universo ha podido muy bien generarse a partir de la nada). O estableciendo, igualmente (siguiendo la causa eficiente de Aristóteles), que todas las cosas de este mundo, y el mundo en su conjunto, forzosamente han de tener una causa, hasta llegar a defender una excepción: la existencia de una Causa Incausada, que de nuevo, sin razón alguna, se identifica con Dios, que se convierte así en causa sui, lo que Santo Tomás considera absurdo referido a cualquier otra cosa, ya que por fuerza, si es causa sui, necesariamente ha de ser anterior a sí misma, mas no en el caso de Dios.


Immanuel Kant (1724-1804)

Lo cierto es que derruidas por Kant las pretensiones de la Ontoteología, muy pocos son los que han vuelto a defender argumentos, supuestamente demostrativos, de este tipo, y los que desde entonces maneja el teísmo discurren por otros cauces; alguno de los cuales es abierto, precisamente, por el propio Kant. Me refiero a aquello de que es necesario postular la existencia de Dios como una exigencia del mundo moral (lo que, dicho sea entre paréntesis, resulta incongruente, me parece a mí, con su propia doctrina de la moralidad), o afirmando, como harán otros, que si Dios no existe, la vida no tiene el menor sentido, &c. Argumentaciones, a lo que yo entiendo, de una extremada debilidad, puesto que para actuar moralmente me basta y me sobra con el dictado de mi racionalidad, y el que la vida tenga o no tenga sentido es cuestión tan confusa como metafísica, porque a saber qué es eso del sentido de la vida, y porque, en cualquier caso, cada cual puede hallarlo en las ocupaciones más variopintas.

De manera que si no existe la menor evidencia de la existencia de Dios, al no existir experiencia alguna que la constate ni argumento de ninguna clase que lo demuestre, lo más lógico es concluir que Dios no existe. Creo que en esto Hanson tiene razón. E incluso puedo estar de acuerdo con él en que el que no existan razones sólidas para pensar que una afirmación es verdadera, es en sí misma una buena razón para pensar que es falsa, y, por tanto, una vez examinadas todas las pruebas que se han propuesto para demostrar la existencia de Dios poniendo de relieve que ninguna de ellas es convincente, eso mismo es prueba suficiente de que Dios no existe. Pero creo que se puede ir algo más allá.

Norwood Russell Hanson (1924-1967)

Según Hanson (son sobradamente conocidos sus escritos El dilema del agnóstico y Lo que yo no creo) la proposición «Dios existe» no es analítica, sino sintética y de hecho, y, en consecuencia, no puede ser probada por la mera reflexión ni tampoco ser lógicamente demostrada. Pero eso significa que tampoco puede ser demostrado lo contrario, a saber: que Dios no existe. De tal manera, que la no existencia de Dios sólo cabe ser deducida de la imposibilidad del creyente para probar su existencia (tiene que demostrar quien afirma, y del hecho de que no pueda hacerlo se puede concluir que lo que afirma es falso). Tal es, si yo he entendido bien, la esencia de la recusación que hace Hanson del teísmo.

Mas, ¿por qué asegura que no se puede demostrar que Dios no existe? Veamos.

Una proposición del tipo Todo A es B puede ser falsada (bastaría con encontrar un A que no lo fuese), pero nunca plenamente verificada. En cambio, otra del tipo Algún A es B podría ser verificada (bastaría hallar un A que lo fuese), pero no puede ser falsada. Pues bien, la proposición «Existe Dios» posee el formato lógico de Algún A es B. Y es precisamente el hecho de que el creyente no haya logrado probar que es verdadera lo que permite concluir que es falsa. Mas nunca podrá el ateo, por sí mismo, demostrar que lo sea. Por eso resulta falaz, en opinión de Hanson, que tras mostrar el ateo la ausencia de prueba de que Dios exista, se le pida, a su vez, una prueba de que no existe, ya que tal prueba es imposible, como lo es probar que sea falsa la proposición Algún A es B. Y una prueba de ese tipo es, justamente, la que piden al ateo tanto el teísta como el agnóstico, sin advertir (y en ocasiones sin advertirlo, para su desconcierto, el ateo mismo) que la prueba de que Dios no existe es que no hay prueba ni evidencia alguna de que exista. Si la evidencia es prueba de que existe, la no evidencia lo es de que no existe.

Y en concreto, el agnóstico es, en opinión de Hanson, absolutamente incongruente. Enfrentado al teísta, trata la proposición «Dios existe» como una cuestión de hecho, pero no probada, y por eso rehúsa adherirse a ella. Mas enfrentado al ateo, la aborda como una cuestión lógica del tipo Algún A es B, y, en consecuencia, le pide una prueba lógica de que Dios no existe; prueba que no puede darse, del mismo modo que no puede falsarse la proposición Algún A es B. Ahora bien, en estricta racionalidad habría que exigirle que jugara a lo mismo en los dos casos: si se decide por ser un coleccionista de hechos (como dice Hanson), entonces tiene que admitir que hay razones para negar la existencia de Dios (a saber: que no hay evidencia alguna de que exista); y si opta por actuar como un lógico, deberá admitir que si nunca se podrá establecer definitivamente que Dios no exista, entonces tampoco se podrá establecer definitivamente que exista. En ambos casos, si es coherente y usa su razón, se verá abocado al ateísmo, puesto que ni el ámbito de los hechos ni en el de la lógica existen sólidos fundamentos para sostener que Dios existe.

No es mi intención en erigirme aquí en defensor del agnóstico (más bien al contrario), pero me parece que si es incongruente tratando la proposición «Dios existe» de forma distinta, según se enfrente al teísta o al ateo, no acabo de entender por qué lo sería si decidiendo actuar como lógico en los dos casos concluyera que no se puede demostrar definitivamente ni la existencia ni la no existencia de Dios. Como quiera que sea, a mí me parece que la incongruencia del agnóstico estriba en no pedir a ambos (teísta y ateo) pruebas de los dos tipos, es decir, en el ámbito de los hechos y en el de la lógica. Así las cosas, es obvio que en el primero de ellos el teísta no dispone de prueba alguna que confirme la existencia de Dios, mas tampoco el ateo de que no exista. Si estamos tratando con un conjunto finito de elementos es posible falsar la proposición Algún A es B (simplemente mirando: por ejemplo demostrar que es falso que alguno de mis alumnos sea de Aragón), de igual modo que se podría verificar que Todo A es B (que todos mis alumnos tienen dos orejas). Pero es claro que si tratamos con un conjunto potencialmente infinito, ni cabe verificar Todo A es B ni falsar Algún A es B. Así, yo nunca podría falsar la afirmación de que hay un ser que es Dios, de la misma manera que no podría falsar que en mi casa vive una familia de duendes invisibles. La batalla contra el teísta no se puede librar en el terreno de los hechos. Ni el primero tiene prueba empírica alguna de la existencia de Dios ni el ateo podría probar que no existe un ser que es Dios, máxime cuando se trata de un ente que comienza por ser declarado invisible. Aun así, estoy de acuerdo con Hanson en que la ausencia de prueba empírica es prueba suficiente de su no existencia (de igual modo que del hecho de que no haya prueba alguna de que en mi casa habite una familia de duendes es prueba suficiente de que nos hay tales duendes). Pero creo que el ateo puede ir un poco más lejos. Porque pasando el terreno de la lógica (que es donde verdaderamente ha de librarse tal batalla), no es menos evidente que el teísta no puede demostrar que Dios exista, pero sostengo, en cambio, que el ateo puede demostrar que no existe. Es decir, sostengo que sí es posible falsar una proposición del tipo Algún A es B; falsarla no en el terreno de los hechos, pero sí en el de la lógica. Tratada como una cuestión que sólo pudiera resultar falsada o verificada en la experiencia, es claro que el ateo nunca podrá demostrar que no existe Dios, del mismo modo que no cabe falsar la proposición Algún A es B, y sólo le queda el recurso de argüir que la no existencia de Dios se deduce de la imposibilidad del teísta para confirmarla. Tratada como una cuestión lógica, así como es obvio que el teísta no puede demostrar la existencia de Dios, creo que el ateo sí puede demostrar su no existencia. Es lo que en alguna ocasión he denominado ateísmo lógico.

La clave de tal ateísmo estriba en mostrar que la Idea de Dios es lógicamente contradictoria y configura la imagen de un ser imposible.

Hablando en términos de Hanson: lo que sostengo (lo señalaba antes) es que sí es posible falsar la proposición Algún A es B (en el caso que nos ocupa: hay un ser que es Dios) siempre que la esencia misma designada por B sea imposible o lógicamente contradictoria. Dicho de otro modo, ahora con Aristóteles, lo que dice Hanson es que una proposición universal afirmativa (A) puede ser falsada, más no definitivamente verificada, en tanto que una proposición particular afirmativa (I) puede ser verificada, pero no falsada. Ahora bien, ¿cómo falsamos una proposición universal afirmativa del tipo Todo A es B? Evidentemente, encontrando un A que no lo sea, es decir, probando la verdad de su contradictoria, esto es, la particular negativa (O): Algún A no es B. Paralelamente, entiendo que podemos falsar una proposición particular afirmativa, Algún A es B, probando la verdad de su contradictoria, es decir, la universal negativa (E), esto es, probando que Ningún A es B. Probando, por tanto, que ningún ser puede existir que posea la esencia denotada por B, o llevado el asunto a la cuestión de la que tratamos, que ningún ser puede existir que posea la esencia designada por la Idea Dios, por ser imposible y lógicamente contradictoria. Demostrado que Ningún A es (ni puede ser) B, queda igualmente probado que es falso que algún A lo sea, esto es, queda probada la falsedad de la proposición «Existe Dios», o lo que es lo mismo, queda probada la proposición «No existe Dios». ¿Y eso es posible? Yo creo que sí.

La esencia de la que hablamos, la denotada por la Idea Dios, es la de un ser que reúne todas las perfecciones, la de un Ser Perfectísimo. Pero tal Idea es lógicamente contradictoria, y tal contradicción se advierte en el momento en que se comparan los atributos inherentes a tal Idea, es decir, las perfecciones que se le atribuyen, tratando de mantenerlas todas a ellas a un tiempo. Pero si bien la contradicción puede percibirse en la comparación de diversos atributos entre sí, resulta, desde luego, clamorosamente evidente (y con sólo este argumento me basta) cuando se compara cada uno de ellos separadamente o en conjunto, es decir, la Idea misma de perfección, con otro de los atributos divinos: la Omnipotencia. Este atributo no sólo se considera, de hecho, parte de la esencia divina, sino que por fuerza ha de ser considerado, si en verdad entendemos la Idea de Dios como la Idea del Ser Perfectísimo. Pero ocurre que un Ser Perfectísimo no puede ser, a la vez, Omnipotente, y si no lo es, no es Perfectísimo.

Sucede que la perfección que entraña cada uno de los atributos individualmente considerados (y la Perfección en conjunto) exige que permanezcan esencialmente invariables, es decir, que ninguno de ellos pueda experimentar aumento ni disminución de aquello a lo que se refiere. Y otro tanto puede decirse si en lugar de considerarlos de manera individual, nos referimos a ellos en conjunto, es decir, a la Perfección misma: es absurdo pensar que tal Perfección pueda crecer o mermar, porque entonces no sería Perfección, si es que puede hacerse aún más perfecta, ni lo sería tampoco si fuese susceptible de hacerse menos perfecta. Ahora bien, cualquiera de tales alternativas entraría en flagrante contradicción con la Omnipotencia y obligaría a negarla. Si Dios no puede ser más ni menos Justo, Omnisciente, Misericordioso… si no puede, en suma, ser más Perfecto ni tampoco menos, entonces no es Omnipotente. Y si puede serlo, entonces no es Perfecto. La contradicción, pues, nace de la Idea misma del Ser Perfectísimo, al que necesariamente es preciso atribuirle la Omnipotencia, que acaba por comprometer la Idea misma de Perfección, ya que ésta no puede aumentar ni disminuir en un Ser Perfecto, pero si no puede hacerlo, entonces, también necesariamente, es obligado negar en él la Omnipotencia.. La Perfección exige la plenitud y excluye el cambio, pero tales exigencias niegan la Omnipotencia.

Aun podemos insistir en ello, nuevamente con Aristóteles: un Ser Perfecto ha de ser Acto Puro, sin potencialidad alguna, pero la ausencia de tal potencialidad supone excluir de su esencia la Omnipotencia.

Es más: con que hubiera únicamente algo que Dios se viera incapacitado de hacer, eso sería suficiente para negar su Omnipotencia. Así que aún en el supuesto de que fuera verdad aquello que decía Agatón (citado, precisamente, por Aristóteles):

De sólo esto se ve privado hasta Dios:
de poder hacer que no se haya producido lo que ya está hecho,

eso bastaría para probar la imposibilidad de la Omnipotencia.

La Idea de Dios es, así, lógicamente contradictoria y denota la Idea de un ser imposible. Es falso, pues, que existe Algún A que es B, un ser que es Dios, puesto que es verdad que Ningún A es B, ningún ser es Dios, dada la imposibilidad de la esencia designada por B, es decir por la Idea de Dios. En consecuencia, la proposición «Dios existe» es falsa y la que sostiene que «Dios no existe» es necesariamente verdadera.

Decía Leibniz [Monadología, § 45] que si Dios es posible, existe. Pues bien, si Dios no es posible, no existe. Y no es posible. Luego no existe. Tal es, en esencia, lo que sostiene el ateísmo lógico.

Sin duda, el ateo dispone de otros importantes argumentos, además de éste. Yo no reniego de modo pleno (lo repetiré una vez más) del argumento de abogado de Hanson, a saber: que, en último término, tiene que demostrar quien afirma, y de la imposibilidad de hacerlo, cabe concluir que lo que sostiene es falso, máxime después de que el ateo haya puesto de relieve lo no concluyente de los argumentos o pruebas esgrimidos por el teísta. Ni, por supuesto, del que sostiene la incompatibilidad del mal con la existencia de un ser Bueno y Todopoderoso; problema al que hacíamos alusión al comienzo de estas notas, y del que decíamos que ninguno de los ensayos que se han hecho para hacer compatible la Bondad y el Poder de Dios con la existencia del mal convencen en modo alguno. Más me inclino yo a estar de acuerdo con Mark Twain, cuando afirma que

«El nuestro es con mucho el peor Dios que la genialidad del hombre ha hecho brotar de su imaginación demente» [Reflexiones sobre la religión, Tercero].


No es posible una justificación de Dios, esto es, una teodicea, al menos de carácter racional, por mucho que Leibniz, que es quien acuña el término, se haya empeñado en probar lo contrario. Al igual que en el caso de la Ontoteología, es Kant quien ha mostrado el fracaso inevitable de tal empresa: no es posible, sostiene, una teodicea doctrinal o especulativa, sino, a lo sumo, una auténtica o práctica, que, renunciando a las pretensiones de alzarse como conocimiento, se base exclusivamente en la fe. Así lo afirma expresamente:

«la teodicea no es tanto un asunto de ciencia, cuanto, mucho más, de fe» [Sobre el fracaso de todo ensayo filosófico en la teodicea. Observación final].


Ni renuncio tampoco de la fuerza que para la posición del ateo supone el propio relato bíblico: Dios nos crea débiles, sabedor de que vamos a pecar, y para ayudarnos a ello, nos coloca delante tentaciones a cada paso (por ejemplo, nos hace sexualmente activos todo el año, y, al mismo tiempo, el hacer uso de tal capacidad se convierte en uno de los pecados más horrendos, o eso dicen sus intérpretes y vicarios en la Tierra), y luego nos castiga, incluso por toda la eternidad, con un Infierno que dicen ser algo espantoso. Y esto un ser de Bondad y Misericordia infinitas Como de nuevo señala Mark Twain en la obra mencionada (cuya publicación no quiso él hacer en vida y que únicamente 54 años después de su redacción fue autorizada por su hija, en 1960):

«Dios, hábilmente, formó al hombre de tal manera que no pudiese evitar obedecer las leyes de sus impulsos, sus apetitos y sus diversas cualidades desagradables e indeseables. Dios lo ha hecho así a fin de que todas sus salidas y entradas estén obstruidas por trampas que posiblemente no pueda eludir y que le obliguen a cometer lo que se llama pecados –y entonces Dios lo castiga por hacer estas mismas cosas que desde el comienzo de los tiempos Él siempre se había propuesto que hiciera» [Reflexiones, QUINTO].


Absurdo, sin duda. Pero luego resulta que luego se hace hombre, ya que envía a su hijo Jesús, que no es otro que Él mismo, para que nos redima del pecado y del mal. Pero resulta que Cristo muere en la cruz sin que nadie, ni siquiera sus más allegados discípulos, sepan muy bien quién era ni a qué vino, hasta que san Pablo ve la luz y hace, al parecer, la interpretación correcta de la figura de Cristo y su misión… Y entretanto, el Diablo, que también fue credo por Dios, sabedor perfectamente de lo que iba a hacer, continúa haciendo de las suyas, sin que el Señor Todopoderoso se decida a pararle los pies de una vez por todas… En fin, absurdos todos ellos de los que en algunas otras ocasiones ya me he ocupado.

Digamos, finalmente, que el hecho de que a duras penas se hallará cultura alguna en la que no se dé algún tipo de creencia religiosa, es argumento que, en ocasiones, el creyente utiliza para probar que «algo habrá», cuando es lo cierto que la posición que verdaderamente tales circunstancias viene a reforzar es, precisamente, la del ateo: el Dios del monoteísmo es una creación tan humana (nacida, seguramente, de la propia filosofía) como puedan serlo los dioses egipcios o los aztecas.

Aun así, el creyente es muy libre de creer lo que estime oportuno. Yo ya lo sabía sin que hiciera falta que me lo dijera Mark Twain:

«No hay algo tan grotesco y tan increíble que el hombre corriente no pueda creer» [Reflexiones, Tercero].


Y de creerlo, justamente, porque, acaso de tan absurdo como resulta, quizá sea verdad. O de apelar a la autoridad de Tomás de Aquino y argumentar que no existen tales absurdos ni contradicciones, sino únicamente un entendimiento limitado como el nuestro que no es capaz de entender. Y a mí, particularmente, su creencia me trae enteramente sin cuidado y me resulta del todo respetable, siempre que, a mí vez, pueda esperar de él un respeto similar. Pero, en lo que a mí respecta, incluso dejando otros argumentos a un lado, el ateísmo lógico que he tratado de exponer, me sobra y me basta para convencerme de la falsedad de aquello en lo que yo tampoco creo.
Jueves, 21 de Abril de 2011

Los buenos ateos


Issac Asimov, un ateo célebre.

¿Existe un perfil psicológico del ateo?

Un siglo de investigación ha puesto de manifiesto que los ateos tienden a ser personas cultas, y que los científicos de primera línea son especialmente descreídos.

© Benjamin Beit-Halahmi
Publicado en The Guardian

Traducido por Anahí Seri La pregunta es: ¿Qué puede decir la ciencia sobre el ateísmo?
¿Qué podemos decir acerca de las personas que son ateas o agnósticas, los que no comparten la tendencia común a creer en el mundo de los espíritus y en algunos espíritus que son mayores que los demás y controlan nuestros destinos? Un siglo de investigaciones nos puede servir de guía.
Los que no están afiliados a ninguna religión ha resultado que son personas más jóvenes, en su mayoría varones, con niveles de educación y de renta superior, más de izquierdas, pero también menos felices y más alienados de la sociedad más amplia. Estos son hallazgos hechos en EEUU, Australia y Canadá.
Algunos ateos se han criado sin educación religiosa; otros han decidido rechazar lo que se les había enseñado en la infancia. Los que proceden de hogares religiosos y han abandonado la religión han tenido unas relaciones más distantes con sus padres, y son más intelectuales.
La irreligiosidad está correlacionada con una tendencia política más de izquierdas, y con el hecho de tener menos prejuicios.
Los estudiantes radicales que formaban parte del Free Speech Movement (“Movimiento de libertad de expresión”) en la Universidad de California, en Berkeley, en 1964 (que dio lugar a las revueltas de los 60 en los campus americanos) tenían mayor probabilidad de proceder de familias identificadas como judías, agnósticas o ateas.
Hace ya tiempo que se demostró que es falso que los ateos sean más inmorales o menos honrados. Los estudios que se han centrado en la disposición a ayudar a los demás, o en la honradez, pusieron de manifiesto que los que destacan son los ateos, no los creyentes. Cuando se trata de violencia y de delitos, se ha comprobado, desde que comenzó la criminología, y a partir de datos sobre la adscripción religiosa de los delincuentes, que las personas no creyentes y no adscritas a ninguna confesión tienen una tasa de delincuencia inferior.
Comenzando en el año 1925, LM Terman y sus colegas estudiaron a 1.528 jóvenes brillantes de California, que tenían un CI superior a 140 y unos 12 años. Se hizo un seguimiento de por vida de miembros de este grupo, y todos ellos resultaron ser no creyentes. Los estudios sobre la religiosidad de los científicos y académicos han mostrado que éstos tienen bajos niveles de religiosidad, y que entre ellos prevalece el ateísmo. Además, los científicos más eminentes son menos religiosos que los demás.
En los años 90 se repitieron los estudios que se habían llevado a cabo en 1914 y en 1933 sobre científicos en ejercicio y científicos eminentes. En primer lugar, una muestra aleatoria extraída de hombres y mujeres científicos en EEUU mostró que el 60% eran no creyentes. Luego se envío un cuestionario a 517 miembros de la Academia Nacional de Ciencias de EEUU, concretamente a biólogos, matemáticos, físicos y astrónomos. Muchos miembros de la Academia Nacional son premios Nobel. Respondieron al cuestionario algo más de la mitad.
Los resultados pusieron de manifiesto que el porcentaje de quienes creen en un dios personal representaba, entre los científicos más eminentes, un 27,7% en 1914, un 15% en 1933 y un 7% en 1998. La creencia en la inmortalidad personal era algo superior.: el 35,2 % en 1914, el 18% en 1933 y el 7,9% en 1998.
Estos hallazgos muestran, en primer lugar, que entre los científicos de primera fila, el proceso de apartarse de la religión ha ido a más, y en segundo lugar, que en EEUU, los científicos más eminentes, entre quienes sólo el 7% cree en un dios personal, van contra corriente de la población general, pues aquí el porcentaje correspondiente es de aproximadamente el 90%.
Podemos concluir que el ateo típico en la sociedad occidental es una persona que tiene mayor probabilidad de ser varón y de educación superior.
¿Se puede hablar de una personalidad atea? Se puede ofrecer un perfil psicológico provisional. Podemos afirmar que los ateos resultan ser menos autoritarios y sugestionables, menos dogmáticos, con menos prejuicios, más tolerantes hacia las demás personas, respetuosos de la Ley, más caritativos, concienzudos y cultos. Son inteligentes, y muchos se dedican a una vida intelectual y académica.

Un espacio para dudar. Ateos, agnósticos, escépticos. Reflexión, ensayo, debate. Arte y literatura. Humanismo secular.
Miercoles, 20 de Abril de 2011

Los buenos ateos


Issac Asimov, un ateo célebre.


¿Existe un perfil psicológico del ateo?

Un siglo de investigación ha puesto de manifiesto que los ateos tienden a ser personas cultas, y que los científicos de primera línea son especialmente descreídos.


© Benjamin Beit-Halahmi
Publicado en The Guardian

Traducido por Anahí Seri La pregunta es: ¿Qué puede decir la ciencia sobre el ateísmo?
¿Qué podemos decir acerca de las personas que son ateas o agnósticas, los que no comparten la tendencia común a creer en el mundo de los espíritus y en algunos espíritus que son mayores que los demás y controlan nuestros destinos? Un siglo de investigaciones nos puede servir de guía.
Los que no están afiliados a ninguna religión ha resultado que son personas más jóvenes, en su mayoría varones, con niveles de educación y de renta superior, más de izquierdas, pero también menos felices y más alienados de la sociedad más amplia. Estos son hallazgos hechos en EEUU, Australia y Canadá.
Algunos ateos se han criado sin educación religiosa; otros han decidido rechazar lo que se les había enseñado en la infancia. Los que proceden de hogares religiosos y han abandonado la religión han tenido unas relaciones más distantes con sus padres, y son más intelectuales.
La irreligiosidad está correlacionada con una tendencia política más de izquierdas, y con el hecho de tener menos prejuicios.
Los estudiantes radicales que formaban parte del Free Speech Movement (“Movimiento de libertad de expresión”) en la Universidad de California, en Berkeley, en 1964 (que dio lugar a las revueltas de los 60 en los campus americanos) tenían mayor probabilidad de proceder de familias identificadas como judías, agnósticas o ateas.
Hace ya tiempo que se demostró que es falso que los ateos sean más inmorales o menos honrados. Los estudios que se han centrado en la disposición a ayudar a los demás, o en la honradez, pusieron de manifiesto que los que destacan son los ateos, no los creyentes. Cuando se trata de violencia y de delitos, se ha comprobado, desde que comenzó la criminología, y a partir de datos sobre la adscripción religiosa de los delincuentes, que las personas no creyentes y no adscritas a ninguna confesión tienen una tasa de delincuencia inferior.
Comenzando en el año 1925, LM Terman y sus colegas estudiaron a 1.528 jóvenes brillantes de California, que tenían un CI superior a 140 y unos 12 años. Se hizo un seguimiento de por vida de miembros de este grupo, y todos ellos resultaron ser no creyentes. Los estudios sobre la religiosidad de los científicos y académicos han mostrado que éstos tienen bajos niveles de religiosidad, y que entre ellos prevalece el ateísmo. Además, los científicos más eminentes son menos religiosos que los demás.
En los años 90 se repitieron los estudios que se habían llevado a cabo en 1914 y en 1933 sobre científicos en ejercicio y científicos eminentes. En primer lugar, una muestra aleatoria extraída de hombres y mujeres científicos en EEUU mostró que el 60% eran no creyentes. Luego se envío un cuestionario a 517 miembros de la Academia Nacional de Ciencias de EEUU, concretamente a biólogos, matemáticos, físicos y astrónomos. Muchos miembros de la Academia Nacional son premios Nobel. Respondieron al cuestionario algo más de la mitad.
Los resultados pusieron de manifiesto que el porcentaje de quienes creen en un dios personal representaba, entre los científicos más eminentes, un 27,7% en 1914, un 15% en 1933 y un 7% en 1998. La creencia en la inmortalidad personal era algo superior.: el 35,2 % en 1914, el 18% en 1933 y el 7,9% en 1998.
Estos hallazgos muestran, en primer lugar, que entre los científicos de primera fila, el proceso de apartarse de la religión ha ido a más, y en segundo lugar, que en EEUU, los científicos más eminentes, entre quienes sólo el 7% cree en un dios personal, van contra corriente de la población general, pues aquí el porcentaje correspondiente es de aproximadamente el 90%.
Podemos concluir que el ateo típico en la sociedad occidental es una persona que tiene mayor probabilidad de ser varón y de educación superior.
¿Se puede hablar de una personalidad atea? Se puede ofrecer un perfil psicológico provisional. Podemos afirmar que los ateos resultan ser menos autoritarios y sugestionables, menos dogmáticos, con menos prejuicios, más tolerantes hacia las demás personas, respetuosos de la Ley, más caritativos, concienzudos y cultos. Son inteligentes, y muchos se dedican a una vida intelectual y académica.
Jueves, 7 de Abril de 2011

La religión desaparecerá en nueve países, dice un estudio


© Jason Palmer
BBC Ciencia, Dallas

Un estudio que utiliza datos de censos de nueve países muestra que la religión está por extinguirse en esas naciones.
La investigación encontró un aumento constante en el número de personas que afirman no tener fe alguna.
El modelo matemático utilizado por los científicos tuvo en cuenta la relación entre la cifra de entrevistados que eran religiosos y las motivaciones sociales que estos tenían.
El resultado, difundido durante la reunión de la American Physical Society (Sociedad Estadounidense de Física) en Dallas, Estados Unidos, indica que la religión va a morir por completo en esos países.
Para la investigación se recurrió a la dinámica no lineal, que se usa para explicar una amplia gama de fenómenos físicos en los que se interconectan una serie de factores.
Un miembro del equipo, Daniel Abrams, de la Universidad de Northwestern, propuso un modelo similar en 2003 para poner en números la declinación de los idiomas menos hablados del mundo.
El núcleo del estudio era observar la competencia entre los hablantes de lenguas diferentes y la «utilidad» de hablar una en lugar de otra.

«Simple»
«La idea es bastante simple», explica Richard Wiener, de la Corporación para la Investigación de Adelantos Científicos.
«El estudio sugiere que los grupos sociales que tienen más miembros resultan más atractivos para unirse y postula que las agrupaciones de este tipo poseen un estatus o utilidad social.
«Por ejemplo, en los idiomas puede resultar de mayor utilidad o estatus hablar español en lugar de quechua (con tendencia a desaparecer) en Perú. Del mismo modo hay algún tipo de estatus o utilidad en ser un miembro de una religión o no».
El equipo tomó datos de censos que se remontan hasta un siglo en los países en los que el censo consulta la afiliación religiosa: Australia, Austria, Canadá, la República Checa, Finlandia, Irlanda, Países Bajos, Nueva Zelanda y Suiza.
«En un gran número de democracias seculares modernas hay una tendencia popular a identificarse como no afiliados a ninguna fe. En los Países Bajos, el número fue de 40%, y la más alta que vimos fue en la República Checa, donde fue de 60%», explica Wiener.
El equipo entonces aplicó el modelo de dinámica no lineal, ajustando los parámetros de los méritos sociales y utilitarios de los miembros de la categoría de los «no religiosos».
Descubrieron, en su estudio publicado en internet, que los parámetros eran similares en todos los países estudiados, lo que sugiere -a través de la matemática- que el comportamiento era similar en todo ellos.
Y en todos los países, las indicaciones fueron que la religión se encaminaba a la extinción.
«Creo que es un resultado sugerente», explica Wiener.
«Es interesante que un modelo bastante simple captura los datos, y si esas ideas simples son correctas, arroja resultados de lo que podría estar pasando».
«Obviamente, cualquier individuo atraviesa situaciones más complejas, pero todo eso se promedia».

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La religión desaparecerá en nueve países, dice un estudio


© Jason Palmer
BBC Ciencia, Dallas


Un estudio que utiliza datos de censos de nueve países muestra que la religión está por extinguirse en esas naciones.
La investigación encontró un aumento constante en el número de personas que afirman no tener fe alguna.
El modelo matemático utilizado por los científicos tuvo en cuenta la relación entre la cifra de entrevistados que eran religiosos y las motivaciones sociales que estos tenían.
El resultado, difundido durante la reunión de la American Physical Society (Sociedad Estadounidense de Física) en Dallas, Estados Unidos, indica que la religión va a morir por completo en esos países.
Para la investigación se recurrió a la dinámica no lineal, que se usa para explicar una amplia gama de fenómenos físicos en los que se interconectan una serie de factores.
Un miembro del equipo, Daniel Abrams, de la Universidad de Northwestern, propuso un modelo similar en 2003 para poner en números la declinación de los idiomas menos hablados del mundo.
El núcleo del estudio era observar la competencia entre los hablantes de lenguas diferentes y la «utilidad» de hablar una en lugar de otra.

«Simple»
«La idea es bastante simple», explica Richard Wiener, de la Corporación para la Investigación de Adelantos Científicos.
«El estudio sugiere que los grupos sociales que tienen más miembros resultan más atractivos para unirse y postula que las agrupaciones de este tipo poseen un estatus o utilidad social.
«Por ejemplo, en los idiomas puede resultar de mayor utilidad o estatus hablar español en lugar de quechua (con tendencia a desaparecer) en Perú. Del mismo modo hay algún tipo de estatus o utilidad en ser un miembro de una religión o no».
El equipo tomó datos de censos que se remontan hasta un siglo en los países en los que el censo consulta la afiliación religiosa: Australia, Austria, Canadá, la República Checa, Finlandia, Irlanda, Países Bajos, Nueva Zelanda y Suiza.
«En un gran número de democracias seculares modernas hay una tendencia popular a identificarse como no afiliados a ninguna fe. En los Países Bajos, el número fue de 40%, y la más alta que vimos fue en la República Checa, donde fue de 60%», explica Wiener.
El equipo entonces aplicó el modelo de dinámica no lineal, ajustando los parámetros de los méritos sociales y utilitarios de los miembros de la categoría de los «no religiosos».
Descubrieron, en su estudio publicado en internet, que los parámetros eran similares en todos los países estudiados, lo que sugiere -a través de la matemática- que el comportamiento era similar en todo ellos.
Y en todos los países, las indicaciones fueron que la religión se encaminaba a la extinción.
«Creo que es un resultado sugerente», explica Wiener.
«Es interesante que un modelo bastante simple captura los datos, y si esas ideas simples son correctas, arroja resultados de lo que podría estar pasando».
«Obviamente, cualquier individuo atraviesa situaciones más complejas, pero todo eso se promedia».
Lunes, 28 de Marzo de 2011

Ateos y católicos tratan de entenderse en París



Redacción de BBC Mundo

El Vaticano comenzó este jueves [24 de marzo] en París, Francia, un encuentro con ateos y agnósticos, como parte de una estructura permanente que, según las autoridades católicas, busca propiciar el intercambio entre creyentes y no creyentes.
La iniciativa, llamada «Atrio de los Gentiles», arrancó con un coloquio sobre el tema «Religión, luz y razón común», en la sede de la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (UNESCO).
Estaba previsto que el papa Benedicto XVI se dirigiera a los asistentes mediante una conexión por video.
El Papa propuso el lanzamiento del diálogo después de visitar, en 2009, a la República Checa, un país mayoritariamente ateo y donde, según un controvertido estudio publicado esta semana, la religión podría desaparecer.
Un corresponsal de la BBC en la capital francesa, Christian Fraser, señaló que el encuentro toma su nombre de una sección del antiguo Templo de Jerusalén, el Atrio de los Gentiles, a la cual tienen acceso los no judíos.

«El lugar perfecto»
«La Iglesia ve a París como el ejemplo más sorprendente de una sociedad completamente secularizada, el lugar perfecto para iniciar un diálogo entre cristianos y no creyentes», dijo nuestro corresponsal.
Según una encuesta publicada el miércoles por el diario católico parisino La Croix, el 60% de los franceses nunca o raramente se pregunta cuál es el sentido de la vida.
El Vaticano señaló que el encuentro espera comunicar la convicción de Benedicto XVI de que la fe y la razón humana no son cosas opuestas, en conflicto, sino partes complementarias de la vida cotidiana.
El presidente del Pontificio Consejo para la Cultura, el cardenal Gianfranco Ravasi, quien representa al Vaticano en el encuentro, dijo, en declaraciones a La Croix, que «el gran desafío no es el ateísmo sino la indiferencia, que es mucho más peligrosa».
El viernes, día en que concluirá la reunión [N. de la R.: se refiere al pasado viernes 25 de marzo de 2011], habrá otras dos conferencias, una en la Universidad de la Sorbona y la otra en la Academia de Francia.

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