Razones para no creer

Si Juliano el Filósofo (mal llamado el Apóstata) no hubiera muerto en batalla, este texto tendría un título bien distinto, algo así como "Razones para preferir a Horus y no a Hércules", o "Razones para cambiar de culto mistérico". O quizás no habría sido escrito en absoluto. Pero la historia es como es: el emperador Juliano murió mientras hacía campaña en Persia, quedó inconclusa la restauración de los cultos paganos, y Europa quedó irremediablemente a merced del naciente cristianismo.
Y por Europa todo este lado del mundo se nos volvió cristiano. Nuestros presidentes juran por Yavé cumplir y hacer cumplir la constitución, nuestros juicios incluyen biblias para asegurar la verdad y tenemos crucifijos junto con estatuas de María y su corte de santos por todas partes. Los días festivos del calendario litúrgico de los católicos están fotocopiados sobre el calendario civil, las compañías aseguradoras etiquetan las catástrofes imprevistas como "actos de Dios" y, aunque sea una excepción, sigue siendo relevante que la palabra con que los hispanos expresamos un deseo profundo sea OJALÁ. Si así lo quiere Alá. Ciertamente, si el emperador Juliano no hubiera muerto en batalla, no habría surgido la necesidad de escribir este texto.
Existe una novela de ciencia-ficción, Entoverse, por James P. Hogan, donde se especula que la humanidad habría saltado de Eratóstenes a Newton en dos siglos, y no en dos milenios, si no hubiéramos sufrido la paralizante influencia de la religión organizada. Al ver los tentáculos del creacionismo asomándose por los currículos escolares, la pobreza injustificable de las castas discriminadas en India, los millones de personas que se contagian de enfermedades venéreas porque los condones ofenden a un puñado de ¡célibes! que se creen guardianes de nuestra vida privada, o los tataranietos de Abraham matándose por vivir en el peladero que es Palestina, uno no puede menos que concordar con la tesis del señor Hogan. Y a todos los clérigos que están detrás de esas tragedias habría que sentarlos en un salón y decirles, bien despacito, para que entiendan: por favor, por amor a la humanidad, por el bien de todos, ya no se metan.
Pero no van a oír. Por supuesto que no van a oír. La mentalidad religiosa es, en primer lugar, una mentalidad permanentemente asustada. Cada predicador que nos anuncia las desgracias del Apocalipsis y que nos previene contra los peligros del pecado cree que está haciéndonos un favor y salvándonos de la desgracia eterna, pero en el fondo se está haciendo un favor a sí mismo. Claro: para seguir tratándose de tú a tú con el soberano del universo, tienen que cumplir con cierta cuota de propaganda de vez en cuando. De eso se trata la predicación: no es que los clérigos nos quieran mucho. No es que teman por nuestra salvación. Temen por la suya propia y por lo que les pueda hacer su amigo imaginario si no le hacen suficiente publicidad.
El propósito del presente texto es ayudarles a quitarse tamaña carga de los hombros y hacerles ver que no tienen nada de qué preocuparse. Verán: ninguna de las profundas obras teológicas que se han escrito en toda la historia, ninguna de las larguísimas y soporíferas discusiones que han sostenido los eruditos, ninguna de las tradiciones ancestrales que se practican al pie de la letra en el mundo, ninguna religión conocida o desconocida ha podido presentar una argumentación lo suficientemente aceptable a favor de su creencia fundamental. No han podido probar que exista algún dios. No importa si es Júpiter, Amón Ra, Krishna, Bochica, Kukulkán, Mitra, Ahura Mazda, Odín, Pachamama o Yavé: no han mostrado evidencia de uno siquiera. De los mencionados, la mayoría ni siquiera importa, pues ya la gente los ha olvidado y no se preocupa de ellos. Por estos días no se oye a ningún meteorólogo tratando de convencer a los griegos de que Atlas no sostiene el cielo. Pero con Yavé en particular, al menos de este lado del mundo, la cuestión sobre su existencia está marcada por una terquedad formidable. Y dale con que es uno y trino. Y dale con que es un solo dios, padre todopoderoso, creador del cielo y de la tierra, de todo lo visible y lo invisible. Y dale con que ésas son las verdades que lo salvan a uno del infierno. Y dale. Pero se limitan a hacer afirmaciones, profesiones de fe, como las llaman, sin tomarse la molestia de demostrarlas, que es lo verdaderamente importante aquí.
¿Argumentación apologética? Sí, estoy enterado de las cinco vías de Tomás de Aquino. No, no sirven para probar nada. La mitad está teñida de la falacia naturalista (sacar conclusiones antropológicas a partir del comportamiento ciego de la naturaleza) y las demás son variaciones sobre el argumento aristotélico de la primera causa (a qué aberraciones te han arrastrado los cristianos, mi pobre Aristóteles), pero Bertrand Russell expuso mejor que nadie que ese razonamiento se cae solo. Es sencillo: si todo necesita una causa, Dios también la necesita. De otro modo tendríamos que concluir que "todo" no significa "todo". Por el otro lado, si por algún salto de lógica decimos que Dios se salva de la causalidad y que él puede sostenerse a sí mismo y existir sin causa, ¿qué le impide al universo existir también así, sin causa? Por ambos lados, la idea de Dios termina sobrando. No sirve como explicación del universo porque, como observa Richard Dawkins, entonces tendríamos que encontrar la explicación de Dios. Es curioso que los cristianos critiquen la posición naturalista, que da por sentada la existencia del universo, pero ellos mismos critiquen nuestras preguntas sobre Dios. ¿Por qué dar por sentada su existencia? ¿Por qué no podemos preguntar de dónde salió Dios, quién lo creó, por qué existe, si es que existe? Ante la pregunta de los orígenes, postular a un Dios no sirve como respuesta: solamente retrocede un paso la pregunta, pero la deja intacta.
Cada vez que arrinconamos el debate hasta este callejón sin salida, los cristianos sacan su as de la manga. O más bien su comodín: la carta que sirve para todo y los saca de todos los aprietos. Ante una argumentación sólida, basada en la razón, los cristianos responden con la fe. Hay que creer. Arrepiéntete y cree en el evangelio. Para que todo aquel que en él crea, no se pierda, mas tenga vida eterna. Credo in unum deum, pater omnipotentem. El cristianismo ha prostituido el verbo creer al punto de despojarlo de todo su significado.
El mecanismo de la fe adolece de un defecto fatal: confunde las conclusiones con las premisas. Empieza suponiendo lo que quiere demostrar y desde allí pretende elaborar los demás razonamientos, cuando el primer punto por examinar debería ser la base misma de su creencia. ¿Tenemos evidencia de algún dios? ¿Qué aspecto debe tener esa evidencia para sugerir tal idea? ¿Para explicarla es necesario salirse del marco de las leyes naturales ya conocidas? ¿Ese dios puede describirse en términos comprensibles para los seres humanos? ¿Se parece de forma reconocible a alguno de los dioses que se han adorado en toda la historia? La religión depende de responder con un claro sí a todas esas preguntas, pero ha trazado la línea de partida después de escribir ese sí, sin tomarse siquiera la molestia de intentar contestarlas.
Otro problema propio de la fe, particularmente la fe entendida en su definición cristiana y musulmana, es el asunto de que ese dios nos juzga según lo que creamos. Es decir, que si estamos de acuerdo con el dogma de turno iremos al cielo y si pensamos otra cosa somos malvados y merecemos ser torturados. Descrita así, la doctrina de la salvación por fe no parece muy atractiva. Pero es defendida por millones de personas en el mundo que no parecen ver nada incorrecto en ella.
¿Recuerdan la declaración universal de derechos humanos? Entonces, seguramente recuerdan la libertad de pensamiento y de opinión. Sí, esos artículos tan hermosos que dicen:

18. Toda persona tiene derecho a la libertad de pensamiento, de conciencia y de religión; este derecho incluye la libertad de cambiar de religión o de creencia, así como la libertad de manifestar su religión o su creencia, individual y colectivamente, tanto en público como en privado, por la enseñanza, la práctica, el culto y la observancia.

19. Todo individuo tiene derecho a la libertad de opinión y de expresión; este derecho incluye el de no ser molestado a causa de sus opiniones, el de investigar y recibir informaciones y opiniones, y el de difundirlas, sin limitación de fronteras, por cualquier medio de expresión.

Por el momento pasemos por alto el hecho de que tantas sectas cristianas hablen tan bonito de la libertad de culto. Sólo lo hacen cuando son minoría: la única libertad de culto que les interesa defender es la suya propia. En cuanto un grupo cristiano deja de sentirse amenazado y accede a una posición de poder, la libertad de culto de todos los demás le importa un pepino (miren las recientes pataletas de la Iglesia Católica en España y México, por ejemplo). Lo que quiero resaltar aquí es que esta facultad de decidir libremente qué pensar no sólo pertenece por naturaleza a todas las personas, sino que ha sido aprobada expresamente por los gobiernos del mundo, lo que para fines prácticos significa que ésa es la forma como los seres humanos en este planeta hemos decidido vivir. En esta democracia que somos, donde ya estamos grandecitos y nos mandamos solos, el pensamiento no se juzga. El que Yavé castigue eternamente a los incrédulos por pensar diferente es equivalente, en proporciones ya cósmicas, al delito de persecución ideológica. Un dios así, discriminador, intolerante y censurador del pensamiento, no merecería ser adorado aunque existiera.
Entonces, tenemos hasta ahora dos argumentos básicos: primero, no hay pruebas de que exista ningún dios. Ni los espectaculares atardeceres después de la lluvia ni el asombroso ballet de las enzimas de la mitosis ni el resplandor en los ojos de un niño sirven para sugerir ni demostrar un elemento trascendente, inteligente ni omnipotente detrás de todo. Son percepciones estéticas sujetas a calificaciones subjetivas. Es todo. Segundo, la fe es un insulto a nuestra naturaleza racional.
En vez de buscar hasta el fondo las explicaciones racionales sobre la naturaleza y el universo, los cristianos se limitan a decir que Dios hizo todo. Es como ese capítulo de Los Simpson donde un fanático le pregunta a Lucy Lawless por las fallas de continuidad entre las escenas de Xena y ella sólo contesta:
-- Cada vez que vea algo así, un mago lo hizo.
-- Bien, pero en la escena...
-- Mago.
¿La complejidad de la vida? Un mago fue. Digo, Dios fue. ¿Nuestro sentido ético? Dios lo puso ahí. ¿La belleza de los cerezos en flor? Dios pensó en nosotros. La idea de Dios, al igual que la carta comodín de la fe, sirve como el mago de los cristianos: una explicación mediocre para todo lo raro y sorprendente. La única respuesta racional posible es que los magos no existen.

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