La visión atea de Cristo: Pasolini y Buñuel

© Giaime Pala
La Insignia. España, noviembre del 2005.

La contrahistoria más grande jamás contada
En el principio fue Dios... luego vino su interpretación. A Ludwig Feuerbach se le atribuía la frase según la cual el primer hombre que declaró tener fe en un Ser superior, en un «Dios», fue también el iniciador de la milenaria historia del pensamiento ateo por provocar la primera respuesta a esta creencia. Porque el ateísmo es antiguo como el pensamiento religioso y, al igual que éste, arrastra un legado ancestral de reflexiones y vigor dialéctico.
Desde la antigua Grecia (Diágora de Melo y Teodoro de Cirene), pasando por el romano Lucrecio, los humanistas italianos, los ilustrados y los clásicos contemporáneos del pensamiento ateo, la literatura no creyente ha venido dilucidando lo místico como problema, misterio, certeza, duda, negación o experiencia. Porque si con la Iglesia se topa, con el sentimiento de lo trascendente se convive, y esto lo saben todos los ateos del mundo que hayan cavilado acerca de lo espiritual alguna vez en su vida o meditado sobre la significación de la Biblia, el Texto por antonomasia, el pedestal de la cultura judeocristiana sobre la que, quiérase o no, se erige nuestra cultura.
Y si el arte es la quintaesencia destilada de lo material y cultural de una sociedad, el cine es el ojo que aferra la imagen para articular el pasado y el presente, ofreciendo una (re)interpretación del mundo.
Estas líneas tratarán de la visión cinematográfica de Cristo ofrecida por dos ateos confesos y empedernidos, Pier Paolo Pasolini y Luis Buñuel. Dos hombres vivos y sumergidos en el tiempo que les tocó vivir, cuyas películas –concretamente El Evangelio según San Mateo (1964) y La Vía Lactea (1969)– enlazan con la tradición erudita del ateísmo desde distintas posiciones humanas, políticas e históricas. Dos hijos del violento y pasionario siglo XX, dos apóstoles de la cultura entendida como compromiso y emancipación cuyas visiones de Cristo tan diversas, aún partiendo del mismo tronco ideológico, nos muestran de forma clarividente la concepción dual que del cristianismo siempre tuvieron los ateos: de diálogo y de rechazo. Si hemos escogido estos dos cineastas es por representar respectivamente estas dos visiones y haberlas sabido trasladar a la pantalla con toda su visceralidad y alma.

Pasolini, o de la religiosidad del ateísmo
Cuando se habla de El Evangelio según San Mateo conviene despejar el terreno de un posible error de enfoque; contrariamente a cuanto afirman muchos críticos, nos hallamos ante la obra más respetada y obsequiada de un director cuya figura ha entrado, en la última convulsa y atormentada década, en el parnaso cinematográfico de los directores obedecidos del que fue un día uno de los templos sagrados del cine mundial: el italiano.
De eso se trata, del ingreso forzado en la Academia del Saber del intelectual antiacadémico por excelencia, después –qué duda cabía– de haberse silenciado o, en el mejor de los casos, edulcorado sus mensajes incendiarios. Triste es la rehabilitación descafeinada del provocador de las personas «de bien», así como triste, por no deseada, es la feliz suerte póstuma del último gran fustigador del filisteísmo y de la mala conciencia cerrilmente culpable de una parte de esa generación, la del sesenta y ocho, en cuyos ojos el intelectual friulano veía «stessa rabbia che agita i vostri padri». Aquella parte que después de haber encolerizado a sus padres no sólo no supo «matarlos» sino que recogió su legado para tornarlo, si cabe, más chato y cicatero que nunca, propiciando una vuelta al orden de lo más estricto. Un status quo contra el que Pasolini no cejó nunca no ya de atacar, sino de vaciar de contenidos y revelar sus lados más oscuros e iracundos.
Estas consideraciones surgen a los treinta años de la muerte del cineasta y de las incógnitas sobre los homenajes y estudios que les están deparando sus otrora denigrantes, hoy convertidos en entusiastas albaceas.
Pasolini siempre fue un ateo convencido pero nunca furibundo, obcecado y «militante», como él mismo reconoció «no he tenido formación religiosa. Mi padre no creía en Dios. Si el domingo iba a misa, sólo era por respeto a una institución garantizadora del orden social (...) Yo no he sufrido ninguna presión religiosa, ni he sido condicionado por ninguna educación católica (1)». Como afirmaba Calvino, el anticlericalismo guerrillero y el ateísmo combatiente sólo son productos de la presión moral e intelectual de la Iglesia cristiana que se incuban en las mentes de quienes la padecieron. El ateísmo del primer Pasolini, el de los años ’50, era fruto de una elección libre de vida que miraba al catolicismo oficial italiano como una fuente perpetua de conformismo y supeditación para su referente político y humano, el campesinado. Sin embargo, los versos de Le ceneri di Gramsci (2) y L’usignolo della Chiesa Cattolica (3) traslucen una crítica dirigida más a la izquierda tradicional que no a la Iglesia católica, por dejar abandonados, en aras de un obrerismo totalizador, a esas masas rurales que se agarraban al discurso religioso al verse desbordados por una realidad cambiante e insegura. Son versos anticatólicos, como reconocía el mismo poeta y cineasta, pero no anticlericales. El Pasolini de la década de los ’50 es un intelectual que no critica abiertamente la Iglesia, sino que le da la espalda, la ningunea por considerarla irredimible y secularmente enquistada en planteamientos medievales. De lo único que se trataba era de arrebatarle su capilar hegemonía social, excluyendo de antemano, por imposible, cualquier tipo de diálogo.
Sin embargo, el tiempo todo lo cambia, hasta las posiciones de la Iglesia católica: la convocatoria del Concilio Vaticano II trajo nuevos aires no sólo a los creyentes de a pie, sino a la misma cúpula y a los sectores agnósticos y ateos de todo el mundo. La presencia en el Vaticano de un Papa, Juan XXIII, lo suficientemente ducho en asuntos de este mundo como para propiciar una apertura en el mundo católico, impactó hondamente a los intelectuales como Pasolini, provocando en ellos una reformulación de sus principios e ideas establecidas. En cierto modo, fue la Iglesia que se acercó a ellos y no lo contrario, a través de cierta democratización de sus estructuras y, sobre todo, mediante la acción de algunos sectores del clero y de los cristianos de base cuya reinterpretación del Evangelio en clave progresista modificó una institución hasta entonces enquistada en sus certezas absolutas e indisputables.
Pasolini, hombre imbuido del mundo en el que vivía y reacio a esquivar los grandes debates de su tiempo, después de realizar Accattone (1961), Mamma Roma (1962) y La Ricotta (1963), decidió asumir el reto de materializar en una película la vida de Jesús. Un filme que surgía de esa insistente búsqueda laica de lo mítico y de lo épico que impregnaba toda su anterior producción intelectual, cuya convergencia hacia Cristo –en las intenciones del cineasta– iba a coronar su personal cantar de gesta proletario.
A quien hablaba de conversión y cristianización, Pasolini contestaba: «Algunos han visto en este film una obra de militante cristiano, cosa que yo verdaderamente no comprendo (...) Yo no creo en la divinidad de Cristo (...) Lo lamento, no creo en ella (4)». Su visión cinematográfica debía ser fiel a la historia contada por Mateo: «Mi idea es ésta: seguir punto por punto el evangelio según San Mateo, sin hacer de él un guión o una redacción. Traducirlo fielmente a imágenes, sin ninguna omisión o añadido al relato. También los diálogos deberían ser rigurosamente los de San Mateo (5)».
De la puesta en escena e interpretaciones de los actores, y de la relación de éstas con el texto de San Mateo, brotaría la particular visión pasoliniana de Cristo.



Un Cristo feo
Matera, ciudad italiana de la Basilicata, región en uno de cuyos pueblos –Eboli– el escritor Carlo Levi nos dijo que Cristo se había parado por ser el fin de la civilización, fue el lugar escogido por Pasolini para su sacra representación. Más concretamente, el barrio de i Sassi («Las piedras») fue el icástico ambiente elegido para representar una Jerusalén polvorienta, terrosa y friable: por un lado espectral cuando el director la mira desde lejos en sus panorámicas y, por el otro, bulliciosa y vital cuando la cámara recorre sus calles. Pasolini, después de largos viajes en Palestina, renunció a rodar su película en la Tierra Sagrada por su aspecto demasiado moderno y racional (6), y optó por varias localidades del sur italiano, en los pueblos de la Calabria, Puglia y Basilicata de los años sesenta, allí donde el paisaje tomaba la forma de una tierra de nadie de un conflicto entre lo viejo que no acababa de morir y lo nuevo que no acababa de nacer. Pasolini opera una traducción del mundo y de la experiencia de Cristo que se materializa por vía analógica y no por una simple y a la vez complicadísima reconstrucción histórica. La esencia de la mirada pasoliniana junta, como dos flechas aparentemente contrapuestas e incompatibles, el deseo de sacralidad de lo real con la imagen de un Cristo poeta-intelectual que opera en un mundo silenciado de seres agraviados y expectantes.
Éste es el escenario donde las dramatis personae se mueven dentro de una tradición que Pasolini había marcado desde sus primeros poemas sociales escritos en el dialecto del Friuli, pasando por sus poemas y novelas de los años cincuenta para acabar con sus primeros largometraje. Si es cierto que Cristo se movió entre desheredados, desposeídos y marginados, para el ateo y marxista Pasolini ése era el escenario y aquéllos los personajes de la «historia más grande jamás contada».
El Cristo de Pasolini (Enrique Irazoqui) es un hombre cejijunto, bajito, más bien feo, que no necesita una cuidada melena y un par de ojos magnéticos de zeffirrelliana memoria para cautivar a sus oyentes, ni precisa cantar para ser superstar. Su aspecto de ragazzo di vita le aproxima a esa estética de los humildes en la que el cineasta italiano veía la autenticidad, candor, verdad de las cosas y de las personas. Como Caravaggio, que retrató la Virgen usando como modelo una prostituta, Pasolini plasma lo religioso en la cara aparentemente anodina de un estudiante catalán.
No es un Mesías simpático, afable y aquiescente: no sonríe, pocas veces tiende la mano con cordial talante y sus lentos movimientos nos revelan una hieraticidad consciente, asumida pero en ningún momento ostentada. Es un salvador que sabe ser bilioso y que, junto a las declaraciones de amor, afirma haber venido «a traer no la paz sino la espada». Su discurso no escatima el desprecio a los filisteos de todo tipo y clase. Es un Jesús que abandona la gesticulación para aferrarse a su labia prolija, porque cree en la palabra y porque sabe que en los años de la vergüenza y de la ira es lo único que nos queda; una palabra taumatúrgica y hasta demiúrgica, eso es, con facultad de engendrar la esperanza en quien jamás la tuvo y devolvérsela a quien la perdió, mucho más que los milagros cuya representación Pasolini nos enseña de forma sesgada y elíptica, como si se tratara de un fácil atajo hacia la adquisición de la fe.
Un Cristo que cree en el ser humano, en su posible rescate y lucha contra el cinismo, la indiferencia y la pasividad, logrando la fe en el hombre, pero empezando por la fe en sí mismo, necesario trampolín hacia la fe en Dios, como bien demuestra el primer acercamiento a unos futuros apóstoles temblorosos y casi agorafóbicos.
Es un Jesús lúcido en su análisis de la sociedad y de la culpabilidad del hombre pero libre de últimas tentaciones scorsesianas, puesto que el ateo Pasolini, a diferencia del católico Scorsese, jamás interiorizó el concepto de culpabilidad ni en su vida ni en su obra, sino que vivió y padeció las culpas que otros le impusieron sin autoconmiseración.
Un Jesús retratado de forma sobria, adusta pero no menos impactante hasta en el momento de su crucifixión, donde la violencia está presente y recubre con su halo siniestro toda la secuencia, sin caer en el esteticismo espectacular a modo de La Pasión (2003) de Mel Gibson. Pasolini subraya la tristeza del trágico final corporal del Mesías con un funéreo sonido de un viento sepulturero que parece como si quisiera entonar un réquiem, y moldea todo lo trágico de la secuencia en la pétrea y arrugada cara de una destrozada María (Susana Pasolini, madre del director). Una puesta en escena demacrada y encogida que nos evoca la soledad del mártir y nos sugiere lo marginal que debió de parecerle al poder, según Pasolini, la liquidación de este personaje incómodo e inaprensible.
El «oficio» del primer Pasolini ha sido justamente calificado de «elemental y precinematográfico, azaroso y un poco a salto de mata» (7); un estilo que refleja el amateurismo de un hombre llegado al cine por casualidad, como reconocía el mismo director: «Cuando comencé a rodar Accattone yo no sabía el significado de la palabra panorámica, pensaba que era un campo larguísimo (...) llegué efectivamente a Accattone con una gran pasión cinematográfica (...) pero sin ninguna preparación técnica» (8).
Demasiadas veces se ha comparado la áspera y defectuosa técnica del italiano con la del cine «imperfecto» suramericano de los años ’60. Pero mientras ésta era una «imperfección perita» (valga el oxímoron), fruto de una estética y ética elaboradas por cineastas experimentados como Glauber Rocha y Fabio Espinosa, aquélla era necesidad de un hombre que iba asimilando paulatinamente, como los aprendices de los gremios medievales, los secretos del oficio. Si no parece correcto ensalzar como fuente de «autenticidad» los fallos de raccord, los saltos de luz y eje, los cortes abruptos y los desencuadres presentes en la película, sí podemos afirmar que, dado el carácter «popular» de la película y la ascética visión que de Cristo tenía el director, estos defectos apenas se hacen notar en la valoración del filme. Pasolini confía, y lo consigue, toda su capacidad comunicativa en una fotografía metálica, en primeros planos de gran expresividad (como en la estupenda escena del discurso en la montaña, en la que la cámara no se desgaja del rostro de Cristo) y en larguísimos campos de gran respiro. Esta vez, el «alma» supo trascender al «cuerpo».
Para un cineasta que sea al mismo tiempo poeta y escritor, el ritmo es la modulación de la vida, el pulsar de la creatividad y la cadencia que acompaña el trasplante de la Idea a las tierras de la Obra. Pasolini, que descarna la voz de los actores de reparto, asocia a la torrencial verborrea de Jesús la caudal música de Bach, Mozart y del blues norteamericano, además de la música original escrita por [el argentino] Luis Enrique Bacalov y Carlo Rustichelli.
La decisión de no utilizar música estrictamente religiosa no rebaja el tono de la historia, al contrario, las sinfonías de la bachiana Pasión según Mateo elevan hasta lo sublime los momentos narrativos de mayor espiritualidad del filme. Así como la Música fúnebre masónica de Mozart –que acompaña la muerte de Jesús– recubre de una significación más profunda el martirio, ya que en sus notas Mozart dio forma a la imagen que tenía de la parca: la de un destino ineluctable contra el que no valían las luchas titánicas del hombre. Pese a no tenerle miedo a la muerte, llegando incluso a llamarla «querida amiga», Mozart ilustra el dolor de la separación de los queridos, el sufrimiento del Cristo hombre que pregunta a Dios si lo ha abandonado, incluso el mismo dolor físico.
De gran intensidad es también la inserción del gospel Sometimes I Feel Like a Motherlees Child, que sigue la visita de los Reyes Magos a la cabaña de José y María y que suple la falta de diálogos de la secuencia. Es curioso que Pasolini inserte esta canción en un momento en el que Jesús todavía no ha entrado directamente con fuerza en la historia: este tipo de música negra procedía de los estratos más bajos de la población negra y su fuerza reflejaba el dolor de la opresión. Música colectiva para una secuencia en la que los protagonistas directos son hombres y mujeres cogidos en su cotidianidad. Música popular para beatificar lo sagrado de lo ordinario.
Éste es el Jesús de Pasolini: palabra, música, sudor y autenticidad, como no podía ser de otra manera. Ahí está el hombre que nace de las palabras de Dios, el muchacho desviado que habla solo, durante horas y horas; la «mala compañía» para la juventud y el rompedor de las buenas costumbres encorsetadas. El azotador de los resabiados y el apestado arrinconado en el que Pasolini veía en parte sí mismo. El hombre que nace de las masas de pobres y marginados, que surge de la periferia de los templos que gestionan el pan y el pensamiento.


Luis Buñuel y la alternativa moral
Los farisaicos pregoneros de la España milenariamente cristiana, los bizantinos exegetas de la España invertebrada, los que la ven con o sin problemas o los de la España como enigma histórico, olvidan con demasiada frecuencia que existió históricamente otro país elevado como altar opuesto a la cara carpetovetónica del poder y de sus cortesanos.
Eso es, la España de los juglares irreverentes y descreídos, de la picaresca sarcástica y burlona, de la mueca sardónica ante las retahílas clericales, de los versos mordaces de Góngora y Quevedo, de los poetas de la mal llamada «generación del 27» y de los anarquistas del siglo XX. Una corriente subterránea y popular hermanada con las voces no religiosas de la Edad Moderna: con los sonetos malditos de Villón, los tergiversados tratados de Maquiavelo o las reflexiones de Spinoza. Gérmenes de un pensamiento ateo que iba tomando cuerpo en medio de las persecuciones llevadas a cabo por los pretorianos de la ortodoxia.
Buñuel encarna el paradigma contemporáneo de esta corriente atea de temperamento pugnaz y dosis de mala leche. Si Pasolini es el ateísmo respetuoso, cautivado por lo sagrado en cuanto incognoscible, Buñuel es el ateísmo del látigo consciente, es el rayo que no cesa de una religión vista como linfa opiácea del pueblo, yugo de la creatividad humana y paradero de la mala conciencia burguesa. Afirma Octavio Paz en su ensayo El cine filosófico de Luis Buñuel: «(la obra del cineasta) es una crítica de la ilusión de Dios, vidrio deformante que no nos deja ver al hombre tal cual es. El tema de Buñuel no es la culpa del hombre, sino la de Dios». Una visión de Dios a la que Buñuel quiso ofrecer en todas sus películas una alternativa moral.



Y, en efecto, la religión está presente en casi todos sus largometrajes, incluyendo directa o indirectamente la figura de Cristo, como en La Edad de oro (1930), Nazarín (1958) y Simón del desierto (9) (1965), pero se torna más explícita que nunca en La Vía láctea, película que marca un retorno pleno del cineasta a la poética iconoclasta y a la jocosidad de sus primeros filmes. De hecho, La Vía láctea es la película más densa, abigarrada y elíptica de entre todas las de Buñuel, y la historia que cuenta apenas tiene una linealidad narrativa: se trata de una aventura teológica en la que Buñuel se divierte en escenificar la historia de las más importantes herejías surgidas dentro del cristianismo. La trama tiene como protagonistas dos vagabundos, Jean Duval (Laurent Terzieff), un chico joven e inexperto, y Pierre Dupont (Pauil Frankeur), un viejo barbudo y harapiento, cuya romería fílmica hacia Santiago de Compostela se verá jalonada por extraños encuentros con personas y situaciones que desplegarán feroces disputas sobre seis misterios: la eucaristía (la escena del cura loco), el origen del mal (la secuencia de Prisciliano), la naturaleza de Cristo (los diálogos en el restaurante de Tours), la Trinidad (la secuencia del obispo exhumado y quemado), la gracia y la libertad (el duelo entre el jesuita y el jansenista) y los misterios marianos (la venta del Llopo). El filme supone una mofa contra todas las formas de intolerancia religiosa, mojigaterías y asperezas del cristianismo, recogiendo la estructura itinerante y de sketchs (uno para cada misterio) propia de la literatura picaresca del Siglo de Oro, todo ello salpicado con un humor pillo y descarado que parece subrayar la insulsez de los temas tratados y la mezquindad del furor que anima a los varios personajes. Es en esta historia de esmeradas filípicas morales y de diatribas teológicas perfectamente confeccionadas por clérigos de refinada cultura, que entra en escena el Cristo buñueliano (Bernard Berley). El director inserta en el filme, a modo de intervalos separados, tres escenas en las que aparece Jesús como leitmotiv.
En la primera se le ve a punto de afeitarse la barba (la misma escena aparece en La Edad de oro), junto a una Virgen María (Edith Scob) contrariada, porque «la barba inspira confianza, es de buen tono»: Jesús decide hacerle caso, como si se tratara de una moderna asesora de imagen.
Si la primera aparición no despierta particular atención, es la segunda la que presenta con toda su fuerza el personaje Jesús ideado por el director. Introducido por la última afirmación de la secuencia anterior, en la que un camarero se preguntaba por la andadura habitual de Cristo, aparece éste último corriendo (como si estuviera contestando al camarero) para reunirse con sus discípulos y montar un extraño banquete. Aquí los invitados exhortan a hablar a un reticente Jesús («Maestro, todos esperan tu palabra»; «no, no quiero hablar, no es un momento apropiado»), a quien, ante las insistencias de los discípulos, no se le ocurre nada mejor que contar una parábola casi incomprensible y de sabor reaccionario sobre un mayordomo infiel a su amo, al que quiere volver a congraciarse recuperando parte del dinero de sus deudores. Es un Jesús humoral y ensimismado a la hora de atender las solicitudes de los demás: cuando, después de haber contado la historia, María le pide que transforme para sus comensales el agua en vino, él contesta «¿Y qué? ¡Si se les ha acabado el vino qué no beban! Mi hora aún no ha llegado», para cambiar luego de opinión y hacer el milagro, bajo la insignia de la confusión y el capricho.
En la tercera escena, la que cierra el filme, dos ciegos topan con el Salvador y le piden que les devuelva la vista. Cristo da comienzo al milagro actuando como si fuera un médico: le pide a un San Juan-enfermero un poco de tierra, la unta en los ojos de los ciegos y escupe en ellos. Los hombres parecen recuperar la vista ante un Jesús que advierte de forma solemne: «recordadlo, nadie debe saber esto». Al oír estas palabras, los discípulos le preguntan el porqué de esta prohibición, pero Jesús no les contesta y termina pronunciando un pensamiento colérico contra la sagrada institución de la familia: «No he venido a la tierra a traer la paz, sino el cuchillo. He venido para enfrentar al hijo con su padre, a la hija con su madre y a la nuera con su suegra. En verdad debo deciros, que el hombre tendrá como enemigo a su familia». La secuencia termina con el grupo, encabezado por Jesús, encaminándose hacia nuevas destinaciones, y revela al espectador que el milagro de los ciegos no se ha cumplido.
Las tres apariciones dibujan un Cristo ensimismado, narcisista y reacio a comunicar en público (¡cuánta diferencia con el Cristo de Pasolini!). Sus parábolas no tienen sentido, sus respuestas no satisfacen y sus milagros no se cumplen. No hay una caricaturización del personaje porque Buñuel no quiere que nos riamos de él: simplemente Cristo no le agrada y lo da a entender. Una animadversión que le llevaba a afirmar, en una carta dirigida a su amigo Max Aub: «Ya sabes que Cristo no me merece ninguna simpatía y que, en cambio, tengo toda clase de respetos hacia la Virgen María» (10).
Ya hemos dicho que el filme de Buñuel quiere ser un fresco de la historia del cristianismo enfocada desde el insólito ángulo de las herejías, y que Buñuel desenmascara a las vestales de la casa de Dios y su intransigencia dogmática. No obstante, el cineasta no quiere minusvalorar la capacidad dialéctica de nadie: en el transcurso de la película no se puede obviar el particular de que todos los que toman la palabra en temas de religión, lo hacen teniendo a sus espaldas una relación larga y profunda con las escrituras, por muy dogmática que ésta sea. Los protagonistas hacen muestra de una gran pericia terminológica y de una asombrosa maestría en el arte del sofismo que pueden dejar al espectador desorientado.
Pues bien, el único que parece carecer del ars retorica es el mismísimo Jesús. Es curioso como la crítica no haya destacado este aspecto con la debida atención: Buñuel, rebajando hasta lo ordinario el espesor intelectual de Cristo, nos resalta la doble esterilidad de las feroces peleas entre los intérpretes ortodoxos de la Palabra del Señor y los no alineados. A la condena de la cerrazón y fanatismo del dogma hay que añadir la falacia de la misma fuente de legitimación, el Hijo de Dios. ¿De qué nos sirve una estructura altamente sofisticada como la Iglesia –parece preguntarse despiadadamente el realizador aragonés– si no puede redimir su «pecado original», es decir el tener un fundador incapaz de estar a la altura de su cometido? La respuesta de Buñuel cae por su propio peso: es la fuente que deslegitima a sus exegetas y no viceversa. Si para el ateo Pasolini la vuelta al mensaje evangélico y al ejemplo de Cristo representa la única salvación posible para una Iglesia alejada del pueblo, para el ateo Buñuel nada es posible y nadie es inocente: la comunicación con el mundo católico ya ha sido dinamitada y al hombre no le queda más que anteponer, al monólogo con lo divino, el diálogo con lo humano.

Notas
(1) Jean Duflot, Conversaciones con Pier Paolo Pasolini, Barcelona, 1970, pág. 23.
(2) Pier Paolo Pasolini, Le ceneri di Gramsci, Milán, 1958.
(3) Pier Paolo Pasolini, L’usignolo della Chiesa Cattolica, Milán, 1958.
(4) Jean Duflot, Conversaciones..., pág. 25.
(5) Carta de Pasolini dirigida a Lucio Caruso, en Nico Naldini, Pier Paolo Pasolini, Barcelona, pág. 244.
(6) Con los rollos de películas utilizados para estudiar el paisaje palestino Pasolini montó el documental Sopralluoghi in Palestina, proyectado en el Festival dei Due Mondi de Spoleto (Italia) en 1965.
(7) Véase el artículo de Miguel Marías en el librito de presentación de El Evangelio para la colección de películas de el diario El Mundo, pp. 13-14.
(8) Nico Naldini, Pier Paolo Pasolini..., pág. 216.
(9) Para un análisis de estas películas véase, Giorgio Tinazzi, Il cinema di Luis Buñuel, Palermo, 1973; Octavio Paz, «El cine filosófico de Luis Buñuel», en La búsqueda del comienzo, Madrid, 1974; José Francisco Aranda, Luis Buñuel. Biografía crítica, Barcelona, 1975; Carlos Barbachano, Buñuel, Barcelona, 1987; Agustín Sánchez Vidal, El Mundo de Buñuel, Zaragoza, 1993; El cine de Luis Buñuel según Luis Buñuel, Luis Ballabriga Pina (ed.), Zaragoza, 1993; Agustín Sánchez Vidal, Luis Buñuel, Madrid, 1999.
(10) Carta citada en El cine de Luis Buñuel según Luis Buñuel..., pág. 243.

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