La guía de la experiencia

Por todos es reconocido, dice el docto prelado, que la autoridad de la Sagrada Escritura o de la Tradición se funda tan sólo en el testimonio de los apóstoles, que fueron testigos presenciales de los milagros de nuestro Salvador, por los cuales probó su divina misión. Por tanto, nuestra evidencia de la verdad de la religión cristiana es aún menor que la evidencia de la verdad de nuestros sentidos [...] Sería contradecir la experiencia, cuando la Sagrada Escritura, así como la Tradición en la que se supone que se funda, no tienen a su favor una evidencia como la de la experiencia sensible.

[...] Nada es tan oportuno como un argumento concluyente de esta clase, que, por lo menos, debe hacer callar al fanatismo y superstición más arrogantes y librarnos de sus impertinentes acechanzas.

[...] Pero es un milagro que un hombre muerto vuelva a la vida, pues esto no se ha observado en ningún país o época. Ha de haber, por tanto, una experiencia uniforme contra todo acontecimiento milagroso, pues de lo contrario, tal acontecimiento no merecería ese hombre. Y como una experiencia uniforme equivale a una prueba, aquí no hay una prueba directa y completa, derivada de la naturaleza del hecho, en contra de la existencia de cualquier milagro; n puede destruirse aquella prueba, ni el milagro puede hacerse creíble, sino por una prueba contraria que sea superior.

La simple consecuencia es (y trátase de una máxima general digna de nuestra atención) “que ningún testimonio es suficiente para establecer un milagro, a no ser que el testimonio sea tal que su falsedad fuera más milagrosa que el hecho que intenta establecer; e incluso en este caso hay una destrucción mutua de argumentos, y el superior sólo nos da una seguridad adecuada al grado de fuerza que queda después de deducir el inferior”

[...] Pues, en primer lugar, no se puede encontrar en toda la historia ningún milagro atestiguado por un número suficiente de hombres de tan incuestionable buen sentido, educación y conocimientos como para salvarnos de cualquier equivocación a su respecto; de una integridad tan indudable como para considerarlos allende de toda sospecha de pretender engañar a otros; de crédito y reputación tales entre la humanidad como para tener mucho que perder en el caso de ser cogidos en una falsedad, y, al mismo tiempo, afirmando hechos realzados tan públicamente y en una parte tan conocida del mundo como para hacer inevitable el descubrimiento de su falsedad. Todas esas circunstancias son necesarias para darnos una seguridad total en el testimonio de los hombres.

[...] En conjunto, entonces, parece que ningún testimonio de un milagro ha venido a ser una probabilidad, mucho menos que una prueba y que, incluso suponiendo que equivaliera a una demostración, se opondría a otra demostración, derivada de la misma naturaleza del hecho de queremos establecer. Sólo la experiencia confiere autoridad al testimonio humano y es la misma experiencia la que nos asegura de las leyes de la naturaleza. [...] ningún testimonio humano puede tener tanta fuerza como para demostrar un milagro y convertirlo en fundamento justo de cualquier sistema de religión.

David Hume, Investigación sobre el conocimiento humano. Sección 10


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