El Estado y el pueblo: ensayo mínimo

El Estado y el pueblo: ensayo mínimo

PDF

Imprimir

Correo

Escrito por Jorge Gómez Barata

12-11-2009

Para los creyentes de todas las grandes religiones Dios es todopoderoso, omnisciente y esta dotado del don de la ubicuidad; la única obra humana con tales perfiles es el Estado. Entre otras diferencias, se encuentra el hecho de que mientras Dios puede ser o no acatado sin consecuencias inmediatas o visibles; nadie puede desconocer al Estado.

El Estado no es fruto de la mala fe de algún villano, sino uno de los más elaborados productos de la cultura humana y la entidad más poderosa creada por el hombre. Se trata de una instancia social y de una criatura que puede ser, tanto diabólica como instrumento de grandes transformaciones y factor esencial en la búsqueda de la felicidad colectiva. Según el caso, el Estado puede imponer la tiranía o hacer prevalecer la justicia.


El Estado está habilitado para regir a toda la sociedad, en todos los tiempos, momentos y circunstancias y la única autoridad terrenal con poderes inapelables. El Estado que establece las formas de gobierno, está facultado para utilizar la violencia, hacer las leyes, fijar los deberes y los derechos, regular la propiedad, crear el dinero, declarar la guerra y firmar la paz, proteger las libertades ciudadanas, dictar las reglas y, para bien público, decidir lo que ha de enseñarse en las escuelas, incluso como debe caminarse por las calles.


Hecho de una sustancia de extraordinaria plasticidad, el Estado se estira o se encoge a voluntad. En momentos de bonanza y paz social se remite hasta invisibilizarse y reaparece con increíble fuerza cuando el orden es alterado o peligra el status quo. El Estado es incombustible e inoxidable, no es soluble en ninguna sustancia, no muere de muerte natural ni puede ser matado y nadie ha probado que sea verdad que se extinga algún día.


Espantados ante el poder creado por ellos mismos, desde el principio de los tiempos, los hombres se esfuerzan por delimitar un poder que prevalece sobre ellos y puede incluso aplastarlos, pese a lo cual tiene limites.


Afortunadamente el Estado no es más poderoso que la mente de sus creadores, que en sus búsquedas incesantes idearon otro instrumento no menos poderoso, dúctil, perfecto y adaptable; cuasi divino, y eficaz como el Estado al que enfrenta o respalda y con quien comparte los escenarios históricos; se trata de la democracia.


La democracia es a la sociedad moderna lo que la luz y el agua a la vida en la tierra y, con apellidos o sin ellos, impuesta o resultante de la evolución, concede al pueblo todos los derechos y todas las libertades y lo dota de una capacidad que supera todo lo que antes había alcanzado. La democracia y no la fuerza convierte al pueblo en soberano y lo coloca en condiciones de elegir o deponer a los gobernantes mediante un arma de paz: el voto.


El sufragio universal, libre, directo y secreto da a los individuos la posibilidad de sumar fuerzas hasta constituirse en mayoría, reivindica el valor de la unidad y la coherencia, dotando al pueblo de un poder inédito. Bajo el precepto magnifico de: una persona un voto, la masa asume el papel de soberanos.


No importa que pasado el momento electoral el poder creado por la mayoría sea nuevamente secuestrado por las élites. Lo importantes es intentarlo una y otra vez porque mientras la democracia sobreviva, habrá nuevas oportunidades. Los pueblos no renuncian a la democracia como tampoco renuncian al Estado porque las alternativas son la anarquía y la tiranía. La soberanía popular plena es a la vez que un destino, un camino.


Con el Estado sólo puede lidiarse desde la cultura y la participación popular que avanza, no para destruir al Estado sino para usar en su favor sus infinitas posibilidades. Para alcanzar esos cometidos, habrá que desarrollar la cultura de la convivencia, de la comunicación que incluye el diálogo y el debate y las libertades básicas.


La cultura es un atributo de los pueblos libres y un don que se realiza en la fuerza de la palabra y la magia de la escritura, en la capacidad humana de trascender por las obras y en la posibilidad para fabricar belleza, crear amor y hacer de la tolerancia un estilo de vida.


El Estado es como un recipiente que contiene aquello que se le eche y es capaz de conducir a la sociedad a la vez que se deja guiar por ella. Su poder es tan fuerte y tan decisivo para el destino de las naciones que los pueblos debían fijarse mejor en manos de quien lo pone y administrar mejor la cuota de poder que le asigna su voto.


Allí donde no hay ricos el Estado puede cultivar la igualdad pero donde sólo haya pobreza, la igualdad tampoco puede funcionar. El bien común se conquista y, cuando hace falta, la justicia social se impone.

Los comentarios han sido cerrados para esta nota