El ateÃsmo manso
El ateÃsmo manso
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El ateÃsmo manso
Por: Héctor Abad Faciolince / Especial para El Espectador
El libro reúne el testimonio de 16 personajes colombianos que explican
por qué no creen en Dios. Este fragmento es parte de la versión de un
escritor.
La voz de los Ateos
Foto: EFE
Manifestación de la Unión de Ateos y Libres Pensadores de Cataluña,
el pasado 12 de enero en Barcelona.
En la adolescencia, cuando leyendo a Russell, discutiendo con mis
amigos y pensando solo resolvà que ya no volverÃa a creer en Dios,
tuve momentos de lucha interior, incluso de agonÃa. Dejar de creer en
Papá Noel, en el Purgatorio o en la Virgen MarÃa no era muy difÃcil.
Pero renunciar a creer en el ser más poderoso que se pudiera imaginar,
en la idea más grande que me habÃan inculcado mi madre, mi abuela y
mis maestros desde pequeño, no era tan sencillo, si bien mi padre, que
era agnóstico, me hubiera dicho siempre que no sabÃa si Dios existÃa o
no y que según la hora o el dÃa se inclinaba por una cosa o por la
otra.
“Amar a Dios sobre todas las cosasâ€, decÃa el primer mandamiento;
“Creo en Dios Padre todopoderoso / creador del cielo y de la tierra /
de todo lo visible y lo invisibleâ€, empezaba el Credo; “Padre nuestro
que estás en el cielo / santificado sea tu nombreâ€, rezaba el Padre
Nuestro. Esas tres frases, como tres mantras rÃtmicos y rÃgidos
impresos con sangre en tus neuronas, martillaban en la mente como una
orden tajante e ineluctable de una potencia silenciosa, lejana,
desconocida, y mucho más potente cuanto más desconocida, lejana y
silenciosa. TodavÃa hoy, cuando llevo más de treinta años siendo ateo,
recuerdo esas oraciones, y hasta soy capaz de concederles un indudable
encanto poético. El Padre Nuestro, por ejemplo, tiene la gran virtud
de ser un largo poema sin un solo adjetivo, y esa sequedad de recursos
retóricos le da una eficiencia mayor, una elegancia sobria parecida a
la de las grandes basÃlicas románicas. Borges, que era ateo y no creÃa
en la supervivencia después de la muerte, se murió recitando el Padre
Nuestro en Anglosajón (en inglés antiguo), no porque creyera en los
conjuros del rezo, sino por las virtudes de serenidad que tienen las
palabras rÃtmicas cuando están bien escritas.
Los que han creÃdo en Dios, durante siglos, durante milenios, no han
sido imbéciles, ni han sido malos poetas, ni malos pintores, ni malos
músicos. Tampoco han sido siempre malas personas. Si pienso en la
poesÃa de San Juan de la Cruz, en las vÃrgenes de Rafael, en los
santos de Giotto, en las santas de Bernini, en el Cristo de Velásquez,
en la música religiosa de Bach, comprendo que la religión ha inspirado
algunas de las más altas creaciones artÃsticas del largo recorrido del
Homo sapiens sobre esta dura tierra.
La religión ha sido un consuelo, además, para millones de personas,
porque le quita a la muerte individual su carácter definitivo, al
conceder la esperanza de volver a ver a las personas queridas en otro
mundo sin las molestias de este (o aunque sea en otro submundo, el
infierno, mucho más molesto que este). La religión ha sido un factor
de cohesión, porque hace ver como hermanos y aliados a personas que no
tienen parentesco con uno. La religión, quizá, desde la antigüedad,
mitigó en algunos malévolos su maldad, por miedo al castigo de una
potencia sobrenatural. La religión les dio a los justos la esperanza
de que en el más allá los malos serÃan castigados y los buenos
premiados, cosa que raramente ocurre en este valle de lágrimas. La
religión durante siglos representó también la única opción de volverse
una persona estudiosa y pensante, para todos aquellos que preferÃan la
vida retirada y contemplativa como una opción mejor que la vida
activa. Los primeros cientÃficos, pensadores, escritores, músicos,
filósofos, naturalistas, al menos en el mundo occidental tras la caÃda
del Imperio Romano, en general fueron también monjes.
Pero toda aquella agonÃa de la adolescencia (dejar de frecuentar los
sacramentos, dejar de tener un Padre en el cielo, dejar de pedir ayuda
a potencias sobrenaturales, dejar de sentir que un ángel invisible me
protegÃa y un diablo maligno me tentaba) fue desapareciendo poco a
poco y hoy en dÃa vivo mi ateÃsmo con una serenidad —me atrevo a
decir— de beato. Dios ya no es un problema para mÃ, y me resulta tan
lejano como el acné juvenil. Cuando todavÃa luchaba con mi ateÃsmo, me
gustaba confrontar mis ideas con las de mis amigos o enemigos
creyentes, y retarlos a duelos intelectuales en los que me sentÃa
indiscutible ganador, por la fuerza de mis argumentos, por la pobreza
de sus pruebas a favor de Dios, por mi ciencia y mi lógica opuesta a
sus supersticiones y prejuicios. Hoy en dÃa, en cambio, soy un ateo
manso, no un ateo militante; no un ateo que piensa que haya que
convertir a todos los hombres al ateÃsmo, como un apóstol al revés,
igual aunque contrario a esos fanáticos que todo el dÃa nos quieren
convertir al islam, al catolicismo, al adventismo del séptimo dÃa, a
las sectas mormonas o evangélicas o hinduÃstas. Asà como no creo que
los creyentes sean mejores personas que los no creyentes, tampoco me
parece que los ateos seamos éticamente superiores a nadie.
Sà creo, en cambio, que los ateos vivimos más desengañados, en el
mejor sentido de la palabra desengaño. Considero que vivimos en un
mundo menos ilusorio que el de los creyentes. No estoy diciendo que
vivamos en la Verdad, esa palabra tan grande. A la verdad la humanidad
se ha venido acercando de manera asintótica, y lo más probable es que
la verdad perfecta no la alcancemos nunca. En todo caso creo que hay
innumerables pruebas para pensar que la descripción fÃsica, quÃmica y
geológica del origen de la tierra, o del universo, y la explicación
evolutiva y biológica sobre la vida son mucho más precisas, confiables
y cercanas a la verdad que las muy poéticas sentencias del Génesis.
Con esto quiero decir que la ciencia es una herramienta más confiable
que el mito para describir eso que, no sin perplejidades, llamamos
“realidadâ€.