Ateísmo y crítica marxista


Charla pronunciada por Paco Miñarro, Coordinador de la Federación Internacional de Ateos (FIdA), en la Fundació d'Investigacions Marxistes del País Valencià, el 11 de febrero de 2009.

Es muy posible que la invitación que nos ha hecho la Fundació d’Investigacions Marxistes del País Valencià para charlar sobre “Ateísmo” venga propiciada por la repercusión mediática que durante los últimos meses parecen haber tenido algunas campañas de propaganda por parte de colectivos ateos. El movimiento ateo contemporáneo no es, sin embargo, un bloque monolítico. Puede decirse que existen dos ramas bien diferenciadas. En un lado se encontrarían aquellos más influidos por el ateísmo anglosajón, cuya finalidad en política se detiene en el laicismo y que se apoya, especialmente, en la defensa de la teoría evolucionista frente al avance del creacionismo. Por otro, quienes no ocultan su anticlericalismo, entendido como una posición defensiva, y que denuncian la intrínseca nocividad del pensamiento mágico o religioso. La FIdA se sitúa en la postura más radical a este respecto, y no ha dudado en declarar abiertamente, frente a iglesias y conventículos, su agresividad crítica. No queremos “una equiparación de derechos con los creyentes”, a la que aspira por ejemplo la Unión de Ateos y Librepensadores, ni pensamos estar “discriminados” por nuestra irreligiosidad. A lo que apuntamos como una necesidad es al fin de la civilización teísta, al considerarla un obstáculo para los deseos de emancipación intelectual, psicológica, económica y social de los individuos y de las sociedades humanas.

Esta actitud negativa frente a la religión no es otra que la actitud de los fundadores del marxismo. Desde hace unas décadas, se ha pretendido difuminar el pensamiento marxista para atraerse a unos sospechosos compañeros de viaje. En realidad, Marx mantuvo una absoluta oposición entre el socialismo y cualquier tipo de religión. La postura, entonces, más consecuente con una visión emancipadora respecto a las condiciones materiales del ser humano ha de subrayar esta incompatibilidad, y, por lo tanto, renegar de aquella cosmovisión “políticamente correcta” que considera a la religión como un asunto estrictamente privado, sin que de ello se derive juicio de valor alguno.

Por el contrario, si la “libertad de conciencia” reivindicada por los defensores del laicismo, es decir, de la separación entre las iglesias y el Estado, se limita a tolerar cualquier género de conciencia, religiosa o no, nuestra aspiración, en la FIdA, consiste más bien en liberar a la conciencia de cualquier contenido religioso. Podemos hablar, por ello, de una guerra declarada al fantasma del idealismo y de la religión, ya no sólo en tanto que fenómeno ideológico, sino también, y especialmente, como conjunto de organizaciones y colectivos enfocados al mantenimiento y a la transmisión de códigos éticos y doctrinales caracterizados por el sometimiento a la autoridad y a la tradición.

Para muchos pensadores marxistas, el ateísmo está unido a la revolución, mientras que la religión supone pasividad ante la explotación, aceptación resignada de la misma y conciliación de clases. Aquí reside el verdadero peligro social del ateísmo. Y por ello puede afirmarse que una concepción atea y materialista de la vida constituye un factor fundamental en el proyecto de transformación política, económica, ideológica y cultural de nuestras sociedades.

Marx estaba seguro de que la crítica de la religión era el presupuesto de toda crítica. El fundamento de la crítica antirreligiosa marxiana es el siguiente: “el hombre hace la religión, la religión no hace al hombre”. La religión es así la conciencia falseada del mundo, la realización fantástica del ser humano. Es decir, que su superación es el paso de la ilusión a la realidad. O, como escribió Feuerbach, “el colmo de la ilusión es el colmo de lo sagrado”.

Sin embargo, Marx dedicó muy pocas páginas al fenómeno del ateísmo. Para él, “Dios” es un falso problema, que dejará de plantearse en algún momento. Ese día el ateísmo será igualmente superado, al haber desaparecido la superestructura religiosa que le sirve de contrapunto. En el origen de tal superestructura, Marx sitúa, como Feuerbach, la idea de “alienación”. En el lenguaje marxiano, la miseria religiosa no es más que la expresión de la miseria real, y, al mismo tiempo, la protesta contra esa miseria. Para Marx, la religión deriva, no de la naturaleza humana, sino de las condiciones sociales y económicas que hacen posible que los explotados proyecten su salvación en un imaginario más allá. Por lo tanto, el objetivo no se reducirá a un “asesinato teológico” de “Dios”, sino a hacer desaparecer las condiciones históricas que han producido a “Dios”.

Con Lenin, la lucha contra la religión entró en una fase más práctica. Para él, la religión nace de la personificación de las fuerzas que dominan a la humanidad. Las creencias religiosas son aceptadas únicamente en razón de la miseria y la ignorancia. De ahí que la tarea que se impone consista en eliminar a la religión, que es socialmente nociva y totalmente anticientífica. Lenin fue muy claro sobre ello: “Combatir a la religión es el ABC del marxismo integral”. El marxismo es materialista, y, como tal, inexorablemente hostil a la religión, a todas las religiones. La difusión del ateísmo fue fundamental para Lenin, pero, al igual que para Marx, se trataba de realizar el ateísmo mediante la acción. En suma, mediante la lucha contra el miedo, el hambre y la explotación. Transformando el orden social, la religión caería por sí misma.

Es evidente que la religión no es una simple fantasmagoría inocua de la conciencia, sino una compleja “mitología” de la actividad social. Las prácticas religiosas son traducciones del conflicto social. Esta explicación sociológica constituye ya una crítica a la alienación que ello comporta. La conciencia social busca fuera de sí misma su propia verdad, atribuye a un sujeto trascendente sus propias facultades y luego invoca a este sujeto del que ella misma es su autora.

Pienso, no obstante, que la crítica marxista mantiene una peligrosa relación con la teleología hegeliana, y de ahí, posiblemente, provengan esas afinidades que mencioné al principio con los movimientos de la “izquierda” religiosa. No voy a valorar el principio humanista que las anima; se trata, en todo caso, de que podamos descubrir el substrato idealista que se oculta en dichos movimientos, y su incompatibilidad con actitudes y propuestas auténticamente transformadoras.

Por otra parte, parece claro que el proceso de modernización de las sociedades ha conllevado una mutación de las condiciones ontológicas de la mercancía y del flujo especulativo. Esto es hasta tal punto cierto que la mercancía se ha diluido en pura abstracción. La sociedad del espectáculo acelera la vinculación invisible entre mercado, información y subjetividad. Podría aventurarse que en este proceso la relación entre la estructura económica y las superestructuras ideológicas se ha modificado radicalmente. En el origen de ello se halla la fragmentación de la vida en ámbitos cada vez más separados, y la recomposición de éstos en el plano de la apariencia, de la imagen. Se trata de una fase intermedia de la evolución histórica de la alienación. El problema reside en la independencia que ha conquistado la representación con respecto al individuo, y en la atomización de éste frente al carácter monolítico del espectáculo. Aquí se evidencia que el espectáculo es heredero de la religión. La vieja religión proyectaba la potencia del hombre en el cielo, donde adquiría los rasgos de un dios que se oponía al hombre como una entidad extraña. El espectáculo lleva a cabo la misma operación, pero en la tierra.

El estadio “especular” del desarrollo capitalista ha venido imponiéndose a partir de los años veinte, con la tecnificación y el refinamiento de la propaganda. Esta evolución se halla sujeta a una aceleración continua. Hoy, el poder ha acumulado los medios suficientes para instaurar su dominio sobre todos los aspectos de la vida. Y lo hace mediante una producción material que tiende a recrear todo aquello que produce aislamiento y separación.

Lo que se desprende de todo esto es la necesidad de una reflexión profunda de la izquierda, entroncada con la denuncia de la enajenación del individuo a la que se dieron pensadores de la talla de Castoriadis, Debord o Lukacs.

Para Lukacs, el irracionalismo se enfrenta al progreso tanto en la ciencia como en el orden ético. Si la racionalidad es lo único que puede superar el obstáculo de la superstición religiosa, una teoría materialista del conocimiento –es decir, una concepción atea como substrato de la aprehensión de la realidad- negará la existencia de un mundo metafísico, y, por ello, toda forma de idealismo o de fenomenalismo.

Castoriadis denuncia en uno de sus escritos dirigidos al análisis social la imposibilidad predemocrática de cuestionar el orden instituido. Nadie podía expresar unas ideas o un deseo opuesto a este orden, y no por una posible sanción, sino porque, antropológicamente, el individuo había interiorizado de tal modo la institución de la sociedad que no disponía de los medios psíquicos y mentales para cuestionar esta institución. ¿Cómo decir que la ley de Dios es injusta, si la justicia se definía precisamente como la voluntad de Dios o como un atributo divino? ¿Cómo decir que Dios no existe, si Dios se definía a sí mismo como el ser? Sólo en la Europa postmedieval se hizo posible la aparición de individuos que no vieran en ello algo intocable. Fue el primer esbozo del proyecto de autonomía social e individual.

Por último, para Debord, la sociedad del espectáculo consistía en una reconstrucción material de la ilusión religiosa. Lo que significa que las tinieblas religiosas en las que los hombres habían depositado su propia potencialidad y sus propios poderes no se disiparon con el racionalismo, sino que se instituyeron como raíces en la época en que la gestión absolutista se disfrazó de representación política. La religión tiende a monopolizar la vida. Para destruir este monopolio, y recordar a los individuos la pervivencia de un proyecto de autonomía social, prácticamente olvidado en este momento totalitario al que apenas nadie ofrece ya resistencia, es preciso que sugiramos un factor de subversión y de inquietud, que se despliegue además en el mundo real, y no en el mundo del mito.

Demos por supuesta la mutación anteriormente señalada y las nuevas relaciones entre la estructura económica y la superestructura religiosa. Puesto que esta última se destaca como la representación ejemplar del conflicto, es decir, como el cuadro más completo y detallado de los mecanismos de dominación de los individuos, un ataque frontal a la imaginería de lo trascendente servirá de clave para el desarrollo de una crítica práctica mucho más amplia. La crítica religiosa como presupuesto de toda crítica adquiere así su mejor aclaración. La crítica religiosa como herramienta de desestabilización, o de deconstrucción global, nos permitirá poner de manifiesto que cualquier totalitarismo adquiere sus señas de identidad a través de un código religioso. En otras palabras, que el núcleo de toda forma de opresión social puede ser destripado mediante la denuncia de la fenomenología y la sociología de la religión.

De ahí nuestra apuesta por un ateísmo integral, que no se detenga únicamente ante las afirmaciones teológicas, sino que aspire a adentrarse en una dinámica política, denunciando la impostura de los “dioses” bajo su actual forma de procesos de mercado, de propaganda mediática y de control social. De ahí también la importancia estratégica que concedemos a los “derechos del cuerpo”: el aborto, la libertad sexual, la eutanasia o la reivindicación del suicidio. En tanto se tolere la condena a estos derechos se asegura la supervivencia de códigos patriarcales, ligados al mantenimiento de jerarquías y mecanismos liberticidas.

La defensa de una absoluta libertad de expresión es otra de nuestras apuestas fundamentales. Esta libertad se pretende subordinada a un hipotético derecho al “respeto” y a la protección de las corporaciones religiosas, lo que da lugar al surgimiento de leyes anti-blasfemia, permitiendo así su blindaje ante la crítica. La finalidad: asentar las bases para el retorno de una nueva Edad Media, caracterizada por el totalitarismo ideológico y por la aceptación de la censura. Frente a ello, en FIdA consideramos inevitable una confrontación con el lenguaje religioso dominante, que en nuestra situación es, sin duda, el emitido por la iglesia ratzingueriana.

Estamos obligados a cuestionarnos las posibilidades de “desencadenar”, o al menos sugerir, interpretaciones críticas de la realidad. La política tradicional de la izquierda confía sobre todo en la fuerza de los contenidos. Pero tales contenidos deben principalmente dirigirse a romper la red de manipulación de los medios, con los cuales se moldea la conciencia de las masas. Para nosotros, hay dos propósitos preponderantes: la deconstrucción de los códigos de la gramática cultural hegemónica y la difusión de códigos alternativos propios. Nuestro objetivo no es otro que el de perturbar, confundir y desplazar el mensaje emitido por los medievalismos contemporáneos.

Los comentarios han sido cerrados para esta nota