Ateísmo en primera persona

Reconstruir la historia de mi conversión no me resulta fácil, porque se ubica en tiempos de mi vida en la que los recuerdos pueden rellenarse con algo de fantasía involuntaria pero inevitable. Ni siquiera puedo decir a qué edad me hice ateo, un poco porque no es un proceso que suceda de un día para el otro, y otro poco porque tampoco puedo ubicar, con algo de seguridad, sucesos puntuales que si recuerdo bastante claramente.

Mis padres son creyentes, posiblemente cristianos, pero no de una religión en particular. Mi madre (hija de ateos indiferentes) estudió en un colegio luterano sólo porque le quedaba cerca. Mi padre (hijo de católicos) fue quien insistió a mi madre en casarse por iglesia, pero dejó que ella decidiera cuál, y como ella no tenía ningún interés en hacerlo, volvió a elegir la parroquia de su escuela sólo por familiaridad. Éste es el contexto “religioso” en el que nací en 1972. De la misma manera que mi madre, fui a la escuela religiosa por proximidad y porque allí iban casi todos los de mi barrio. Era la Juan XXIII, en Boulogne. En tercer grado comenzaron con las clases de catequesis, y fue allí que caí en la cuenta que de los treinta y pico que éramos, solo yo no había sido bautizado. Mis padres me explicaron que ellos no me habían bautizado porque prefirieron no imponerme nada y que fuese yo mismo quién lo eligiera. Sin tener mayor idea qué era ese rito, les pedí que “solucionaran” el tema y en diciembre de 1980 fui bautizado en la parroquia Santa Rita. De todas maneras y por otros motivos, ese fue mi ultimo año en dicho colegio, y aunque la nueva escuela no era religiosa, existía la posibilidad de hacer catequesis, fuera de turno, una o dos veces por semana. Como había tenido catequesis el año anterior, decidí aprovechar el envión y seguir con el proceso que iba a terminar en la toma de mi primera comunión, en la misma parroquia donde fui bautizado. Hoy me llama la atención como es que, siendo de los mejores alumnos de mi grado, la maestra de catequesis le había dicho a mi madre en plena reunión de padres, que yo iba a necesitar mucha ayuda con esa materia. No recuerdo haber hecho preguntas “indiscretas”. De hecho, ni recuerdo muy bien qué idea tenía de Dios o cómo tomaba el cuento bíblico. Sí recuerdo que solían ir a misa todos juntos y yo nunca iba, aún cuando nos decían que faltar era un pecado grave. La única vez que fui a misa fue la anterior a la comunión, para confesarme y hacer las prácticas de rigor para la ceremonia.

Pero, paralelamente a todo esto, otras historias fueron dando forma a mi pensamiento.

A principios de los 80, llegó a mis manos el primer fascículo de “Érase una vez el hombre”. Siempre tuve un interés moderado hacia la historia, pero me apasionaba leer sobre los orígenes de la tierra y de la vida en ella, por lo que los primeros tres fascículos me los leí varias veces. Aquellos eran años difíciles para la libertad, en los que una junta militar controlaba, entre otras cosas, lo que debíamos leer y lo que no. Y, por supuesto, “Érase una vez el hombre”, aún siendo para niños, no iba a ser la excepción: promediando la entrega de los 26 fascículos apareció uno, absolutamente fuera de contexto, en el que se volvía a contar lo que ya había leído, pero con sutiles cambios. A mis 9 años no terminaba de entender el mensaje: Donde antes había evolución, ahora aparecía un Adán, medio mono y medio hombre, asomando de una choza; el año cero de la era actual de pronto cobró una importancia que no tuvo en la historieta original; y el capítulo terminaba con una foto de Juan Pablo II saludando. Me quedaba claro que los dibujos eran distintos, los personajes no se parecían a los originales, y que otras manos habían hecho esa “Edición Especial”. Pero el detalle que no dejaba de atraer mi atención era el Adán mono, y es ahí que aparece mi recuerdo más nítido: Acostado, leyendo, veo la luz del cuarto de mis padres prendida, y decido consultar a la distancia: “¡Papá! ¿Adán era mono?”. Mi padre, calculo que algo sorprendido por la pregunta, y quizás algo dormido ya, me responde “No. No mezcles ciencia con religión. Son dos explicaciones distintas”. Si bien eso respondía mi pregunta, me generaba otro problema mayor. No había estudiado filosofía, pero tenía claro que no puede haber dos explicaciones distintas para un mismo hecho. No puede haber una explicación religiosa y otra científica para el mismo hecho y estar las dos en lo cierto si se contradicen entre sí. Y a decir verdad, veía en la explicación de la evolución (sin saber que ése era su nombre) un atractivo que no veía en la bíblica.
Si mi interés por el comienzo de la vida me había provocado tal terremoto de ideas, el golpe de gracia terminó de dármelo mi interés mayor por la astronomía. Eran años en los que se emitía la serie “Cosmos”, único esfuerzo serio por aquellos tiempos en divulgar la ciencia que más me interesaba. Calculo que por mis 12 años pude al fin comprarme el libro, y me acuerdo esa misma tarde leyéndolo en mi cuarto. El libro no sólo me fascinaba por las imágenes y por la información que aportaba, sino que estaba empezando a entender un método para aprender. La experimentación, la falsación, la investigación me maravillaban y para colmo parece que funcionaban muy bien para conocer el universo. Y cuando una idea empezaba a hacerse fuerte en mi cabeza, leerla de Sagan fue la confirmación: “Es corriente en muchas culturas responder que Dios creó el universo de la nada. Pero esto no hace más que aplazar la cuestión. Si queremos continuar valientemente con el tema, la pregunta siguiente que debemos formular es evidentemente de dónde viene Dios. Y si decidimos que esta respuesta no tiene contestación ¿por qué no nos ahorramos un paso y decidimos que el origen del universo tampoco tiene respuesta? O, si decimos que Dios siempre ha existido, ¿por qué no nos ahorramos un paso y concluimos diciendo que el universo ha existido siempre?”. Había tomado el hábito de cuestionarme a mi mismo todas las ideas, pero no encontraba (ni encuentro aún) forma de cuestionar ese párrafo. Dios era claramente un paso adicional que no mejoraba en nada la situación, pero si la complicaba.

De todas maneras, Dios no desapareció de un día para el otro. No recuerdo haber atravesado por un momento agnóstico como otros relatan, pero sí recuerdo haber atravesado por una etapa de deísmo, donde entendía la posibilidad de la existencia de un Dios tibio muy distinto al que me habían enseñando mis catequistas. Mi imagen del catolicismo caía en picada. Sagan me enseñaba sobre Galileo. En mi nuevo colegio estudiamos sobre las cruzadas, y mucho más cerca, en mi país y en el presente, mis padres hacían comentarios sobre la relación Iglesia-Dictadura. De pronto, un Dios bueno no podía ser católico. El Dios bíblico, con su moral y sus milagros, había muerto y era reemplazado por un ser difuso, útil para calmar algunos temores, pero sin una presencia en la práctica. Suelo ubicar esta etapa entre mis 12 y 13 años.

Mi educación secundaria empezó más o menos para esa época. Recuerdo en tercer año a la profesora de historia decir “uno de los principales errores de Marx es haber dicho que la religión es el opio del pueblo”. Ella mostraba cierta tibia simpatía por Marx, pero no podía aceptar su visión materialista del mundo porque era ferviente católica. Yo, que aún no diferenciaba demasiado entre mis problemas con la religión y mis “dudas” sobre la existencia de Dios, le cuestioné tal afirmación. Marx también me caía tibiamente simpático, pero en mi caso, la frase aumentaba mi simpatía. Fueron varias ocasiones en las que el tema de la clase volvió al asunto religioso, y la justificación a su catolicismo era bien ordinaria: Nos confesó que era diabética, y que había estado varias veces en coma, y que evidentemente “Dios la había salvado”. Vi un error en su “argumento”, ya que la gente también moría de diabetes, incluso los católicos. Estaba claro que sólo podían debatir y contar su experiencia “religiosa” los que no habían muerto. Y pensé: ¿Cómo podré encontrarte cuando te mueras para que me cuentes esto mismo?, sin imaginar que 8 años después me iban a avisar que ella había muerto de un coma diabético.

Finalmente, ese mismo año (a mis 14), participando en el Centro de Estudiantes, más específicamente en su revista, me animé a escribir una nota argumentando muy torpemente el motivo de mi ateísmo, por lo que tengo evidencia documental (por ahí tengo guardado algún ejemplar de la revista) para afirmar que a los 14 años ya era ateo, y con cierta militancia. Recuerdo que mi padre mostró una mezcla de interés y preocupación, y hasta creo recordar algún almuerzo en el que toqué el tema con él, pero no puedo dejar de reconocer la absoluta libertad que tuve a la hora de elegir cómo pensar y cómo expresarlo.

Curiosamente, mi grupo de amistades resultó también fuertemente ateo o agnóstico, quizás por afinidades políticas, quizás por intereses en las ciencias duras. El hecho es que logre vivir cómodamente, sin necesidad de ocultar mi ateísmo en mi grupo de amigos, o en mi familia. Empecé a vivir el ateísmo no solamente como una simple posición frente a la existencia o no de Dios, sino como una forma de vida en conjunto. Porque entendí que ser ateo no es una elección por si misma, sino la simple consecuencia de intentar ser lo más racional posible, aún a riesgo de sentirme, por momentos, un tanto desamparado.

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