Antinavideños

© Manuel Harazem

En los últimos años se ha venido a añadir una tradición más a la amplias panoplia de tradiciones que forman la Navidad: las quejas, las protestas encendidas e incluso los regüeldos de los antinavideños. Se trata de un fenómeno parecido a la ya tradicional y esperada, tanto por tirios como por troyanos, proclama anual antitaurina de Manuel Vicent una semana antes de que comience la feria de San Isidro y que ya forma parte de la misma con la misma carta de naturaleza que el apartado de los toros o el encendido del puro en el tendido 7.
De manera que todos aquellos que, como yo, sentimos una especie de vértigo de repugnancia cuando se acercan estas fechas nos hemos convertido en unos personajes más de la fiesta, una especie de trasuntos de Mr. Scrooge amargados y metepatas, pero tan necesarios para el buen funcionamiento de la tradición como la decoración superhortera y agresiva o los dulces hiperempalagosos. Algunos de nosotros somos capaces de perlas malafollás como la que sigue, extraída del libro de memorias (La quencia) del crítico literario Miguel García Posada:

Las navidades entran en tu casa y en tu cuerpo con su miserable secuela de comiditas, pastelitos, y musiquitas que se ríen del nacimiento de un pobre mientras la retórica de la falsa hermandad pone sus gotas de azúcar sobre la realidad, tan brutal como precaria.

Yo lo suelo llevar con bastante resignación y trato de evitar que mi hígado se encoja ante tal derroche de todo, de dineros, de baba pseudosolidaria y de mal gusto. Cumplo con mis obligaciones familiares lo más ajustadamente posible, devuelvo teatralmente las felicitaciones que recibo y hasta me como resignadamente los mantecados que me ofrecen. Pero hay algo que me pone realmente al borde del ataque de bilis: los villancicos. Ya los vengo sufriendo en el trabajo desde hace unos días: en una minicadena del departamento hospitalario donde trabajo alguien ha decidido violentar mis neuronas con un CD de villancicos flamencos. Como a los grandes almacenes no acudo en estas fiestas a no ser que me vaya en ello la vida, me parece bastante injusto que se me torture en el propio lugar de tortura convencional con semejante extra de crueldad. Justo esta mañana, cuando había decidido escribir algo aquí sobre el tema me encontré con que Manolo Saco ya lo había hecho y bastante mejor que yo, por supuesto. Su comentario Pero mira como beben los grandes almacenes no tiene desperdicio y además retrata exactamente lo que opino sobre esa forma de escatología musical que son los villancicos enlatados y concretamente los flamencos, esas repugnantes lolailadas que Felipe Benítez Reyes definió no hace mucho como esa modalidad específica del flamenco en que a los cantaores y cantaoras parece que los persiguen los apaches para cortarles la cabellera en su columna de El País Andalucía titulado «Melomanía Municipal». El terrible mantra de los peces hidrófagos se convierte en más insufrible aún en las voces sincopadas de los lolailos aguardentosos.

Fragmento del artículo publicado en 2005, en Supersticiones.

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