Profetas a centavo la docena

Estando en un bus encontré un folleto promocional sobre un encuentro evangélico que se celebraría en Barranquilla. Pastores y pastoras de todo el continente se reunirían en eventos separados (que es la única razón válida para decir los dos géneros en plural). Y para decorar la ocasión, el folleto detallaba las credenciales de los invitados: éste era predicador; aquél, salmista; esa otra de allá, profetisa. Del folleto dos cosas me quedaban claras: a) tan dotados personajes debían de pertenecer a alguna rama de la Iglesia Pentecostal, notable por su énfasis en la exhibición de los talentos espirituales, y b) en estos tiempos descreídos cualquier aparecido se hace llamar profeta.
Uno supondría que ser divinamente escogido es un excepcional privilegio, pero la facilidad con que un compositor de himnos sosos se convierte en "salmista" obliga a concluir que esos títulos de honor ya no valen mucho. ¿Qué se supone que hace un "profeta" en nuestra época? ¿De verdad se pone a hacer anuncios de fatalidades, o simplemente deleita los oídos del público con promesas inocuas de prosperidad? ¿Y si es así, en qué se diferencian sus discursos de las predicciones de Walter Mercado? ¿Se justifica llamar "salmista" al que coge una balada popular y le cambia la letra para declararle su amor a Jesús? ¿No se suponía que los salmos eran inspirados por Dios? ¿O me van a decir que también éstos?
A pesar de lo pretencioso que parece este proceder, debo admitir que en el panorama actual de las religiones esta práctica tiene sentido: en épocas menos iluminadas, el profeta era venerado como mensajero infalible de la intención divina; por supuesto, en la versión autorizada. Ahora que la intención divina tiene tantas versiones como creyentes, todo el que se crea tocado por el cielo se pone a reclutar fieles. Estamos en oferta: por dos profetas y un sanador llévese gratis su propio salmista. Llame ya.

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