El libro de los rencores

Como partidario del conocimiento científico obtenido desde una perspectiva naturalista sobre el mundo, me resulta divertido comprobar que, a pesar de su frontal oposición al avance de la investigación desprejuiciada y su fastidiosa persistencia en promover cuentos de hadas, las religiones mismas están sujetas a las leyes naturales que desprecian. A través de los siglos, las guerras, catástrofes y coyunturas políticas han servido como factores de selección para la supervivencia, modificación y propagación de las doctrinas. Al igual que cualquier producto cultural, las religiones evolucionan.
Esto significa, por un lado, que en el futuro podemos esperar ver la transformación de las prácticas y creencias actuales hacia variedades más refinadas, mejor pulidas y, muy apropiadamente, adaptadas a su entorno. Aquí la palabra es de lo más precisa: ya existen movimientos de religión abierta que están dispuestos a aceptar la colaboración de todos sus participantes para mejorar su contenido y hacerlo más útil para el público. Es el mismo procedimiento por el cual Linux lanza constantemente sus actualizaciones. No obstante, antes de que se optara por este modelo ya se habían formulado, en época más o menos reciente, intentos de armar una religión más humana, en contacto con las preocupaciones reales de nuestra vida. El mejor ejemplo de esta corriente es la Iglesia Unitaria Universalista.
Sin embargo, la aplicación de un modelo evolucionista al análisis del desarrollo de las religiones lleva, por el otro lado, a observar que las manifestaciones más antiguas del sentimiento religioso tendían hacia lo burdo, lo simple, lo tentativo y lo torpe. Las sociedades que no habían alcanzado por su propia fortaleza histórica una madurez suficiente acababan recurriendo a narraciones fantásticas como compensación de las fallas de su tejido social. Los romanos, casi siempre victoriosos, estaban ya tan seguros de sus instituciones que ellas eran su objeto de culto. En el antiguo Israel, una nación históricamente insignificante, lo sagrado era fingir ser un pueblo vencedor.
Cuanto menos había de estabilidad política, seguridad económica y avance cultural e intelectual, tanto más primitivas y bastas eran las respuestas de los sacerdotes a las cuestiones fundamentales de la vida humana. Sólo la destrucción del Segundo Templo de Jerusalén pudo detener la barbarie del sacrificio de animales entre los judíos, y desde entonces su religión se ha vuelto más abstracta y filosófica. El judaísmo más antiguo incluía sacrificios humanos.
Quedan todavía en los textos hebreos testimonios de las diferentes etapas de la formación de su religión, aunque para las épocas más antiguas se necesita saber distinguir entre los hechos históricos, las leyendas nacionales, los mitos simbólicos y los relatos con intención política. A mí, en particular, me llama la atención la sección del Antiguo Testamento que procura hablarle al corazón del pueblo y promueve esperanzas de prosperidad y restauración. El libro atribuido al profeta Isaías es un caso típico.
Isaías relata sucesos acontecidos durante el comienzo de la dominación babilonia sobre el territorio israelita, pero no hay razón para suponer que ésa sea la época en que se escribió el libro, ni que tales sucesos hayan sido reales. Aquí lo que interesa es el propósito de esas palabras. Para una nación destrozada, humillada y acostumbrada ya a la repetida amenaza de la aniquilación, una promesa como la de Isaías era no sólo un mecanismo de supervivencia sumamente útil para aliviar la poderosa sensación de vulnerabilidad existencial, sino un recurso de urgente necesidad para no sucumbir y desaparecer. Bajo el dominio del imperio más poderoso de su tiempo, la única forma de conservar un sentido nacional y una cultura común era estando absolutamente convencidos de que sus tradiciones y valores eran, ante el juez de todo el universo, superiores a los de sus conquistadores. Esta afirmación de un estatus privilegiado mantuvo vivo al joven judaísmo durante su paso por Babilonia, pero cumplió una función protectora mucho más importante cuando los persas tomaron el poder y enviaron a los israelitas de vuelta a Jerusalén, dejándolos libres, pero también desamparados.
Isaías es una respuesta resentida contra la condición del antiguo Israel como nación desvalida, como pueblo huérfano. Por este motivo vemos en el libro una y otra vez amenazas contra todos los vecinos de Israel: profecías sobre la horrorosa destrucción de Babilonia, profecías sobre la horrorosa destrucción de Egipto, profecías sobre la horrorosa destrucción de Siria, profecías sobre la horrorosa destrucción de Líbano, profecías sobre la horrorosa destrucción de cualquiera que haya sometido al pueblo hebreo en el pasado. En cambio, otras secciones del libro hablan de cuán bonita y preciosa va a ser la vida en Israel. Paz, abundancia, tranquilidad, todo bello, todo lindo. Claro que después de haber reducido a los vecinos a escombros humeantes y estériles. ¿Cuánto rencor, cuánto resentimiento, cuánto odio se necesita para escribir un libro así?
Si el libro de Josué cumple para la nación hebrea funciones análogas a las de la Eneida como mito de fundación con intenciones de propaganda nacionalista, entonces Isaías, el libro de los rencores, viene a ser una visión de un futuro en ruinas, lejos de la gloriosa pompa de Armagedón y más cerca de la devastación sin sentido de Ragnarok. Es una violentísima reacción literaria contra los extranjeros opresores, formulada ante la imposibilidad física de la reacción militar que se habría deseado. La vergüenza del sometimiento presente se oculta tras la orgullosa expectativa de victoria aplastante en un futuro profetizado, es decir, imaginario. Se recurre a una felicidad infundada por anticipado para borrar el dolor de lo real. El cristianismo tomaría atenta nota de esta táctica.
Adelantemos el tiempo. En Roma mandan los Flavios y Jerusalén ha caído. De repente, el judaísmo se convierte en una religión nómada. Durante diecinueve siglos, los descendientes de las tribus hebreas vivirán en la periferia de la sociedad europea. Aparte de algunas divergencias doctrinales, uno que otro presunto mesías, la infaltable decadencia hacia el misticismo y la explosiva aparición de la Iglesia romana y el Islam, el judaísmo logró sobrevivir convirtiéndose en un sistema cerrado. Ya sin aspiraciones políticas ni autonomía a su alcance, los judíos dividieron sus vidas en dos: una mínima vida pública, limitada al trabajo dentro de la sociedad dominante para asegurar su sustento, y una fuerte vida familiar e interior, donde permanecía vigente cada uno de los preceptos y rituales de Moisés. A diferencia de los gitanos, que viven aislados por decisión propia, los judíos estaban alienados de la cultura occidental por un desgarramiento de su pasado. Con su presencia física mutilada, la comunidad judía participó en Occidente haciendo presencia intelectual.
La estrategia resultó altamente provechosa, para judíos tanto como para el resto de Europa. El único problema que persistió durante todo ese tiempo fue la demencia del antisemitismo.
Hitler se atrevió a decir en voz alta lo que buena parte de Europa había estado pensando en secreto, pero que era demasiado horroroso admitir: Europa se había construido sin pensar en un espacio para la comunidad judía. Esa ceguera voluntaria, ese simplismo tácitamente excluyente fue simplemente llevado por los nazis hasta su atroz consecuencia lógica.
Europa, de cierto modo, se traicionó a sí misma. El espacio de donde habían brotado la más exaltada sabiduría y el más honesto aprecio por el ser humano se permitió albergar una campaña de odio que, por fortuna, saltó rápidamente hacia su propio abismo. Lo notable del siglo XX no es que haya surgido el nazismo; lo notable es que se le haya vencido.
Cuando se ha aprendido por fin a pronunciar todas las letras de las palabras y, con excesivo celo, se pretende evitar la terminación de "bacalao" insertándole una d que no tiene nada que hacer ahí, se habla de ultracorrección gramatical. Cuando se ha matado brutalmente a seis millones de inocentes y la mejor solución que se encuentra para saldar esa deuda histórica es inventar un país ficticio en tierras que por dos mil años no tuvieron nada que ver con las víctimas en cuestión, a quienes ahora se da carta blanca para ocupar este territorio por la fuerza y tratar como parias a sus habitantes nativos, lo que se tiene es una receta del desastre.
El Israel actual no tiene relación con el Israel antiguo. Un amasijo de tribus pastoriles con delirios de poderío imperial es una cosa y un artificio de la ONU con licencia para practicar un apartheid de facto es otra cosa. Si hay un lugar donde los judíos pueden vivir libres, en paz y sin temores, es en todos los países de Occidente. No hay necesidad de tener el estado de Israel, cuya existencia no ha traído ningún bien.
El modelo de integración multicultural de Occidente habría dado el espacio perfecto para que etnias y religiones convivieran sin mayores roces, pero las cosas están como están. De regreso en la tierra de sus ancestros y sus héroes míticos, todos los sentimientos que habían permanecido reprimidos durante siglos, todo el valor asociado con el ser judío, toda una cultura callada recibió de manos de la historia la oportunidad de desenrollar su cuerpo y mostrarse. El asunto debería haber terminado ahí.
Pero la situación va así: nuevamente Israel tiene por enemigos a sus vecinos, todavía estamos esperando la horrorosa destrucción de alguna de las partes y sus diplomáticos acompañan el café matutino con amenazas e insultos. David cambió las piedras de su honda por bombas atómicas y Goliat tiene a su disposición todo el petróleo que puede conjurar un ábrete sésamo. Nadie sensato quiere comprar las entradas para ver esa pelea.
¿De qué sirve el judaísmo ahora? La mayoría de los pensadores judíos que han transformado el panorama cultural occidental han expuesto sus tesis y desarrollado sus investigaciones al margen de sus creencias tradicionales. En la actualidad, la única manifestación visible del sentimiento religioso hebreo en los asuntos del mundo es esa otra demencia del fanatismo sionista.
El libro de los rencores ha desatado su furia. El Israel moderno invade a sus vecinos, lanza ataques desproporcionados e injustificables, margina y discrimina a los ocupantes nativos de su territorio y se siente con derecho a bailar la Macarena sobre las resoluciones internacionales que condenan su manera inhumana de hacer guerra (lo cual es un evidente pleonasmo). En su comprensible afán por no volver a ser víctimas, los judíos parecen haber juzgado conveniente hacer víctimas a todos los demás.
Guardemos las proporciones: Occidente tiene ya suficiente remordimiento acumulado por el horror del Holocausto, hasta el punto de que negar su ocurrencia es delito en algunos países europeos (en contraste con Irán, donde parece ser el deporte nacional). A mí me duele y me ofende esa tragedia, y ni siquiera soy europeo. Pero crear Israel fue una respuesta apresurada y excesiva para un problema de fragmentación social que no se debió solucionar por la vía política, sino con educación. Los sionistas han aprovechado la oportunidad de cobrarle esta deuda a Occidente y, por lo que se ve, planean seguir usando la muerte de sus abuelos como excusa para hacer el papel de especie amenazada durante, si es posible, el resto de la historia.
A ese grado ha evolucionado el judaísmo: de salvavidas para un pueblo errante y sufrido pasó a ser la siniestra ideología que pretende justificar el cometer contra los palestinos las mismas atrocidades que había ideado el monstruo nazi. Tenemos aquí confirmación de que no todo cambio evolutivo es favorable. Este giro en el judaísmo, en particular, es terriblemente dañino, y los mismos israelíes pagarán dolorosamente su extravagancia.

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