El problema con el término «ateísmo»

Estoy en desacuerdo con la mayor parte de lo que usa Sam Harris como centro de esta conferencia. Me parece que el problema que plantea tiene que ver, fundamentalmente, con su deficiente posición ontológica y su muy básica filosofía de la religión. En este sentido, los hablantes hispanos podemos, si se quiere, enorgullecernos de que algunos de nuestros adalides ateos (Bueno, Puente Ojea, Pérez Jara) están en un nivel muy superior para hablar de estas cuestiones. Por lo general, Harris me parece mejor fundamentador que sus colegas de estas lides Dawkins y Hitchens. Pero, en fin, dado el interés polémico de mucho de lo que aquí expone, ofrezco el texto que sigue.

Fernando G. Toledo



En una charla en la conferencia de la Atheist Alliance que tuvo lugar en Washington D.C. el 28 de septiembre de 2007, Sam Harris dejó caer una idea que desde entonces ha tenido profundo impacto en la prensa humanista de todo el mundo. ¿Hasta qué punto debe el humanista secular hoy en día celebrar ser considerado “ateo”? ¿No han sido ya el nihilismo o el existencialismo movimientos de una más expresiva militancia atea, y sin embargo modelos éticos de una naturaleza completamente distinta? Tom Flynn, editor de Free Inquiry, resumió a la perfección la inquietud de Harris. Merece la pena sin embargo reseñar la charla completa, uno de los manifiestos humanistas más provocativos redactados durante el presente siglo.

© Sam Harris
Traducción de Ismael Valladolid Torres


Para empezar, me gustaría tomarme un momento para reseñar cómo de extraño resulta que una reunión como esta sea de hecho necesaria.

Estamos en 2007, y todos aquí hemos tenido que robarle tiempo a nuestras atareadas vidas, y algunos que viajar grandes distancias, sólo para poder reunirnos para pensar una estrategia para sobrevivir en un mundo en el que la mayor parte de la gente cree en un dios imaginario. Estados Unidos es una nación en la que viven 300 millones de personas, que influyen en el curso del mundo más que cualquier otro grupo en la historia humana, y aun esta influencia queda corrompida, y se muestra decadente, porque 240 millones de estas personas aparentemente están convencidas de que de un momento a otro Jesús va a volver y a orquestar el fin del mundo con sus poderes mágicos. Por supuesto, podemos especular con cuánta de esa gente que dice creer en esas cosas, realmente lo hace. Sé que Christopher —Hitchens— y Richard —Dawkins— son optimistas acerca de que el resultado de este tipo de sondeos de opinión realmente refleje lo que la gente profesa privadamente.



Pero no hay duda de que la mayor parte de nuestros vecinos realmente actúan como si creyeran este tipo de cosas, y de que dichas profesiones han tenido un efecto desastroso en nuestro discurso político, en nuestras actuaciones públicas, en la enseñanza de la ciencia y en nuestra reputación ante el mundo. Aún si sólo una tercera o una cuarta parte de nuestros vecinos creen realmente en lo que luego profesan, creo que tenemos un buen problema del que preocuparnos. No me encuentro a menudo en un salón como éste, rodeado de gente con la que más o menos tengo la garantía de estar de acuerdo en el tema de la religión. Al pensar en lo que podría deciros esta noche, me pareció que podía elegir entre arrojar carne fresca a los leones del ateísmo, o llevar la conversación a un terreno en el que podríamos no estar de acuerdo. Me he permitido, a riesgo de afectar a vuestro humor, elegir la segunda opción, y decir un par de cosas que podrían crear controversia. Dada la ausencia de evidencias de la existencia de Dios, y la estupidez y el sufrimiento que aún hoy surgen bajo el manto de la religión, declararse a uno mismo «ateo» podría parecer la única respuesta adecuada. Y es la posición que muchos de nosotros hemos adoptado orgullosamente en público. Hoy voy a sugerir que nuestro uso de esta etiqueta es un error, y un error con consecuencias.

Mis inquietudes con el uso del término «ateo» son filosóficas y estratégicas. Hablo desde una posición de alguna forma inusual e incluso paradójica, dado que soy una de las voces públicas del ateísmo. Sin embargo, nunca me consideré a mí mismo ateo antes de ser invitado a hablar como si lo fuese. Incluso no utilizo el término en The End of Faith, que sigue siendo mi crítica más sustancial a la religión. Tal y como razono brevemente en Letter to a Christian Nation, creo que «ateo» es una etiqueta que no necesitamos, de la misma forma que no necesitamos una palabra para definir a los que no creen en la astrología. No les llamamos «no-astrológicos» ni nada parecido. Sólo necesitamos palabras como «razón», «evidencia», «sentido común» y «caca de vaca» —N. de. T. bullshit en el original, ciertamente un término favorito de Harris— para poner a quienes practican la astrología en su sitio. Lo mismo debería poder hacerse con la religión. Si la comparación con la astrología parece demasiado fácil, considérese el problema del racismo. El racismo es probablemente el problema social más intratable que hemos tenido en este país. Hablo de convicciones realmente enraizadas. Estoy seguro de que todos hemos visto fotos de linchamientos durante la primera mitad del siglo pasado, donde pueblos enteros del Sur, miles de hombres, mujeres y niños; banqueros, abogados, médicos, profesores, prelados, editores de prensa, policías, o de vez en cuando senadores u hombres del congreso, se pasaban por sangrientos carnavales en los que un joven de color era torturado hasta la muerte y después empalado en un lugar público a la vista de todos. En esas fotos, los pueblerinos, con sus mejores ropas de domingo, se hacían felices fotos de postal bajo jóvenes de color linchados, lacerados e incluso quemados. Gente normal, por supuesto religiosa, que se llevaba a casa souvenirs para enseñar a sus amigos; dientes, orejas, dedos, trozos de rodilla, órganos internos. Incluso los mostraban en sus lugares de trabajo.

No pretendo sugerir, por supuesto, que el racismo ya no es un problema en este país. Pero sí que quien piense que el problema es tan serio como siempre lo ha sido simplemente ha olvidado o nunca ha aprendido cómo de serio llegó a ser en realidad. Así que, nos podemos preguntar, ¿cómo ha llegado la gente de bien y de sentido común a decidirse a combatir el racismo? Estaban los movimientos por los derechos civiles, por supuesto. El KKK fue desplazado a los límites de la sociedad. Hubo cambios importantes y, pienso, irrevocables en la forma en la que se hablaba de la cuestión de la raza —en particular nuestros periódicos dejaron de publicar artículos de opinión manifiestamente racistas, tal y como sí hacían hace un siglo—. Ahora pregúntese, ¿cuántos de nosotros hemos tenido que identificarnos a nosotros mismos como «no-racistas» para participar en este movimiento? ¿Existe en alguna parte una «alianza de no-racistas» a la que me pueda apuntar? Darle a algo una etiqueta comporta responsabilidades, especialmente si la cosa que estás nombrando ni siquiera es una cosa. Y el ateísmo, me atrevo a discutirlo, no es «una cosa». No es una filosofía, tal y como el «no-racismo» tampoco lo es. El ateísmo no es un punto de vista sobre el mundo, a pesar de que mucha gente lo vea así y lo ataque como si lo fuera. Los que no creemos en Dios estamos colaborando en este malentendido consintiendo ser llamados o incluso llamándonos a nosotros mismos así.

Otro problema es que al aceptar una etiqueta, particularmente la de «ateos», parecemos estar consintiendo ser vistos como parte de una subcultura maniática. Estamos permitiendo que nos vean como un grupo con un interés marginal que se reúne en las salas de billar de los hoteles. No digo que reuniones como ésta no sean importantes; no estaría aquí si pensase que no lo son. Lo que afirmo es que desde el punto de vista filosófico somos culpables de confusión y desde el punto de vista estratégico, hemos caído en una trampa. Una trampa, además, que ha sido deliberadamente puesta bajo nosotros, y a la que nos hemos lanzado con los dos pies por delante. Es un honor encontrarme continuamente asociado con Dan —Dennett—, Richard —Dawkins— y Christopher —Hitchens— como si fuesemos una persona con cuatro cabezas. Sin embargo, esta noción de «nuevos ateos» o de «ateos militantes» ha sido utilizada para mantener nuestras críticas a la religión bajo cuerda, y ha permitido a muchos rechazar nuestros argumentos sin pensar en necesitar realmente replicarlos. Mientras que nuestros libros se han hecho notar realmente, creo sin embargo que nuestro discurso sobre la lucha entre fe y razón o entre religión y ciencia ha sido y va a seguir siendo marginalizada con éxito bajo el letrero del ateísmo. Así pues, voy a hacer explícita mi propuesta, un tanto sediciosa; no nos llamemos a nosotros mismos «ateos». No nos llamemos a nosotros mismos «secularistas». Tampoco «humanistas» o «humanistas seculares» o «naturalistas» o «escépticos» o «antiteístas» o «racionalistas» o «librepensadores» o «brillantes» (brights). No nos llamemos a nosotros de ninguna forma. Simplemente sigamos siendo gente decente y responsable, encendamos el radar y enfrentémonos a las malas ideas allá donde las encontremos. Porque resulta que la religión es más aún que una sarta de malas ideas. Sigue siendo el único sistema de pensamiento donde el proceso de mantener esas malas ideas en una perpetua inmunidad a la crítica se considera un acto sagrado. El acto de la fe. Y sigo convencido de que la fe religiosa es uno de los más perversos malos usos de la inteligencia que la humanidad ha ideado nunca. Así que seguiremos, irremediablemente, criticando el pensamiento religioso. Pero, por favor, no nos definamos ni nos nombremos a nosotros mismos a partir de nuestra oposición a esa forma de pensar.

Así que, ¿qué significa esto en términos prácticos, aparte de que Margaret Downey tenga que cambiar el letrero? [Risas]. Bien, mejor que declararnos «ateos» en oposición a las religiones, creo que no deberíamos hacer nada más que declararnos a favor de la razón y de la honestidad intelectual; lo que nos hace colisionar, no con la religión como tal, sino con creencias religiosas específicas. Porque para nosotros no existe «la religión como tal». El problema es que el concepto de ateísmo nos impone la falsa carga de tener que permanecer obsesionados con las creencias de la gente sobre Dios y con nuestro tratamiento de la religión. No deberíamos darle un tratamiento fijo a nada. De hecho deberíamos tener la habilidad de apuntar rápidamente a la diferencia entre religiones; por dos razones: Primero; las diferencias hacen aparecer a las religiones como contingentes, y de ahí estúpidas. Considérense las características únicas del mormonismo; el cual podría jugar un importante papel en las próximas presidenciales. El mormonismo me parece objetivamente un poco más idiota que el cristianismo. Lo cual es lógico dado que el mormonismo es cristianismo más un par de ideas realmente estúpidas. Por ejemplo, los mormones piensan que Jesús volverá a la tierra y administrará sus mil años de paz, al menos temporalmente, desde el estado de Missouri. ¿Por qué esto hace del mormonismo un movimiento más improbable que el cristianismo? Porque no importa cómo de pequeña sea la posibilidad que le des a la idea de que Jesús va a volver, la probabilidad de que lo haga a su casa de verano en Jackson Country es aún más pequeña.

Si Mitt Romney quiere ser el próximo presidente, deberíamos hacerle llegar nuestra incredulidad sobre el mormonismo. Podemos incluso hacer causa común con los cristianos. ¿En qué cree este hombre? El mundo debería saberlo. Y existe la garantía de que nos avergonzaría a muchos, incluso a quienes creen en el Dios bíblico. El segundo punto de atención hacia las diferencias entre las distintas religiones es que dichas diferencias son hoy en día asunto de vida o muerte. Hay pocos de nosotros preocupados o sin poder dormir por las noches pensando en los Amish. No es accidental. No tengo duda de que los Amish hacen mal impidiendo que sus niños tengan una educación adecuada; pero no secuestran aviones y los estrellan contra edificios. Considérese cómo nosotros, como ateos, tendemos a opinar sobre el Islam. Los cristianos suelen quejarse de que los ateos y el mundo secular en general, solemos equilibrar nuestras críticas al extremismo islámico con críticas al extremismo cristiano. La tendencia usual es considerar que ellos tienen jihadistas y nosotros gente que asesina a médicos abortistas. Nuestros vecinos cristianos, incluso los más tarados, tienen sin embargo razón al quejarse de esta pretensión de equilibrio, dado que la verdad es que el Islam asusta más y es más culpable hoy en día de la miseria humana de lo que el cristianismo lleva siendo durante siglos. El mundo debe despertar ante este hecho. Los musulmanes mismos deben. Y pueden. Recordarán un artículo reciente de Thomas Friedman sobre Irak, informando de que milicias sunníes colaboran con las fuerzas estadounidenses en la lucha contra los jihadistas. Cuando Friedman preguntó a un militante sunní sobre esto, respondió que hacía poco había visto a un miembro de al-Qaeda decapitar a una niña de 8 años, y que esto le convenció de que el invasor estadounidense era el menos malo de los dos males. Así que, hasta un militante sunní puede distinguir entre el Islam ordinariamente loco y el Islam extraordinariamente loco, una vez que se encuentra con la sangre derramada de niñas. Es suelo para la esperanza.

Pero tenemos que ser devastadoramente honestos con lo que hay al otro lado de esta línea. Esto es contra lo que estamos el mundo civilizado y el semicivilizado; contra la locura fanática y la barbarie en nombre del Islam. Dignificadas por mucha de la teología convencional, me entristece decir. Cuando intentas ser justo al hablar sobre el problema con el Islam es cuando malentiendes dicho problema. El refrán «todas las religiones tienen sus extremismos» es simplemente basura. Es el que hace que muchos occidentales se hayan echado a dormir. No todas las religiones tienen extremismos así. Algunas nunca los han tenido. En el mundo musulmán, el apoyo al extremismo no es extremo en el sentido de que es raro. En una reciente encuesta se reveló que la tercera perte de los musulmanes británicos querrían vivir bajo la ley de la Sharía, y otros tantos opinaban que la pena por apostasía debería ser la muerte. Y son musulmanes británicos. El 68% piensa que aquellos de sus vecinos que insultan al Islam deben ser arrestados, y que los caricaturistas daneses deberían ser llevados ante la justicia. Son gente que simplemente no tiene ni idea de lo que es una sociedad civil. E informes así viniendo de comunidades musulmanas que viven en nuestros países deberían preocuparnos mucho; más de lo que cualquier otra cosa sobre cualquier otra religión debería hacerlo.

El ateísmo es un instrumento sin punta cuando intentas usarlo en momentos como éste. Ahora tenemos un panorama espléndido de la ignorancia humana, con sus picos y sus valles; pero el concepto de ateísmo hace que nos fijemos en sólo una parte de este panorama; la parte relacionada con el teísmo. Porque para ser consistentes como ateos tenemos que oponernos, o hacer como que nos oponemos, a todas las fes por igual. Esto es una pérdida de tiempo y energía, y destruye la confianza que de otra forma tendríamos de muchos que fácilmente estarían de acuerdo en muchos de nuestros razonamientos. No estoy sugiriendo que debemos considerar intocables las creencias religiosas profundas y la fe —soy el tipo de tipo que escribe artículos con títulos tan resbaladizos como «La ciencia debe destruir la religión»— pero me parece que no tenemos que perder de vista distinciones muy importantes y muy útiles. Otro problema con llamarnos a nosotros mismos «ateos» es que cada religioso piensa que tiene un argumento decisivo contra el ateísmo. Ya nos sabemos esos argumentos, y vamos a seguir oyéndolos tanto tiempo como insistamos en llamarnos a nosotros mismos «ateos». Cosas como: el ateo no puede probar que Dios no existe o el ateo reclama saber que no hay Dios, y eso es arrogancia. Tal y como Rick Warren lo dijo cuando debatimos para Newsweek, un hombre razonable como él «no tiene la suficiente fe como para ser ateo». La idea de que el universo puede haber sucedido sin un creador necesita, para él, la mayor fe de todas. Por supuesto, como argumento para la verdad de cualquier doctrina religiosa, es puro travesti. Ya sabemos cómo salir de esta situación; tenemos la tetera de Russell, miles de dioses antiguos muertos, y ahora incluso el Monstruo Spaghetti Volador. Y la no-existencia de ninguno de ellos puede ser probada; aunque la creencia en los mismos sería de inmediato considerada una ridiculez por cualquiera. El problema es que tenemos que seguir con el mismo argumento una y otra vez; y tenemos que hacerlo sólo porque seguimos utilizando el término «ateos». Lo mismo con el argumento de los mayores criminales del siglo pasado. ¿Cuántas veces tenemos que enfrentarnos a la acusación de que Stalin, Hitler y Pol Pot son la cumbre del ateísmo? Tengo noticias para vosotros; este argumento no va a desaparecer. Ya lo discutí en The End of Faith, y me fue devuelto a la cara en cientos de revisiones del libro como si no lo hubiera mencionado. Así que lo volví a argumentar en el epílogo a su edición de bolsillo y me volvió a ocurrir lo mismo.

A riesgo de aburrir a la gente, volví a argumentar en Letter to a Christian Nation, Richard hizo lo mismo en The God Delusion y Christopher lo dio también de pasada en God is Not Great. Os aseguro que tendremos este argumento encima por tanto tiempo como sigamos etiquetándonos como «ateos». Y es que a los religiosos les convence. Convence a los moderados y a los liberales. Demonios, incluso convence a los ateos ocasionales. ¿Por qué tenemos que caer en esta trampa? ¿Por qué tenemos que situarnos obedientemente en el pedazo de realidad que nos aloja el esquema conceptual de la religión teísta? Es como si antes de empezar el debate, nuestros rivales dibujasen la silueta de la víctima con tiza en el suelo, y nosotros fuésemos y nos tumbásemos encima. En lugar de hacer esto, considérese qué ocurriría si simplemente usásemos palabras como «razón» o «evidencia». ¿Cuál es el argumento contra la razón? Unos pocos morderán el anzuelo y argumentarán que, en sí misma, la razón es un problema, que la Ilustración fue un proyecto fallido, etc. Pero la verdad es que hay muy pocos ahí afuera, incluso de entre los fundamentalistas religiosos, que se reconozcan a sí mismos como enemigos de la razón. De hecho estos fundamentalistas tienden a verse a sí mismos como campeones de la razón; pensando que existe una y muy buena para creer en Dios. A nadie le gusta reconocer que cree cosas basadas en una pésima evidencia.

El deseo de saber cómo funciona realmente el mundo es difícil de competir. Mientras aparecemos como ahítos de ese conocimiento, nos mostramos como duros de pelar. No es un deseo reducible al de un grupo de interés; no es un club, no es algo a lo que simplemente te apuntas. Y si lo ves así, reduces su influencia. El último problema con el ateísmo del que me gustaría hablar es de cómo se relaciona con algunas de las experiencias que yacen como núcleo de muchas tradiciones religiosas, quizá no todas, y que se suelen definir con mayor o menor claridad en la literatura espiritual y mística. Quienes hayan leído The End of Faith saben que no estoy del todo en línea con Dan, Richar y Christopher en mi tratamiento de estos temas, así que me gustaría tomarme un poco de tiempo para discutirlo. Mientras que siempre uso términos como «espiritual» o «místico» entre comillas, me tomo la molestia de desnudarlos de metafísica. La correspondencia que recibo de mis camaradas me sugiere que muchos encuentran problemático mi interés en estos temas.

Permítaseme primero describir el fenómeno general al que me refiero. Esto es lo que generalmente ocurre: una persona, en sea cual sea la cultura en la que vive, descubre que la vida es difícil. Incluso en los mejores momentos —tiene salud, nadie cercano ha muerto, la nevera está llena de cerveza, hace buen tiempo afuera— descubre que su experiencia del momento es tal que parece siempre estar moviéndose buscando la felicidad, y sólo apartándose momentáneamente de esta búsqueda. Todo lo hemos notado. Buscamos agradables vistas, sonidos, sabores, sensaciones, actitudes. Intentamos satisfacer nuestra curiosidad intelectual y nuestro deseo de amistad y romance. Nos hacemos conocedores del arte, de la música y del cine. Pero nuestros placeres son, por naturaleza, perecederos. Y no podemos hacer otra cosa que simplemente recuperarlos tan a menudo como seamos capaces. Cuando se disfruta de un éxito profesional, nuestro sentimiemto de plenitud es vívido, intoxicante, durante unas horas, quizás un día, pero entonces nos empiezan a preguntar «¿qué vas a hacer ahora?», «¿qué hay en tu libro de planes?». Steve Jobs lanza el iPhone, y probablemente no pasaron veinte minutos hasta que alguien preguntó «¿cuándo lo vas a hacer más pequeño?». Nótese que muy pocos, en este punto, y sin importar lo grande que sea lo que han conseguido, dicen «lo hice, he conseguido todas mis metas, ahora me voy a quedar aquí comiendo helado hasta morir delante de ti». Incluso cuando todo va todo lo bien que puede llegar a ir, la búsqueda de la felicidad continúa, y el esfuerzo requerido para apartar la duda, la insatisfacción y el aburrimiento continúa momento a momento. Aún cuando nada más lo hace, la certeza de la muerte y la experiencia de perder a los seres queridos apuñala la existencia mejor ordenada y más gratificante. En este contexto, algunos se han preguntado tradicionalmente si existen formas más profundas de bienestar. Si hay, por decirlo así, alguna forma de felicidad que no depende de reiterar placeres y éxitos y evitar dolores. Si hay alguna forma de felicidad que no depende de poder poner en la lengua la comida favorita de cada uno, de tener a todos los amados al alcance de los brazos, de disponer de buenos libros que leer, o de tener un buen plan para el fin de semana. ¿Es posible ser simplemente feliz antes de que nada ocurra, antes de que los deseos sean gratificados y a pesar de las inevitables dificultables de la vida, del dolor físico, de la vejez, la enfermedad, la muerte? Esta pregunta, creo, rodea la periferia de la consciencia de todos. Vivimos, hasta cierto punto, nuestra respuesta a esa pregunta; y muchos de nosotros vivimos como si la respuesta fuese no. No, no hay nada más profundo que repetir placeres y evitar el dolor. No hay nada más profundo que buscar la satisfacción, la sensorial y la intelectual. Muchos pensamos que lo único que hay que hacer en la vida es pisar el acelerador hasta que la carretera se acaba. Pero algunos, por el motivo que sea, sospechamos que la experiencia humana puede aspirar a mas. De hecho muchos lo sospechan gracias a la religión, a las reivindicaciones de gente como Buda o Jesús o muchas otras celebradas figuras religiosas. Y esa gente puede empezar a practicar varias disciplinas de la atención, a menudo llamadas «meditación» o «contemplación» como una manera de examinar su experiencia tan cercanamente como sea posible para averiguar si alguna forma más profunda de bienestar es realmente encontrable. Tal persona podría encerrarse en una cueva, o en un monasterio, durante meses o años, para facilitar este proceso. ¿Por qué hacer eso? Bien, en realidad es un experimento simple. Ésta es la lógica; si hay alguna forma de bienestar psicológico que no es dependiente de simplemente repetir placeres, entonces debería estar disponible incluso si esas fuentes de placer ya no están.

Si existe, esa felicidad debería poder alcanzarse incluso si se ha renunciado a las posesiones materiales, se ha renunciado a una relación con la chica que te gustaba del instituto, y se ha cambiado el lugar de residencia por una cueva o por cualquier otro punto definitivamente incompatible con la satisfacción de los deseos y las aspiraciones ordinarias. Una pista sobre cómo puede llegar a asustar un proyecto vital de este tipo es el hecho de que el confinamiento solitario —de lo que estamos hablando— se considera un castigo incluso dentro de una prisión. Incluso cuando estás rodeado de homicidas y violadores, prefieres su compañía a estar solo en un recinto cerrado. Aún así, durante miles de años, los contemplativos han reivindicado haber encontrado un bienestar extraordinariamente profundo mientras perdían mucho tiempo en soledad total. Me parece que, como seres racionales, sin importar si nos llamamos a nosotros mismos «ateos» o no, podemos elegir cómo vemos este asunto. Bien la literatura contemplativa es un mero catálogo de ilusiones religiosas, fraude deliberado y psicopatología, bien realmente hay quien ha tenido experiencias interesantes bajo la etiqueta de «espiritualidad» o «misticismo» durante miles de años.

Permítaseme afirmar, a partir de mi propio estudio y experiencia, que no tengo ninguna duda de que a través de prácticas tradicionales como la meditación, mucha gente ha mejorado su vida emocional, su entendimiento, sus intuiciones éticas, e incluso han llegado a un profundo conocimiento de la subjetividad. Por supuesto, dejando de lado la metafísica, la mitología, y otras chorradas, lo que contemplativos y místicos llevan miles de años reivindicando haber descubierto es que hay una alternativa a simplemente vivir a merced del siguiente pensamiento neurótico que nos traiga nuestra consciencia. Hay una alternativa al hechizo permamente de la conversación que tenemos con nosotros mismos. La mayor parte de nosotros, al ver a alguien caminar por la calle hablando en voz alta con sí mismo, no siendo capaz de censurarse frente a los demás, pensará que está mentalmente enfermo. Sin embargo, todos nosotros hablamos con nosotros mismos durante todo el día, pensando, pensando, pensando, recuperando conversaciones recientes, pensando en lo que dijimos, en lo que no dijimos, en lo que deberíamos haber dicho, abrumándonos a nosotros mismos con lo que esperamos que suceda, lo que ha sucedido, lo que casi sucede, lo que debería haber sucedido… Pero como sabemos hacer que esta conversación sea privada, lo consideramos normal. Compatible con la salud mental. Bien, esto no es lo que la experiencia de millones de contemplativos sugiere.

Por supuesto, no estoy negando la importancia de pensar. No hay duda de que el pensamiento lingüístico es indispensable para nosotros. En gran parte es lo que nos hace humanos. Es la fábrica de cada cultura, y de cada relación social. Es la base de toda la ciencia. Y es seguramente responsable de nuestra capacidad cognitiva, de la más rudimentaria, integrando creencias, planes, el aprendizaje, el razonamiento moral, y muchas otras capacidades mentales. Incluso hablar con nosotros mismos en voz alta, en ocasiones sirve una útil función. Desde el punto de vista de nuestra tradición contemplativa, sin embargo —llevado a una versión caricaturesca que ignora por completo cualquier disputa esotérica— nuestra identificación habitual con el pensamiento discursivo, nuestro fallo al reconocer que los pensamientos son simplemente pensamientos, es una fuente importante de sufrimiento humano. Cuando alguien rompe esta cadena, pasa a disponer de una fuente de liberación extraordinaria. El problema de una reivindicación contemplativa de este tipo es que no puedes tomar prestadas las herramientas de otro para ponerla a prueba. El problema es que para ponerla a prueba cada uno tiene que construirse sus propias herramientas contemplativas, algo que también sirve para apreciar con qué distracción llegamos a tomarnoslo en primer lugar.

Imagínese cómo sería la astronomía si fuese necesario que cada uno tuviese que construirse un telescopio incluso antes de llegar a la conclusión de que merece la pena perder el tiempo con ella. No haría que el cielo fuese más o menos interesante de observar, pero sí habría hecho inmensamente más difícil establecer que la astronomía es una ciencia. Para juzgar las reivindicaciones empíricas de los contemplativos, te tienes que construir tu propio telescopio. Juzgar una reivindicación metafísica es otro asunto; es fácil descartarla como mala ciencia o incluso mala filosofía simplemente pensando sobre ella. Pero para juzgar si determinadas experiencias son posibles, y de ser posibles, son deseables, tenemos que utilizar nuestra atención de una manera determinada. Tenemos que romper nuestra identificación con el pensamiento discursivo al menos por unos momentos. Y esto requiere mucho trabajo, como mínimo porque no es un trabajo sobre el que nuestra cultura sepa gran cosa.

Un problema del ateísmo como pensamiento, es que aparece como sinónimo de no estar interesado en lo que alguien como Buda o Jesús podrían haber experimentado. De hecho, muchos ateos rechazan esas experiencias de antemano, como imposibles, o si posibles, en absoluto interesantes. Otro error común es imaginar que dichas experiencias son necesariamente equivalentes a estados mentales con los que ya estamos familiarizados; la fascinación científica, la apreciación estética, la inspiración artística, etc. Como alguien que ha hecho sus modestos progresos en este área, permítaseme asegurar que cuando una persona se retira en soledad y se entrena a sí misma en la meditación durante 15 o 18 horas al día, durante meses o años, en silencio, no haciendo nada más, no leyendo, no hablando, no escribiendo, sólo haciendo un esfuerzo sostenido, momento tras momento, para simplemente observar qué contiene su consciencia, no perdiéndose en el pensamiento; experiencia cosas que muchos científicos y artistas no saben que es posible experimentar, a no ser que hayan hecho el mismo esfuerzo de introspección. Y que estas experiencias dicen mucho de la plasticidad de la mente humana y de las posibilidades de la felicidad. Así que, además de llevar vuestra atención a estos fenómenos, me gustaría apuntaros que, como ateos, nuestro rechazo a este tipo de experiencia humana nos pone en desventaja. Porque millones de personas han tenido estas experiencias, millones de personas creen haber estado cerca de tenerlas, y nosotros, como ateos, las rechazamos de principio porque siempre han tenido asociaciones religiosas. Dado que muchas veces estas experiencias constituyen el momento más decisivo y transformador de la vida de una persona, no reconocer que son posibles e importantes nos hará fácilmente aparecer como menos sabios que incluso los más locos de nuestros oponentes religiosos. Mi miedo es que el ateísmo pueda llegar fácilmente a la posición de no interesarse en ciertas posibilidades útiles. No sé si el universo es, como decía Haldane, «no sólo más extraño de lo que suponemos, sino más extraño de lo que podemos llegar a suponer». Pero estoy seguro de que es más extraño de cómo nosotros, como «ateos» tendemos a representarlo mientras promovemos el ateísmo. Como ateos damos a los demás, e incluso a nosotros mismos, la sensación de que estamos muy avanzados en la tarea de despojar al universo de misterio.

Sin embargo, como representantes de la razón, sabemos en realidad que el misterio va a estar mucho tiempo entre nosotros. De hecho hay buenas razones para creer que el misterio no se puede erradicar de nuestra circunstancia humana dado que por mucho que sepamos siempre habrá hechos que no podemos representar y que simplemente debemos dar por entendidos si queremos tener explicación para todo lo demás. Igual es un problema epistemológico, pero no es desde luego un problema para la vida y la solidaridad humanas. No despoja de sentido nuestras vidas. Y no es una barrera para nuestra felicidad. Nos encontramos, sin embargo, ante el desafío de contagiar este punto de vista a los demás. Nos encontramos ante el desafío de persuadir a un mundo infectado por mitos que el amor y la curiosidad son suficientes y que no necesitamos consolar o asustarnos a nosotros mismos y a nuestros hijos con cuentos de hadas de la edad de hierro. Creo que no hay ninguna batalla intelectual que sea más importante ganar; hay que combatir desde cien frentes, al mismo tiempo y sin detenerse. Pero creo que esa lucha no ha de librarse en filas ordenadas y vistiendo las casacas rojas del ateísmo. Finalmente, creo que es útil dar una visión de cómo será nuestra victoria. De nuevo, la analogía con el racismo me parece instructiva. ¿Cómo aparecerá la victoria contra el racismo, si alguna vez llega ese día feliz? No será ciertamente un mundo en el que muchos se profesen no-racistas. En su lugar, será un mundo en el que el concepto de las razas distintas habrá perdido su significado. Habremos ganado nuestra guerra de ideas contra la religión cuando el ateísmo sea incomprensible como concepto. Nos encontraremos simplemente en un mundo en el que la gente no se agrede pretendiendo saber cosas que en realidad no sabe. Es un futuro por el que merece la pena luchar. Podría ser de hecho el único futuro compatible con nuestra supervivencia a largo plazo como especie. Pero el único camino entre ahora y entonces, el único que diviso, pasa por que seamos rigurosamente honestos hoy en día. Creo que la honestidad intelectual ya es, y va a ser siempre, algo más profundo y más fácilmente contagiable que el «ateísmo».

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