Los hijos y la muerte

Tengo un recuerdo borroso. Alguna vez, hace ya muchos años, pregunté a mi madre sobre la muerte. Mi recuerdo incluye mi sensación de tristeza, y la respuesta de mi madre, que pese a todos sus esfuerzos, no pudo dejar de preocuparme con la respuesta. Es curioso, porque ella es creyente, pero su respuesta no incluía hermosos paraísos ni limbos consuelo. Ni siquiera aterradores infiernos. En sus palabras, no había mención a ninguna forma de eternidad. Yo ya sabía que el cuerpo moría, pero esperaba en sus palabras la noticia de que algo perdurara. Ella fue crudamente sincera. Sus mejores intentos por consolarme eran contarme las cosas maravillosas que la naturaleza haría con mis restos, lo que me importaba (y me importa) bastante poco.

Más de treinta años pasaron y si ningún desafortunado evento apresura las cosas, cuanto mucho en un par de años mi hijo nos hará la misma pregunta. El recuerdo de mi propia angustia me hace imposible suponer que la cruda realidad le resulte agradable, pero por otro lado reconozco que con dos padres ateos, sus posibilidades de recibir una respuesta mejor de la que yo mismo recibí son cero.

Hace poco un amigo me preguntó como resolvería esto. Él, también ateo, reconocía que Dios es una buena salida, y que una mentirita piadosa es mucho mejor que la fría verdad. Yo encontraba dos objeciones que me hacían no compartir su posición:

  • Primero, creo que la educación es, en parte, enseñarle a aceptar las cosas que no nos gustan.
  • Segundo, no parece una mentira sostenible, siendo que sus padres son ateos activos. No solo decimos que no existen dioses, sino que nuestra actitud cotidiana asume la no existencia de dioses. En ese contexto, no podemos decirle “no existe, pero se lleva a los buenos a su lado”.

Alguna vez he escuchado a algún padre decirle a su hijo que su abuelo muerto estaba en no se que estrella en el cielo. Es una alternativa que no menciona a dioses expresamente, pero que no me resulta mucho mejor. No resuelve la primera de mis objeciones, y atenta contra la filosofía de la segunda, por lo que es una explicación que tampoco me parece inteligente.

Otra alternativa es comparar la muerte con alguna especie de sueño profundo y duradero. Pero de nuevo no resuelve la primera de mis objeciones, y agrega confusiones respecto a lo que significa “dormir”, con el peligro de que lejos de alejarlo del miedo a la muerte, ahora también tenga miedo a dormirse.

Por un momento, asumí que la única alternativa era ser coherente con su educación “atea”, y que por más duro que sea, tenía que conocer nuestra verdad: “La muerte es el fin. No habrá nada más por el resto de la eternidad”. Pero si me suena terrible a mi con 36 años, me imagino como sonará a un niño de apenas 3 o 4. Afortunadamente, poco tiempo después descubrí que la respuesta no solo era dura, sino que no era la más coherente con la educación que habíamos acordado. Si aún siendo ateos, estábamos de acuerdo en no decirle “Dios no existe”, sino simplemente explicarle que “ni mamá ni papá creen en Dios”, pero que él debería decidir en que creer y en que no, lo mismo podría decirse respecto a la muerte. De hecho, tanto sobre Dios, como sobre la muerte, como sobre cualquier otro tema, hay quienes no piensan como nosotros. Él sabrá que sus padres son ateos, y que creen que la muerte es el fin, pero sabrá también que otros creen otras cosas. Si ve en nosotros alguna autoridad, posiblemente tome más en cuenta nuestro punto de vista que otros. Sería tonto negar la influencia de los padres sobre los hijos. Por eso, justamente, como la influencia es inevitable, se trata de blanquearla. Que descubra que la influencia no es mala, que conocer otras ideas ayuda, pero que él es quien va a construir su visión del mundo. Y en ese proceso, asumirá cada cosa (la idea de la muerte incluida) en la medida y de la forma que vaya pudiendo.

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