¿Respetar las creencias? Respondiendo al tradicional “Si no crees, respeta”
"Si no crees, respeta" es una de las respuestas que con frecuencia se lee en redes sociales frente a crÃticas abiertas a la religión, o incluso burlas. A este argumento responde Carlos Palacio en su artÃculo "¿Respetar las creencias? que reproducimos aquÃ.
Si tuviera que mencionar dos de las afirmaciones que más me irritan, serÃan las siguientes: “hay que respetar las creencias de los demás†y “no importa en qué dios creas, lo importante es creer en algoâ€.
Me resultan irritantes no solo porque no resisten el más mÃnimo análisis sino porque, a pesar de eso, son asumidas por la sociedad en que vivo y con una unanimidad casi monolÃtica, como verdades incuestionables.
¿Hay que respetar las creencias de los demás? ¿En serio hay que hacerlo? Pues yo creo que no. Y para no alargar la explicación lanzo una sola pregunta a modo de ejemplo: ¿merece respeto y consideración la opinión de los neonazis sobre la superioridad de los blancos? Yo espero, de corazón, que la mayorÃa de personas respondan que no.
Y aclaro: no propongo quitarle sus derechos a los cabeza rapadas, ni siquiera a los integrantes de la cantinflesca comunidad que reivindica la figura tragicómica del ario colombiano. Creo que, en principio, esas personas merecen el mismo respeto que cualquier otra. No asà su creencia.
El problema radica en confundir la persona con la opinión de la persona.
Si me encuentro con alguien que considera que se deberÃa permitir a los adultos sostener relaciones sexuales con niños —de hecho existe una comunidad en Europa y Estados Unidos que lo hace— reclamo el derecho a decirle: “tu opinión no merece el más mÃnimo respetoâ€.
Una cosa es la persona y otra su idea.
¿Respetar a las personas? ¡Claro que sÃ! ¿Respetar automáticamente sus creencias? ¡Claro que no! Las creencias, para ser dignas de respeto, deberán cumplir el requisito de no lesionar los principios sobre los que se construye la civilidad.
Me resultan irritantes no solo porque no resisten el más mÃnimo análisis sino porque, a pesar de eso, son asumidas por la sociedad en que vivo y con una unanimidad casi monolÃtica, como verdades incuestionables.
¿Hay que respetar las creencias de los demás? ¿En serio hay que hacerlo? Pues yo creo que no. Y para no alargar la explicación lanzo una sola pregunta a modo de ejemplo: ¿merece respeto y consideración la opinión de los neonazis sobre la superioridad de los blancos? Yo espero, de corazón, que la mayorÃa de personas respondan que no.
Y aclaro: no propongo quitarle sus derechos a los cabeza rapadas, ni siquiera a los integrantes de la cantinflesca comunidad que reivindica la figura tragicómica del ario colombiano. Creo que, en principio, esas personas merecen el mismo respeto que cualquier otra. No asà su creencia.
El problema radica en confundir la persona con la opinión de la persona.
Si me encuentro con alguien que considera que se deberÃa permitir a los adultos sostener relaciones sexuales con niños —de hecho existe una comunidad en Europa y Estados Unidos que lo hace— reclamo el derecho a decirle: “tu opinión no merece el más mÃnimo respetoâ€.
Una cosa es la persona y otra su idea.
¿Respetar a las personas? ¡Claro que sÃ! ¿Respetar automáticamente sus creencias? ¡Claro que no! Las creencias, para ser dignas de respeto, deberán cumplir el requisito de no lesionar los principios sobre los que se construye la civilidad.
Carlos Palacio es médico, músico y con cierta regularidad escribe artÃculos ateos. |
¿Y qué decir a quienes afirman que sin importar en qué dios se crea, lo importante es creer en algo? Pues habrÃa que preguntarles ¿importante para qué?
¿Importante para ser felices? Claro que no. Los muchos descreÃdos que llevamos vidas bastante satisfactorias y los miles de creyentes que arrastran existencias miserables descartan esa posibilidad.
¿Importante para ser buenas personas? La lista de ateos nobles y de creyentes criminales es tan extensa que sobran los detalles. Por supuesto la afirmación contraria también aplica, lo que no hace más que reforzar el punto de que la creencia en nada determina las cualidades morales de una persona.
Si bien la masa religiosa ha aceptado a regañadientes cierta tolerancia ecuménica como única salida al arrinconamiento intelectual al que ha sido sometida por la ciencia y la razón, también es cierto que su desprecio inveterado por la diferencia se ha desplazado ahora a su nueva colectividad de parias: los ateos. ¡Y si no, ¿cómo va la religión a ejercer su amado deporte de señalar y de juzgar al diferente?!
Pues no. No hay que creer en algo. Se puede (¡de hecho es espléndido!) no creer en nada desde una perspectiva religiosa sin que eso signifique ser moralmente indigno.
Acepto sin problemas que la creencia en un dios es útil, en especial para quienes tienen pánico de enfrentar su finitud. Pero el hecho de que sea útil no la hace ni necesaria ni verosÃmil y en no pocos casos se convierte en un lastre que nubla el camino de la felicidad.
“Con religión o sin ella hay gente buena haciendo el bien y gente mala haciendo el mal. Pero para que la gente buena haga el mal se necesita la religiónâ€. Esta brillante afirmación del Premio Nobel de FÃsica Steven Weinberg resume mi punto: no creer también es una opción humana y moral perfectamente defendible.
Dos frases irritantes.
Dos pseudoverdades de aceptación casi unánime que me recuerdan, cada vez que las escucho, lo poco que la especie a la que pertenezco utiliza el órgano que la define como especie.
¿Importante para ser felices? Claro que no. Los muchos descreÃdos que llevamos vidas bastante satisfactorias y los miles de creyentes que arrastran existencias miserables descartan esa posibilidad.
¿Importante para ser buenas personas? La lista de ateos nobles y de creyentes criminales es tan extensa que sobran los detalles. Por supuesto la afirmación contraria también aplica, lo que no hace más que reforzar el punto de que la creencia en nada determina las cualidades morales de una persona.
Si bien la masa religiosa ha aceptado a regañadientes cierta tolerancia ecuménica como única salida al arrinconamiento intelectual al que ha sido sometida por la ciencia y la razón, también es cierto que su desprecio inveterado por la diferencia se ha desplazado ahora a su nueva colectividad de parias: los ateos. ¡Y si no, ¿cómo va la religión a ejercer su amado deporte de señalar y de juzgar al diferente?!
Pues no. No hay que creer en algo. Se puede (¡de hecho es espléndido!) no creer en nada desde una perspectiva religiosa sin que eso signifique ser moralmente indigno.
Acepto sin problemas que la creencia en un dios es útil, en especial para quienes tienen pánico de enfrentar su finitud. Pero el hecho de que sea útil no la hace ni necesaria ni verosÃmil y en no pocos casos se convierte en un lastre que nubla el camino de la felicidad.
“Con religión o sin ella hay gente buena haciendo el bien y gente mala haciendo el mal. Pero para que la gente buena haga el mal se necesita la religiónâ€. Esta brillante afirmación del Premio Nobel de FÃsica Steven Weinberg resume mi punto: no creer también es una opción humana y moral perfectamente defendible.
Dos frases irritantes.
Dos pseudoverdades de aceptación casi unánime que me recuerdan, cada vez que las escucho, lo poco que la especie a la que pertenezco utiliza el órgano que la define como especie.