Domingo de pasión

Es una costumbre dominguera. La gente se congrega masivamente unas horas antes del ocaso. Algunos pocos van solos, no muchos con la familia, y otros simplemente con conocidos, amigos y compañeros de agrupación.  El objetivo: Continuar con una tradición social, posiblemente enraizada en su propia familia o en su entorno. Una celebración irracional, en la que se mezclan sentimientos inexplicables, necesidad de pertenencia a algún grupo, presión social o familiar, o una combinación de todos ellos.

Se reúnen sin planteárselo demasiado. Ya es una rutina que no se cuestiona. Para algunos es casi un simple paseo, para otros es el sentido de sus vidas. En el medio, una gama enorme de grises.

Semana a semana entonan las mismas canciones en las que declaran sus sentimientos incondicionales, aún cuando los resultados no sean los deseados. Los éxitos incrementan ese sentimiento, pero los fracasos no parecen disminuirlo. Las buenas rachas reafirman el vínculo, pero las malas no lo ponen en duda.

Voluntaria o involuntariamente están entrenados para justificar la pertenencia a su agrupación. Son tan buenos para encontrar defectos en las otras agrupaciones, como para ignorar esos mismos defectos en la propia. En el fondo intuyen que tienen tan buenas o tan malas razones como los otros. Saben que más de una vez tendrán que explicar lo inexplicable, sostener lo insostenible, defender lo indefendible, pero no importa. Cuando la razón no les sirva, cuando los hechos no los favorezcan, les queda un recurso infalible: Lo sienten en su corazón, y eso les alcanza.

Parece fútbol, pero es religión.

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