¿Está Dios en los genes?

© Ángela Boto

¿En los pucheros, en los que sufren, en los laberintos virtuales de la Red? Omnipresente, se busca a Dios por todas partes. El florecimiento del pensamiento científico parecía esbozar el final de la fe, el desvanecimiento de la espiritualidad trascendente. Dios dejaría de ser la justificación de los hechos inexplicables de la naturaleza porque la ciencia encontraría las respuestas, las razones. Han pasado dos siglos y el 98% de la población mundial afirma creer en una fuerza superior; el 50% la denomina Dios. Ante la evidencia, parece que la ciencia no ha tenido más remedio que plegarse a la búsqueda. Se busca a Dios entre las moléculas. Algunos investigadores escudriñan en el entramado celular del complejo cerebro Sapiens sapiens y otros rastrean la elegante doble hélice del ADN. ¿En qué lugar de la bioquímica se encuentra el templo del Altísimo? ¿Por qué tenemos fe?

Andrew Newberg, investigador de la Universidad de Pensilvania cuyo último libro se titula Por qué creemos lo que creemos, asegura que nuestro cerebro «es esencialmente una máquina creyente porque no tiene otra opción». Por su parte, Dean Hammer, genetista de los Institutos Nacionales de la Salud de EEUU, afirma en El gen de Dios que «la espiritualidad es una de nuestras herencias básicas. Es, de hecho, un instinto. (...) Tenemos una predisposición genética para la creencia espiritual». El fundamento de tal afirmación no sólo lo sitúa en sus investigaciones, sino en una encuesta realizada por la institución a la que pertenece. Más de un tercio de los participantes aseguraba haber tenido algún tipo de contacto con una poderosa fuerza espiritual. Conviene apuntar que al mismo tiempo que se ha constatado un aumento de la fe, han disminuido las prácticas religiosas, subrayando de nuevo que, aunque a menudo se identifican, no es lo mismo religión que espiritualidad.

El área de la ciencia que más pistas ha recabado sobre la posible morada de Dios es la neurología; de hecho, hace años que se habla de una subdisciplina cuyo nombre lo dice todo: neuroteología. Claro que la realidad depende de los ojos que la miren porque los resultados de los experimentos sirven a unos para demostrar la existencia de Dios, y a otros, para afirmar que son la constatación de que el Supremo es sólo un producto mental más. Los más prudentes dicen: «Estamos biológicamente determinados para encontrar sentido a nuestras vidas. Sin embargo, si Dios es una mera creación de nuestro cerebro o no, todavía no está probado científicamente». Así contestaba Newberg por correo electrónico.

Newberg tiene experiencia en la exploración de lo divino en lo humano. Ha tomado numerosas imágenes de los cerebros de monjes de distintas confesiones y de otros voluntarios en estado de meditación u oración profunda. De este modo, ha visto que en los momentos álgidos se producen varios fenómenos neuronales simultáneamente. Aumenta la actividad en las áreas frontales encargadas de focalizar la atención, lo cual corresponde con la concentración propia de los estados de recogimiento profundo; también se observa una sobreactivación del sistema límbico, un grupo de estructuras asociadas a las emociones y a la memoria. Pero el hallazgo más sorprendente fue que al mismo tiempo se desactivan los lóbulos parietales, las regiones situadas aproximadamente debajo de la coronilla en los dos hemisferios. Se podría decir que esta área es la residencia del sentido del yo, es donde radica el concepto de individualidad. La reducción de la actividad durante la meditación o la oración tiene como consecuencia la disolución de las fronteras entre el yo y el entorno y conduce a la sensación de comunión con el universo, de pertenencia a la totalidad. Exactamente lo que describen los que alcanzan un estado profundo de trascendencia espiritual, de misticismo.

Uno de los pioneros de la búsqueda de Dios en el laberinto neuronal es Michael Persinger, neurocientífico de la Laurentian University (Canadá), que hace 20 años escribió un libro titulado La base neurofisiológica de la creencia en Dios. Persinger estaba interesado en descubrir por qué personas de distintas confesiones, culturas y estatus sociocultural podían experimentar estados de iluminación tan similares. Para ello comenzó a aplicar campos electromagnéticos débiles, pero muy precisos, al cerebro de quienes se prestasen. El objetivo era encontrar el área cerebral y la configuración electromagnética que permite a algunas personas experimentar la presencia de seres sobrenaturales. El 80% de las personas que se pusieron el famoso casco de Dios describieron cómo se habían encontrado con la divinidad. Aquellos que ya tenían experiencias previas aseguraron que las sensaciones generadas por el casco eran las mismas que las espontáneas. El propio Persinger, no siendo creyente, experimentó un contacto con Dios mientras aplicaba los campos magnéticos a otro. Para este neurocientífico, la morada de Dios se encuentra en los lóbulos temporales, las regiones del cerebro situadas sobre las orejas. Las conclusiones de Persinger estuvieron en entredicho cuando un grupo de investigación sueco no pudo reproducir sus resultados. La polémica se cerró sin un acuerdo claro.

Los más evolucionistas se preguntarán qué interés evolutivo puede tener para el ser humano la capacidad para tener experiencias místicas. «El cerebro nos da dos funciones básicas: automantenimiento y autotrascendencia. Nos ayuda a adaptarnos y cambiar a lo largo de la vida. La religión y la espiritualidad también nos proporcionan estas funciones básicas, así que ofrecen beneficios sustanciales al individuo», dice Newberg. Dean Hammer comparte su opinión: «Sostengo que uno de los papeles más importantes de los genes de Dios en la selección natural es proporcionar a los humanos un innato sentido del optimismo». Y el optimismo, opina, «mejora la salud humana y prolonga la vida». De hecho, la mayoría de las personas que han vivido una experiencia mística dicen que su vida mejoró y su percepción del mundo cambió. Según Hammer, ese efecto se debe a que esas personas están obligadas a plantearse «la cuestión más importante de la vida: la consciencia. (...) Sin ella no sabríamos quiénes somos ni adónde vamos. Sin embargo, nunca pensamos en ella». Cabe añadir aquí los estudios que indican que la meditación y las creencias religiosas tienen un impacto positivo en la salud y en la longevidad.

Los trabajos de Hammer para buscar los genes de Dios parten de estudios con gemelos. Éstos indican que los gemelos coinciden en sus creencias espirituales más que los hermanos no gemelos. Tras rastrear fragmentos de ADN, el investigador identificó un gen conocido como VMAT2. Como todos, presenta unas cuantas variantes que se diferencian entre sí por algunas de las letras que lo componen. Hammer postula que las personas que tienen en su genoma una de ellas tienen mayor tendencia espiritual, más disposición a lo que describe como autotrascendencia. Curiosamente, el supuesto gen de Dios nos remite de nuevo al cerebro porque el VMAT2 controla el uso de un grupo de neurotransmisores muy interesantes. Entre ellos, la dopamina y la serotonina, dos moléculas asociadas con el placer y la felicidad y también con sus reversos: la adicción y la depresión.

Hammer no es el único experto que relaciona la doble hélice con la divinidad. Un científico del prestigio de Francis Collins, responsable del consorcio público que secuenció el genoma humano, afirma que estudiando el código genético ha encontrado a Dios porque una complejidad semejante sólo puede ser obra de un Creador. Eso sí, aclara que no cuestiona la evidencia de la evolución, pero en su opinión la teoría de Darwin no está reñida con la existencia de una inteligencia superior. Gregg Braden, un ingeniero que ha trabajado en el desarrollo aeroespacial e Internet, es otro buscador de lo divino que ha unido elegantemente ciencia y tradiciones espirituales y que también ha encontrado la huella del Creador en la doble hélice. En El código de Dios expone sus investigaciones sobre la Cábala, la lengua hebrea y su paralelismo con los elementos químicos que componen el código genético. Braden propone que el nombre de Dios está escrito en el ADN de cada una de nuestras células, Dios está en nuestro interior.

Buena parte de la comunidad científica no quiere ni oír hablar de Dios; unos, porque consideran que son campos radicalmente diferentes, y otros, porque los consideran incompatibles. Entre los últimos se encuentra el ferviente ateo y apasionado discípulo de Darwin Richard Dawkins. Este biólogo británico despliega su armamento para fulminar a Dios y defender la teoría de evolución, que, según él, explica la vida –su último libro se titula El espejismo de Dios–. Dawkins habla sobre todo de religión, no de espiritualidad, y la considera una amenaza para la ciencia y para los espíritus racionales. Hammer, que lo menciona en varios capítulos de su libro, escribe que «irónicamente, al final ha resultado que Dawkins cree en una religión –la ciencia– que sigue más por fe que por lógica». Por su lado, Newberg afirma que, «puesto que siempre estaremos atrapados en nuestro cerebro, todos nosotros, desde el más devoto hasta el ateo más recalcitrante, tenemos creencias. Simplemente son diferentes».

Y en el repaso de la búsqueda científica de la divinidad, es obligado mencionar la física. Michael Faraday, el descubridor de la inducción electromagnética, decía que «toda la materia se mantiene en su lugar gracias a una fuerza. Tenemos que asumir que detrás de esa fuerza existe una mente consciente e inteligente». Casi dos siglos después, la física persigue la llamada partícula de Dios, es decir, el bosón de Higgs. El apodo viene de que esta escurridiza partícula parece haber existido sólo durante una decena de segundos después del Big Bang, pero en su corta existencia podría haber originado toda la materia. A pesar de que los físicos la buscan desde los años sesenta, aún no ha sido detectada. Dios se hace de rogar.

Algunos metafísicos proponen que Dios ha caído del cielo y que se está despertando en cada individuo para crearse a sí mismo a través de su propia criatura. De modo que tal vez haya que buscar a Dios en las acciones.

Publicado en El País, el 11/05/2007.

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