Escribir es siempre un verbo transitivo

Cuando se nos empieza a enseñar a poner letras juntas nos van mostrando por partes la armazón de un texto. Aprendemos de memoria que un cuento tiene inicio, nudo y desenlace. Que las obras de teatro se dividen en actos y éstos en escenas. Que un soneto alejandrino es un cuadrado de catorce por catorce. Que un informe escrito lleva portada, introducción, objetivos, justificación, marco teórico, conclusiones y bibliografía. Y eso cuando no les da por ponerse exigentes. Pero en un primer momento puede que nos preguntemos por qué un texto debe llevar tantas arandelas; ciertamente podemos idear alguno que funcione sin todo eso. No obstante, algunos nos acostumbramos. Hay quienes se ganan la vida recitando que una noticia debe responder qué, quién, dónde, cómo, cuándo y por qué, y no conciben escribir de otra manera. Y está bien; las herramientas formales son útiles. Existen porque nos facilitan el proyectar las ideas para unos fines específicos. Bien manejadas, generan armonía y evitan un resultado sin pies ni cabeza. La única razón por la que muchos se rebelan contra las normas estilísticas es que han visto el peligro de perderse en ellas. Y aunque su aversión me parece una reacción exagerada, tienen razón. Las reglas no son el texto, y por incómodo que sea el tener que señalar lo obvio, lo primero que debieron enseñarnos como parte básica de cualquier escrito es lo que dice. No se escribe a secas. Se escribe algo.
Esto es tan simple y claro que ni siquiera nos lo dicen. Se da por sentado desde antes de dictarnos las normas que luego acabamos dando por sentadas. Y bajo una maraña de requisitos se pierde de vista el hecho elemental de que los textos tienen un contenido. Los estudiantes que acumulan técnicas literarias corren el riesgo de entusiasmarse con los efectos que producen y olvidarse de que en primer lugar deben tener algo que decir. Quienes han padecido a Paulo Coelho ya tienen un ejemplo de un autor experimentadísimo en las formas más perfectas y hermosas de decir nada. He llegado a la opinión de que para un escritor maduro la cuestión permanente deja de ser cómo decir algo y se convierte, primero que todo, en qué decir esta vez.
Tuve un primer vistazo de esta idea cuando trabajé para un periódico local. Se imprimía una revista cada mes y todos nos afanábamos por terminarla a tiempo. Los de publicidad conseguían anunciantes, los de la planta movían por todas partes unos rollos de papel gigantescos, los de diseño se la pasaban cambiando de colores cada vez, pero, por supuesto, nada de esto tenía sentido si los de redacción no hacíamos nada. Con algo había que llenar esas hojas. Y se me fue haciendo familiar una sensación muy incómoda: toda la euforia y el encanto que había en encontrar un tema, desarrollarlo, reunir datos, moldearlos y ver mi trabajo impreso se esfumaban al final del mes porque siempre había que pensar en la edición siguiente. En vez de permitirme a mí mismo estar contento por ese pequeño logro, me angustiaba el no saber qué iba a presentar el próximo mes, con qué iba a alimentar a una máquina rotativa que nunca estaba satisfecha.
Va a sonar absurdo, pero ésos fueron los mejores años de mi vida y no se los deseo a nadie. El escribir por encargo convierte en obligación lo que debería ser un gusto. Para mí, partidario del arte por el arte, era como un sacrilegio. Pero me enseñó a domesticar mi creatividad y calibrar mis instrumentos. La duda que sigo teniendo es la misma que llegaba cada mes: ¿qué hago ahora? ¿Qué escribo?
Me desconcertaba que se me hubiera vuelto tan importante esa pregunta, pero el haber tenido el compromiso permanente de entregar un material que había que publicar me ayudó a ver de frente una verdad vergonzosamente evidente: un escritor no es escritor si no escribe algo. Lo vergonzoso no es decirlo, sino la facilidad con que se pasa por alto. Y vuelvo a los hechos elementales: los escritores escriben, el concepto de escribir presupone la existencia de aquello que se está escribiendo. Ya me estoy poniendo repetitivo, pero a lo que voy es que estamos acostumbrados a hablar de escritura y escritores como cosas en sí, cuando en realidad no tiene sentido examinar la labor del escritor sin preguntarnos qué está haciendo, por qué nos busca, qué tiene para decirnos. Me acuerdo de este detalle cada vez que me pregunto si durante los extensos períodos en que no estoy escribiendo tengo derecho a llamarme escritor. ¿Por qué soy escritor, si no estoy haciendo nada? Tiene que haber un tema, una pregunta, un significado. Y si lo logro, nunca importa. Hay que buscar, hay que completar la frase, hay que darle un complemento directo a ese acto, porque escribir no existe solo. Escribir es siempre un verbo transitivo.
Creo que buscar qué escribir es una misión más delicada que adquirir una buena caja de herramientas literarias. Sé de primera mano que esto es lo que detiene más veces al escritor, no literalmente la ausencia de temas disponibles, que son infinitos, sino la decisión de dedicarse a un mensaje que parezca lo suficientemente valioso como para invadir con él los espacios ajenos, para gastarle un pedazo de la vida. Salen de este dilema los escritores que logran tener presente la importancia de esta responsabilidad sin que llegue a resultarles demasiado abrumadora.

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