Simplemente mis ojos son largos

Uso los cibercafés para los fines con que otros hombres usan los bares: voy a esos lugares varias veces por semana para relajarme, ahogar las penas, conocer gente y/o evadir el mundo real. Son terreno amigo. Para nosotros que aún no tenemos conexión propia, el cibercafé viene a ser una especie de oficina postal en el sentido idílico que esos lugares tenían hace un par de siglos.
Es posible, entonces, que la familiaridad con esos escenarios me haya hecho desarrollar un sentido de territorialidad, porque hace unos días me molestaron enormemente las bromas que a mi costa se puso a hacer cierto cliente, evidentemente recién llegado al ámbito de los computadores, y sin la menor idea de lo que estaba diciendo.
Nada más entrar yo al lugar, el tipo se puso a mirar mis lentes y mi peinado y empezó a comentar jocosamente sobre mis supuestas habilidades informáticas. Para mi absoluto fastidio, y para justa indignación del colectivo con que ese bestia me estaba confundiendo, el tipo exhibió una divertida sorpresa de estar en presencia, según él, de un hacker.
Quiero ser claro en algo. A pesar lo mucho que me habría gustado arrancarle el cuero cabelludo y usarlo como almohadilla para el ratón, soy en primer lugar un pacifista y en segundo lugar un convencido de que hay estupideces que no merecen el reconocimiento que implicaría una respuesta. Pagué mi tiempo y me dirigí a mi silla. Cerca estaba una mujer que había venido con el ignorante en cuestión, y desde cuya compañía él podía verme teclear. Resulta que escribo noventa palabras por minuto, y ese solo hecho no debería significar nada. Pero reforzó la imagen que él ya se había hecho de mí. Y siguió hablando.
Hacker, hacker, hacker, hacker. De repente tenemos miedo de cualquiera que sepa la diferencia entre un bug en RSS y un blog en CSS, y cómo el primero puede arruinar el segundo. Para el pedazo de animal con quien tuve la desgracia de compartir aire acondicionado, mi defecto de refracción y mi destreza mecanográfica eran indicadores suficientes de que yo era un prodigio en programación.
En otros ámbitos ya había sido víctima de esa simpleza de criterio. Mis ocho grados de miopía me impiden siquiera leer una pantalla a quince centímetros. Sin mis lentes no podría distinguir un bus de otro (aunque en esta ciudad han tenido la excelente idea de pintar cada ruta de un color diferente). Solamente la ducha y la sábana me conocen sin lentes. Ni siquiera puedo afeitarme sin ver claramente por dónde voy. Mis lentes son mi máscara omnipresente. Logré llevarlos puestos en la foto de mi documento de identidad y pienso llevarlos puestos cuando me entierren. He usado lentes todos los días de los últimos dieciséis años y, comprensiblemente, la gente tiende a hacerse ideas sobre uno.
Pero, ¿por qué hacen esa asociación tan rápido? Cuando alguien me conoce empieza a atribuirme algún talento cerebral en menos tiempo del que Gargamel recién llegado a Lilliput tarda en segregar saliva. ¿Qué tienen los lentes, que producen tales reacciones?
El eje anteroposterior de mis ojos está excesivamente alargado en proporción con su eje lateral. En consecuencia, la luz no es enfocada sobre las retinas sino que converge en algún punto indefinido de mi humor vítreo. Cuando recibo la luz, ya se ha dispersado demasiado como para que sirva para algo más que huir de la silueta de un depredador.
Se ha especulado que existe una conexión causal indirecta entre la visión borrosa y las ideas claras. Supuestamente, el estar obligados a detenernos todo el tiempo y mirar con cuidado a nuestro alrededor antes de estrellarnos con el próximo poste nos condiciona a adoptar un enfoque más analítico de la vida en general. El tener que renunciar a los juegos agresivos nos hace confiar más en el poder de las palabras. Casi todos somos lectores adictos.
De hecho, es notable que los exámenes de agudeza visual estén casi todos orientados a medir nuestra capacidad de leer. En vez de evaluar nuestra percepción de siluetas geométricas o nuestra habilidad para diferenciar matices de color o nuestro riesgo de tropezar con una puerta de vidrio, el oftalmólogo se limita a ver si podemos distinguir de un 9 un 5 que la compañía que produce tableros para oftalmólogos imprimió con toda la intención de que se viera como un 9.
Pero hay gente cuya miopía es lo bastante benevolente como para permitirle funcionar y recorrer el mundo a simple vista. Sólo necesitan ponerse los lentes para ver televisión y/o leer. Generalmente leer. Alguien con miopía moderada que va por la calle con los lentes puestos está emitiendo al mundo la señal evidentísima de que le importa leer.
Entonces, quien me encuentra en la calle (o, para el caso, en un cibercafé) y ve mis lentes a prueba de balas (sucesivos cambios en el modelo de los aros han sido incapaces de hacer que unos lentes de 8 dioptrías dejen de parecer sacados del hábitat de los felinos de un zoológico) puede razonablemente concluir que leo. Y da la casualidad de que sí, yo leo en proporciones bulímicas, pero eso es asunto mío. El tipo que vio mis gafas y se puso a especular sobre mis pasatiempos oculares fue tan indecente como si yo hubiera sido una mujer embarazada y él me hubiera preguntado por los actos que me dejaron en ese estado.
La cuestión es que hemos permitido que un cliché vaya demasiado lejos. La unidad de tiempo más corta que existe en el universo es la que hay entre el momento en que se ve por primera vez a un individuo miope y el momento en que se especula sobre su inteligencia. Creo que quienes más han contribuido a dispersar esta molesta impresión han sido Clark Kent, Bill Gates y Harry Potter. Las comparaciones están fuera de lugar. Yo no soy nada de eso. Simplemente mis ojos son largos.

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