Consecuencias de no creer
Una de las razones que suelen esgrimir los cristianos para seguir justificando la religión, ya acabados todos los argumentos racionales y sensatos, es que la guÃa moral que proporcionan las tradiciones sagradas mantiene a raya nuestros impulsos psicópatas. En otras palabras, la razón por la cual los cristianos no saltan a la calle con un cuchillo a masacrar a cuanto incauto se encuentran es que su papá Yavé los está mirando. ¡Que Júpiter nos ampare si algún dÃa Yavé deja de mirar!
Tan macabra defensa de la fe revela, además, un defecto de la argumentación apologética: de nuevo, están confundiendo conclusiones con premisas. Que el adoptar la religión nos dé unas reglas de convivencia no es razón para ir corriendo a bautizarse. Una cosa son las razones para tener o no tener fe (y no se han visto buenos argumentos para tenerla) y otra muy distinta son las consecuencias de tomar esa decisión. Ante el peso de la evidencia evolutiva y la falta de indicios de lo sobrenatural, los creyentes se aferran a la rama última de la incertidumbre moral para persistir en su delirio. Según dicen, no podemos darnos el lujo de renunciar a la religión, porque entonces vivirÃamos en un caos propio de animales. ¡Horror! A cada uno le pondrán un revólver en la cabeza y entonces nos obligarán a comer carne en cuaresma, ponernos condones, ir por la calle ligeros de ropa, participar en bailes indecentes, rezarle a Belcebú, blasfemar contra el EspÃritu Santo y abortar a nuestros hijos o, peor, entregarlos a parejas homosexuales.
En primer lugar, nada de eso va a suceder. Ningún laicista está proponiendo obligar a nadie a nada. La legalización del aborto, por ejemplo, no hará que los médicos se dediquen tiempo completo a tentar al pecado a las madres católicas con embarazos saludables. Son los creyentes quienes quieren forzar al resto de la población (todos nosotros) a vivir como si nos importaran sus doctrinas. En una sociedad laica tanto creyentes como escépticos tienen la libertad de llevar cada uno su vida como prefiera, sin que nadie se meta con los asuntos privados de nadie. En segundo lugar, los estándares morales absolutos no son un motivo válido para tener fe, son sólo su consecuencia. Si el costo de descubrir la vida tal como nos la muestra la investigación desapasionada es enterarnos de que no vinimos al mundo con manual de instrucciones, pues es responsabilidad de personas maduras aceptar ese hecho. Atacar una idea por sus consecuencias en vez de por sus argumentos causales no es lenguaje racional, es lenguaje polÃtico.
Ser una persona madura implica, entre un montón de cosas, ser capaz de mirar de frente la verdad por incómoda que sea, en especial sin hacerse fantasÃas de que el mundo es lo que no es. SerÃa maravilloso que hubiera un dios amoroso y compasivo que se preocupara por todos nosotros y que repartiera helado y galletas por demanda. A mà mismo me gustarÃa un dios asÃ. Pero no tengo el menor motivo para suponer que lo hay, y el engañarme a mà mismo con la ilusión consoladora de que ese dios está escondido en alguna parte, esperando a que lo busque con mis plegarias, no me hace ningún bien. Me hace desperdiciar esfuerzos y años de mi vida en una búsqueda vacÃa. Tal vez me sirva de sedante para aliviar mis malestares emocionales de vez en cuando, pero entonces no estarÃa haciendo nada distinto de los drogadictos que se fabrican una alegrÃa quÃmica, totalmente artificial. La definición de la religión como opio del pueblo es de las más exactas que se han elaborado.
Casi todo ex creyente relata el momento de su "desconversión" como una experiencia de claridad liberadora. Lo primero que se descubre al renunciar a las fábulas sobrenaturales es un tremendo alivio, la seguridad profunda de que uno ya no tiene nada que temer. Es un cambio tan radical que los creyentes ni siquiera se atreven a imaginarlo: vivir sin la vigilancia permanente del superpolicÃa cósmico. Vivir sin miedo. Sin angustia. Sin remordimientos. Estar solo, confiando únicamente en las capacidades propias y sabiendo que la vida es lo que uno hace de ella. Recuperar asà el control de uno mismo es el acto supremo de dignidad humana. Es eso precisamente lo que la religión nos quita. Y tienen el descaro de decir que nos están salvando.
Tan macabra defensa de la fe revela, además, un defecto de la argumentación apologética: de nuevo, están confundiendo conclusiones con premisas. Que el adoptar la religión nos dé unas reglas de convivencia no es razón para ir corriendo a bautizarse. Una cosa son las razones para tener o no tener fe (y no se han visto buenos argumentos para tenerla) y otra muy distinta son las consecuencias de tomar esa decisión. Ante el peso de la evidencia evolutiva y la falta de indicios de lo sobrenatural, los creyentes se aferran a la rama última de la incertidumbre moral para persistir en su delirio. Según dicen, no podemos darnos el lujo de renunciar a la religión, porque entonces vivirÃamos en un caos propio de animales. ¡Horror! A cada uno le pondrán un revólver en la cabeza y entonces nos obligarán a comer carne en cuaresma, ponernos condones, ir por la calle ligeros de ropa, participar en bailes indecentes, rezarle a Belcebú, blasfemar contra el EspÃritu Santo y abortar a nuestros hijos o, peor, entregarlos a parejas homosexuales.
En primer lugar, nada de eso va a suceder. Ningún laicista está proponiendo obligar a nadie a nada. La legalización del aborto, por ejemplo, no hará que los médicos se dediquen tiempo completo a tentar al pecado a las madres católicas con embarazos saludables. Son los creyentes quienes quieren forzar al resto de la población (todos nosotros) a vivir como si nos importaran sus doctrinas. En una sociedad laica tanto creyentes como escépticos tienen la libertad de llevar cada uno su vida como prefiera, sin que nadie se meta con los asuntos privados de nadie. En segundo lugar, los estándares morales absolutos no son un motivo válido para tener fe, son sólo su consecuencia. Si el costo de descubrir la vida tal como nos la muestra la investigación desapasionada es enterarnos de que no vinimos al mundo con manual de instrucciones, pues es responsabilidad de personas maduras aceptar ese hecho. Atacar una idea por sus consecuencias en vez de por sus argumentos causales no es lenguaje racional, es lenguaje polÃtico.
Ser una persona madura implica, entre un montón de cosas, ser capaz de mirar de frente la verdad por incómoda que sea, en especial sin hacerse fantasÃas de que el mundo es lo que no es. SerÃa maravilloso que hubiera un dios amoroso y compasivo que se preocupara por todos nosotros y que repartiera helado y galletas por demanda. A mà mismo me gustarÃa un dios asÃ. Pero no tengo el menor motivo para suponer que lo hay, y el engañarme a mà mismo con la ilusión consoladora de que ese dios está escondido en alguna parte, esperando a que lo busque con mis plegarias, no me hace ningún bien. Me hace desperdiciar esfuerzos y años de mi vida en una búsqueda vacÃa. Tal vez me sirva de sedante para aliviar mis malestares emocionales de vez en cuando, pero entonces no estarÃa haciendo nada distinto de los drogadictos que se fabrican una alegrÃa quÃmica, totalmente artificial. La definición de la religión como opio del pueblo es de las más exactas que se han elaborado.
Casi todo ex creyente relata el momento de su "desconversión" como una experiencia de claridad liberadora. Lo primero que se descubre al renunciar a las fábulas sobrenaturales es un tremendo alivio, la seguridad profunda de que uno ya no tiene nada que temer. Es un cambio tan radical que los creyentes ni siquiera se atreven a imaginarlo: vivir sin la vigilancia permanente del superpolicÃa cósmico. Vivir sin miedo. Sin angustia. Sin remordimientos. Estar solo, confiando únicamente en las capacidades propias y sabiendo que la vida es lo que uno hace de ella. Recuperar asà el control de uno mismo es el acto supremo de dignidad humana. Es eso precisamente lo que la religión nos quita. Y tienen el descaro de decir que nos están salvando.





























