Jesús y la inminencia del Reino


© Fernando G. Toledo
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La distancia entre el Jesús histórico y el Cristo de la fe queda denunciada en el mensaje que el visionario galileo proclamó con la urgencia de lo irrevocable. Es que, ya no es serio albergar demasiadas dudas a este respecto, el Jesús de la historia fue «un judío fiel y nunca dejó de serlo» (Aguirre, 2002). Un galileo que presenció el sometimiento de Israel bajo el yugo de los romanos y por ello se convirtió en el consternado predicador del triunfo final de su pueblo, el elegido de Yahvé.

La muerte de Jesús obligó a sus seguidores, tras el desbande inicial, a reformular la creencia de que era el Mesías davídico liberador de Israel (cf. Lc 24:21). Por eso es que la primera comunidad judeocristiana, la Urgemeinde –primera Iglesia de Jerusalén–, intentó resolver la ruina del Monte Calvario con la predicación de que su profeta había resucitado. Contra lo que pudiera imaginarse, esta afirmación no era nueva ni sorprendente para la mentalidad judía de hace 2.000 años (Crossan, 2003). Así, la ejecución de Jesús fue presentada como la de un siervo que se sacrifica para la salvación del pueblo de Israel, tal como estaría previsto por las Escrituras (cf. Isaías 40 a 55). Esa versión de la resurrección será la que sostendrá en los albores del cristianismo Santiago, hermano de Jesús, y sus acólitos (Tresguerres, 2006). «Sólo, y no más que hasta cierto punto, la iglesia original de Jerusalén acogió por un corto espacio de tiempo las exigencias de esta ética improrrogable, a juzgar por el testimonio de Hechos 2:44-46, 4:32-37 y 5:1-ll», apunta Gonzalo Puente Ojea (2000).


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Sin embargo, un personaje particular iba a trastocar para siempre el rumbo de la predicación de Jesús, tergiversándola gravemente, para que el referente histórico cediera paso al Cristo mítico. Ese personaje es Saulo de Tarso, quien primero persiguió a los sectarios del nazareno pero que luego desfiguró la prédica de éstos, influencias helénicas y semíticas mediante, proponiendo y difundiendo la escandalosa aunque eficaz idea de que Jesús era también divino y que había resucitado al tercer día para salvar a la humanidad entera, no sólo a los judíos (ya que sólo podía haber un Dios y para todos).

En ese viraje estaba ya el germen del Jesús-Cristo divino, cincelado en las epístolas del tarsiota, pero consagrado finalmente debido a un hecho fortuito: la destrucción del Templo a manos de Vespasiano en el año 70 DNE (Tresguerres, 2006). Dicha catástrofe impondrá al Mesías paulino: el salto del Jesús de la historia al Cristo de la religión estaba así dado, y la inercia de esa acción acabaría con la composición del primer evangelio: Marcos.

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El influjo de Pablo y su furiosa prédica, detallada profusamente en las Epístolas y en los Hechos escritos por su discípulo Lucas, convierten al evangelio de Marcos en un singular documento de la transformación definitiva de aquel galileo que ve llegar con urgencia el Reino de Dios (para Israel) en Cristo-Dios (universal). Esa transición precipita en este escrito donde la transmisión oral de los dichos de Jesús (Guijarro, 2002-2003) se mezcla con el cauce paulino, fundiendo la construcción teológica con las palabras diluidas del referente humano original, en una tarea que se repetirá, como un eco magnificado, en los otros dos evangelios sinópticos y en el definitivamente teologizado relato de Juan.

Los evangelios son, así, un tanto por ciento de historia y otro tanto por ciento de teología y política. La tarea entonces que ocupa a los «cazadores» del Jesús histórico es, dado el paso de admitir la alta probabilidad de la existencia de un hombre real detrás de los textos, descubrir cuáles son las palabras de Jesús y cuántas las que se les adjudica tras el ropaje de Cristo.

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Las palabras iniciales que Jesús pronuncia en Marcos dejan asentadas con la suficiente claridad el carácter imperioso de su mensaje. Sin embargo, sobre esa limpidez pesan toneladas de cirugías teológicas y maquillajes apologéticos, con los cuales el cristianismo, desde san Pablo, ha transformado el mensaje de este profeta judío, fiel a la ley mosaica y convencido de la inminente salvación de Israel. Jesús parece estar gritando en su primera aparición en Marcos: «Se ha cumplido el tiempo y el Reino de Dios es inminente» (Mc 1:15, y su paralelo en Mt 4:17).

En palabras de José Ramón Esquinas Algaba, la predicación del Reino «no es más que Yahvé actuando de forma definitiva en la Historia de su pueblo Israel para llevarle la salvación», pues «el Reino supone la irrupción del dios ternario que con su acción expulsa de su territorio (…) al resto de los númenes secundarios que no le son afectos» (Esquinas, 2006).

Pero la escatología inminente del judío Jesús (Guijarro, 2002-2003) choca frontalmente con la leyenda bimilenaria de Cristo, fuente indigna de una de las religiones más difundidas del planeta, y además de provocar la fractura entre judaísmo y cristianismo (Puente Ojea, 2003), resulta una de las más espinosas contradicciones que afrontan los evangelios, no sólo entre sí, sino dentro de sí. Pasar de Marcos a Juan, andando Mateo y Lucas, permite ver perderse en la bruma al Jesús de la historia y recorrer a cambio los rasgos del Cristo construido. Esa premura y radicalidad que el predicador galileo deja oír siguen resonando, por ejemplo, en Mc 10:21-25. Allí mismo, Jesús da instrucciones perentorias: «una sola cosa te falta: vete, vende cuanto tienes y dalo a los pobres, y tendrás un tesoro en el cielo; luego ven y sígueme. Ante estas palabras se nubló su semblante y se fue triste, porque tenía mucha hacienda. Mirando en torno de sí, dijo Jesús a sus discípulos: ¡Cuán difícilmente entrarán los ricos en el Reino de Dios! Los discípulos quedaron espantados al oír esta sentencia. Tomando entonces Jesús de nuevo la palabra, les dijo: “Hijos míos, ¡cuán difícil es entrar en el Reino de los cielos! Es más fácil a un camello pasar por el ojo de una aguja que a un rico entrar en el Reino de Dios”» (cf. Mt 19:16-26, Lc 18:18-27).

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Mas la ética de Jesús iba atada a una política de revuelta contra la dominación de Roma. Así como la predicación moral involucra el respeto a su ley (cf. Mc 12:28-31 y Lev 19:18) junto con ciertas «novedades» (Lc 10:29-37), su carácter popular, como sanador y predicador, debió de despertar también un doble recelo: entre la jerarquía judaica (el Sanedrín) y la administración romana. Es históricamente plausible que Jesús fuera considerado peligroso tanto por la aristrocracia sacerdotal como por la prefectura de Roma, y eso se desprende de los mismos evangelios, incluso limpiándolos de todas las teologizaciones en torno a ambos conflictos. Como explica Puente Ojea, «Jesús se oponía resueltamente a la dominación romana. Es éste el punto más tenazmente disimulado o falseado por Pablo y los evangelistas. Los escritores eclesiásticos habían perdido contacto con la empresa real y el pensamiento genuino del Nazareno, que se caracterizó por una hostilidad radical a los paganos y apóstatas, y a cuantos apareciesen como confabulados contra su ministerio público» (la «raza de víboras» contra la que clama Juan el Bautista).

Admitido que, como explica Rafael Aguirre (2002), «la proclamación del Reino de Dios tenía necesariamente una resonancia de crítica política y de denuncia de la teología imperial que no podía dejar indiferente a los romanos», es razonable concluir que «la decisión de crucificar a Jesús fue tomada por el prefecto romano [Poncio Pilato], como lo indica el uso de la cruz, que era un patíbulo romano». Pero bajo esa luz, también es que deben leerse otros fragmentos evangélicos, incluso aquéllos que no obstante el falseo propio de la tarea de sus teólogos-compositores, son utilizados con frecuencia en la línea del Cristo de la fe y a contramano del Jesús de la historia. Un caso ejemplar es el del episodio de la mujer gentil que pide al profeta que cure a sus hijos.

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Marcos (7:24-30) cuenta que en medio de su predicación, Jesús parte a un territorio gentil, Tiro, y allí protagoniza una escena singular. Quizá en busca de descanso en su clímax de popularidad, el predicador entra a una casa donde es reconocido por una mujer «griega, siriofenisia de nación», quien le ruega que eche «fuera de su hija al demonio». El galileo ofrece allí una irrefutable declaración sobre quiénes han de ser los destinatarios de su mensaje y los beneficiarios del Reino de Dios. «Jesús le dijo: “Deja primero hartarse los hijos, porque no es bien tomar el pan de los hijos y echarlo a los perrillos”. Y respondió ella, y le dijo: “Sí, Señor; pero aun los perrillos debajo de la mesa, comen de las migajas de los hijos”. Entonces le dice: “Por esta palabra, ve; el demonio ha salido de tu hija”».

Como explica claramente Puente Ojea (2000), «el sentido de toda la perícopa es diáfano: los perros (apodo de los gentiles en el lenguaje coloquial judío) no poseen títulos propios como destinatarios del Reino anunciado. El exorcismo en favor de la niña cananea se ejecuta como una concesión personal ante la insistencia y la espontánea fe de su madre. Los hijos son los judíos, a quienes hay que dejar hartarse antes de ceder las migajas de su pan a los gentiles, a los que se alude con un término relegatorio y despectivo: son los perros que “debajo de la mesa comen de las migajas de los hijos”».

El paralelo de este pasaje en Mateo parece anunciar el modo en que subraya Jesús la inminencia de su mensaje. Este evangelista precede el diálogo de la mujer con una aclaración de Jesús: «No soy enviado sino a las ovejas perdidas de la casa de Israel». ¿Por qué el Nazareno no es aquí consecuente con el supuesto carácter universal de Cristo? ¿No correspondía, acaso, anunciar que estaba aquí para «salvar a todos los hombres, de todo el mundo, sin distinción de razas»? Es un incidente que, bajo su carga teológico-política, desnuda la trayectoria del salto de Jesús a Cristo universal paulino. Y por la alta probabilidad de autenticidad del episodio, junto a todos los que en los evangelios aún dejan oír al hombre de la historia, queda claro que «Jesús predicó a su pueblo la inminencia del Reino mesiánico, emplazándolo a una reconversión radical desde el corazón para vivificar el significado de la Ley y su pleno y sincero cumplimiento. Sin alterar ni una tilde de la Ley (Mt 5:17-18), pedía la inmediata entrega existencial a Dios en humildad y obediencia.» (Puente Ojea, 2000).

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Justo es decir que hay una línea de exégetas actuales (el Jesus Seminar, Crossan, incluso el mismo Aguirre) que interpretan la predicación del reino de Dios de un modo que desactiva, al menos en parte, el sentido de inminencia que se hace patente en los evangelios y que, tal como lo situó Reimarus desde su modélica investigación, permite entender la esperanza y la religión del galileo. Aguirre opina para Jesús el Reino de Dios «no sólo está cercano, sino que, de algún modo, está ya irrumpiendo en el presente» (2002), rechazando cualquier índole apocalíptica. De este modo Jesús habría pensado la manifestación futura del Reino de Dios «como algo intrahistórico, que afectaría de forma inmediata a Israel, y probablemente no habló del fin del mundo o, como suelen decir muchos exégetas, de una parusía inminente. Por eso la radicalidad moral de Jesús no se debe a que sea una ética del interim, es decir unas exigencias extraordinarias sólo comprensibles porque se piensa que el tiempo va a ser muy corto y el mundo se acaba, sino que es la moral de la alternativa social, los valores que expresan la aceptación histórica del Reinado de Dios» (Aguirre, 1996).

La conclusión no parece del todo acertada, en especial si uno tiene en cuenta, como reconoce el propio Aguirre, que «sí es cierto que en la comunidad pospascual se desencadenó muy pronto una gran tensión escatológica y se apocaliptizó fuertemente el mensaje de Jesús. En esta comunidad el Reino de Dios futuro se equiparó con la parusía del Señor y se elaboró toda una teología sobre el hijo del Hombre futuro, ajena al pensamiento de Jesús» (1996).

Si convenimos que los seguidores del profeta galileo acomodaron en gran parte su mensaje (ya sea por modificarlo, por descontextualizarlo o por inventar dichos y hechos), no tendríamos razones para entender por qué entonces persisten en los evangelios la urgencia y el apocalipsis que favorecerá a Israel, tanto en las palabras de Jesús como en las del Bautista, quien es capaz de advertir con furia: «Raza de víboras, ¿quién os ha enseñado a huir de la ira inminente?». Inminencia e ira, dos palabras que en los evangelios, cuando de estos judíos íntegros se trata, ponen la mirada claramente en el Viejo Testamento, cuando«se describe el juicio de Dios que borrará definitivamente el mal de la faz de la tierra (cf. Is 13, 9; Sof 1, 14-16; Ez 7, 19, donde se asocia a la expresión “el día del Señor”)», tal como puntualiza Fernando Bermejo en El blog de Antonio Piñero (11 de abril de 2007).

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Una vez tendida e infundida la tergiversación eclesiástico-evangélica, el mensaje de predicación inminente se ve tan acuciado por la versión del Cristo resurrecto y fundador de la Iglesia, que no es extraño hallar que, ante el avance de los estudios sobre el Jesús histórico, la tarea teológica intente imputar a cierta endeblez comprensiva de la comunidad cristiana primitiva la versión del Jesús de la inminencia. Al invertir los términos, se pretende descontextualizar las prédicas del advenimiento inmediato en pos de la versión «eclesiástica». Es, digamos, el típico salvavidas teológico. Pero es un salvavidas de plomo. El «contexto» en que han de leerse las palabras de Jesús sobre el Reino no es, por ejemplo, el corto espacio del ominoso relato marquiano, sino el complejo entramado textual cosido al no menos tupido telar histórico que cubría a los redactores testamentarios, munidos de unidades transmitidas oralmente con las que había que construir urgentemente un mensaje que resolviera el terrible fracaso del Gólgota. Así, es absurdo excepto desde la febril apologética, la distinción, por ejemplo, entre «términos proféticos» y «términos reales» de la prédica. Lo que hay que distinguir es entre la mirada de Jesús (al futuro inmediato) y la de los evangelistas (al futuro reinterpretado «salvíficamente»). Y los evangelios, como se ha mostrado, están tachonados de la visión de inminencia que el galileo estaba gritando. Una cita que no tiene ambigüedades es la de Mc 13:30-31: no va a pasar esta generación antes de la venida del Reino. Por eso el extasiado profeta no habla de «siglos» ni «tiempo», ni siquiera de «generaciones venideras». No: es ésta la generación que presenciará la llegada del reino de David. Como se ha dicho, a pesar de que las cláusulas posteriores, diríase «post pascuales», intentan atemperar el inconfundible mensaje (Mc 13:33), sin dudas ante el espanto por la caída en la cruz, sin embargo se cuela el sentido original: hay que velar, el Reino viene de repente y puede encontrarlos dormidos. Como expresara Albert Schweitzer: «En el discurso a los discípulos Jesús les ha anunciado los dolores del parto del Reino naciente. En la parte descriptiva muchos puntos dejan ver, quizás, las huellas de una época ulterior. Pero esto no cambia en nada el carácter general del discurso. No se trata de señalarles una línea de conducta en lo que concierne a su actividad después de su muerte; no hay una sola palabra histórica que venga a apoyar esta suposición. El alba del Reino es precedida por los dolores del parto. Por lo tanto, el anuncio victorioso de la llegada inminente del Reino debe entrar en esa perspectiva. De allí esa mezcla incomprensible de optimismo y de pesimismo. Es el mismo signo bajo el cual se reconoce toda concepción del mundo, toda Weltanschauung escatológica» (Schweitzer, 1906, por la trad. 1967).


Fuentes:

Aguirre, Rafael. «El Jesús histórico a la luz de la exégesis reciente», en Iglesia Viva Nº 210 (Valencia, 2002).

«Aproximación actual al Jesús de la historia», en Cuadernos de Teología Deusto, nº 5 (Bilbao, España, 1996).

Bermejo, Fernando. «Juan y Jesús, predicadores del fin inminente», en El blog de Antonio Piñero, abril de 2007.

Crossan, John Dominic. El nacimiento del Cristianismo. Buenos Aires, Emecé, 2003.

Esquinas Algaba, José Ramón. «Jesús de Nazaret y el repudio», en revista digital El Catoblepas Nº58, diciembre de 2006.

Fernández Tresguerres, Alfonso. «De Jesús al cristianismo», en revista digital El Catoblepas Nº50, abril de 2006.

Guijarro Oporto, Santiago. El Jesús histórico, curso digital de la Universidad Pontificia Salamanca (2002-2003).

Puente Ojea, Gonzalo. El mito de Cristo. Madrid, Siglo XXI, 2000.

Opus minus. Madrid, Siglo XXI, 2003.

Schweitzer, Albert. El secreto histórico de la vida de Jesús. Buenos Aires, Siglo XX, 1967.

Toledo, Fernando G. «Cruz y ficción», en portal digital Razón Atea, abril de 2006.

Ver también: Cruz y ficción.

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