La involución papal

© Fernando G. Toledo
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Ninguna palabra de las que Ratzinger ha dejado caer en su gira por Alemania parecen haber sido pronunciadas con descuido y, sin embargo, no fue necesario esperar más que unos dÃas para que éste se desdijera públicamente. Ante sus ojos infalibles tenÃa, dichas tales palabras, un panorama inesperado: el Islam, la religión con la que juega desde hace años el papel de colega, se mostraba encendido ante una expresión tan desafortunada para la diplomacia. Resulta curioso que, luego de que el papa católico hiciera uso en su conferencia Âviajes/alemania06/documento9.htm">«Fe, razón y universidad», eÂn la Universidad de Ratisbona, de una cita de Manuel II Paleólogo («Múestrame además aquello que Mahoma haya traÃdo de nuevo, y sólo encontrarás cosas malvadas e inhumanas»), debiera asumir la pose hipócrita que a todo polÃtico se le exige. Y que, agachando la cabeza iluminada por uno de los dioses en disputa, debiera exclamar, ya sin alusiones a emperadores bizantinos: «Lamento profundamente las reacciones en algunos paÃses a unos pocos pasajes de mi discurso a la Universidad de Rastisbona, que fueron considerados ofensivos a la sensibilidad de los musulmanes». Para otorgar novedad a la escaramuza, además, Ratzinger ha evitado echarle la culpa al emisario –los periodistas–, destacando su flagrante errancia: «De hecho, era una cita de un texto medieval que en absoluto expresa mi pensamiento personal».
Pero las sorpresas habrán acabado allÃ, seguramente. Cuando es el fundamentalismo (islámico, para más señas), el que está en juego, toda espiral de violencia es previsible. Tanto como el triste espectáculo que se despliega a partir de ahora: el Papa se encuentra con que una de las religiones con las que ha practicado una cierta «internacional de confesiones» desde hace años, es más peligrosa y explosiva que la casta a la que siempre le interesa condenar: la de los impÃos. El blanco fijo de sus crÃticas.
Pero resulta que los increyentes no han prometido venganza, ni exigido disculpas, ni matado a sus acólitos, ni organizado un «viernes de ira», ni preparado un arsenal para bombardear Roma. Los que (parafraseando a Dostoievsky) tienen todo permitido por carecer de Dios, han dejado pasar cualquier exabrupto excepto para las crÃticas, que es lo que se le pide a cualquier persona razonable. En cambio, la religión con la que comparte libros y profetas, esa religión que parece tardÃa en seguir el camino del catolicismo inquisidor, es ahora una serpiente entre sus sábanas. Y puede escupir mucho veneno.
Como ha recordado Juan G. Bedoya en El PaÃs de Madrid [19/09/06], «el problema del discurso de Benedicto XVI en Ratisbona es su pensamiento excluyente, cristiano-céntrico. ¿Por qué recordó en Ratisbona –como cita de autoridad, sin refutarla– al emperador bizantino, teniendo a mano a pensadores cristianos que sostuvieron lo contrario en la misma época, como Francisco de AsÃs, Raimon Llull (en El gentil y los tres sabios), o Nicolás de Cusa (La paz de la fe)?»
Cuando un año atrás, en setiembre de 2005, un diario danés tuvo la enorme osadÃa de dibujar al profeta Mahoma, cruzando el lÃmite que los musulmanes trazan contra la iconofilia (en unas caricaturas más suaves que las palabras de un antiquÃsimo emperador), el Vaticano reaccionó para defender a sus «colegas», condenando la groserÃa del periódico. Y ahora está entre los groseros. Pero, de nuevo, prefiere estar en el bando de los que lo amenazan y no de los que defendieron, en ese entonces, la libertad de expresión. Por eso es que el nuncio Manuel Monteiro de Castro, ha subrayado que «Su Santidad ha manifestado su aprecio por el Islam, por un pueblo que cree en un sólo Dios, que considera a Jesucristo como un profeta, venera a la Virgen SantÃsima y cree en la recompensa de lo que hacemos en la vida. El Papa ha manifestado muchas veces esto sobre los musulmanes».
Sin embargo, rota, al menos por ahora, la utopÃa interconfesional, dinamitados para siempre los puentes hacia el diálogo de religiones (según la imagen del teólogo español Juan José Tamayo), Ratzinger ve en la arena que su aura de brillante intelectual queda reducida al del bocotas incapaz de sostener sus propias palabras. ¿Cree Ratzinger, en su viejo corazón de Rottweiler alemán, que el pensamiento de Manuel II es errado y no puede hacerlo suyo como parecÃa? ¿Cree que merece respeto una religión sólo porque convive con ella en el casillero de los monoteÃsmos? ¿Cree que cuando habló de que la religiosidad no puede justificar la violencia, deba ahora hacer el payaso, asustado por esa violencia? ¿Cree que su religión, finalmente, habrá estado libre de los mismos pecados como para poder arrojar alguna piedra?
2La eufórica visita del Papa a Alemania no ha abundado en concordias. Las palabras que irritaron a los musulmanes han tenido oportunidad de ser reinterpretadas hasta el hartazgo por los exégetas papales y por el mismo Ratzinger, de manera de, como es usual, «resolver la contradicción mediante la interpretación», versión teológica del «donde dice “digo†debe decir “Diegoâ€Â».
Pero en otros asuntos Su Santidad no ha sido tan contemplativo. Por ejemplo, en lviajes/alemania06/documento8.htm">a misa celebrada en la explanada Islenger Feld, también en Ratisbona, que pronunció como parte de su gira alemana. Allà Joseph Ratzinger, considerado por algunos como una de las «mentes más brillantes» del siglo XX, decidió reprochar a una de las grandes teorÃas de la historia del conocimiento humano: la evolución. Y lo hizo de la manera más dogmática posible, poniendo a la ciencia en entredicho con la invocación al Credo católico, muestra indubitable de la fama de brillantez que el vicarius christi alemán se ha ganado en algunos cÃrculos.
Para Ratzinger, la teorÃa de la evolución es «irracional» si no pone a Dios a contar en las ecuaciones. Está, en este sentido, pidiendo a la ciencia que incluya a Dios (por supuesto, la cláusula exigirá al «Dios cristiano», uno y trino), porque de otro modo ésta acabarÃa en la irracionalidad más pura, ésa que la humanidad ha heredado de la Ilustración.
El ataque puede causar tanto risa como espanto. Ratzinger no sólo ha repetido sus diatribas contra el ateÃsmo diciendo torvamente que éste «nace del miedo» (se supone que a lo que no existe). Sino que, además, ha censurado cierto ateÃsmo tácito de la ciencia, que se atreve a sacar a Dios de las hipótesis, cual Laplace ante Napoleón.
Las palabras de Benedicto XVI tienen sus bemoles, y no han pretendido ser claras. Sabe el teólogo que, cuando estuvo como una sombra sosteniendo los pies de Karol Wojtyla, el papa anterior, debió escuchar de labios de éste que «la evolución ha dejado de ser una hipótesis». Pero ha venido a cobrar ese terreno cedido con este razonamiento: «Nosotros creemos en Dios. Ésta es una opción fundamental. ¿Pero es hoy aún posible? ¿Es una cosa razonable? Desde la Ilustración, al menos una parte de la ciencia se ha dedicado a buscar una explicación al mundo en la que Dios serÃa innecesario. Y si eso fuera asÃ, Dios se harÃa innecesario en nuestras vidas. Pero cada vez que parecÃa que este intento habÃa logrado éxito –inevitablemente surgÃa lo evidente: ¡algo falta en la ecuación!».
La «mente brillante» del anciano obispo se ensaña con su propia caducidad. ¿Acaso fue posible saber, desde lo alto de su pÃa infalibilidad, cuáles serÃan las ecuaciones que fracasan, para que los cientÃficos no yerren en su oscuro camino? De ninguna manera: hasta la teologÃa tiene sus lÃmites. Y Dios, en efecto, es a todas luces una «hipótesis innecesaria». AsÃ, como la evolución (la teorÃa sintética hoy vigente) se atreve a buscar la explicación del origen de la vida y su desarrollo desde las coordenadas rigurosas de toda ciencia, naturalista por definición, esto es sinónimo de la irracionalidad que toda disonancia de los dogmas cristianos arrastra, según Ratzinger. Porque, se pregunta éste y se responde, «¿qué existió primero? La Razón creadora, el EspÃritu que obra todo y suscita el desarrollo, o la Irracionalidad que, privada de toda razón, extrañamente produce un cosmos ordenado en modo matemático asà como el hombre y su razón. Esta última, sin embargo, serÃa entonces solo un resultado casual de la evolución y por lo tanto, al final, igualmente irrazonable».
Rizado el rizo, la evolución es irracional para el Papa porque no tiene en cuenta la Razón Creadora, la petitio principii de esta fe que en otros tiempos supo oponerse a Copérnico o Galileo por motivos análogos (¿o acaso no era, en estos términos, «irracional» que no fuéramos el centro de la «creación»?). Para la «brillante mente» de Ratzinger, entonces, la teorÃa de la evolución es, probablemente producto del miedo, y una excrecencia propia del ateÃsmo: «como cristianos decimos: “Creo en Dios Padre, Creador del cielo y de la tierraâ€, creo en el EspÃritu Creador. Nosotros creemos que en el origen está el Verbo eterno, la Razón y no la Irracionalidad».
¿Y si un espejo se tendiera sobre la figura de Benedicto XVI? ¿Qué rostro mirarÃa el Sumo PontÃfice? Porque, si Ratzinger cree que la ciencia debe rodearse de su fe especÃfica para no caer en la irracionalidad, ¿por qué no piensa que su religión también deberÃa aceptar los parámetros de la ciencia? Es que, difÃcilmente sea posible vivir hoy sin ciencia (o más bien, sobrevivir), pero se ve por sus regaños que es perfectamente posible vivir sin religión, sobre todo con la católica. Ratzinger exige a la ciencia introducir la hipótesis divina. ¿AsumirÃa las consecuencias de falsar sus propias hipótesis? ¿De someterlas a experimentos?

En El legado de Darwin (editorial Katz, 2006), el biofilósofo británico John Dupré propone una lectura y puesta al dÃa de cuanto la teorÃa de la evolución ha aportado -no ya sólo a la biologÃa, sino a las ciencias todas, a la filosofÃa e, incluso, a la teologÃa- desde la aparición de El origen de las especies, en 1859. Para Dupré, el desarrollo de la teorÃa de la evolución representa uno de los mayores cimbronazos para el conocimiento humano de los últimos siglos. En su libro, Dupré lleva el barco de la valoración de la teorÃa a sus lindes, para encontrarse, curiosamente, como dice, «de acuerdo tanto con Richard Dawkins como con los fundamentalistas cristianos». ¿En qué punto? En que evolución y teÃsmo son incompatibles.
Luego de advertir que, sin embargo, la evolución no es capaz de explicarlo todo, Dupré llega a la conclusión que quizá es la misma que acucia a Ratzinger. «Deseo insistir en un enfoque que antes parecÃa obvio, pero que ahora puede resultar ingenuo. Y ese enfoque afirma que gran parte de la contribución de Darwin fue la de dar un paso importante en el camino que nos aleja del animismo primitivo, pasando por los grandes héroes cientÃficos del Renacimiento –Copérnico, Galileo, Newton y otros–, en dirección a una visión del mundo naturalista que finalmente logró prescindir de los fantasmas, los espÃritus, y los dioses que servÃan para explicar, en épocas anteriores, todos los fenómenos naturales». Por esto Dupré apuesta a volver, ya maduros, al empirismo, de modo que éste nos ofrezca razones válidas para adoptar lo que adoptamos y rechazar lo que rechazamos. «Una exigencia modesta, tal vez, pero que, según creo, podrÃa eliminar una parte de las mitologÃas religiosas y supersticiosas que siguen dominando, y a veces devastando, a las vidas humanas», sentencia.
Las palabras de Ratzinger contra la ciencia han permitido a muchos ver las cartas con las que el primer papa coronado en el siglo XXI desea jugar. DÃas antes de la estocada vicaria de Ratisbona, el diario The Guardian anticipaba que el Vaticano se aprestaba a «abrazar» la «teorÃa del Diseño Inteligente». Eso lo alejarÃa de Juan Pablo II, o quizá revelarÃa el sentido verdadero de su aceptación de la evolución, en la que intentaba dejar a las almas fuera de la discusión cientÃfica. Ratzinger ha sido más radical y quiere regresar al sueño de evangelizar la ciencia. Acaso lo suyo sea el primer estertor de una superstición antigua que, para usar sus propias palabras, ya no sirve ni siquiera para adormecer los miedos.
Ver también: Ratzinger contra la ciencia, Identifican un gen crucial para la evolución humana y ¿Dónde ponemos a la religión?





























