Brindis por Ezequiel

Artículo de Francisco Gil Craviotto.


Los niños de mi generación, obligados a aprender de memoria el poema de Manuel Machado titulado “A Francisco Franco, caudillo de España” (había que aprenderlo tan bien que todavía lo puedo recitar sin el menor titubeo ni error), al fin nos hemos resarcido del rencor que nos producía estar allí encerrados, aprendiendo aquellos versos que apenas comprendíamos, mientras la vida fluía por las calles y campos del pueblo. Hemos visto resarcido, como digo, aquel rencor cuando hace unos días -los que aún quedamos de entonces- contemplamos en la tele -da igual la cadena, todas lo han trasmitido- la descabalgada de la última estatua que quedaba en España del dictador. Estaba en la Plaza del Ayuntamiento de Santander, pomposamente rebautizada por los incondicionales de las caenas, Plaza del Generalísimo. Por lo que cuentan los mejor informados, los especialistas tardaron algo más de seis horas en realizar la operación. No pude evitar la risa cuando vi al dictador bocabajo y el caballo con las patas hacia arriba. Final de las glorias del mundo, hubiese dicho Valdés Leal. Una señora que presenciaba el acto tan sólo comentó: “La plaza vuelve a recobrar su dignidad”. Había dado en el clavo: así era.

Me acordé de Ezequiel, un republicano que conocí en París, que estoy seguro hubiese vivido una gran alegría. ¡Lástima que lleve ya varios años incinerado! Ezequiel tenía grandes dotes de pintor; aunque, debido a los azares de la guerra y el exilio, apenas si las pudo ejercer. También tenía un gran sentido del humor. Estas dos virtudes de mi amigo las descubrí al mismo tiempo el día que por primera vez me invitó a visitar su piso. Nos sentamos en un sofá y al tiempo que consumíamos sendos vasos de cerveza, comenzó a hablarme de España y de los muchos recuerdos que él guardaba de la retirada de Cataluña.

- Yo vi -me dijo- a Antonio Machado y a su madre pasar delante de mí. Lo supe porque alguien lo comentó: Ahí va el mejor poeta de España: tiene que marcharse para que no lo maten los fascistas”.
- Aquello debió ser muy duro.-comenté.
- Aquello fue terrible.
Luego, cambiando de tema, Ezequiel me preguntó:
- Usted que es profesor, ¿sabe qué sustantivos admiten en español el grado superlativo?
Le respondí que el grado superlativo es una exclusividad de los adjetivos.
- Que se cree usted eso. Hay dos nombres en español que aceptan el superlativo.
- ¿Dos nombres?
- Sí, dos nombres.
Antes de que me diera tiempo a dar con ellos me espetó en la cara los dos superlativos:
- Putísima y generalísimo. Son nombres y también son superlativos.
- Exacto.-acepté, sin poder evitar la carcajada.
Metidos en el tema gramatical le indiqué que también se podía incluir “cuñadísimo”, pero no lo dio por bueno. Dijo que en ese caso se trataba de un fenómeno de simpatía o contagio; al final dejamos la cuenta en los dos que él había propuesto. Volvió a servirme cerveza y, al tiempo que la servía, dejando el tema de putas y generales, comenzó a hablarme de las virtudes de esta bebida.
- La bière, como dice esta gente, es una bebida extraordinariamente diurética. Es tan diurética porque va lavando todo el organismo y nos deja como nuevos.
Le di totalmente la razón y él, señalándome cierta puerta, me dijo:
- Ya sabe, cuando sienta necesidad, no tiene más que entrar.
Le di las gracias, continuamos charlando y, al cabo de unos pocos minutos, volvió a llenarme el vaso.
- Ya sabe, esa puerta. Como si estuviera en su casa…
Empecé a preguntarme a qué se debería ese interés en que yo expulsara de mi cuerpo la cerveza que acababa de beber. Al fin, deseoso de descubrir el misterio, accedí a su sugerencia. Abrí la puerta, encendí la luz y, al levantar la tapa del excusado, no pude evitar la carcajada: allí estaba, en indeleble tinta china, el tirano de España. Lo había pintado de medio cuerpo, con la gorra militar, el insolente bigotillo fascista y la mano alzada cantando el “Cara al Sol”.
- Apunte bien a la boca del hijo de puta.- oí que me decía Ezequiel desde la habitación contigua.
- Apunto y disparo.-le grité.
Cuando volví al sofá me contó que todos los meses se tomaba un vaso de aceite ricino en honor al dictador.
- ¿Será posible?
- Usted no se puede hacer una idea la alegría que me entra cuando el purgante me empieza a hacer efecto…
Seguro que lo del aceite de ricino era mentira, pero poco importa. Ahora, al tiempo que veo bajar en la pantalla de la tele la escultura del dictador y la plaza, como ha dicho esta mujer del pueblo, recobra su dignidad, no puedo evitar el lejano recuerdo de aquel malogrado pintor. ¡Qué gran gozada se ha perdido esta tarde de invierno! Para él -y tantos como él- este pequeño triunfo llega tarde, demasiado tarde.

Por Ezequiel y los otros republicanos que conocí en París, alzo gozoso la copa.

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