¿Cuánta gente cabe en el cielo?

Miguel de Unamuno hablaba de la inmortalidad de papel como aquella forma de supervivencia más allá de la muerte a la que los humanos podemos aspirar en este mundo. Podemos hacernos famosos, podemos hacer algo que merezca la pena mantener en la memoria y que de ello quede prueba en el memorandum colectivo de las bibliotecas. Sin un alma inmortal, esa permanencia, junto con la más difusa herencia biológica, es lo único que puedo esperar que quede de mí cuando yo sea sólo cenizas.

Pero, ¿cuánta gente cabe en este paraíso de papel? ¿Cuáles son sus reglas de acceso? ¿Qué he de hacer para que un San Pedro bibliotecario me deje entrar en su feudo? Es curioso pensar que entrar en este cielo está muy sujeto al devenir temporal ya que, una vez dentro, uno no tiene asegurada la permanencia eterna (no hay funcionarios celestiales), sino que, en cualquier momento, se puede caer expulsado al infierno del olvido. Al principio de la historia, cuando los seres humanos no eran muchos, la presencia sería más fácil: sólo hacía falta hacer algo digno de ser escrito. Grandes guerreros, poetas y filósofos entraban en el paraíso. Sin embargo, cuando el tiempo pasa, nos damos cuenta quien tiene las llaves del cielo no es San Pedro, sino nuestro querido Charles Darwin: una selección natural en el que sólo sobreviven los más famosos dicta las reglas de la inmortalidad. La memoria humana es limitada, y el papel de sus bibliotecas también, así que no todo guerrero, poeta o filósofo famoso cabe. Sólo los más aptos sobreviven y el tiempo juega en contra ya que cada vez nace y muere más gente, con nuevos y meritorios talentos (¿alguna vez el tiempo ha jugado a favor de algo?). En las puertas del cielo hay millones de genios pegándose por entrar.

Aquiles y Héctor entran… ¿Pero entran ya Ajax y Diomedes? Homero y Hesiodo… ¿pero Píndaro y Longo?… Pensemos en que los siglos pasan y pasan, haciendo cada vez más y más difícil la permanencia. Al final sólo quedarán los casos más excepcionales. Pero, ¿y si las reglas de la fama cambian? En términos darwinianos: ¿y si cambia el entorno? La selección natural podrá castigar lo que antes premiaba igual que castigaría la gruesa piel de un oso polar en el desierto. Quizá ya no Homero y Hesiodo, sino Cristiano Ronaldo y Paris Hilton…. no Cervantes sino Belén Esteban…

Y no sólo la moda puede arrojarte al averno, sino la falta de soporte en tierra. Nuestro paraíso de papel necesita un sustento material, al igual que el alma siempre necesita un cuerpo donde alojarse. ¿Y si al devenir del mundo se le antojara que las bibliotecas ya no fueran necesarias? ¿Y si nos encontrásemos en aquel mundo de Ray Bradbury en el que los libros están prohibidos y son quemados sin miramientos? O, poniéndonos más trágicos: nuestro paraíso durará lo que dure la especie humana (que según algunos tiene los días contados. Este hombre será muy listo pero… ¿no la flipa demasiado?).

Creo que, viendo lo precario de este paraíso, hagamos caso a Epicuro y mejor vivamos siendo conscientes de nuestra inevitable desaparición, pendientes de nuestro presente, de las cosas que nos suceden en nuestra vida y no de las cosas que no nos sucederán a nosotros, a pesar de que lleven nuestro nombre,  ya que estaremos muertos. Además, creo que es mejor fórmula de felicidad centrarse en lo que uno está haciendo sin estar siempre mirando a una dudosa posteridad. No se puede vivir pensando en qué dirá la historia de mí, pues seguramente guardará silencio. Va siendo hora de aceptar, de una vez por todas, nuestra radical finitud.


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