¿Qué hay después de la muerte? (III)

Tradicionalmente el problema de la vida ultraterrena se ha planteado de un modo erróneo. Se cubre el asunto de un halo de misterio diciendo que nada puede saberse pues “nadie ha vuelto de la muerte para contárnoslo”. Del misterio como punto de partida se infiere que existen las mismas razones para creer que hay vida como para negarla, quedando el pronóstico en un 50 a 50, en, si tenemos que apostar a lo Pascal, una equilibrada igualdad de probabilidades. Al final suele concluirse que, a falta de razones para decidirse, la vida después de la muerte es una cuestión de “elección personal”, de “fe basada en las creencias y experiencias personales”. Una cuestión fáctica se acaba por confundir con una cuestión religiosa.

Este planteamiento es profundamente falaz:

1. Aceptando el punto de partida misterioso, la ignorancia total acerca del asunto, no es legítimo sacar ningún tipo de percentiles para realizar  apuesta alguna. Eso sería caer en una falacia ad ignorantiam: pretender deducir algo del desconocimiento. Si no sabemos nada, hay tantas razones para poner el asunto 50 a 50 como ponerlo a 70 contra 30 o 90 contra 10, o para poner cuarenta opciones y no sólo dos . Lo único legítimo que puede decirse del tema es que no sabemos nada, no teniendo sentido el enfoque de Pascal. Si, aceptando eso, aún así queremos afirmar algo basándonos en un “salto de fe” deberíamos pensar que estos saltos son contrarios por definición a uno de los principios epistemológicos más básicos de la ciencia: fundamentar toda creencia en razones, por lo que no nos parecen aceptables para defender ninguna tesis.

2. Sin embargo, el error base consiste en partir del misterio cuando realmente no lo hay (es lo que se llama generar un pseudoproblema en toda regla). No tenemos ni la más mínima razón para pensar que nuestra conciencia vaya a tener algún tipo de continuidad más allá de la muerte. Del mismo modo que no suponemos esa continuidad en ningún otro tipo de ente, no hay razón alguna para suponérsela al ser humano. Cuando se rompe el tostador nos parecería absurdo preguntarnos a dónde va el tostador después de su muerte. ¡Bárbaro! – podría decirse – ¡Comparar al ser humano con un tostador! El hombre es un ser diferente a todo cuanto ha existido, por eso tiene sentido preguntarse sobre la continuidad de su conciencia. Error, el ser humano tiene unas características diferentes a otros seres (al igual que los otros seres son diferentes entre sí) pero de ninguna de ellas puede deducirse la continuidad después de la muerte. Por ejemplo, supongamos la analogía entre un carro tirado por caballos y un automóvil que funciona con un motor de explosión. Son dos seres con cualidades diferentes. El automóvil es autónomo en el sentido en el que no necesita tracción animal para desplazarse. El automóvil es un ser único dentro de los sistemas de automoción… ¿de aquí se deduce que el automóvil tenga  algún tipo de continuidad una vez que pierde su funcionalidad? Siguiendo la analogía, de las características propias del ser humano (autoconciencia, lenguaje simbólico, memoria narrativa, etc.) no se infiere tal continuidad post mortem. ¿Qué tienen que ver mi capacidad de resolver ecuaciones, de escribir poemas de amor o de preguntarme por la existencia de Dios con continuar viviendo después de morir? ¿Hay algo en alguna de ellas de lo que pueda deducirse tal continuidad?

3. Además, sí que tenemos pruebas en contra (la apuesta no sería de 50 a 50 aún en el caso en que la perspectiva de la apuesta fuera legítima) ya que, desde hace varios siglos, las neurociencias (y el sentido común) han probado las relaciones entre las cualidades que nos hacen especiales como seres humanos y que, supuestamente continuarían en acción sin nuestro cuerpo, y el funcionamiento del cerebro. Sabemos que si dañamos ciertas zonas del cerebro, esas cualidades se dañan igualmente. Entonces, si la asociación parece muy evidente, estamos en condiciones de afirmar que cuando el cerebro deja de funcionar, las cualidades especiales se pierden. La prueba es clara: cuando el cerebro de un individuo muere observamos que la actividad químico-eléctrica correlacionada con sus cualidades intelectuales no existe, ergo su actividad intelectual ha dejado de existir. ¿No parece esto suficiente refutación? ¿No tiene esto la validez de un experimento?

4. ¿Hay alguna razón entonces para creer en ello? Si la habría si, al menos, nos sirviera como hipótesis para solucionar algún problema de modo que, a lo sumo, tuviera sentido como postulado teórico. El caso es que no soluciona nada. ¿A qué damos respuesta más que al terror psicológico ante la muerte? ¿Alguna teoría acerca del mundo requiere la necesidad de la vida ultraterrena para explicar algo? Estamos ante una clara hipótesis innecesaria.

Véase toda la saga: I y II


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