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Domingo, 11 de Mayo de 2014

El poeta material





Luis Benítez (*)

Hace apenas 600 años, la cultura occidental comenzó a liberarse de la muchas veces milenaria noción sobrenatural de la realidad y colocó al hombre en el centro del universo, del mismo modo que, míticamente y bastante tiempo antes, el joven Zeus arrojó a su padre Cronos de la primacía, para reinar él en su lugar.
Para la cultura occidental, el universo se transformó en una suerte de gran mecanismo de relojería, cuyas leyes había que descubrir y aprovechar.

Luego, hace poco más de 100 años, la cultura descubrió algunas cosas más: que la inmensa, mayor parte del universo seguía siendo desconocida, que cuando más conocía del universo simplemente descubría que era menos lo que sabía de él y que el hombre no era el centro del cosmos, sino apenas una parte más, aunque, hasta donde sabemos, la única capaz de reflexionar sobre sí misma y sobre cuanto la rodea. O sea: el hombre es la materia que reflexiona sobre sí misma.

Si buscamos una fuente de conflictos, ninguna nos dará tantos argumentos, tantas posibilidades como esta condición, que es la de lo humano. Ello, porque desató inmediatamente un mar de contradicciones, antagonismos, deseos reñidos con la razón, razones que chocaron y chocan contra la evidencia.

¿Cómo, la materia que reflexiona, puede comprender quién es ella y qué cosmos habita, cuando comprende que cuanto ve y define está teñido por la subjetividad, rasgo constitutivo del que no puede escapar, porque éste es, precisamente, una parte intrínseca de ella? Así lo Real, la esencia misma de la materia, escapa siempre de los alcances de la materia que piensa, el hombre.

Aquí volvemos a evocar, una y otra vez, las palabras siempre exactas de Jorge Enrique Ramponi: «El hombre quiere amar la piedra, su estruendo de piel / áspera: lo rebate su sangre, / pero algo suyo adora la perfección inerte».

Porque la poesía ha sido siempre, felizmente, no sólo territorio de mistificaciones y de monederos falsos, de componendas y adulteraciones, como lo han sido y lo son todas las actividades humanas, es que ha encarado también la resolución –imposible, seguramente, al menos dentro de las capacidades actuales de la mente- de este enigma que alguna vez Edipo escuchó de los labios de una Esfinge.

La auténtica poesía siempre se ha distinguido más por los alcances de sus fracasos que por los de sus aciertos y el solo hecho de que se proponga resolver el enigma de lo material pensando lo material, como lo hace la genuina poesía contemporánea, da una idea aproximada de su valor. Valor, también en el sentido de coraje.

Porque hay que ser muy valeroso, también, para dejar de lado las modas literarias, refugio seguro de los que no tienen nada que decir pero lo hacen; de aquellos que creen que la poesía es mera forma y no forma y sentido, tan bien amalgamados que la una está en el otro «como la madera en el árbol», feliz definición de otro gran poeta, el chileno Vicente Huidobro. Se debe ser muy atrevido para avanzar por lo desconocido buscándolo en cada verso, como lo hace lo que se dio en llamar una «poesía de ideas», como si alguna vez la poesía pudiera escribirse a sí misma sin tenerlas. Hay que ser muy valiente para siquiera intentar, simplemente, ser poeta.

Yo admiro muchas cosas en la poesía de Fernando G. Toledo y una de ellas es su valentía.

Fernando G. Toledo (foto de Camila Toledo).


Porque arriesga todo sin saber si va a encontrar algo en lo desconocido y como queda dicho, todo lo es en nosotros y en el universo que habitamos. Porque recogió el guante de lo material y su poesía atiende a resolver el enigma desde lo material; podemos decir que Toledo es el poeta de lo material consciente, aquella avanzada.

Así, en su último libro, Mortal en la noche, el autor describe sus itinerarios con plena conciencia, cuando dice en uno de sus textos más logrados, Ateo poeta: «Exento de piedad, supersticiones, / Y fábulas de vacua trascendencia, / Rodeado de mitos bimilenarios / Y una corte de anchas apologías, / El poeta materialista ensaya / (No sin pasión, con algo de pudor) / Un modesto lamento de inmanencia».
Los versos anteriores son una verdadera ars poetica, una clave importante para indagar en la multitud de significados que contiene este breve pero intenso y muy hondo volumen, que requiere de repetidas lecturas para acceder a los registros que hace el autor.

Ello, no por la oscuridad de su expresión, que no hay tal: Toledo usa muy bien un lenguaje engañosamente simple para involucrar en un solo verso una vasta polisemia; en dos versos la combinación de las relaciones establecidas entre ellos; en tres, un despliegue de sentidos que seguirá multiplicándose hasta el verso final, cuando como en una cámara de espejos, el poema todo –a su vez– se combine con las polisemias provenientes de los otros poemas que encontramos en Mortal en la noche, para pintar una atroz y fascinante universo, allí donde la condición humana, la de materia que se piensa a sí misma, fracasa una y otra vez, tal es su destino, en fijar sus límites y poder nombrarlos; esa es, precisamente, su grandeza. Que alguien pueda escribirlo, es una hazaña más de la poesía contemporánea.

Mortal en la noche es una Capilla Sixtina a la que le falta, felizmente, Dios.

 
(*) Buenos Aires, 28 de abril de 2013.

Seis poemas de 
Mortal en la noche


Gesto en el universo

La abundancia sideral del mundo allá afuera
No parece bastarme por sí misma: busco
Entre toda esa madeja algo que volcar
En un poema.
Pero un perro se hace oír a lo lejos
Resolviendo antes que yo sus asuntos,
Y pienso en esto que ahora
Voy a poner por escrito:
Un ladrido como un acto reflejo
Contra algo que se mueve en la noche.

*

Codo a codo

El médico es ecuánime: concede
La heroica salvación de su paciente
A la pericia de los cirujanos
Y a que la bala «sólo por milagro»
(Ya que no de otro modo ha de llamarse)
Arrancó apenas parte del cerebro,
Dejando en manos de la medicina
El tramo sangriento del salvataje.
Digamos que fue un trabajo en equipo.
Los doctores removieron pedazos,
Soldaron el cráneo, hicieron suturas,
Y Dios consintió un disparo preciso,
Suficiente para una hemiplejía,
Pero no para matar, por ahora,
Al hombre del que va a encargarse luego.

*

Schumann al caer la tarde

Sopor, un hilo de música
Tenue y un cuerpo,
Como un quiste,
En el blanco pozo de la tarde.
Pero en un instante
Todo va a cambiar:
El sueño, lo mudo,
La prolija putrefacción,
O esto que se escribe,
O por fin la noche.

*

Caza mayor y menor

Como un desconocido estás, de nuevo,
Saliendo del lugar de la reunión,
Huyendo de un bullicio que te infecta,
Que corre por los techos y paredes
Como si fueras la presa a atrapar
Por el sonido infalible del mundo.
Quedan en paz las voces, a lo lejos.
Pero solo aquí, en un cuarto vacío,
Persiste igual la tenaz cacería,
Que toma la forma reconocible
De algún recuerdo que no deseabas,
O tan sólo de tu voz interior
Que es también una peste
Y que ahora te alcanza.

*

Ego trascendental

Levanto el pie tras el aullido y descubro
El gajo de vidrio que abrió la carne
Con toda la eficacia que regala
La ley de la gravedad. Miro la epidermis
Hecha trizas, el flujo de glóbulos que pugnan
Por escapar de mi cuerpo como de un siniestro,
Y de pronto allí, sentado y entre lamentos,
Recorro los pliegues del dolor. Soy
Un haz de luz que cifra y descifra
Los pulsos de un escándalo neuronal
Anunciando la emergencia a todo el cuerpo,
Un haz que recorre el trozo de cristal
Y la piel desnuda, la vibración nerviosa
En un extremo lejano al cerebro
Y la respuesta en el quejido o la mueca,
La medida y la conciencia de la herida:
Fogonazo irreductible
De materias en contacto
En el revoltijo múltiple de una realidad
Dentro de la cual mana,
Lentamente, un hilo de sangre.

A Gustavo Bueno
 

*

Ateo poeta

Exento de piedad, supersticiones,
Y fábulas de vacua trascendencia,
Rodeado de mitos bimilenarios
Y una corte de anchas apologías,
El poeta materialista ensaya
(No sin pasión, con algo de pudor)
Un modesto lamento de inmanencia.
Es tarde y el viento trae desechos
De plegarias como balas perdidas.
De pie a un costado u otro de la duda
Mira pasar esa oscura corriente
De la que (sabe) ya no beberá
Y enciende una fogata con los restos
De un texto difícil de corregir.
«Los teólogos corren peor suerte»
Dice en un verso para envanecerse,
Confiando en que su próxima herejía
Ya nunca deje descansar a Aquél
Que, aunque haya muerto, entretiene a los suyos
Con el Supremo Hedor de Su Cadáver.
Lunes, 27 de Agosto de 2012

¡Salud e inquieta alegría!

Enrique Arias Valencia (1971-2012)


 Por Fernando G. Toledo

Para Ariastóteles Platónico, in memoriam


No lo ha tocado la fama. Apenas un círculo más o menos amplio, más o menos estrecho, sabe de él. Su familia, claro, y también el puñado de lectores que ha recolectado en estos tiempos en que internet es una ventana siempre abierta por la que hay que saber mirar. 

Pero no es la celebridad lo que guía a Enrique Arias Valencia. Otra cosa lo lleva a andar, desahuciado casi, por todos los rincones. Lo mueve la belleza, o la pregunta por si la belleza ha de poder tocarse, palparse, beberse como un único bálsamo para aliviar esa gran pena insensata en que se ha convertido, para él, su propia vida.

Enrique, nacido en febrero de 1971, es mexicano y, si lo observamos por la mirilla del oficio que le da un sustento diario, apenas podríamos decir que trabaja como un oscuro corrector de una editorial esotérica, rasgo que parece acentuar el absurdo en que está inmerso.

Porque sucede que Enrique es licenciado en Filosofía por la Universidad Nacional Autónoma de México y ha obtenido ese título con una tesis que hace explícita la búsqueda que lo desvela. Él no cree en dios alguno, así que corregir textos que hablan de la vida eterna o guardianes espirituales no ha de resultarle cómodo. Es probable que esa barbarie espiritualista  no le cause asco (pues sigue a Terencio en esto de que «soy humano y nada de lo humano me es ajeno»), pero sí provoque una mueca en su rostro moreno y enmarcado por una tupida cabellera negra.

Enrique se ha destacado siempre como estudiante, hijo y hermano ejemplar. En la escuela se ha ganado el mote de El Ciencias (porque domina la lógica, la química, las matemáticas), su familia le llama El Cacho y él mismo se ha puesto un seudónimo: Ariastóteles Platónico, un juego de palabras con su apellido que sugiere la contradicción que lo define y supo representar Rafael en una célebre pintura: Aristóteles como el filósofo terrenal y Platón, como el ideal.

La dialéctica de lo corpóreo y lo esencial, lo real y lo imposible conmueve a Enrique y por eso, como decíamos, ha propuesto en su tesis de licenciatura una solución, bebida de las fuentes de Schopenhauer y Nietzsche, sus dos filósofos predilectos. Ha entendido que, ya que Dios ha muerto, no hay redención posible para el hombre que no sea a través del arte. Ya no es posible, cree Enrique, asumir como existente a ese ser que ha llevado a los hombres a cantar, componer o trazar complejas teologías. Pero sí es esa admirable tarea de creación intelectual la que se alza, irónicamente, como la llave de las puertas del alivio que toda vida, por ser fugaz, necesita. Por ello ha escrito Enrique: «El arte, al ser la cúspide de la apariencia, nos alcanza a divisar el mundo esencial, porque los contrarios son complementarios, y la apariencia y la esencia se complementan en la cúspide».

Lo que no sabemos si Enrique sabe es que toda cumbre es también una invitación al vértigo y al abismo. Podemos verlo a él trepar al arte: disfrutar de la música con éxtasis, solazarse en ella. Lo podemos ver vibrar con un poema, una canción o una imagen, y saludar a todos con su frase de cabecera: «¡salud e inquieta alegría!».

Pero no podemos ver, hasta que ya es tarde, que Enrique entiende al amor como el compendio de la belleza y que asistir a todo el arte que nos rodea no le basta. No podemos ver cómo Enrique siente que tras ser espectador de la redención, a los 41 años hay que ser parte de ella. Y serlo exige conseguir el amor de una mujer que haya despertado en él la misma admiración que una ópera de Wagner o un poema de Omar Kayam. No podemos ver, entonces, que Enrique se convence de que sin amor –esa forma del arte– él no será redimido y, por tanto, no tiene sentido seguir buscando. No lo podemos ver hasta que, al abrir la puerta, lo vemos. Vemos el cuerpo de Enrique Arias Valencia, que cuelga de una soga, derrotado ya, vencido e irredento, diciendo adiós. Diciéndonos, al fin: «¡salud e inquieta alegría!».