¡Salud e inquieta alegría!

Enrique Arias Valencia (1971-2012)


 Por Fernando G. Toledo

Para Ariastóteles Platónico, in memoriam


No lo ha tocado la fama. Apenas un círculo más o menos amplio, más o menos estrecho, sabe de él. Su familia, claro, y también el puñado de lectores que ha recolectado en estos tiempos en que internet es una ventana siempre abierta por la que hay que saber mirar. 

Pero no es la celebridad lo que guía a Enrique Arias Valencia. Otra cosa lo lleva a andar, desahuciado casi, por todos los rincones. Lo mueve la belleza, o la pregunta por si la belleza ha de poder tocarse, palparse, beberse como un único bálsamo para aliviar esa gran pena insensata en que se ha convertido, para él, su propia vida.

Enrique, nacido en febrero de 1971, es mexicano y, si lo observamos por la mirilla del oficio que le da un sustento diario, apenas podríamos decir que trabaja como un oscuro corrector de una editorial esotérica, rasgo que parece acentuar el absurdo en que está inmerso.

Porque sucede que Enrique es licenciado en Filosofía por la Universidad Nacional Autónoma de México y ha obtenido ese título con una tesis que hace explícita la búsqueda que lo desvela. Él no cree en dios alguno, así que corregir textos que hablan de la vida eterna o guardianes espirituales no ha de resultarle cómodo. Es probable que esa barbarie espiritualista  no le cause asco (pues sigue a Terencio en esto de que «soy humano y nada de lo humano me es ajeno»), pero sí provoque una mueca en su rostro moreno y enmarcado por una tupida cabellera negra.

Enrique se ha destacado siempre como estudiante, hijo y hermano ejemplar. En la escuela se ha ganado el mote de El Ciencias (porque domina la lógica, la química, las matemáticas), su familia le llama El Cacho y él mismo se ha puesto un seudónimo: Ariastóteles Platónico, un juego de palabras con su apellido que sugiere la contradicción que lo define y supo representar Rafael en una célebre pintura: Aristóteles como el filósofo terrenal y Platón, como el ideal.

La dialéctica de lo corpóreo y lo esencial, lo real y lo imposible conmueve a Enrique y por eso, como decíamos, ha propuesto en su tesis de licenciatura una solución, bebida de las fuentes de Schopenhauer y Nietzsche, sus dos filósofos predilectos. Ha entendido que, ya que Dios ha muerto, no hay redención posible para el hombre que no sea a través del arte. Ya no es posible, cree Enrique, asumir como existente a ese ser que ha llevado a los hombres a cantar, componer o trazar complejas teologías. Pero sí es esa admirable tarea de creación intelectual la que se alza, irónicamente, como la llave de las puertas del alivio que toda vida, por ser fugaz, necesita. Por ello ha escrito Enrique: «El arte, al ser la cúspide de la apariencia, nos alcanza a divisar el mundo esencial, porque los contrarios son complementarios, y la apariencia y la esencia se complementan en la cúspide».

Lo que no sabemos si Enrique sabe es que toda cumbre es también una invitación al vértigo y al abismo. Podemos verlo a él trepar al arte: disfrutar de la música con éxtasis, solazarse en ella. Lo podemos ver vibrar con un poema, una canción o una imagen, y saludar a todos con su frase de cabecera: «¡salud e inquieta alegría!».

Pero no podemos ver, hasta que ya es tarde, que Enrique entiende al amor como el compendio de la belleza y que asistir a todo el arte que nos rodea no le basta. No podemos ver cómo Enrique siente que tras ser espectador de la redención, a los 41 años hay que ser parte de ella. Y serlo exige conseguir el amor de una mujer que haya despertado en él la misma admiración que una ópera de Wagner o un poema de Omar Kayam. No podemos ver, entonces, que Enrique se convence de que sin amor –esa forma del arte– él no será redimido y, por tanto, no tiene sentido seguir buscando. No lo podemos ver hasta que, al abrir la puerta, lo vemos. Vemos el cuerpo de Enrique Arias Valencia, que cuelga de una soga, derrotado ya, vencido e irredento, diciendo adiós. Diciéndonos, al fin: «¡salud e inquieta alegría!».

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