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Sábado, 10 de Septiembre de 2016

Adiós a Gustavo Bueno, el Platón de nuestros tiempos

Gustavo Bueno en 2006 (gentileza: Fundación Gustavo Bueno)


Publicado en diario Los Andes (Argentina) y en El Catoblepas (España)

a historia está hecha de pasado. Esto suena a verdad ridícula, por lo flagrante, y sin embargo toma relevancia cuando sucede lo inusual: cuando uno descubre, recién instalados, los cimientos sobre los cuales grandes edificios habrán de levantarse.
La muerte, el domingo 7 de agosto, del filósofo español Gustavo Bueno (1924-2016) nos pone frente a este espectáculo: el de haber sido contemporáneos de un hombre del que van a hablar las próximas generaciones. Haber vivido en los tiempos de Bueno es como haber sido contemporáneo de Platón.
La estela del pensamiento de Bueno comenzó, para muchos, en 1970, cuando la editorial Ciencia Nueva de Madrid publicó un libro titulado El papel de la filosofía en el conjunto del saber. Pocos acaso podían predecir que era el primero de una serie que iba camino a la construcción paulatina de un sistema filosófico con pocos parangones: una elaboración que iba a poner a Bueno a la altura de titanes filosóficos como Platón, Aristóteles, Santo Tomás, Descartes, Spinoza, Kant, Hegel o Marx.

El materialismo filosófico
Dos años más tarde de su «ópera prima», Bueno iba a publicar Ensayos materialistas, un portento de 470 páginas que sentaría las bases ontológicas de su filosofía, y que en ese libro, ya se autoimponía un nombre: el «materialismo filosófico». Allí Bueno establecía, contra el materialismo dialéctico vigente y contra todos los espiritualismos, una nueva manera de entender la materia. Su descubrimiento –así lo llamaba el mismo filósofo–, era que había dos planos: el de la materia general (indeterminada) y el de la materia especial (mundana). Esta última está compuesta por tres géneros que conforman el «aspecto del mundo»: la materia física (M1), la materia psicológica (M2) y la materia ideal o esencial (M3).
Esa pluralidad de la materia era un hallazgo brillante, que hacía derrumbar el gran ingrediente metafísico (en sentido peyorativo) de otras filosofías: el monismo. Porque, decía Bueno inspirándose en la symplokéde Platón, ni todo está relacionado con todo (monismo) ni todo está desconectado de todo. Y es gracias a eso que podemos conocer el mundo.

Dedicatoria de Gustavo Bueno al autor
de este artículo, en un ejemplar
de La fe del ateo
Un portentoso sistema
Ya puesta la piedra basal, ontológica, Bueno avanzó hacia la gnoseología, y lo hizo con su brillante y monumental Teoría del cierre categorial, que es una lección contra las baratijas pseudofilosóficas de muchos fundamentalistas científicos.
Luego, el filósofo siguió por la antropología, con notables artículos y libros, entre los que destaca una filosofía de la religión que aún sorprende, y que pone el origen de lo religioso en los «númenes» bestiales, algo que se entiende con la fórmula: «El hombre creó a Dios a imagen de los animales».
La obra que contenía ese estudio (El animal divino) se completó luego con otras como Cuestiones cuodlibetales sobre Dios y la religión y La fe del ateo. Dio con ellas, también, una definición de su ateísmo que descolocó a los incautos, ateos y creyentes por igual.
Bueno siguió trazando arquitectónicamente su sistema, y también abarcó la ética (destacan sus libros El sentido de la vida y El mito de la felicidad), la economía y la estética. Y, por supuesto, también se metió con la política, dejando como principales, entre muchas, dos obras en espejo: El mito de la izquierda y El mito de la derecha. En ellas deja en claro, con su célebre capacidad trituradora de conceptos, que hoy en día la distinción derecha-izquierda carece de sentido.

Un filósofo en el barro
La imagen que podemos hacernos de Gustavo Bueno con este esbozo podría ser la de un «intelectual» (palabra que le repugnaba), que desde su torre de pensamiento pontifica contra la especie humana. Nada más alejado de la realidad.
El filósofo, que había nacido en Santo Domingo de la Calzada (La Rioja) y estudiado en su ciudad, en Zaragoza y en Madrid, había comenzado como profesor de un instituto secundario de señoritas en Salamanca. Pero luego ganó una cátedra en la Universidad de Oviedo (Asturias), donde se instaló para siempre, y desde donde irradió su obra y creó su escuela, que hoy tiene seguidores diseminados por el mundo.
En Oviedo también, vivió episodios que mostraron su entereza. Allí fue perseguido por el franquismo, que lo consideraba «marxista». Allí bajó una vez a las profundidades de la tierra para dar un discurso memorable a los mineros asturianos. Allí sufrió atentados de la «izquierda» y de la «derecha» (le arrojaron un tarro de pintura una vez, que por poco lo deja ciego). Allí también forjó discípulos que comenzaron a ramificar su filosofía. Allí fundó y dirigió publicaciones, como la notable El Basilisco.
Pero, como decíamos, Gustavo Bueno jamás le rehuyó al combate cuerpo a cuerpo con las cuestiones candentes de la actualidad. Así, se dedicó a hablar nada menos que del programa Gran Hermano y a participar de tertulias televisivas que muchos españoles hoy recuerdan, dada la vehemencia, claridad y el carácter polémico de lo que Bueno era capaz de volcar en un medio tan repelente a la filosofía como la pantalla catódica.
Esa presencia mediática fue a veces vista con desconfianza. No por nada un colega le protestó una vez al riojano que «trivializara» a la filosofía llevándola a la TV. Bueno le dio una respuesta memorable: «¿Y cuántos teoremas has demostrado tú mientras tanto?».
Con esas apariciones televisivas –y con artículos que dejaban muchas veces «heridos ideológicos» a diestra y siniestra– el filósofo alcanzó una fama popular que le granjeó enemigos y admiradores.
Entretanto, como a hombre de dos siglos, le tocó convivir con nuevas tecnologías. Y fueron estas las que algunos de sus seguidores (especialmente su hijo, Gustavo Bueno Sánchez) utilizaron para comenzar a difundir su pensamiento. Establecida una fundación que lleva su nombre a poco que le llegó una jubilación forzada por cuestiones ideológicas, la obra de Bueno empezó a difundirse en la red con revistas digitales como El Catoblepas y con la difusión de numerosas de sus obras y videos didácticos del propio filósofo.

Gustavo Bueno en plena escritura. Última foto del filósofo, tomada
por su nieto, Lino Camprubí (18 de julio de 2016).


El legado de un gigante
Esa difusión de su obra es la que patentiza, como nunca, la potencia y la potencialidad, valga el juego de palabras, que su filosofía encierra. Sucede que el materialismo filosófico tiene tal capacidad «lumínica» que se asemeja a una herramienta, a un cincel, a un microscopio o a un martillo. Con él se trabaja para avanzar sobre lo pedregoso del mundo de las ideas. Con él también se pone en evidencia a ciertas concepciones delirantes y divagantes de la filosofía contemporánea, muchas de las cuales ocupan con ocio autosatisfactorio las cátedras universitarias.
Como a todo individuo finito, la muerte biológica hubo de llegarle a Bueno, y esto sucedió a sus 91 años, cuando aún continuaba trabajando, escribiendo y polemizando con la misma lucidez de siempre. Su muerte llegó a los dos días del fallecimiento de su esposa. Ese gesto, involuntario quizá, mostró que «nada de lo humano le era ajeno». Ni siquiera el amor, o más bien, el dolor que el amor ausente causa.
Con el punto final de su vida, la obra de Bueno queda en evidencia, como un legado. Un legado al que ni siquiera le hace falta esperar que corra el río de la historia. Es tan contundente que nos dice a gritos que con él ha muerto no ya el filósofo más importante de la lengua española (sí, más que Balmes, que Unamuno, que Ortega y Gasset): con él ha muerto el Platón de nuestro tiempo.

Miercoles, 11 de noviembre de 2015

Cómo las religiones se esparcieron por el mundo



Con este magnífico video celebramos los 10 años de Razón Atea. 

Por Fernando G. Toledo

Un hombre adulto vive días aciagos. Ha sufrido un grave accidente en bicicleta del que con dificultad se ha recuperado. Está casi sordo. Está atravesando una depresión. El hombre, semianalfabeto, habla poco y en esos instantes dice para sí lo poco que sabe: una oración. De pronto, ve ante él a una imagen de la Virgen María (a quien estaba rezando en ese momento). Su sordera le impide oír otra cosa que voces interiores que le dejan mensajes. Ese es el germen del culto a la Rosa Mística, que atraerá devotos en la Mendoza natal del hombre, una provincia de Argentina, un país que, como el resto de la porción del continente que integra, está dominada por el cristianismo.
Mucho antes, algo similar le sucedió a Bernadette Soubirous, una adolescente francesa, analfabeta, quien dijo haber visto casi una veintena de veces la imagen de la santa (santísima) Virgen María.
En otro lugar del mundo, el piadoso musulmán Keyhand Mohman ve una foto satelital del continente africano y se estremece: Alá («el único Dios») ha estampado su firma en el planeta que ha creado. Así lo prueba lo que ve: su nombre, formado por los colores de los árboles, en un sector del África.
Como vemos, cada cual ve lo que quiere, o lo que su religión le permite. Difícil será encontrar a un budista que vea una zarza ardiendo que diga «yo Soy el que Soy», o un Testigo de Jehová a quien la Virgen le esparza aromas de rosa en su habitación. Cada milagro parece, curiosamente, tallado a imagen y semejanza de la fe de cada uno. Algo extraño: si los milagros fueran manifestaciones de cualquiera de los dioses reales, ¿por qué habrían de expresarse justamente ante los que ya creen en ellos?
El argumento es sencillo y contundente. La web Business Insider (cuyo nombre puede ser traducido como «Dentro del Negocio»), ha puesto el foco en un negocio de larga data: el de las religiones. Y lo ha hecho a través de un mapa animado que muestra cómo se expandieron y cómo dominan actualmente los diversos territorios del planeta.
A 10 años de la creación de este blog, nos parece una buena manera para seguir reflexionando sobre cómo las religiones siguen vigentes. Y, por supuesto, también su crítica. Que es lo que se propone desde este espacio.

Lunes, 27 de Agosto de 2012

¡Salud e inquieta alegría!

Enrique Arias Valencia (1971-2012)


 Por Fernando G. Toledo

Para Ariastóteles Platónico, in memoriam


No lo ha tocado la fama. Apenas un círculo más o menos amplio, más o menos estrecho, sabe de él. Su familia, claro, y también el puñado de lectores que ha recolectado en estos tiempos en que internet es una ventana siempre abierta por la que hay que saber mirar. 

Pero no es la celebridad lo que guía a Enrique Arias Valencia. Otra cosa lo lleva a andar, desahuciado casi, por todos los rincones. Lo mueve la belleza, o la pregunta por si la belleza ha de poder tocarse, palparse, beberse como un único bálsamo para aliviar esa gran pena insensata en que se ha convertido, para él, su propia vida.

Enrique, nacido en febrero de 1971, es mexicano y, si lo observamos por la mirilla del oficio que le da un sustento diario, apenas podríamos decir que trabaja como un oscuro corrector de una editorial esotérica, rasgo que parece acentuar el absurdo en que está inmerso.

Porque sucede que Enrique es licenciado en Filosofía por la Universidad Nacional Autónoma de México y ha obtenido ese título con una tesis que hace explícita la búsqueda que lo desvela. Él no cree en dios alguno, así que corregir textos que hablan de la vida eterna o guardianes espirituales no ha de resultarle cómodo. Es probable que esa barbarie espiritualista  no le cause asco (pues sigue a Terencio en esto de que «soy humano y nada de lo humano me es ajeno»), pero sí provoque una mueca en su rostro moreno y enmarcado por una tupida cabellera negra.

Enrique se ha destacado siempre como estudiante, hijo y hermano ejemplar. En la escuela se ha ganado el mote de El Ciencias (porque domina la lógica, la química, las matemáticas), su familia le llama El Cacho y él mismo se ha puesto un seudónimo: Ariastóteles Platónico, un juego de palabras con su apellido que sugiere la contradicción que lo define y supo representar Rafael en una célebre pintura: Aristóteles como el filósofo terrenal y Platón, como el ideal.

La dialéctica de lo corpóreo y lo esencial, lo real y lo imposible conmueve a Enrique y por eso, como decíamos, ha propuesto en su tesis de licenciatura una solución, bebida de las fuentes de Schopenhauer y Nietzsche, sus dos filósofos predilectos. Ha entendido que, ya que Dios ha muerto, no hay redención posible para el hombre que no sea a través del arte. Ya no es posible, cree Enrique, asumir como existente a ese ser que ha llevado a los hombres a cantar, componer o trazar complejas teologías. Pero sí es esa admirable tarea de creación intelectual la que se alza, irónicamente, como la llave de las puertas del alivio que toda vida, por ser fugaz, necesita. Por ello ha escrito Enrique: «El arte, al ser la cúspide de la apariencia, nos alcanza a divisar el mundo esencial, porque los contrarios son complementarios, y la apariencia y la esencia se complementan en la cúspide».

Lo que no sabemos si Enrique sabe es que toda cumbre es también una invitación al vértigo y al abismo. Podemos verlo a él trepar al arte: disfrutar de la música con éxtasis, solazarse en ella. Lo podemos ver vibrar con un poema, una canción o una imagen, y saludar a todos con su frase de cabecera: «¡salud e inquieta alegría!».

Pero no podemos ver, hasta que ya es tarde, que Enrique entiende al amor como el compendio de la belleza y que asistir a todo el arte que nos rodea no le basta. No podemos ver cómo Enrique siente que tras ser espectador de la redención, a los 41 años hay que ser parte de ella. Y serlo exige conseguir el amor de una mujer que haya despertado en él la misma admiración que una ópera de Wagner o un poema de Omar Kayam. No podemos ver, entonces, que Enrique se convence de que sin amor –esa forma del arte– él no será redimido y, por tanto, no tiene sentido seguir buscando. No lo podemos ver hasta que, al abrir la puerta, lo vemos. Vemos el cuerpo de Enrique Arias Valencia, que cuelga de una soga, derrotado ya, vencido e irredento, diciendo adiós. Diciéndonos, al fin: «¡salud e inquieta alegría!».
Lunes, 26 de Diciembre de 2011

Adiós a Christopher Hitchens, el polemista


Christopher Hitchens (1949-2011)



© Fernando G. Toledo

Christopher Hitchens decía lo que pensaba y de la manera más brutal. Por caso: «La religión es como el racismo. Cualquier versión de cualquiera de las dos anima y desencadena la otra» (en Dios no es grande, editorial Debate).

Rudo y enfático, de pluma ácida y ajena a florilegios, el periodista amaba revolver las apariencias y mostrar la basura que yace bajo las flores.

Así, por ejemplo, era capaz de arremeter contra un tótem intocado como el de la Madre Teresa, en una investigación que provocó el escándalo por retratar a la monja oriunda de la actual Macedonia como una perversa que se aliaba a los poderosos. También criticaba la izquierda actual o hacía del ateísmo una militancia.

Era bravo, culto, gran prosista y ultracrítico. Así era Hitchens: no sé qué más se le puede pedir a un periodista.




Publicado en Diario UNO de Mendoza el 17 de diciembre de 2011.