Vuelven las indulgencias

Christopher Hitchens



A mediados de julio recibí una llamada de una estación de radio australiana pidiéndome algún comentario sobre el patrocinio del Día de la Juventud Mundial por parte de la Iglesia Católica Romana. A la primera no pude adivinar qué tenía que ver conmigo este evento en Sidney tan bizarro, pero luego me explicaron que Su Santidad El Papa —Benedicto XVI para sus fans, aunque para mí siempre va a ser Joseph Razinger— iba a ofrecer una indulgencia total o parcial como reclamo hacia cualquiera que no se sintiese lo suficientemente motivado para atender o participar en la festividad.

De inmediato me sentí interesado. No era la primera vez que el nuevo Papa hacía este tipo de oferta a cualquiera interesado en atender sus eventos. Un reciente jubileo católico en Alemania vino con exactamente la misma oferta de un ticket para el cielo. O, para ser más exactos, con la oportunidad para el ofensor de que algunos de sus pecados sean remitidos, en forma de reducción del castigo temporal o tiempo perdido en el Purgatorio. Una mera indulgencia parcial, destinada también a reducir la sentencia del Purgatorio por sólo un tiempo limitado, fue ofrecida por Ratzinger a «todos aquellos que, sean quienes sean, recen por las metas espirituales de esta reunión y colaboren en su final feliz». Pero la oferta parecía tener en realidad un valor mucho mayor. Prometía la remisión de todo el tiempo en el Purgatorio que el fiel se hubiese ganado por los pecados de toda su vida hasta ese momento. Para ganártelo ahora, tienes que viajar a las antípodas y «participar devotamente en alguna función sagrada o ejercicio piadoso que tenga lugar durante el vigesimotercer Día de la Juventud Mundial, incluyendo su solemne conclusión, de forma que habiendo sido recibido el Sacramento de la Reconciliación, y mostrando un arrepentimiento sincero, se reciba la Sagrada Comunión y se rece devotamente, de acuerdo con las indicaciones de Su Santidad».

Fue la idea de la «indulgencia» y especialmente la de su venta —un negocio tan rentable, que una de las campañas fue suficiente para financiar San Pedro en Roma— la que hizo surgir las protestas de Martín Lutero y puso en marcha lo que en ocasiones con demasiado optimismo llamamos La Reforma. El recurso perdió bastante vigencia tras el Concilio Vaticano Segundo, pero Ratzinger se la ha devuelto, de una forma que desde hace mucho tiempo muchos consideran reaccionaria y pasada de moda. En el tiempo relativamente breve desde su nombramiento como papa, Ratzinger ha dado importantes pasos para recuperar el Latin, para reconvertir a los pérfidos judíos, y en general para restablecer la condición de la Iglesia Católica Romana como la única y verdadera fuente de autoridad espiritual.

De una forma extraña, siento cierto alivio ante este intento de restablecer viejos dogmas y creencias. Nada resulta más obsceno y poco convincente que la idea de un Catolicismo «ecuménico» pretendiendo llevarse bien con protestantes, judíos y musulmanes, pretendiendo ignorar las diferencias que una vez fueron esenciales en su doctrina. Y pocas cosas más banales que atender a actos católicos en la lengua vernácula, donde todo el misterio se pierde en un intento de gratificar el sentimiento localista. Los católicos de verdad están, creo, siendo honestos cuando dicen que la pérdida de magia, autenticidad y tradición está acabando con la Iglesia. Lo que también admiten es que sin ceremonia, sin ritual, sin un lenguaje especial para el sacerdocio, lo suyo no tiene sentido. Es algo a lo que prestar atención desde un punto de vista secular.

Estamos demasiado acostumbrados a escuchar de tipos no demasiado hechos a lo ecuménico cosas como «oh, pero todo eso de la herejía y la condena, no es algo que te tengas que tomar al pie de la letra». Pero ahora tenemos un papa que dice; en efecto, oh, sí, hay que tomárselo literalmente. Los protestantes no van a ir al cielo. El tiempo en la otra vida se mide exactamente igual que en ésta; y podrías pasarte unos cuantos años en el Purgatorio —un concepto especialmente absurdo que siempre me ha hecho sonreir—. Por supuesto, hay un juicio final, y sólo una Iglesia puede prepararte para él. Así que el dinero que emplees en esta sagrada institución mientras sigues vivo es dinero muy bien gastado.




Un amigo escribió una vez sobre lo reconfortante que resulta que las cosas se demuestren de la forma en que se las supone. Dice que una vez conoció a una bella mujer en el Orient Express que más tarde fue arrestada por espionaje, una vez vio un enorme cerdo correteando por la sala de entrada de un castillo irlandés, y otra vez entrevistó a un político que en dos minutos ya le había soltado una mentira descarada. De la misma forma reconforta tener un papa que ofrece indulgencias para la siguiente vida a cambio de compromisos aquí y ahora, y que no pierde el tiempo con chorradas sobre que todas las fes son manifestaciones equivalentes de la misma verdad. Le devuelve a uno el sentido de cómo son las cosas. Creo que iré para allá e intentaré que me den una de esas indulgencias plenas. Por estar en el lado seguro, más que nada.

Visto en Council for Secular Humanism.

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