Vida después de la muerte

Como recordarán muchos, gran parte de lo que conocemos como teología judía es en parte tradición egipcia. Los egipcios estaban obsesionados con la muerte, y algunas de las tribus que siglos más tarde crearían la nación judía habían recibido de ellos toneladas de rituales y significados implícitos. La muerte como experiencia subterránea, llena de oscuridad y silencio, se convirtió en tema común en las descripciones judías de nuestra condición posmórtem. Sin embargo, los egipcios sí creían en una vida después de la muerte, pero era en un reino de las sombras sepultado, lejos del cielo idílico que mencionó Pablo. Pero esta idea no llegó al Antiguo Testamento porque los judíos estaban luchando con un problema bien diferente. A lo largo de los pocos siglos que duró, Israel fue una nación históricamente insignificante, con minúscula influencia sobre sus vecinos, poco más que un cruce de caminos entre imperios poderosos. Cada vez que los asirios, babilonios, persas, egipcios, árabes, griegos y romanos querían comerciar o guerrear entre sí, el minúsculo territorio judío era el único obstáculo en su camino.
En consecuencia, los judíos fueron sucesivamente invadidos, conquistados y ocupados por varias fuerzas extranjeras, y se encontraron ante el dilema de sucumbir a la asimilación o diseñar formas de mantener viva su cultura para no desvanecerse definitivamente, extinguidos por la fuerza de la historia. Entonces emergió el resentido nacionalismo judío como estrategia de supervivencia. Mientras que la preocupación principal de la vida egipcia había sido cómo preparar adecuadamente a los nobles para su viaje al mundo de los muertos, la preocupación principal de la vida judía era cómo siquiera ganarse la vida en este mundo. De modo que el concepto ya presente de la vida después de la muerte como lugar oscuro recibió el matiz de muerte como aniquilación, porque ése era el peligro al que los judíos mismos se enfrentaban: temían perder las ganas de existencia continuada bajo la sombra de una inminente destrucción. Como los egipcios, los judíos se obsesionaron también con la muerte, pero no como el anhelado viaje a la eternidad, sino como una amenaza omnipresente a su esencia misma como pueblo. Así es comprensible que consideraran a la muerte como una desaparición completa de la existencia. Mientras sus vidas estaban a merced de poderosos enemigos, cada judío muerto era un recordatorio de lo que podía sucederle a la nación entera.
Habiendo removido la conciencia posmórtem, la utilidad emocional de la religión tuvo que reubicar su énfasis. A diferencia del cristianismo, que pone la mayoría de sus promesas en una inversión que sólo rinde utilidades luego de la muerte del inversionista, el judaísmo tenía que garantizar felicidad y prosperidad en este mundo y esta vida. Si uno lee las promesas y amenazas que Yavé hace al sellar el pacto del Monte Sinaí, encontrará que todas las bendiciones y maldiciones tienen que ver con cosas que les suceden a personas vivas: si me obedeces, tu nación será fuerte y rica; si desobedeces, te conquistarán y saquearán. No se mencionan lecciones de arpa en las nubes ni cámaras de tortura subterráneas. Cada recompensa y cada castigo sucede en esta vida: el propósito de la religión judía es mejorar nuestra existencia terrenal, no la siguiente. Aunque yo siempre he sostenido que las regulaciones obsesivo-compulsivas de la tradición de Moisés hacen del judaísmo una religión apropiada sólo para esclavos, también es una religión de la vida, a diferencia del Islam, que es claramente una sala de espera para la muerte. El judaísmo es un sistema para hacer que la vida siga siendo soportable cuando uno ha perdido su tierra, cuando lo han saqueado vecinos tiranos que pueden reducirlo a uno a polvo. Sólo bajo influencia persa y helénica empezó a cambiar el concepto judío de la vida después de la muerte, y de ese proceso recibimos la terrible parafernalia cristiana sobre el cielo y el infierno. No sorprende que todos los versos bíblicos que pueden esgrimirse contra el aniquilacionismo procedan del Nuevo Testamento.

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