Un hondo malestar (2)

© Gonzalo Puente Ojea

La teoría de la evolución [...] es una teoría materialista, que descarta a «a priori» toda especulación metafísica o religiosa que se recree en introducir conceptos indefinibles e infalsables como espíritu, trascendencia divina, alma, etc. El Mensaje [a la Academia Pontificia de Ciencias] elude calculadamente este punto científico fundamental, y sólo habla, con la oportuna cautela, de interpretaciones, pero mencionadas todas juntas como en un totum revolutum. ¡Inveteradas argucias semánticas clericales!...

Luego, el Mensaje aborda ya el tema candente del «alma humana» y, en consecuencia, la cuestión decisiva de la supuesta estructura dualista del universo. Es evidente que la doctrina católica no puede admitir una cosmología de base monista en cuanto regida por la materia. Pero esta base no acude a ninguna filosofía legitimadora, sino que se limita a categorizar científicamente bajo el nombre de materia –o energía, si se prefiere– el conjunto de referentes observables o cuantificables sobre los que operan los métodos, técnicas e instrumentos que utilizan las ciencias naturales. Según la doctrina católica, las almas y los espíritus –y, en su cima, el Gran Espíritu– son entidades superiores e inderivables de la materia, y constituyen un mundo inteligible ontológicamente inmutable en virtud del acto creador de la Divinidad en cuanto instancia existente a se y per se. Moviéndose implícitamente en estas coordenadas, el Mensaje reconoce que «el Magisterio de la Iglesia es directamente concernido por la cuestión de la evolución, porque implica la concepción del hombre: la Revelación nos enseña que fue creado a imagen y semejanza de Dios (cf. Gn 1:27-29)». Así, justamente por esto, el hombres es «la única criatura sobre la tierra que Dios ha querido por sí misma», dice aquí el Papa citando la Constitución Gaudium et Spes, 24. Tras este preámbulo, el Mensaje declara que por todas estas razones «Pío XII acentuara este punto esencial: si el cuerpo humano toma su origen de la materia viva preexistente, el alma espiritual es creada inmediatamente por Dios (animal enim a Deo inmediate creari catholica fides nos reginere inhet) (Humani generis, DZ 2332)» (5). O sea, la gran innovación, contraria al Génesis y a la Tradición eclesiástica, lo había dado, como ya he explicado, el gran pontífice Pío XII. El nuevo Mensaje no hace más que confirmarlo solemnemente: evolución biológica inmemorial del cuerpo humano, creación inmediata por Dios del alma humana. Dividiendo equitativamente la tarta, la Iglesia cree zanjar sus diferencias con la ciencia –diferencias muy inconfortables, crecientemente inconfortables, porque merman peligrosamente la pretensión de poseer la verdad en abierta contradicción con conocimientos seguros que habían ya invadido los dominios del saber, y porque reintegraba la paz de conciencia a numerosos creyentes que no podían renunciar a conocer–. «En consecuencia –se concluye–, las teorías de la evolución que, de conformidad con las filosofías que las inspiran, consideran la mente como emergiendo de las fuerzas de la materia viva, o como un mero epifenómeno de esta materia, son incompatibles con la verdad acerca del hombre» (5) (cursivas mías). La Iglesia cree haber puesto una barrera bien defendible contra nuevas incursiones de la ciencia en el dominio de lo sacro. Pero una vez más está a punto de volver a equivocarse, pues el prodigioso avance de las neurocienciasen las tres últimas décadas ha generado una situación racionalmente insostenible a la noción de una mente que no emerge de la materia viva y que no es manifestación de la materia. El nuevo dogma, ya solemnizado en este documento de 1996, equivale a querer ponerle puertas al campo. Lo que sucede ahora es que, habiendo exacerbado este inverosímil y gratuito dogma del alma inmaterial, separable del cuerpo, e inmortal –a costa de sacrificar la creación antropológica unitaria que late en el Génesis–, ya no le queda ninguna posición de repliegue, porque la religión en general, y la cristiana en particular, son inseparables de la doctrina de almas o espíritus. Si la abandonasen, el precio sería su extinción como religiones. He aquí por qué la ciencia, sin proponerse asumir competencias teológicas, tiene hoy palabras decisivas que decir, que afectan negativamente a las pretensiones de verdad de la religión.

Conviene ahora señalar un par de cosas. El ardor con que se esfuerza actualmente la Iglesia Católica por concordar, aunque sea malamante, la ciencia y la fe, le otorga derecho a un cierto grado de respeto si se la compara, por ejemplo, con otras iglesias o denominaciones cristianas, que admiten de facto, con mayor o menor ambigüedad, la concepción evolucionista del origen de las especies, y en concreto del ser humano. La intensa influencia de la tradición filosófica helénica sobre la dogmática eclesiástica cristiana ha dejado una huella hondísima e indeleble que sigue viva en la Iglesia romana. Como racionalista, yo no puedo menos que valorar este impulso del catolicismo hacia la búsqueda de una explicación racional del mundo, aunque este impulso se apoye en premisas falsas y de manifiesta irracionalidad. Y debo reconocer que en la defensa numantina –et pour cause– de la creencia en un alma espiritual por parte de la Iglesia Católica, está implicada una defensa fundamental del «rationale» de todas las demás religiones. Deseo asimismo señalar que la solución antropológica radicalmente dualista que propone ahora la Iglesia para concertar una especie de armisticio con la ciencia –cediéndole a ésta el cuerpo y salvaguardando para ella el alma–, no hace sino ahondar más la fisura antropológica que desde muy temprano en su historia introdujo la Iglesia en su concepción del ser humano. Como expliqué en Elogio del ateísmo (1995), la helenización del pensamiento hebreo en el período intertestamentario –y aun antes– fue continuada e incrementada por la primera teología cristiana, a partir de la formulación paulina de la fe, en una línea de creciente dualismo antropológico, que con el Mensaje de 1996 alcanza quizás su máximo nivel: aquí, un dualismo alma-cuerpo verdaderamente simplista y obsesivo se ha constituido en trinchera desesperada como último reducto de la fe.


En El mito del alma (2000)

Ver también: Un hondo malestar, Entrevista a Puente Ojea, Subterfugios apologéticos y los artículos de la sección "Homenaje a Puente Ojea", en la barra lateral.

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