Un hondo malestar

© Gonzalo Puente Ojea

Ante los revolucionarios e incesantes descubrimientos de las ciencias, a ritmo progresivamente acelerado en las últimas décadas, las iglesias, y la católica en particular, sienten un hondo malestar, utilizando todas las estrategias aún factibles para calmar la inquietud creciente de los creyentes mejor informados del estado actual de los conocimientos, evitando así alarmar al rebaño que sigue paciendo mansamente en las marchitas praderas de los mitos heredados. Desde el Renacimiento, las sucesivas crisis de fe en los medios creyentes fueron socavando la imagen religiosa del mundo. A partir esencialmente de la obra científica de Darwin, el evolucionismo destruyó las bases antropológicas del creacionismo y, con ellas, la invención animista como fundamento de la vida inmortal en un más allá sobrenatural o transnatural. Fue un golpe mortal de efecto seguro aunque de manifestación retardada, del que jamás se recuperarían ya las interpretaciones mítico-religiosas de la realidad. Ya en los últimos años Pío XII no pudo disimularse por más tiempo la imperiosa necesidad de establecer nuevas formas del legado dogmático que permitiesen de modo sutilmente falseador hacer sitio a la teoría evolucionista en la conciencia cristiana. […] Con cautela e indisimulable ansiedad el mismo Pacelli inició las maniobras conciliatorias en una dirección inequívoca de reconocimiento de la revolución científica, pero procurando reducir a sus mínimas proporciones el impacto intelectual, psicológico, de los nuevos resultados científicos en todos los campos del saber fundados en la razón y la experiencia. Sería todavía tres décadas más tarde cuando Wojtyla, el 22 de octubre de 1996, en su Mensaje a la Pontificia Academia de Ciencias acogiese sub conditione la verdad del evolucionismo de la materia inerte y viva.

En El mito del alma (2000)

Ver también: Entrevista a Puente Ojea, Subterfugios apologéticos, El conflicto irresoluble, El umbral de la religiosidad y Darwin y los números redondos.

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