Sobre el uso de la violencia
Las diferencias de intereses son inherentes a la convivencia humana y, si hemos de prosperar como sociedad, es imperativo que aprendamos a vivir con ellas y a solucionarlas de forma constructiva. En ocasiones los desacuerdos se ensanchan más de lo conveniente y tocan puntos muy delicados, relacionados con nuestras aspiraciones más básicas. Cuando esto ocurre, suele perderse el tacto debido para manejar esta clase de situaciones y las consecuencias pueden llegar a ser dolorosas. Cada una de las partes afirmará que hizo lo que tenÃa que hacer, que simplemente estaba defendiendo su causa, pero, cuando se desechan los inútiles orgullos, ambiciones y rencores, todo ser humano acaba admitiendo que una sociedad en la que no necesite existir la violencia es su sueño más venerado.
A ninguna causa legÃtima le faltarán argumentos para su defensa. Del mismo modo, para la defensa de una causa ilegÃtima no habrá argumento que sirva. Pero, cuando se acaban los argumentos, el recurso que queda es la violencia. Por esto la necesidad de recurrir a la violencia para defender una causa es el signo distintivo de que esa causa no es legÃtima. De aquà se concluye que todo acto de violencia es intrÃnsecamente absurdo. Pero eso no es lo peor que puede ocurrir. Lo peor (y más vergonzoso) es recurrir a la violencia para defender causas que ya poseen argumentos; quienes cometen este error están deshonrando la legitimidad de sus ideales y demostrando que carecen de las calidades morales necesarias para el propósito que persiguen y, en consecuencia, deben permitir que sean otros quienes emprendan esta tarea.
Si toda violencia es absurda, responder a la violencia con más violencia es doblemente absurdo. En Estados Unidos, donde por norma constitucional cada ciudadano tiene derecho al porte de armas, se intenta explicar la persistencia de esta vetusta reglamentación con un argumento bien ingenuo: que tener un arma en la casa sirve para defender a la familia. Esto es una monstruosa contradicción de términos. Defender con armas no es defender. Un chaleco antibalas es para defender; las armas son siempre para matar. El solo hecho de poseer un arma implica estar constantemente dispuesto a matar, lo que significa algo todavÃa peor: el renunciar de antemano a todas las formas civilizadas que existen para resolver problemas.
Lo que es cierto para el individuo se aplica también a los gobiernos, aunque traten de resguardarse tras una máscara de legitimidad. Un gobierno que mantiene un ejército está declarando abiertamente que está dispuesto a matar y, de nuevo, que no va a tomarse la molestia de considerar formas pacÃficas para resolver problemas. En un intento por ocultar la obvia inhumanidad de este hecho, los gobiernos se anuncian al público con mensajes desorientadores para que todos se lleven una idea completamente equivocada del ejército: honor, patriotismo, orgullo, sacrificio, valentÃa, seguridad, defensa… Basura. El verdadero mensaje que no se atreven a dar es: Tráigannos a sus hijos y los convertiremos en respetables asesinos. Esta misma lÃnea de pensamiento que sustenta la existencia del ejército es la que mantiene vigentes otras formas de asesinato “legalâ€, como la pena de muerte, cuya indignidad inherente no necesita mayor discusión.
Ni la idea de la seguridad del pueblo ni ninguna otra servirán jamás como justificación para que los gobiernos corrompan las mentes jóvenes con el argumento de hay casos legÃtimos en que se deben usar las armas en contra del enemigo. La verdad es que no tiene nada de legÃtimo un gobierno que, para librarse de los asesinos que lo amenazan, se convierte también en asesino, ya sea por medio de sus propios agentes o, lo que es más sucio aún, enviando a jóvenes reclutados de entre el pueblo. Si un asesino me ataca y yo lo elimino, no he hecho nada. No me he librado del asesino. Aún está ahÃ: soy yo.
A ninguna causa legÃtima le faltarán argumentos para su defensa. Del mismo modo, para la defensa de una causa ilegÃtima no habrá argumento que sirva. Pero, cuando se acaban los argumentos, el recurso que queda es la violencia. Por esto la necesidad de recurrir a la violencia para defender una causa es el signo distintivo de que esa causa no es legÃtima. De aquà se concluye que todo acto de violencia es intrÃnsecamente absurdo. Pero eso no es lo peor que puede ocurrir. Lo peor (y más vergonzoso) es recurrir a la violencia para defender causas que ya poseen argumentos; quienes cometen este error están deshonrando la legitimidad de sus ideales y demostrando que carecen de las calidades morales necesarias para el propósito que persiguen y, en consecuencia, deben permitir que sean otros quienes emprendan esta tarea.
Si toda violencia es absurda, responder a la violencia con más violencia es doblemente absurdo. En Estados Unidos, donde por norma constitucional cada ciudadano tiene derecho al porte de armas, se intenta explicar la persistencia de esta vetusta reglamentación con un argumento bien ingenuo: que tener un arma en la casa sirve para defender a la familia. Esto es una monstruosa contradicción de términos. Defender con armas no es defender. Un chaleco antibalas es para defender; las armas son siempre para matar. El solo hecho de poseer un arma implica estar constantemente dispuesto a matar, lo que significa algo todavÃa peor: el renunciar de antemano a todas las formas civilizadas que existen para resolver problemas.
Lo que es cierto para el individuo se aplica también a los gobiernos, aunque traten de resguardarse tras una máscara de legitimidad. Un gobierno que mantiene un ejército está declarando abiertamente que está dispuesto a matar y, de nuevo, que no va a tomarse la molestia de considerar formas pacÃficas para resolver problemas. En un intento por ocultar la obvia inhumanidad de este hecho, los gobiernos se anuncian al público con mensajes desorientadores para que todos se lleven una idea completamente equivocada del ejército: honor, patriotismo, orgullo, sacrificio, valentÃa, seguridad, defensa… Basura. El verdadero mensaje que no se atreven a dar es: Tráigannos a sus hijos y los convertiremos en respetables asesinos. Esta misma lÃnea de pensamiento que sustenta la existencia del ejército es la que mantiene vigentes otras formas de asesinato “legalâ€, como la pena de muerte, cuya indignidad inherente no necesita mayor discusión.
Ni la idea de la seguridad del pueblo ni ninguna otra servirán jamás como justificación para que los gobiernos corrompan las mentes jóvenes con el argumento de hay casos legÃtimos en que se deben usar las armas en contra del enemigo. La verdad es que no tiene nada de legÃtimo un gobierno que, para librarse de los asesinos que lo amenazan, se convierte también en asesino, ya sea por medio de sus propios agentes o, lo que es más sucio aún, enviando a jóvenes reclutados de entre el pueblo. Si un asesino me ataca y yo lo elimino, no he hecho nada. No me he librado del asesino. Aún está ahÃ: soy yo.





























