Respeto debido, respeto indebido

Me permito el atrevimiento de tomar prestado este título de una sección de El Espejismo de Dios, de Richard Dawkins, para señalar una grieta en la argumentación de los apologetas creyentes con respecto a las críticas de los ateos: me refiero a la pretensión de que la religión constituye un ámbito tan personal y significativo que hacerle cualquier cuestionamiento equivale a una grosería mayúscula, cuando no a un acto imperdonable de intolerancia. Esta excesiva sensibilidad a la crítica delata de parte de los creyentes una chistosa paranoia, que en el peor de los casos se puede interpretar como hipocresía.
Primero aclaremos: la libertad de culto no es un invento de los ateos, aunque se da por sentada en toda constitución laica. La practicaban ya los romanos con respecto a las creencias tradicionales de las provincias conquistadas; si se va a administrar una colección tan extensa de pueblos y culturas, es apenas sensata una política de tolerancia religiosa (la muy exagerada persecución contra los cristianos tuvo en realidad un carácter político). Esta libertad fue reinventada en la Europa reformada y contrarreformada como medida de emergencia para que protestantes y católicos dejaran por fin de matarse entre sí.
Hay que entender correctamente qué es este derecho. La libertad de culto deriva de la libertad de pensamiento, que nos permite decidir sin constricciones ni temores nuestra filosofía de vida, inclinación política, gustos literarios, influencias musicales y sabor favorito. Una vez más, la ética humanista se muestra muy superior a la moral divina: mientras Yavé castiga con las torturas del infierno a sus infieles, los laicos le reconocemos a toda persona el derecho a tener la opinión que se le antoje. No le tocaremos un pelo, por equivocada que esté.
Lo que sí hace uno es señalarle que se equivoca, y explicar en detalle dónde y por qué. Es muy diferente de apresar al adversario y lanzarlo a la hoguera. No atacamos a la persona, sino a la idea.
Lo primero que aprendí durante el año, más o menos, que duré como moderador de un foro multirreligioso, es que para resolver desacuerdos sin herir ni provocar rencores hay que saber separar entre la persona y el acto. Cuando alguien transgrede las normas de conducta del foro, se convierte en una molestia o se dedica a atacar a los demás miembros, la labor del moderador es intervenir con la mayor diplomacia posible, ocuparse específicamente de la falta en cuestión y, escogiendo con pinzas sus palabras, hacer que la discusión regrese a su tema y los ataques no se repitan. La clave está en mantener el respeto a la persona mientras se disecciona y extirpa la transgresión.
No todos, por supuesto, reaccionan a esta estrategia de modo civilizado. Hay quienes lo toman como algo personal cuando uno trata de sugerirles que moderen sus insultos o de corregir su conducta agresiva. He vuelto a ver esa misma estrechez de percepción en muchas personas religiosas.
Conversando con unos amigos acerca de las explosivas reacciones de las multitudes musulmanas ante la publicación de las caricaturas de Mahoma, intenté ofrecer el hipotético caso opuesto. Mi argumento iba así: si en Occidente apreciamos y hacemos respetar como un valor sagrado la libertad de expresión, cualquier extranjero (árabe, africano, chino o de donde sea) tiene todo el derecho del mundo a criticar nuestra cultura y burlarse si lo desea. Esta afirmación buscaba sustentar mi posterior respaldo al derecho igual que tenemos los occidentales a dibujar a Mahoma con una bomba en la cabeza, pero antes de llegar a ese punto fui acribillado con respuetas indignadas y vestiduras rasgadas. ¿Cómo podía yo apoyar la profanación de creencias tan importantes? ¿Cómo era capaz de irrespetar de esa manera las raíces de toda una cultura? ¿Qué clase de monstruo intolerante era yo?
A ver: pongamos cada cosa en su lugar. De un lado, la santidad de las escrituras y la buena honra del profeta de Dios son asuntos de vitalísima importancia para todas aquellas personas que... bueno, que les dan importancia. Del otro lado, las ideas no son valiosas por sí mismas, sino por lo que puedan significar para alguien. Entonces, hay que examinar las razones que se tienen para atribuirles ese significado. Eso es lo que los creyentes no admiten, y pretenden que aceptemos cualquier razón como válida para seguir llamando sagrado a lo sagrado. Es la aversión absoluta a los estándares objetivos.
Los escépticos no podemos sentarnos y quedarnos callados. Somos demasiado preguntones para eso. Cuando alguien aparece y dice que una serpiente habló con la primera mujer de la historia, nosotros tenemos que saber si la serpiente era macho o hembra, si esa conversación fue en hebreo o en swahili, si de verdad no había otro animal más astuto (¿dónde andaba metido el zorro?) y por qué la mujer no salió corriendo asustada al ver a un animal que hablaba. Cuando un creyente nos expone sus creencias, esperamos que tenga buenas razones.
De nuevo, de lo que se trata aquí no es de atacar a la persona, sino a la idea. Todos tenemos algún conocido que nos cae bien, pero que está terriblemente perdido. (Si al lector le parece que todo el mundo es sensato, entonces el perdido es usted.) Por supuesto, la desafortunada escogencia de convicciones no afecta en un milímetro el valor de ese individuo. Tom Cruise sirve de idiota útil para la Iglesia de la Cienciología, pero su trabajo como actor no ha perdido su calidad.
Recientemente me volví a enfrentar con este problema al leer los mensajes de una lista de correo a la que pertenezco. Somos un panel de debate donde se desmenuzan y se cuelgan al aire los absurdos, contradicciones, incoherencias y falsedades que hay en la Biblia. Un pastor bautista con quien habíamos estado discutiendo nos expresó su incomodidad por ciertos comentarios indiscretos que había recibido. Los responsables, lejos de ofrecer disculpas, persistieron. Decidí intervenir y hacer notar que, por muy en desacuerdo que estuviéramos con sus ridículas creencias, el tipo aún merecía ser tratado con una medida básica de respeto.
Los argumentos con que me contestaron parecían sólidos: las ideas irracionales no merecen el menor respeto. Yo estoy de acuerdo. Pero el asunto no era ése. Se estaba insultando a ese pastor directamente y ése no era el propósito del debate. Es algo parecido a lo que los cristianos llaman amar al pecador y odiar el pecado.
Ni siquiera debería hacer falta decirlo: las personas merecen respeto. Todos somos personas y podemos entender por qué esa norma es necesaria. No hace falta que venga ningún dios a decírnoslo para que veamos que, si nosotros tenemos el deseo básico de ser respetados, todos los demás seres humanos tendrán naturalmente ese mismo deseo. Sabiendo eso, los trataremos con respeto, porque todos somos humanos. Es una verdad tan simple que hasta un príncipe consentido como el Buda la pudo captar.
Sin embargo, las personas y las ideas siguen siendo ámbitos diferentes y mi colega sigue teniendo razón: las ideas irracionales no merecen respeto. Las personas tienen derecho a que su dignidad sea protegida, pero las ideas no son sujetos de derecho. Perfectamente podemos criticar, atacar y sepultar una idea, sin restarles valor a quienes tienen la mala fortuna de sostenerla. De eso se trata el debate. De eso se trata ser escéptico. En esa sutil línea entre el respeto debido y el indebido se sostiene la credibilidad del activista ateo. Mientras no se hayan rebasado estos límites, apelar a la tolerancia religiosa será sólo una excusa patética.
Lector: la próxima vez que un creyente se escude con el cuento de la tolerancia religiosa, recuerde que él sirve a un dios que es campeón universal en intolerancia, un tirano que no admite opiniones en contra y que practica la persecución ideológica a escala colosal. Es usted quien ama la libertad. No necesita que vengan a hablarle de tolerancia. Más bien, aproveche la oportunidad de enseñársela a su oponente y muéstrele un trato cordial. Una vez que vea que no tiene nada que temer de usted, entonces sí podrá proceder sin piedad a desbaratar uno por uno sus argumentos. Buen provecho.

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