Religión y ciencia – Albert Einstein


Esta semana, en alguno de los comentarios del blog, alguien volvía a citar a Albert Einstein como argumento en defensa de la existencia de Dios. Como al pobre Einstein no dejan de citarle fuera de contexto para atribuir a sus palabras un sentido que no tienen voy a reproducir en esta entrada su artículo "Religión y ciencia" para dejar claro a aquellos que le citan sin haber leído ninguna de sus obras que es lo que Einstein entendía por "ser religioso". Nadie podrá dudar que la "religiosidad cósmica" a la que hace referencia no tienen nada que ver con lo que habitualmente entendemos por religión. Einstein se definió a si mismo como un "no creyente profundamente religioso" y dejó claro en varios escritos, incluido este, su rechazo a la existencia de un Dios personal y a la relación entre religión y moral. La religiosidad del Einstein se revela más como una extraordinaria admiración por la complejidad y orden del universo y la necesidad de desentrañar sus misterios que en lo que comúnmente entendemos por un Dios con nombre y apellidos (el Alá musulmán, el Yahvé judío, o la trinidad cristiana).


Religión y ciencia

Todo lo imaginado y realizado por el hombre sirve para librarlo de sentimientos de necesidad y para calmar sus sufrimientos. Hay que tenerlo en cuenta si queremos comprender los movimientos espirituales y su desarrollo. Pues sentir y ansiar son el motor de todos los logros humano, aunque esto parezca demasiado idealista. ¿Cuáles son los sentimientos y las necesidades que han llevado al hombre al pensamiento religioso y a creer, en el sentido más amplio de la palabra? Si reflexionamos, caeremos en la cuenta de que en los orígenes del pensamiento y de la experiencia religiosos aparecen sentimientos diversos.

En el hombre primitivo es el miedo. Miedo al hambre, a los animales salvajes, a la enfermedad, a la muerte. Debido a que a ese nivel de la existencia la comprensión de las conexiones causales suele ser mínima, el ingenio humano se desdobla en entes más o menos análogos, de cuyas acciones y deseos dependen las acciones temidas. entonces se da el deseo de captar la simpatía de dichos entes celebrando ceremonias y haciendo sacrificios que, según creencias transmitidas de generación en generación, han de aplacarlos. Estoy hablando de la religión del miedo.

Ésta no es creada, pero sí establecida en gran parte por la formación de una casta de sacerdotes que se hace pasar por mediadora entre el pueblo y los temidos entes, y funda posteriormente una supremacía.

A menudo el dirigente, el que gobierna o la clase privilegiada, cuyo dominio mundano se apoya sobre otros factores, incorpora las funciones sacerdotales para su propia seguridad, o bien establece una comunidad de intereses con la casta sacerdotal.

Una segunda fuente de configuraciones religiosas son los sentimientos sociales. El padre, la madre, los dirigentes de las comunidades humanas son mortales y susceptibles de cometer errores. El anhelo de dirección, de amor y de apoyo moral motiva la creación de conceptos sociales, como por ejemplo el concepto moral de Dios. Tal es el Dios de la Providencia, que ampara, recompensa y castiga. Es el Dios que según el horizonte de los hombres impulsa la vida de la familia, de la humanidad, que consuela en momentos de desgracia y de nostalgia, que custodia las almas de los muertos. Éstas son las nociones morales y sociales de Dios.

En las Sagradas Escrituras del pueblo judío se nota la evolución que lleva desde la religión del miedo hacia la religión moral. Su continuación se llevó a cabo en el Nuevo Testamento. Las religiones de todos los pueblos civilizado, en especial de Oriente, son en esencia religiones morales. Ha sido un adelanto fundamental en su existencia el paso de las religiones basadas en el temor a las de orden moral, pero al considerarlas debemos evitar ese prejuicio que supone que toda religión primitiva está puramente basada en el miedo, y que toda religión de pueblo civilizado es puramente de tipo moral. Todas son mixtas, aun cuando haya una proporción entre el mayor avance cultural de un pueblo y el predominio en él de la religión de tipo moral.

Lo que iguala a todas estas religiones es el carácter antropomórfico que atribuyen a Dios. Es un estadio de la experiencia religiosa que sólo intentan superar ciertas sociedades y ciertos individuos particularmente dotados. En todas se encuentra un tercer grado de experiencia religiosa, aunque casi nunca esté tampoco en estado puro. Es la llamada religiosidad cósmica, difícil de comprender pues de ella no surge un concepto antropomórfico de Dios.

El individuo siente la futilidad de los deseos y las metas humanas, del sublime y maravilloso orden que se manifiesta tanto en la naturaleza como en el mundo de las ideas. Ese orden lleva a sentir la existencia individual como una especie de prisión, y conduce al deseo de experimentar la totalidad del ser com un todo razonante y unitario. La religiosidad cósmica se puede encontrar incluso en las primeras etapas del desarrollo religioso, por ejemplo en algunos salmos de David y en algunos profetas. El componente de religiosidad cósmica está mucho más acentuado en el budismo, como nos lo han demostrado los magníficos escritos de Schopenhauer. Los genios religiosos de todos los tiempos eran admirables gracias a esta religiosidad que no conocía dogmas ni Dios alguno concebido a la manera del hombre. Y es por esto que no puede haber ninguna iglesia cuya enseñanza fundamental se base en la religiosidad cósmica, y también por eso encontramos entre los herejes de todos los tiempos a hombres colmados de ella, considerados muy a menudo idealistas o hasta santos por sus contemporáneos. Hombres como Demócrito, Francisco de Asís y Spinoza están muy cerca unos de otros.

¿Cómo pueden comunicarse los hombres esta religiosidad cósmica si con ella no es posible formar ni un concepto de Dios ni una teología? A mí me parece que tal es la función principal del arte y de la ciencia: despertar y mantener vivo ese sentimiento en todos aquellos que estén dispuestos a recibirlo.

Así llegamos a una concepción no común de las relaciones que vinculan la ciencia con la religión. Pues solemos inclinarnos ante la premisa histórica de que ciencia y religión son dos entes irreconciliablemente antagónicos, y ello a causa de un motivo muy comprensible. Quien esté impregnado de la regularidad causal de todos los hechos considerará imposible el concepto de un ente que intervenga en los sucesos del universo, ya que en la hipótesis de la causalidad no caben ni la religión del miedo ni la religión social, o sea moral. Según ella, es impensable un Dios que recompensa y castiga, que presupone que el hombre actúa según compulsiones externas e internas, de modo que no puede ser responsable ante Dios, como no lo es de sus movimientos un objeto carente de vida. Ésta es la causa por la que se acusó a la ciencia de corromper la moral, una acusación muy injusta. Para que sea eficaz el compromiso ético de los hombres debe basarse en la compasión, la educación y en motivos sociales: no necesita de ninguna base religiosa. Sería muy triste por parte de la humanidad si sólo se refrenara por miedo al castigo y por la esperanza de un premio después de la muerte.

Es comprensible que desde siempre la Iglesia haya combatido la ciencia y haya perseguido a sus adeptos. Pero opino por otro lado que la religiosidad cósmica es el estímulo más alto de la investigación científica. Sólo el que pueda imaginar los esfuerzos extraordinarios que hacen falta para abrir nuevos caminos a la ciencia, es capaz de apreciar la fuerza del sentimiento que surge de un trabajo ajeno a la vida práctica. ¡Qué fe más profunda en la racionalidad del universo construido, y qué anhelo por comprender, aun cuando fuera sólo una pequeña parte de la razón que revela este mundo, tenían que animar a Kepler y a Newton para que fueran capaces de desentrañar el mecanismo de la mecánica celeste con el trabajo solitario de tantos años!

Quien sólo conozca la investigación científica por sus aplicaciones prácticas llegará fácilmente a una concepción falsa del estado de ánimo de los hombres que han abierto el camino de la ciencia. Sólo aquel que haya consagrado su vida a objetivos semejantes posee una imagen viviente de lo que ha inspirado y dado fuerza a estos hombres para que a pesar de innumerables fracasos permanecieran fieles a su objetivo. Es la religiosidad cósmica la que da esa fuerza. Un contemporáneo ha dicho, y no sin razón, que en esta época tan fundamentalmente materialista son los investigadores científicos serios los únicos hombres profundamente religiosos.

Albert Einstein



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