Por qué no soy creyente
La subestimación a la que se somete el propio hombre prehistórico ante las fuerzas ineluctab1es e inexplicables de la natura1eza, contrasta radicalmente con la idea de un ser fabuloso y de incalculable poder al que se le confiere un bagaje de caracterÃsticas antropomórficas que dan forma a un ser tan inimaginable como contradictorio. Es la forma más ancestral y primitiva de instituciona1izar los propios miedos surgidos de la inherente ignorancia de las causas de todos aquellos fenómenos extraordinarios que han sido desmitificados por la constante labor de la curiosidad humana a través de la ciencia, y de la concesión de la total primacÃa de la razón sobre la sinrazón.
La escalada sin fin de atribuciones divinas -que no son más que las mismas humanas elevadas hasta aquellos puntos inimaginables que desearÃa su vanidad- empequeñece al hombre, desposeyéndolo de una dignidad que le pertenece por derecho propio y que es pisoteada por los entes quiméricos que él mismo inventó, dando lugar a una sumisión a unos poderes necesitados de honores y loanzas, fruto de la soberbia y del orgullo que caracterizan las tÃpicas relaciones de poder en la jerarquÃa humana. Ciertamente no se pueden inventar nociones nuevas e inexistentes sin referentes existenciales: la patente invención de la que emana la idea de Dios sólo puede producir atributos humanos. La contradicción que surge de la propia semántica de lo divino es el resultado lógico de la falta de fundamentos a la hora de elaborar dicho concepto; y la falta de suspicacia en el pueblo primitivo allanó el camino hacia la confección de dicho ser que pronto fue objeto de retoques y modificaciones “al gusto” amoldándose a las necesidades culturales y psicológicas de cada civilización.





























