Padre que estás en la estratosfera

Al pensar en sus respectivos dioses, los creyentes invariablemente alzan la mirada. Excepto los fieles de Creciendo en Gracia, quienes tienen el privilegio de ver al suyo en una pantalla. Pero para todos aquellos con inclinaciones espirituales menos exóticas el hogar de la divinidad queda en lo que vagamente se denomina "las alturas". Claro que desde que gente como Newton le quitó el misterio a todo lo que sucede allá arriba ha habido varios intentos de redefinir el concepto, pero el hecho de que siga utilizándose tan ampliamente el término "cielo" para referirse a los aposentos divinos deja claro qué se está queriendo decir.
Actualmente la inmensa mayoría de los cristianos cree que Yavé está en una especie de plano etéreo, un reino sin materia donde supuestamente habitan otras criaturas espirituales como los ángeles y, según algunos, los muertos. Pero esta idea del cielo como dimensión paralela es ajena a los autores bíblicos. Varios comentarios en el Antiguo Testamento delatan la creencia del judaísmo primitivo en un dios atmosférico, con domicilio en el cielo físico. La humanidad sólo abandonó esta interpretación cuando los telescopios espiaron en la casa de Dios y, por supuesto, no encontraron más que vacío.
Luego de que Noé sobrevive al genocidio del diluvio, se pone a sacrificar animales (¡de los que acaba de salvar!) y el humo de las ofrendas llega a las narices de Dios. Este último detalle solamente tiene sentido si Yavé está físicamente presente entre las nubes, esperando el delicioso olor a animal chamuscado. Cuando inaugura el arco iris, anuncia que le servirá de recordatorio cada vez que se lo encuentre, lo que de nuevo indica un dios aéreo.
Las descripciones de Yavé en los salmos hacen más evidente su carácter atmosférico: el 18 describe su aparición en medio de una furiosa tormenta. Otros pasajes le hacen eco: siempre que Dios observa los eventos humanos, lo hace "desde lo alto"; cuando visita la Tierra, se dice que "desciende". Son referencias demasiado transparentes. El salmo 104 no sólo le atribuye directamente los fenómenos climáticos (104:13), sino también oficina permanente en el cielo físico (104:3-4). El 115 ya lo dice de frente: él arriba, nosotros abajo (115:16).
El despliegue exhibicionista de poder que hace Yavé en su papel de rufián de barrio en el libro de Job, al mejor estilo "a que no me pegas", nos da buenas pistas sobre cómo se ve este dios a sí mismo. Los capítulos 36 al 38 son la típica descripción que esperaríamos de alguien como Tor, Zeus o cualquier otro dios de las tormentas (36:27-38:38), aunque a este retrato ya se ha agregado un matiz cósmico en el verso 22:12, que lo catapulta de las nubes al espacio exterior: "las estrellas más altas quedan a sus pies". Todo un salto teológico.
De modo que no tiene sentido seguir fingiendo que las palabras no dicen lo que dicen. El lugar de todos los dioses siempre ha sido el cielo, el cielo azul, y eso es lo que significan todas las oraciones al padre nuestro que está en el cielo. De otro modo no se explica el descenso del espíritu santo en forma de paloma (criatura alada, voladora, aérea: ¿es posible ser más obvio?), ni la presencia de (otra vez) alas en todos los ángeles (¿para qué, si no para moverse en un cielo físico?), ni las señales apocalípticas del sol y la luna oscurecidos, ni la conversación "transdimensional" entre el rico y Abraham (suplicando a gritos ayuda desde el infierno) en Lucas 16:23, ni que Jesús mirara para arriba cada vez que hablaba con Dios, ni que los más terribles castigos divinos involucraran fuego caído (¿de dónde más?) del cielo, ni que la partida de Jesús fuera precisamente volando hacia las nubes, ni que su glorioso regreso haya de ser en medio de esas mismas nubes que tanto le gustan a Dios, ni el paseo de Dante por las esferas cósmicas de la mano de su amada muerta. El cielo de la Biblia es, en definitiva, tan material como su infierno subterráneo.

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