No seamos enemigos

Mujeres:
Pido una tregua. En nombre de todos. Al menos, de esos muchos de nosotros que muchas de ustedes odian. Pido que por esta vez suspendan sus prevenciones y, por unos minutos, me escuchen. Sin compromisos. Sin pretender nada más de ustedes. Sólo quiero que, como representante de la mitad de la humanidad, me permitan decir algunas cosas de las que quizás no hayan tenido oportunidad de enterarse.
Entiendo por qué se rebelan contra nosotros. Es decir: entiendo por qué muchas de ustedes se han cansado del trato que han recibido durante siglos. Entiendo por qué quieren tener derecho a ser ustedes mismas y no lo que a nosotros nos parezca más provechoso, más manejable o más atractivo. Tienen toda la razón en ello. Entiendo por qué rechazan los papeles prefabricados de dama en el salón y zorra en la cama; por qué no están dispuestas a conformarse con una casa bonita y una camada de hijos; por qué aspiran a tener trabajos respetables; por qué se retuercen de indignación ante las telenovelas, desfiles de moda y concursos de belleza; por qué les fastidia ser tratadas, dependiendo de la situación y de los intereses en juego, como juguetes, trofeos, muebles, floreros y souvenires. Entiendo por qué desean destronar el patriarcado. Y es una muy razonable pretensión.
Lo que voy a rogarles que entiendan es que no deben sentirse desamparadas en esta batalla contra el peso paquidérmico de las tradiciones. Al oír sus gritos de campaña, parecería que todos los hombres nos sentimos muy cómodos con el sistema actual de relaciones entre los sexos y que de verdad queremos que las cosas sigan así; daría la impresión de que nuestra posición ventajosa nos convierte en un enemigo terrible y que haríamos lo imposible por perpetuar la tiranía de la testosterona. Les diré un secreto: a nosotros no nos gusta vivir así. Créanme. No nos hace felices. La verdad es que a nosotros, los hombres, los supuestos beneficiados con todo esto, el machismo nos ha causado casi tanto daño y sufrimiento como a ustedes.
Permítanme dejar sentado mi argumento: lo que trato de decir es que no es cierto que el sistema patriarcal haya privilegiado a los hombres más que a las mujeres. Y procedo a explicarme un poco mejor: aunque debo admitir que hemos construido todo un aparato de reglas de movilidad social, patrones educativos, estereotipos y expectativas vocacionales que han facilitado el acceso de los hombres a posiciones de poder, marginando en el proceso a las mujeres y obligándolas a pasarse la vida navegando de una relación de dependencia a otra, hay que decir que el mecanismo por el cual un hombre asciende en la escala social, ganando siempre más prestigio, más dinero, más poder, más trofeos sexuales y más úlceras en el camino, resulta demasiado costoso para él.
Sé que, hablando desde mi condición de objetivo militar de millones de tacones por el simple accidente de poseer un cromosoma Y, no parece que esté hablando en serio. Es comprensible: si se supone que somos los malos de la película, que por nuestro gusto hemos venido esclavizando a las mujeres desde el Neolítico y que para nosotros es muy agradable sentirnos los reyes de la tierra, no le creerán a ningún hombre que se atreva a confesar lo terriblemente cruel que es todo esto. Y la mujer que lo oiga deseará, en cambio, poder bajarlo de la nube en la que vive montado y quitarle las llaves de la maquinaria para entregarlas por igual a todos los habitantes de la Tierra. Les aseguro que yo deseo lo mismo.
Verán: la masculinidad se ha convertido en un reto implacable y permanente que somete a los hombres a un estándar de respetabilidad inalcanzable y, en consecuencia, muchos de nosotros viven frustrados entre la amenaza de la mediocridad, la puerta abierta a la vergonzosa condición de hombre fracasado, y el ídolo del gran hombre, un espejo irreal que sólo muestra las corbatas de diseñador que nunca llevaremos. La obsesión por ser ese superhombre imposible, junto con el temor secreto a esfumarse en el anonimato de la normalidad, es lo que convierte a los hombres en tiranos, misóginos y explotadores iracundos. Pero la miseria en la que viven no es consecuencia de algún secreto odio, temor ni rencor hacia el poder femenino: proviene de la misma hegemonía masculina, y de la inescapable sospecha de no ser capaz de pertenecer a ella. Y todo este mecanismo de desesperanza y frustración tiene sus raíces en la manera como tradicionalmente se ha venido educando a los hombres.
Se ha dicho (ya no recuerdo quién fue) que la feminidad es algo que las mujeres nunca superan, y la masculinidad algo que los hombres nunca alcanzan. Esta descarada afirmación revela una característica fundamental del patriarcado: por un lado, las mujeres son "simplemente" mujeres. No se espera que sean nada más. Por el otro, los hombres deben "llegar a ser" hombres. No se admite que sean nada menos. Es como si la feminidad y la masculinidad fueran estándares abismalmente separados, como si ser hombre exigiera más esfuerzo o carácter que ser mujer. Esa suposición básica sobre la pequeñez del rol femenino y la majestad del macho dominante es la que sustenta todo un sistema que oprime a los hombres bajo el peso infinito del hombre que nunca serán, y termina utilizando a las mujeres como herramienta de exhibicionismo, tanto ante sí mismos como ante los demás hombres, quienes en últimas calificarán la calidad masculina del macho en cuestión.
Un hombre tiene que estar muy cansado y decepcionado de la guerra caníbal del machismo para llegar al punto de admitir que no se siente favorecido ni privilegiado por el actual orden de cosas y que, en cambio, las presiones del ideal masculino son un gigantesco obstáculo en su búsqueda personal de la felicidad. (Ya debe de ser obvio que por eso escribo este artículo.) Los tiburones que se hayan adaptado a esas aguas peligrosas de la competencia entre machos y hayan logrado depredar sin mayores bajas hablarán a favor del patriarcado, mientras que sus compañeros con menos suerte estarán demasiado magullados e intimidados como para oponerse.
No obstante todas sus desventajas, las mujeres parecen no haberse dado cuenta de las ventajas que les da el machismo. Generalmente, ustedes no tienen que pasar por los rituales de buscar, declararse, insistir, enviar serenatas, conquistar, etcétera. Al igual que en el mundo animal, no necesitan levantar un dedo para atraer a nadie: sólo para señalar al macho ganador. Nunca les faltarán pretendientes. Serán deseadas durante toda su vida.
Con esto no estoy justificando el machismo. Jamás lo haría. Sólo estoy ilustrando la ironía por medio de la cual los hombres, al pretender erigirnos en reyes del mundo, nos hemos rebajado imperdonablemente. Y es beneficioso que estemos empezando a adquirir conciencia de esta tragedia. Incontables muchachos tienen que enfrentarse al crecer a un ambiente social innecesariamente hostil, pero eso puede mejorarse. Nuestra época tiene mucho que agradecer. Los hombres hemos usurpado el trono por más tiempo del que hemos merecido y del que podemos seguir soportando. Nos hemos enamorado de nuestro propio mito y, mientras ustedes nos sigan dejando hacer todo, nunca despertaremos.

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No seamos enemigos

Mujeres:
Pido una tregua. En nombre de todos. Al menos, de esos muchos de nosotros que muchas de ustedes odian. Pido que por esta vez suspendan sus prevenciones y, por unos minutos, me escuchen. Sin compromisos. Sin pretender nada más de ustedes. Sólo quiero que, como representante de la mitad de la humanidad, me permitan decir algunas cosas de las que quizás no hayan tenido oportunidad de enterarse.
Entiendo por qué se rebelan contra nosotros. Es decir: entiendo por qué muchas de ustedes se han cansado del trato que han recibido durante siglos. Entiendo por qué quieren tener derecho a ser ustedes mismas y no lo que a nosotros nos parezca más provechoso, más manejable o más atractivo. Tienen toda la razón en ello. Entiendo por qué rechazan los papeles prefabricados de dama en el salón y zorra en la cama; por qué no están dispuestas a conformarse con una casa bonita y una camada de hijos; por qué aspiran a tener trabajos respetables; por qué se retuercen de indignación ante las telenovelas, desfiles de moda y concursos de belleza; por qué les fastidia ser tratadas, dependiendo de la situación y de los intereses en juego, como juguetes, trofeos, muebles, floreros y souvenires. Entiendo por qué desean destronar el patriarcado. Y es una muy razonable pretensión.
Lo que voy a rogarles que entiendan es que no deben sentirse desamparadas en esta batalla contra el peso paquidérmico de las tradiciones. Al oír sus gritos de campaña, parecería que todos los hombres nos sentimos muy cómodos con el sistema actual de relaciones entre los sexos y que de verdad queremos que las cosas sigan así; daría la impresión de que nuestra posición ventajosa nos convierte en un enemigo terrible y que haríamos lo imposible por perpetuar la tiranía de la testosterona. Les diré un secreto: a nosotros no nos gusta vivir así. Créanme. No nos hace felices. La verdad es que a nosotros, los hombres, los supuestos beneficiados con todo esto, el machismo nos ha causado casi tanto daño y sufrimiento como a ustedes.
Permítanme dejar sentado mi argumento: lo que trato de decir es que no es cierto que el sistema patriarcal haya privilegiado a los hombres más que a las mujeres. Y procedo a explicarme un poco mejor: aunque debo admitir que hemos construido todo un aparato de reglas de movilidad social, patrones educativos, estereotipos y expectativas vocacionales que han facilitado el acceso de los hombres a posiciones de poder, marginando en el proceso a las mujeres y obligándolas a pasarse la vida navegando de una relación de dependencia a otra, hay que decir que el mecanismo por el cual un hombre asciende en la escala social, ganando siempre más prestigio, más dinero, más poder, más trofeos sexuales y más úlceras en el camino, resulta demasiado costoso para él.
Sé que, hablando desde mi condición de objetivo militar de millones de tacones por el simple accidente de poseer un cromosoma Y, no parece que esté hablando en serio. Es comprensible: si se supone que somos los malos de la película, que por nuestro gusto hemos venido esclavizando a las mujeres desde el Neolítico y que para nosotros es muy agradable sentirnos los reyes de la tierra, no le creerán a ningún hombre que se atreva a confesar lo terriblemente cruel que es todo esto. Y la mujer que lo oiga deseará, en cambio, poder bajarlo de la nube en la que vive montado y quitarle las llaves de la maquinaria para entregarlas por igual a todos los habitantes de la Tierra. Les aseguro que yo deseo lo mismo.
Verán: la masculinidad se ha convertido en un reto implacable y permanente que somete a los hombres a un estándar de respetabilidad inalcanzable y, en consecuencia, muchos de nosotros viven frustrados entre la amenaza de la mediocridad, la puerta abierta a la vergonzosa condición de hombre fracasado, y el ídolo del gran hombre, un espejo irreal que sólo muestra las corbatas de diseñador que nunca llevaremos. La obsesión por ser ese superhombre imposible, junto con el temor secreto a esfumarse en el anonimato de la normalidad, es lo que convierte a los hombres en tiranos, misóginos y explotadores iracundos. Pero la miseria en la que viven no es consecuencia de algún secreto odio, temor ni rencor hacia el poder femenino: proviene de la misma hegemonía masculina, y de la inescapable sospecha de no ser capaz de pertenecer a ella. Y todo este mecanismo de desesperanza y frustración tiene sus raíces en la manera como tradicionalmente se ha venido educando a los hombres.
Se ha dicho (ya no recuerdo quién fue) que la feminidad es algo que las mujeres nunca superan, y la masculinidad algo que los hombres nunca alcanzan. Esta descarada afirmación revela una característica fundamental del patriarcado: por un lado, las mujeres son "simplemente" mujeres. No se espera que sean nada más. Por el otro, los hombres deben "llegar a ser" hombres. No se admite que sean nada menos. Es como si la feminidad y la masculinidad fueran estándares abismalmente separados, como si ser hombre exigiera más esfuerzo o carácter que ser mujer. Esa suposición básica sobre la pequeñez del rol femenino y la majestad del macho dominante es la que sustenta todo un sistema que oprime a los hombres bajo el peso infinito del hombre que nunca serán, y termina utilizando a las mujeres como herramienta de exhibicionismo, tanto ante sí mismos como ante los demás hombres, quienes en últimas calificarán la calidad masculina del macho en cuestión.
Un hombre tiene que estar muy cansado y decepcionado de la guerra caníbal del machismo para llegar al punto de admitir que no se siente favorecido ni privilegiado por el actual orden de cosas y que, en cambio, las presiones del ideal masculino son un gigantesco obstáculo en su búsqueda personal de la felicidad. (Ya debe de ser obvio que por eso escribo este artículo.) Los tiburones que se hayan adaptado a esas aguas peligrosas de la competencia entre machos y hayan logrado depredar sin mayores bajas hablarán a favor del patriarcado, mientras que sus compañeros con menos suerte estarán demasiado magullados e intimidados como para oponerse.
No obstante todas sus desventajas, las mujeres parecen no haberse dado cuenta de las ventajas que les da el machismo. Generalmente, ustedes no tienen que pasar por los rituales de buscar, declararse, insistir, enviar serenatas, conquistar, etcétera. Al igual que en el mundo animal, no necesitan levantar un dedo para atraer a nadie: sólo para señalar al macho ganador. Nunca les faltarán pretendientes. Serán deseadas durante toda su vida.
Con esto no estoy justificando el machismo. Jamás lo haría. Sólo estoy ilustrando la ironía por medio de la cual los hombres, al pretender erigirnos en reyes del mundo, nos hemos rebajado imperdonablemente. Y es beneficioso que estemos empezando a adquirir conciencia de esta tragedia. Incontables muchachos tienen que enfrentarse al crecer a un ambiente social innecesariamente hostil, pero eso puede mejorarse. Nuestra época tiene mucho que agradecer. Los hombres hemos usurpado el trono por más tiempo del que hemos merecido y del que podemos seguir soportando. Nos hemos enamorado de nuestro propio mito y, mientras ustedes nos sigan dejando hacer todo, nunca despertaremos.

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