Museo de la ignorancia

© Camilo José Cela Conde

A punto de abrir sus puertas, el museo del creacionismo de la ciudad norteamericana de Kentucky va a suponer un paso adelante en la tarea, menos desesperada de lo que cabría dar por bueno, de convertir el mundo real en otra cosa. El museo albergará la mayor parte de los dogmas arrastrados desde hace siglos acerca de cómo se produjo la aparición de la vida, y en especial de los seres humanos, en el planeta. En Kentucky los creacionistas -de la secta de Respuestas en el Génesis que lleva a cabo una interpretación literal del proceso de creación narrado en la Biblia- presentan un panorama que contradice por completo no sólo las enseñanzas de Darwin sino buena parte de los conocimientos científicos actuales. Por más que el museo haya contratado a un astrofísico, Jason Lisle, para garantizar que lo enseñado allí se ajuste a los presupuestos de la ciencia actual, la tarea es imposible. No sólo se trata de mostrar -demostrar sería un verbo excesivo- que Dios existe sino de apuntalar también, con mera parafernalia de las películas de ciencia ficción, supuestos absurdos como el de que los dinosaurios vivieron a la vez que los seres humanos, que el mundo fue creado hace menos de 10.000 años o que el Cañón del Colorado se generó no por erosión a lo largo de millones de décadas sino de golpe durante el Diluvio Universal.
El disparate es gigantesco y, para cubrir los objetivos de ser una alternativa sólida, fiable y precisa a los conocimientos dados por buenos en el mundo de la experimentación científica, no sólo necesitaría borrar de un plumazo la paleontología sino, de paso, la biología entera, la geología y la química, por no hacer referencia a la física más elemental. Hasta 27 millones de dólares se han gastado en el proyecto, un dinero que proviene de fondos privados y por lo demás de origen desconocido. Pero los medios que se utilizan en el museo del creacionismo son suficientes para obtener el éxito popular. La animación de los dinosaurios, dignos de una película de Spielberg, fascinará a los niños por más que se afirme así, a bote pronto, que los tiranosaurios se convirtieron de vegetarianos en predadores de golpe, en un santiamén, por culpa del pecado humano y sin necesidad siquiera de transformar su aparato digestivo -el de los dinosaurios, claro. Basta con que se transforme razón en corazón, como busca el museo de forma explícita, para justificar cualquier disparate.
¿Con qué razón? Detrás del proyecto del museo creacionista no está ninguna empresa altruista. La empresa tiene de manera bien poco disimulada como objetivo el de convertirse en un grupo de presión de los que asaltan en los tribunales a las universidades. Para ello busca -y por el momento encuentra- el respaldo popular necesario para sustentar una alternativa política bastante parecida a lo que, en el otro lado del mundo, lograron los talibanes.
El disimulo no llega muy lejos. Los promotores del museo exigen que cualquiera que trabaje allí firme, para ser contratado, una declaración de fe en la que manifieste que comparte las creencias de la secta. Tal vez quienes sigan por esa vía deberían leer, en vez de a Darwin, a Lewis Carroll. En especial el diálogo entre Humpty Dumpty y Alicia en el que se plantea si uno puede hacer que las palabras signifiquen cualquier cosa.



Publicado en La Opinión de Málaga.

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