Libertad de expresión, libertad de religión

En su ensayo On Liberty, John Stuart Mill hizo una célebre defensa de la libertad en todas sus formas. Del segundo capítulo, que toca la libertad de expresión, transcribo aquí, en traducción de Eduardo J. Prieto, un fragmento que me parece especialmente relevante para nuestra época:

Podría objetarse lo siguiente: "Pero algunos principios aceptados, especialmente sobre los temas más elevados y vitales, no son sólo verdades a medias. La moralidad cristiana, por ejemplo, es la plena verdad sobre ese tema, y si alguien enseña una moralidad que difiera de ésta, estará totalmente equivocado". Como éste es en la práctica el más importante de todos los casos, ninguno puede ser más adecuado que él para verificar la máxima general. Pero antes de decidir qué es o no es la moralidad cristiana, sería deseable establecer qué significa moralidad cristiana. Si significa moralidad del Nuevo Testamento, dudo que quien derive su conocimiento de esa moralidad del libro mismo pueda suponer que se la haya enunciado allí como una doctrina completa de moral, o que ése haya sido el propósito del libro. El Evangelio siempre se refiere a una moralidad preexistente y limita sus preceptos a los detalles en que debe corregirse esa moralidad o reemplazársela por otra más amplia y elevada. Además, el libro se expresa en términos muy generales, que a menudo es imposible interpretar literalmente, y que poseen el carácter impresionista de la poesía o la elocuencia, más bien que la precisión de la legislación. Nunca ha sido posible extraer del Evangelio un cuerpo de doctrina ética sin completarlo con el Antiguo Testamento, es decir, con un sistema en verdad elaborado, pero en muchos respectos bárbaro, y destinado sólo a aplicarse en un pueblo bárbaro. San Pablo, enemigo declarado de ese modo judaico de interpretación de la doctrina y con el propósito de completar el esquema de su Maestro, supone igualmente una moralidad preexistente, la de los griegos y romanos, y los consejos que imparte a los cristianos consisten, en gran medida, en un sistema de acomodación a esa moralidad, incluso hasta el punto de aprobar abiertamente la esclavitud. La moralidad que se llama cristiana, pero que debería denominarse más bien teológica, no fue obra de Cristo o de los Apóstoles, sino que es de origen muy posterior y la construyó gradualmente la Iglesia Católica de los primeros siglos, y si bien no la adoptaron implícitamente los modernos y los protestantes, la modificaron mucho menos que lo que habría sido de esperar. En su mayor parte, en verdad, se contentaron con suprimir los agregados que le había hecho la Edad Media, y cada secta hizo en esos lugares nuevos agregados, adaptados a su propio carácter y tendencia. Yo sería el último en negar que la humanidad tiene una gran deuda con esta moralidad y con sus primeros maestros, pero no tengo escrúpulos en decir que en muchos puntos importantes es incompleta y unilateral, y que si ideas y sentimientos no sancionados por ella no hubieran contribuido a la formación de la vida y el carácter europeo, los asuntos humanos se encontrarían en peor condición que la que hoy muestran. La así llamada moralidad cristiana tiene todos los caracteres de una reacción; es, en gran parte, una protesta contra el paganismo. Su ideal es más bien negativo que positivo, pasivo que activo, implica Inocencia más bien que Nobleza. Abstinencia del Mal más bien que Búsqueda enérgica del Bien: en sus preceptos, como bien se ha dicho, el "no debes" predomina indebidamente sobre el "debes". En su horror de la sensualidad hizo un ídolo del ascetismo, que se fue acomodando gradualmente hasta transformarse en el ídolo de la legalidad. Ese ídolo exhibe la esperanza del cielo y la amenaza del infierno como motivos desiguales y apropiados para una vida virtuosa: con lo cual se ubica muy por debajo de la mejor moralidad de los antiguos, y su contenido profundo confiere a la moralidad humana un carácter esencialmente egoísta, pues los sentimientos del deber de cada hombre se desvinculan de los intereses de sus congéneres, excepto en la medida en que se lo induce a consultarlos por razones de su propio interés. Es esencialmente una doctrina de obediencia pasiva, inculca la sumisión a todas las autoridades establecidas, a las que en verdad no hay que obedecer activamente cuando ordenan lo que la religión prohíbe, pero contra las cuales no hay que resistirse, y mucho menos rebelarse, por grande que sea el daño que nos hagan. Y mientras en la moralidad de las mejores naciones paganas el deber para con el Estado ocupa incluso un lugar desproporcionado que lesiona la justa libertad del individuo, la ética puramente cristiana casi no toma en cuenta ni reconoce ese gran sector de nuestros deberes. Es en el Corán, no en el Nuevo Testamento, donde leemos la máxima según la cual "un gobernante que designa a alguien en un cargo, cuando hay en sus dominios otro hombre mejor calificado para él, peca contra Dios y contra el Estado". El modesto reconocimiento que la idea de obligación respecto de la cosa pública logra en la moralidad moderna lo debe a fuentes griegas y romanas, no a fuentes cristianas, y agregaremos que incluso en el caso de la moralidad de la vida privada, todo lo que existe de magnanimidad, elevación del espíritu; dignidad personal, y hasta de sentido de honor, deriva de la parte puramente humana de nuestra educación, y no de la religiosa, y nunca podría haberse desarrollado a partir de pautas éticas en las que el único valor, expresamente reconocido, es el de la obediencia.
Estoy muy lejos de pretender que estos defectos sean necesariamente inherentes a la ética cristiana, de cualquier manera que se la conciba, o que los múltiples requisitos de una doctrina moral completa que esa ética no contiene, no pueden ser compatibles con ella. Mucho menos querría insinuar esto respecto de la doctrina y preceptos de Cristo mismo. Creo que las enseñanzas de Cristo son, según mi entender y la evidencia disponible, lo que se propusieron ser, que son irreconciliables con las exigencias de un sistema moral en sentido amplio, que todo lo que es excelente en ética puede incluirse en ellas sin hacer mayor violencia a su lenguaje que la que le han hecho todos los que intentaron deducir de ellas un sistema práctico cualquiera de conducta. Pero es totalmente coherente con esto creer que contienen, y estaban destinadas a contener, sólo una parte de la verdad, y que las palabras registradas del Fundador del Cristianismo no proporcionan, ni estaban destinadas a proporcionar, muchos elementos esenciales de la más elevada moralidad, y que esas palabras fueron puestas totalmente de lado en el sistema ético erigido sobre la base de ellas por la iglesia cristiana. Siendo esto así, considero un gran error seguir tratando de encontrar en la doctrina cristiana esa regla completa que nos guía, que su autor se proponía sancionar e imponer, pero proveer sólo en parte. Creo, además, que esta estrecha teoría se está transformando en un grave mal práctico, que disminuye grandemente el valor de la formación e instrucción moral que tantas personas bien intencionadas están esforzándose finalmente por promover. Mucho me temo que si se intenta formar la mente y los sentimientos según un tipo exclusivamente religioso y se descartan las pautas seculares (como las llamaremos a falta de un nombre mejor) que coexistieron hasta ahora con la ética cristiana y la suplementaron, recibiendo algo del espíritu de éstas, e infundiéndole parte del suyo, resultará, y está incluso resultando ahora, un tipo bajo, abyecto y servil de carácter, que por más que se pueda someter a lo que estima que es la Suprema Voluntad, será incapaz de elevarse a la concepción de la Suprema Bondad o de simpatizar con ella. Creo que debe existir junto a la ética cristiana alguna otra no desarrollada exclusivamente a partir de fuentes cristianas, si se desea producir la regeneración moral de la humanidad, y que el sistema cristiano no es, de ninguna manera, una excepción a la regla según la cual en un estado imperfecto de la mente humana los intereses de la verdad requieren una diversidad de opiniones. No es necesario que al cesar de ignorar las verdades morales no contenidas en el cristianismo los hombres ignoren cualquiera de las que éste contiene. Tal prejuicio, u omisión, cuando ocurre, es cabalmente un mal pero del tipo que no tenemos esperanza de evitar siempre, y que debemos considerar como el precio que pagamos por un bien de valor inestimable. Debemos protestar, y tenemos la obligación de hacerlo, contra la pretensión exclusiva de una parte de la verdad que presume ser el todo, y si por un impulso reaccionario los que protestan resultaran a su vez injustos, podemos lamentar pero debemos tolerar esta unilateralidad, como toleramos la otra. Si los cristianos quisieran enseñar a los infieles a ser justos con el cristianismo, ellos mismos tendrían que serlo también con el mundo de aquéllos. No puede beneficiar a la verdad el que se disimule el hecho, conocido para todos los que tienen la familiaridad más elemental con la historia literaria, de que una gran parte de la enseñanza moral más noble y valiosa ha sido obra no sólo de hombres que no conocían la fe cristiana, sino de otros que la conocían y rechazaban.

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