La tiranÃa de los ciclos
Invariablemente, cada diciembre, como si no fuera suficiente ver ignorada la libertad de culto por los alcaldes que nos llenan las calles de lucecitas (y no dan ni un discurso sobre las celebraciones de otras religiones), se nos recuerda en todas las frecuencias que la época especial ha llegado. “Es tiempo de reconciliarseâ€, nos dicen. “Es momento para perdonar.†Lo que no explican es por qué otro dÃa cualquiera del año no es momento para perdonar.
La arbitrariedad de asignar una conmemoración a los dÃas que resultan tener el mismo número es hasta cierto punto achacable a nuestra condenada tendencia a buscar orden y regularidad en nuestras vidas. Pero añadirles, además, un significado asociado a comportamientos exclusivos, lejos de facilitarnos las cosas con la ingenuidad de lo predecible, nos paraliza. La hipocresÃa de los propósitos de año nuevo prueba cuán contraproducente es dividir la vida en etapas repetitivas, esperando a que la costumbre dicte el momento apropiado para todo.
Numerar todos los dÃas no sólo es obsesivo, sino pretencioso. No podemos decir cuándo debe empezar y acabar una época; menos cuando el mundo tiene tantos calendarios. Por aferrarse a uno en particular, toda la Edad Media vivió atrasada diez dÃas hasta la reforma gregoriana. Esto no significa que no deba existir un estándar objetivo; al contrario, nada serÃa más útil que un conteo confiable. Lo que debemos tener en mente es que cualquier método que se escoja seguirá siendo arbitrario. Y los “momentos especiales†que figuren en números resaltados no tienen nada de especiales por sà mismos.
Es absurdo, por tanto, confinar nuestros mejores sentimientos a los dÃas festivos. Las conductas que resultan son ridÃculas. Dentro de este esquema, los regalos son en diciembre y las flores en septiembre. Octubre es para los niños y abril para vender libros. Es casi tan supersticioso como no casarse en martes. Tenemos que abrir los ojos y aceptar que las fechas no significan nada y el dÃa de la madre sà es un dÃa como cualquier otro.
DeberÃa servir la imprecisión propia de los calendarios para recordarnos que un 20 de julio dado no tiene nada que ver con aquel florero, y si alguien prefiere recordar la llegada a la luna en ese mismo dÃa, adelante. Pero en ambos casos la expresión “un dÃa como hoy†resulta terriblemente engañosa. Aunque pudiéramos fijar con exactitud el número del dÃa que se va a celebrar (lo cual es imposible, pues los años de la Tierra no están hechos de dÃas enteros), el hecho es que cada momento es único.
No hay una razón de peso para perpetuar las celebraciones, más que la débil excusa de mantener viva la memoria. En realidad, el que necesitemos suspender nuestras vidas por un dÃa para recordar un tema cualquiera constituye un abuso. Nuestros antepasados no tenÃan derecho a imponerles esa carga a generaciones que nunca conocerÃan. Nosotros tampoco tenemos derecho a exigir que nos recuerden.
¿Por qué debemos llevar nuestras vidas al ritmo que nos dicta el pasado? Podemos encontrar significados mucho más valiosos en nuestros propios méritos. Respetar lo efÃmero de cada dÃa nos hace apreciarlos más, pues un momento irrepetible es más auténtico. someternos a la tiranÃa de los ciclos nos ciega y reduce nuestras alegrÃas a la ilusa pretensión de vivir lo que otros hicieron primero.
La arbitrariedad de asignar una conmemoración a los dÃas que resultan tener el mismo número es hasta cierto punto achacable a nuestra condenada tendencia a buscar orden y regularidad en nuestras vidas. Pero añadirles, además, un significado asociado a comportamientos exclusivos, lejos de facilitarnos las cosas con la ingenuidad de lo predecible, nos paraliza. La hipocresÃa de los propósitos de año nuevo prueba cuán contraproducente es dividir la vida en etapas repetitivas, esperando a que la costumbre dicte el momento apropiado para todo.
Numerar todos los dÃas no sólo es obsesivo, sino pretencioso. No podemos decir cuándo debe empezar y acabar una época; menos cuando el mundo tiene tantos calendarios. Por aferrarse a uno en particular, toda la Edad Media vivió atrasada diez dÃas hasta la reforma gregoriana. Esto no significa que no deba existir un estándar objetivo; al contrario, nada serÃa más útil que un conteo confiable. Lo que debemos tener en mente es que cualquier método que se escoja seguirá siendo arbitrario. Y los “momentos especiales†que figuren en números resaltados no tienen nada de especiales por sà mismos.
Es absurdo, por tanto, confinar nuestros mejores sentimientos a los dÃas festivos. Las conductas que resultan son ridÃculas. Dentro de este esquema, los regalos son en diciembre y las flores en septiembre. Octubre es para los niños y abril para vender libros. Es casi tan supersticioso como no casarse en martes. Tenemos que abrir los ojos y aceptar que las fechas no significan nada y el dÃa de la madre sà es un dÃa como cualquier otro.
DeberÃa servir la imprecisión propia de los calendarios para recordarnos que un 20 de julio dado no tiene nada que ver con aquel florero, y si alguien prefiere recordar la llegada a la luna en ese mismo dÃa, adelante. Pero en ambos casos la expresión “un dÃa como hoy†resulta terriblemente engañosa. Aunque pudiéramos fijar con exactitud el número del dÃa que se va a celebrar (lo cual es imposible, pues los años de la Tierra no están hechos de dÃas enteros), el hecho es que cada momento es único.
No hay una razón de peso para perpetuar las celebraciones, más que la débil excusa de mantener viva la memoria. En realidad, el que necesitemos suspender nuestras vidas por un dÃa para recordar un tema cualquiera constituye un abuso. Nuestros antepasados no tenÃan derecho a imponerles esa carga a generaciones que nunca conocerÃan. Nosotros tampoco tenemos derecho a exigir que nos recuerden.
¿Por qué debemos llevar nuestras vidas al ritmo que nos dicta el pasado? Podemos encontrar significados mucho más valiosos en nuestros propios méritos. Respetar lo efÃmero de cada dÃa nos hace apreciarlos más, pues un momento irrepetible es más auténtico. someternos a la tiranÃa de los ciclos nos ciega y reduce nuestras alegrÃas a la ilusa pretensión de vivir lo que otros hicieron primero.





























