La tierra no es de nadie

Parece mentira que grupos políticos xenófobos y ultraderechistas como Libertad e Identidad sigan existiendo en una democracia madura como la nuestra, pero aquí están, soltando como siempre sus diatribas cargadas de odio y desconocimiento:
A todo ello se añade que, desde hace unos años, junto al alarmante descenso de la natalidad, nuestro país sufre una masiva invasión de gentes extrañas que amenaza con destruir y barrer por completo nuestras mismas señas de identidad, todo aquello que nos hace ser lo que somos. Se trata de un arrollador aluvión de gentes desarraigadas, venidas de los lugares más insospechados, a quienes importan un bledo nuestra historia, nuestra cultura y nuestros valores, y que incluso pretenden imponernos otras concepciones de la vida, contra las cuales ya lucharon nuestros antepasados durante siglos, y para lo cual no dudan en recurrir a la violencia terrorista (como lo demuestra el más grave atentado que haya sufrido nunca el pueblo español). La afluencia indiscriminada y masiva de inmigrantes amenaza con colapsar los servicios sociales y pone en peligro los derechos de los españoles, que en muchas ocasiones se ven relegados para dar preferencia a los recién llegados. Nuestros barrios son cada vez más inseguros. Los individuos que hace unos años se movían en las simas de la marginalidad campan hoy por sus respetos imponiendo una especie ley de la jungla a los españoles de a pie. El trabajo reporta cada vez menos beneficios reales más allá del ir tirando, y todos los que van llegando aspiran a convertirse en nuestros iguales en nuestra misma tierra, la tierra milenaria de nuestros padres y los padres de nuestros padres, por el mero hecho de haber arribado a ella de forma más o menos azarosa. Como, por mala que sea su situación aquí, siempre va a ser mejor que aquella de la que proceden, se contentan con trabajar en cualquier cosa mientras que la gente de aquí se ve obligada a aceptar lo inaceptable y encima nos dicen, no sin cinismo, que “hacen lo que no queremos hacer”. El resultado de todo esto es que cada vez somos menos libres y más esclavos en nuestra propia casa, con la excusa de ciertos problemas que nosotros jamás provocamos.
Mientras lo leía he recordado la carta que le envió el Jefe Seattle al presidente de los Estados Unidos en 1854, Franklin Pierce, quien le había hecho una oferta a la tribu para comprar sus tierras. La carta es una muestra ejemplar de sensibilidad literaria y de amor a la naturaleza.
¿Cómo se puede comprar o vender el cielo o el calor de la tierra? Esa es para nosotros una idea extraña. Si nadie puede poseer la frescura del viento ni el fulgor del agua, ¿cómo es posible que usted se proponga comprarlos? (...)

Esto es lo que sabemos: la tierra no pertenece al hombre; es el hombre el que pertenece a la tierra. Esto es lo que sabemos: todas la cosas están relacionadas como la sangre que une una familia. Hay una unión en todo.

Lo que ocurra con la tierra recaerá sobre los hijos de la tierra. El hombre no tejió el tejido de la vida; él es simplemente uno de sus hilos. Todo lo que hiciere al tejido, lo hará a sí mismo.

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