La guardería del Santo Oficio

Que la Inquisición tiene mala prensa no es un gran descubrimiento. Ya hasta los católicos utilizan el nombre de su Santo Oficio cuando tienen que denunciar alguna persecución de la que dicen ser víctimas, como si se olvidaran que ellos fueron los que la hicieron tristemente famosa, y no justamente por estar del lado del perseguido.

Existe sin embargo un intento de diversos intelectuales de hacer ver a la Inquisición como algo no tan malo para la época. Sus argumentos suelen apoyarse en dos supuestos: Que mucho de lo que se dice son exageraciones, y que no podemos juzgar hechos de hace 600 años con la moral actual. Así, relativizan las cifras, le quitan un poco de sangre, y terminan diciendo que después de todo, secuestros, torturas, matanzas y ejecuciones eran algo cotidiano y nada mal visto en aquellos tiempos, incluso entre los administradores de la ética inmutable.

Escapando un poco de la polémica por las cifras, hay un caso con nombre y apellido que me llamó la atención. Es la historia de una familia judía que vivía el Bologna en la segunda mitad del siglo XIX (hace apenas 150 años, mucho menos de los 600 que parecen justificar cualquier barbaridad). Edgardo era un niño de seis años cuando fue secuestrado por orden del por aquellos tiempos todopoderoso Pío IX (el de los arrolladitos). La explicación que recibió su padre, Mómolo Mortara, fue que una de las funciones del Santo Oficio era cuidar de la herejía judía a los niños bautizados. Hasta aquí no había nada de sorprendente: La Iglesia tenía el “legítimo” derecho de secuestrar niños o a quién sea que considere debía “protejer” porque ellos eran la ley y el orden. Pero el caso es que Edgardo había sido educado en un hogar judío, con todos los ritos judíos y por supuesto sin los rituales católicos, por lo que Mómolo supuso que se trataba de un simple “error”. Allí fue cuando le contaron que, años atrás, cuando su hijo Edgardo enfermó gravemente, la criada que lo cuidaba, Anna Morisi, tuvo miedo de que muera sin ser bautizado, y dado que, como todos sabemos, lo que importa para que Dios salve a un niño es que se le tire un chorrito de agua en la cabeza, ella decidió hacerle el favor a la familia y bautizarlo en secreto… Más bien en secreto de sus padres, porque la novedad llegó a oídos de las autoridades de la Santa Iglesia quienes encontraron así una buena excusa para quedarse con el niño. Como suele suceder en materia religiosa, la carga de la prueba no cae del lado de la iglesia, y como los Mortara no pudieron demostrar que años atrás la criada no había mojado la cabeza del niño, se dió por sentado que el niño era un católico hecho y derecho y se lo llevaron para no desperdiciar tal divino don en manos de judíos.

Esto no hubiera sido noticia (como no lo fueron otros casos similares) sino fuera porque la familia Mortara era una familia influyente, que movió todos los contactos que pudo, desde financistas del Vaticano (porque hay que decirlo… la fe moverá montañas, pero también mueve un dinerito) hasta el mismísimo The New York Times que tocó el tema en sus editoriales en varias ocasiones. Pero como era de esperarse, Pio IX pagaría cualquier precio por salvar el alma de ese niño católico, por lo que decidió dejarlo en manos de los hermanos catecúmenos, que continuarían la obra salvadora iniciada por la criada. Claro que una vez asegurada el alma del niño (lo que demoró un año aproximadamente) la iglesia tuvo la gentileza de permitir a su padre ver a su hijo, pero este último, que a la edad de siete años había desarrollado una madurez tal que no iba a permitirle a su padre poner su alma nuevamente en peligro, decidió que no quería volver a verlo.

Mómolo, que no se resignaba a reconocer que la verdad había sido revelada a su hijo y más bien sospechaba de cierto lavado de cerebro, continuó durante diez años peleando por recuperar a su hijo, pero ya era tarde. Edgardo, que tuvo entonces la oportunidad de elegir volver con su familia, decidió ordenarse sacerdote y volverse el primer defensor de sus secuestradores, nada muy diferente al conocido síndrome de Estocolmo.

Hasta aquí la historia de un niño de familia judía que fue separado de sus padres por el simple hecho de que se sospecha que la criada clandestinamente lo hizo parte de un ritual por el que se supone que un chorrito de agua mejora las posibilidades de que su dios lo mire con mejores ojos. Una sucesión de irregularidades y suposiciones que justificaría que cualquier padre pierda la tenencia de cualquier hijo en favor de cualquier otra religión (verdadera, claro).

Como dijimos, esto no sucedió en el siglo XIV, sino hace escaso siglo y medio, y el responsable de este caso (y otros menos conocidos) fue el jefe máximo de la Iglesia, Pío IX, aquel que nos avisara de la concepción sin mácula de Maria (la virgen) e incluso nos comunicara (de manera infalible) su propia infalibilidad. Tanto mérito no puede menos que justificar su tardía pero esperada beatificación realizada hace nada más que 8 años por otro Papa, Juan Pablo II. De todas maneras hay que reconocer que las cosas han cambiado en estos 150 años. Los Estados Pontificios ya no son lo que eran, y la “monarquía electiva” que los gobernaba quedó reducida al menos de medio kilómetro cuadrado que ocupa el Vaticano hoy día. Posiblemente incluso el secuestro de niños dentro del Vaticano y por orden del mismo Papa ya no sea una actividad corriente, aunque una noticia leída hace poco me generó algunas dudas. No debería sorprendernos. Después de todo la moral divina es perfecta, y si estaba bien robarse niños para evangelizarlos hace 150 años, debería promoverse también hoy día.

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