La democracia, esa vaca sagrada

Durante los dos últimos siglos Occidente vivió una serie de transiciones políticas que han culminado en la diseminación de la democracia en casi la totalidad de lo que llamamos mundo civilizado. Y quienes vivimos bajo regímenes democráticos nos hemos acostumbrado a oír a nuestros líderes proclamar la defensa del sistema allí donde peligre. Con ese argumento hemos tenido ocasión de ver cómo otras sociedades, a las cuales desde nuestra perspectiva llamamos menos favorecidas, han buscado desesperadamente salir de la dominación que las oprimía y, cuando lo logran, miran a Occidente y la respuesta que encuentran es invariablemente la democracia. Las luchas de independencia de las naciones africanas, representación caricaturizada de las nuestras, son un buen ejemplo. Lo seguimos observando en el caso de países que se han arriesgado a experimentar gobiernos distintos y reciben constantemente las recriminaciones y “voces de aliento” del mundo democratizado para buscar que se unan al resto, lo cual acaba de ocurrir en sitios como Afganistán y algunas personas quieren que ocurra en Cuba.
La democracia en todas sus variantes tiene algunos méritos, que no se pueden desconocer, en la transformación que ha venido haciendo a lo largo de nuestra Edad Contemporánea. Fue el pretexto para quitarles el poder a las monarquías despóticas y para acercar en cierta medida el estado al pueblo. Esta representatividad de nuestros gobiernos occidentales, según la cual el pueblo puede decidir colectivamente a quiénes va a delegar el poder, ha sido considerada una de las grandes conquistas de la civilización. Se piensa que, en condiciones ideales, al permitir que las personas mismas elijan cómo quieren ser gobernadas se logra la satisfacción del mayor número posible de ciudadanos. Y, muy desafortunadamente, eso es lo que termina ocurriendo.
Se cree que la democracia está diseñada para asegurar que todos reciban oportunidades iguales y justas. Y, estadísticamente hablando, se considera que la satisfacción de la mayoría genera la satisfacción de todos, a pesar de que, en realidad, se logra solamente la de una fracción mayoritaria que se toma la atribución de figurar por la totalidad del pueblo. Resulta francamente difícil de creer que los analistas políticos de nuestro tiempo no se hayan dado cuenta de la gigantesca contradicción que existe en estas suposiciones. Por un lado, se pretende que con el sistema de democracia van a quedar cubiertas las necesidades de todos. Pero por el otro vemos claramente que sólo la mayoría lo consigue. Una mayoría que decide, elige, gobierna y tiene la palabra. A menos que se adopte un federalismo exagerado, el sistema de hacer lo que desee la mayoría resulta claramente discriminatorio. No importa cuántas modificaciones se hagan a los sistemas de representación para incluir a todos los sectores de la sociedad: el número de representantes siempre estará en proporción con el número de representados y, una vez más, vencerá la mayoría. La consecuencia lógica de esta situación es la incapacidad de la democracia para cumplir el propósito que se le atribuye, pues ella misma es discriminatoria por naturaleza.Después de varios siglos de estudiar nuestra historia, hoy hemos llegado a saber que incluso los sistemas políticos más sólidos aparecen, dominan por un tiempo, decaen y son reemplazados. No podemos pretender resistirnos a la natural evolución de la sociedad y estancarnos en un sistema que ha demostrado no ser el más eficiente. La actitud de las potencias mundiales de defender a capa y espada la permanencia de la democracia resulta lamentable, dada la necesidad que existe de dejar que la historia fluya y los sistemas cambien. La democracia, la consentida de los gobiernos, la gran conquista de la civilización, debería representar en realidad un motivo de gran desilusión para todos nosotros por el fracaso que ha resultado ser. Aunque, al igual que los sistemas que la precedieron, no durará para siempre. Ese detalle, por lo menos, es uno de sus puntos buenos.

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