Julian Barnes y la muerte

A Julian Barnes ya le conocía de su delicioso El Perfeccionista en la Cocina, una delicia humorística tan pendiente de la tradición satírica inglesa como del imprescindible toque humanista de sus compatriotas Monty Python. Encontrarle en esta noticia es para mí como recuperar a un viejo amigo.

Garrison Keillor

«No creo en Dios, pero a veces le echo de menos». Así empieza el libro de Julian Barnes, un ateo convertido en agnóstico que ha decidido a la edad de 62 años tomar medidas contra su miedo a la muerte. ¿Por qué debería un agnóstico temer a la muerte si no tiene fe en una vida posterior? ¿Cómo puede asustarte la Nada? Sobre esta sencilla cuestión Barnes se nos ha descolgado con una elegante meditación, un profundo fenómeno sísmico que se mantiene temblando en tu mente durante semanas después de su lectura.

La Tanatofobia es un hecho en su vida. Piensa en la muerte a diario y a veces por la noche despierta de repente, arrastrado desde el sueño hacia la oscuridad, el pánico y la viciosa certeza de que nuestra presencia en el mundo es de alquiler. Despierto, solo, desesperadamente solo, golpeando la almohada con el puño y gritando «oh, no, oh no, oh no» interminablemente. Sueña con haber sido enterrado, «cazado, rodeado, sobrepasado en número, acribillado a balazos sin armas con las que responder, siendo rehén, condenado por error a ser fusilado, informado siempre de que le queda menos tiempo del que imaginaba. Lo normal». Se imagina a sí mismo atrapado en un barco secuestrado, encerrado en el maletero de un coche arrojado al rio o entre las fauces de un cocodrilo.

julian barnes


Va más allá de la sensación de atropello. Es sentir cómo disminuye tu energía, cómo se seca la cascada, cómo se apaga la luz. «Miro alrededor, a mis amigos, y reconozco que con muchos de ellos ya no hay amistad sino el recuerdo de una amistad pasada». Él ha visto ya el declive y la muerte de sus padres. «No importa cuánto huyas de tus padres durante tu vida. Te reclamarán durante su muerte». Su padre, profesor de francés, consumido por un derrame cerebral, leyendo las Mémories de Saint-Simon, siempre tiranizado por su mujer, «siempre presente, organizando, preocupándose, controlando todo». Pocos años después su madre, con un vestido verde, en silla de ruedas paralizada de la mitaz de su cuerpo, «admirablemente inquebrantable, desdeñosa de todo lo que para ella era falso estímulo a la moral». Son recuerdos difícilmente reconfortantes.

La fe religiosa no es una opción. «Nunca tuve fe que perder» escribe «no fui bautizado, no iba a la escuela los domingos. Nunca he estado en una iglesia normal escuchando misa. Voy a menudo a las iglesias como arquitecto; para adquirir una idea de lo que Inglaterra fue una vez».

La religión Cristiana se ha mantenido porque es «una bonita mentira, una tragedia con un final feliz» y echa de menos el sentido de creencia y propósito que encuentra en el Requiem de Mozart o las pinturas de Donatello. «Echo de menos el Dios que inspiró la pintura inglesa, las vidrieras francesas, la música alemana, las pequeñas parroquias inglesas, y esas impresionantes formaciones de piedra en tierras celtas que una vez fueron faros en la oscuridad y la tormenta». A Barnes no le conforta ninguna terapia contra la religión. «Nuestro paraíso secular moderno de autoafirmación, desarrollo de la personalidad, las relaciones que nos definen, los trabajos que nos dan posición, la acumulación de disfrutes sexuales, ir al gimnasio, consumir cultura. Todo nos hace más felices. Nos lo hace, ¿verdad? Es el mito que hemos elegido.»

Así que Barnes se dirige al régimen estricto de la ciencia, donde tampoco encuentra comodidad. Todos estamos muriendo. Incluso el sol está muriendo. El Homo Sapiens evoluciona hacia otra especie a la que la nuestra no le importará nada, ni nuestro arte, ni nuestra literatura. Nuestra educación caerá en el olvido. Todos los autores pasaremos a ser autores no leídos. Después, la humanidad perecerá y los escarabajos dominarán el mundo. El hombre teme su propia muerte pero, ¿qué es ese hombre? Un saco de neuronas. El cerebro es un pedazo de carne y el alma es «un cuento que ese cerebro se cuenta a sí mismo». La individualidad es una ilusión. Los científicos no encuentran evidencia física del «yo». Es algo de lo que nos hablamos a nosotros mismos. Porque no producimos pensamientos, son los pensamientos los que nos producen a nosotros. El «yo» del que nos sentimos tan orgullosos es puramente gramática. Si nos despojamos de la narrariva Cristiana, nos abalanzamos sobre un paisaje que, aunque fascinente, no ofrece nada a lo que llamar «esperanza». —Barnes se refiere a la «esperanza americana» con particular desprecio—.

«No hay separación entre «nosotros» y el universo». Somos simplemente materia. Cosa. «El individualismo, el triunfo de artistas y científicos librepensadores, nos ha llevado a un estado de conciencia de nosotros en el que podemos vernos como simples unidades de obediencia genética».

Hasta aquí todo es cierto, puede, pero, ¿y qué? Barnes es novelista, y lo que le da vida a su libro y mantiene al lector pasando páginas hacia adelante es su afecto por cualquiera que se pregunte algo; la abuela Scoltock con su cardigan tejido a mano leyendo el Daily Worker y vitoreando a Mao Zedong, mientras el abuelo ve Songs of Praise, en la tele, o hace trabajos manuales con madera, o riega sus dalias, o mata pollos con una máquina verde que les destroza el cuello. El hermano mayor que enseña filosofía, cuida de sus llamas, viste calcetines de lana, zapatos con hebilla y un chaleco brocado. Vale que somos unidades de obediencia genética pero, eh, nos encanta vernos los unos a los otros. Barnes cuenta que guarda en un cajón las cosas de sus padres, todas, los recortes de prensa, las cartas de racionamiento, billetes para el cricket, felicitaciones navideñas, certificados de la Perfect Attendance, un álbum de fotos de 1913 titulado Scenes From Highways & Byways, viejas postales —«Hemos llegado bien y, aparte de los horribles sandwiches de jamón, el viaje nos ha encantado»—. Incluso el más simple de los lectores saborea los detalles. No podemos negar la inevitabilidad de nuestra extinción. Pero no podemos evitar que nos encante volver a leer esa postal.

«La sabiduría, en parte, consiste en no pretender demasiado, y en descartar el artificio... Y hay algo que te llega infinitamente cuando un artista, entrado en años, recupera la simplicidad... Pavonearte es parte de la ambición; pero cuando somos ya viejos, recuperamos la confianza para hablarnos con sencillez los unos a los otros». Y lo hace. Y meditando así sobre la muerte, le devuelve la vida, con cortas brazadas, a sus padres, Albert y Kathleen.

«Ella descansa en una pequeña y limpia habitación con una cruz en la pared; en su silla con ruedas, mostrándome la parte de atrás de su cabeza. Ella parece, realmente, muy muerta; ojos cerrados, boca entreabierta, girada hacia su lado izquierdo como ella solía hacer. Solía aguantar un cigarrillo con la parte derecha de su boca y hablaba hacia el otro lado. Le toqué la mejilla varias veces, y le di un beso en el nacimiento de su pelo. ¿Estaba tan fría porque habíamos dejado la ventana abierta, o porque estaba muerta y en ese estado lo normal es estar tan frío? Bien hecho, mamá, le dije suavemente. De hecho, se había muerto mejor que mi padre, quien lo había hecho después de muchos ataques, y con su declive alargándose por muchos años. Ella se fue con su primer ataque, más eficientemente, más rápidamente». Junto a ella hay una botella de Jerez cremoso, y un pastel de cumpleaños. Que nadie ha probado.

No sé si este libro llegará a tu país de Dios, con la gris y deprimente cara del autor en la portada, pero rezo por que sea un éxito de ventas. Es un bello libro, divertido, y que se resiste a salir de mi cabeza.

Visto en NYTimes.com vía RichardDawkins.net. Foto de Mail Online.

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