Josef Winkler, en el infierno del catolicismo

El escritor austriaco levanta testimonio de los horrores de la fe


© José Andrés Rojo
Publicado en El País de Madrid

«Si alguien me dice que sabe escribir, desconfío», comenta Josef Winkler (Kamering, Carintia, 1953). «No creo que se pueda aprender a escribir de una forma determinada; cuando escribes, descubres lo que va surgiendo con la frase. Es algo que se puede expresar también a la manera del autor alemán Friedrich Hebbel: ‘Cada frase, el rostro de un hombre’. Eso es lo que hago, y si no hay rostros en las frases que he escrito, es que no sirven».
He aquí algunos ejemplos de su escritura, tomados de su última novela traducida, Cementerio de las naranjas amargas (Galaxia Gutenberg / Círculo de Lectores). «Si supiera que tengo alguna enfermedad mortal e iba a morir en unas semanas, iría en barco a la isla de Stromboli y me arrojaría al volcán, porque a mi tierra natal de Carintia no quiero dejarle ni siquiera mi cadáver». O esta otra: «Me gusta estar entre los muertos; no me hacen nada y son también seres humanos».

Conviene dar cuenta del tono de Winkler, no muy distinto en su dureza (y en su carácter obsesivo) del de otros escritores austriacos, como Thomas Bernhard o Elfriede Jelinek. «Lo más importante es encontrar tu propia voz», dice. Antes se ha referido a la infancia como el lugar en el que hay que buscar las experiencias que configuran la propia mirada. «Fui monaguillo durante seis o siete años en un pequeño pueblo católico de labriegos del sur de Austria, en la Carintia. La Iglesia me educó en el temor. Nos contaron que los ángeles llevaban un minucioso registro de cuanto hacíamos y pensábamos, de cuanto soñábamos y sentíamos. El día del Juicio Final se abriría ese libro en el cielo y seríamos condenados, según lo que estuviera apuntado, al fuego eterno del infierno».

«Nos contaron todo esto y crecimos con esos miedos, pero también descubrimos que aquello no era verdad», añade Winkler. «Pudimos ver lo que había detrás y comprobamos que esos ángeles que parecían de oro estaban vacíos. Ni lengua, ni corazón, ni entrañas, ni pulmones. Pura fachada, un gran fraude».

El dolor, la muerte, el pecado, el mal, el suicidio, la penitencia, la sangre, la podredumbre, la atmósfera tétrica de las sacristías y las iglesias, los oscuros rituales: las marcas inconfundibles del catolicismo más cerrado constituyen la columna vertebral de esta novela de Winkler. «No lo hice como una venganza, pero devolví el daño que me hicieron como una inmensa blasfemia».

Es inevitable, frente a ese panorama, referirse al reciente caso del padre que supuestamente encerró durante 24 años a su hija para abusar de ella en el pueblo de Amstetten. «No es una especialidad austriaca», dice Winkler, «pudo haber ocurrido en Baviera o en un pueblo de la España profunda». Pero explica que hay algo en los austriacos que los lleva a desentenderse de los demás, a mirar a otra parte, a subyugarse. «Incluso las instituciones son responsables, ¿cómo no investigaron en una casa que iba creciendo saltándose todas las normas vigentes?».

El descenso a los infiernos del catolicismo lo inicia Winkler en Carintia y lo continúa en Roma (e Italia). La homosexualidad es uno de los elementos centrales de su vida cotidiana («De niños fuimos ocultando nuestros sentimientos; ya mayores, es necesario huir a tiempo y aprender a ser anónimos en un mundo extraño»). También recorre la novela la pervivencia del nazismo en muchos de los austriacos de su entorno. La muerte es una obsesión permanente. «Del azar de lo que leemos, dice Elías Canetti, depende lo que somos», escribe Winkler. Su literatura tiene esa ambición, la de sacudir y transformar.

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