Hollywood ya no tiembla cuando el Vaticano se opone a una película



© Leonardo M. D’Espósito
Publicado en Crítica

¿De qué religión es el cine? La pregunta parece inadecuada, pero no es así: cuando un film creado para distribución internacional (léase, por lo general, Hollywood) toca algún tema sensible al cristianismo –o, mucho más específicamente, al catolicismo romano–, parece arder Troya, o mejor, Roma. Hace un par de años, cuando el estreno de El código Da Vinci, se hablaba más de su supuesto sacrilegio que de la (por lo demás, pésima) adaptación de la novela de Dan Brown. Algo similar sucede ahora con Ángeles y demonios, secuela de aquel film –aunque el libro era una precuela–, donde la controversia viene morigerada y se reduce a que el Vaticano no permitió el rodaje en sus edificios.
Es cierto, sin embargo, que la interferencia religiosa (repitamos: básicamente católica) es paradójicamente secular en cuanto al cine se refiere. La primera gran operación de control y censura de los contenidos cinematográficos, el Código Hays, fue una iniciativa católica. En 1934, los productores de cine tenían miedo del poder de movilización de los católicos en grandes centros urbanos como Nueva York, ante lo que éstos consideraban «la suciedad» de las películas (léase sexo –especialmente homosexual–, muerte explícita y algunas otras cosas). Los obispos católicos desconfiaban de la censura que podían ejercer los gobiernos estaduales (básicamente protestantes) y abogaban por que la propia industria se autorregulase. Hays, gran publicista, estableció reglas que fueron acordadas por los grandes estudios y rigió los contenidos de las películas hasta 1967.
En otros países, la influencia católica fue aún más fuerte. En la España de Franco directamente no se estrenaba lo que la Iglesia no permitía estrenar. O se cambiaban cosas para que nadie entendiera mal. En Intriga internacional, el gran film de Hitchcock, hay una secuencia donde el galán Cary Grant y la heroína Eva Marie-Saint pasan –en parte accidentalmente, en parte con toda la intención– la noche juntos en un camarote de tren. En la copia española, el diálogo en castizo salta al italiano para que «no se entiendan» las cosas horrorosamente sensuales que decían.
Estos traspiés –la Argentina también los sufrió, y cómo– han sido frecuentes y, con el tiempo, demuestran ser inútiles y hasta torpes. Sin embargo, hubo casos donde la protesta vaticana llegó más allá de un quítame de allí esas tetas. La cuestión es simple: para la Iglesia católica, el Evangelio es un dogma universal y no puede ser tocado ni puesto en pantalla de modo libre. A veces se pierde de vista que las tres religiones reveladas, aunque presentes en todo el mundo, no llegan –sumadas– a ser profesadas por la mitad de los seres humanos. Hay muchos que no creen que ésos sean textos sagrados. Y muchos otros que consideran la Biblia sólo como una fuente de mitos, como a los cristianos puede parecerles el Mahabbaratha. Incluso más: se supone que en el catolicismo el hombre es libre de pecar. Se llama «libre albedrío». Si ver películas donde se pone en tela de juicio, se juega estéticamente o se contradicen las Escrituras es pecado, pero no hay texto que lo prohíba.
Hecha la salvedad, algunos ejemplos. Cuando en la Argentina, ya en plena democracia, estuvo por estrenarse La vida de Brian (era de 1979 pero, dictadura mediante, recién se pudo ver en 1985), los fanáticos católicos elevaron su grito por lo que consideraban un sacrilegio. El film, obra de los satíricos Monty Python, hablaba de un pobre tipo que vivió en los tiempos de Jesús y fue confundido con un mesías. En el momento de su estreno original, muchos católicos la consideraron blasfema, pero sólo se prohibió en países alejados de la democracia. En el nuestro, seis años y una elección general más tarde, tardó meses en estrenarse porque hubo amenazas de bombas en los cines. Pero se estrenó igual y fue un moderado éxito de público, mucho más grande luego en su edición en video.
Algo peor sucedió un poco más tarde en ese mismo 1985. El escándalo se llamó Yo te saludo, María, de Jean-Luc Godard. El film narra la historia de María y José –más una fábula sobre Eva– en el mundo contemporáneo, y fue condenada como «blasfema» por la Iglesia francesa. A tal punto llegó la discusión pública que el gobierno francés de entonces, cuyo presidente era nada menos el socialista François Mitterrand, consideró prohibirla. Aunque se trata de un ensayo fílmico complejo, bastante poco complaciente hacia el gran público (como la mayoría de la obra de Godard), tuvo enormes problemas. Nadie pareció soportar que el personaje central apareciera desnudo, que fuera una empleada de estación de servicio, y que José fuera un taxista. Mucho menos, horror de horrores, que en el film hubiera escenas eróticas. En la Argentina, la discusión también fue grande. Aunque en ese año ya no se prohibían películas, la presión de la Iglesia y algunos laicos hicieron que el film directamente no tuviera distribución. Lo curioso es que ni siquiera fue editado –por lo menos legalmente– en video ni DVD. Quien quiera verlo –es además un film muy bello y profundo– puede descargarlo de internet.
Pero Godard era un nombre para iniciados y su film, minoritario desde su concepción. Más complicado es cuando se trata de una película con actores muy conocidos, con un director respetado y conocido mundialmente, con Hollywood detrás. Es el caso de La última tentación de Cristo, de Martin Scorsese, basado en la novela homónima de Nikos Katzanzakis, autor griego y marxista que ya se había acercado al mito cristiano y la figura de Jesús en una obra llamada Cristo nuevamente crucificado, muchísimo más polémica, rodada en 1957 por Jules Dassin con el nombre de El que debe morir (paradoja, se vio muchas veces en la televisión de aire argentina y nunca tuvo problemas de censura en ninguna parte). Lo primero que le pasó a Scorsese fue que varios estudios se negaron a financiarla, hasta que lo hizo Universal con coproducción francesa. Cuando esto se supo en Francia, el obispo de Nancy dijo que no debía permitirse rodar esa blasfemia en territorio galo. Se hizo, con mínimo presupuesto y bastantes problemas en Marruecos y en el estreno francés se rompió algún cine. Hubo prohibición en Chile, Filipinas y Sudáfrica. En otros países, tuvo la categoría máxima, cercana a la pornografía (en la Argentina primero se la calificó «prohibida para menores de 21» y luego se la recalificó «para 18»; hoy es «para 16»). El caso argentino es central: en primer lugar, las protestas de grupos católicos fueron tan fuertes que la distribuidora decidió no estrenarla en 1988, aunque tenía varias nominaciones al Oscar (entre ellas, Mejor Director). Luego, a principio de los 90, existió la posibilidad de estrenarla –para entonces, era un film largamente conocido por haber sido visto en Uruguay, donde se estrenó, y por copias piratas en VHS, amén de exhibiciones semiclandestinas en universidades). No se pudo. Cuando lo intentó el canal de cable Space en 1996 (se sabe, uno el cable lo paga y elige libremente qué ve o qué no), un grupo laico vinculado con el Opus Dei pidió su prohibición. De hecho, ya había sido prohibida en un territorio argentino (la Catamarca de los Saadi) en 1988, cuya Senado exigió que no se exhibiera por «no responder a los intereses y a la real idiosincrasia» de los catamarqueños. Un año más tarde se autorizó su proyección, pero Space nunca la puso al aire «por las dudas». Luego se editó en VHS y DVD, lo mismo que la sátira católica Dogma, de Kevin Smith (La otra cara del amor).
Pero se sabe: poderoso caballero es Don Dinero. Por eso es que la última polémica hasta ahora tuvo efecto cero. Fue por El código Da Vinci, donde todo el problema se reducía a decir que Jesús se había casado con María Magdalena y tenido una hija. Eso bastó para que la Iglesia se quejara. Pero una producción con todo Hollywood atrás, megaestrellas como Tom Hanks y una recaudación que finalmente fue de más de 757 millones de dólares en todo el mundo, pasó por alto cualquier resistencia. Es más: la polémica funcionó como un aliciente publicitario. En su momento, el cardenal Bertone, secretario de Estado del Vaticano, pidió a los católicos que «boicotearan la película». El tiro, pues, salió por la culata y las recaudaciones hablan de hasta qué punto, hoy, el Vaticano perdió influencia en su grey. Y tantas voces transformaron una película en un pingüe negocio que los productores bien habrían podido agradecer con una misa.

El viejo truco de enviar a camarógrafos disfrazados para rodar donde no se puede
Hace un par de semanas, los productores de Ángeles y demonios contaron cómo hicieron para filmar una película que transcurre básicamente en el Vaticano, cuando se prohibió rodar el film dentro de la Ciudad Santa. Fue sencillo: se despachó a varios fotógrafos y camarógrafos disfrazados de turistas y, gracias a ellos, se tomaron unas 250 mil fotografías y horas de video. De esa manera, luego pudo reproducirse de modo digital y en estudio cada uno de los interiores y exteriores relevantes a la trama.
El Vaticano no suele permitir rodajes en la Santa Sede, aunque antes de prohibirlo lee el guión de cada película. Y en el caso de Ángeles… no hizo falta. El cardenal Fibbi, vocero de la diócesis de Roma, explicó que «el nombre de Dan Brown fue suficiente para prohibir el acceso».
No es la primera película que no se puede filmar en el Vaticano: sucedió con casi todas las que tienen al ínfimo Estado por escenografía. En Las sandalias del pescador, de Michael Anderson (1968), se usó material de archivo de la elección de Paulo VI para ilustrar la historia. En El Padrino III sí hubo autorización –aunque el film narraba de alguna manera el escándalo del Banco Ambrosiano y la Logia P2–, pero sólo para exteriores. Es que los interiores, más allá de la cuestión religiosa, son verdaderamente depositarios de obras de arte frágiles, a las que un andamio para cámaras o un foco pueden estropear de modo definitivo.
La otra razón es la seguridad. Lo mismo sucede en el Pentágono, la Casa Blanca y la sede de Naciones Unidas. La solución que Ron Howard encontró para Ángeles y demonios la había hallado Hitchcock en 1959, cuando debía rodar interiores en la ONU para Intriga internacional: envió fotógrafos disfrazados de turistas, filmó exteriores y reprodujo el lobby y las dependencias interiores.

Gibson no tuvo problemas
Nunca hubo problemas para el Vaticano con La Pasión de Cristo, de Mel Gibson, film valioso y extraño que es tan traidor a la palabra de los Evangelios –y tan profundamente católico– como los de Scorsese o Smith. Digámoslo rápidamente: de la tortura física del Cristo y su Vía Crucis el texto canónico dice poco y nada. Juan dice que los soldados romanos lo abofetearon y lo coronaron de espinas en un par de líneas; el viaje al Gólgota es una sola frase; Mateo menciona el hecho con poco detalle sangriento; Marcos hace lo propio; y Lucas todavía dice menos: no menciona la corona de espinas y del camino al calvario casi no habla.
Nada de látigos con puntas de metal, carne desgarrada, huesos rotos o cosa por el estilo. Sin embargo, cuando varias comunidades judías sospecharon que el film podía ser antisemita, los clérigos católicos estadounidenses afirmaron que «se atenía fielmente a las Escrituras». Por supuesto, fue un megaéxito mundial por sus (inventadas, ficticias) escenas gore.
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